Me dirigía hacia el despacho de Jerry Vincent en mi Lincoln cuando pensé en algo y volví a telefonear a Lorna Taylor. Al no obtener respuesta, la llamé al móvil y la pillé en su coche.
—Voy a necesitar un investigador. ¿Cómo te sentirías si llamara a Cisco?
Hubo una duda antes de que ella respondiera. Cisco era Dennis Wojciechowski, su relación del último año. Yo era quien los había presentado cuando recurrí a él en un caso. Según mis últimas informaciones, estaban viviendo juntos.
—Bueno, no tengo problema en trabajar con Cisco. Pero me gustaría que me dijeras de qué va todo esto.
Lorna conocía a Jerry Vincent como una voz al teléfono. Era ella quien atendía sus llamadas cuando Jerry quería saber si yo podía estar en una sentencia o hacerme cargo de un cliente en una vista incoatoria. No recordaba si se habían conocido en persona. No quería darle la noticia por teléfono, pero las cosas estaban avanzando demasiado deprisa para eso.
—Jerry Vincent está muerto.
—¿Qué?
—Lo asesinaron anoche y yo voy a tener la primera opción en todos sus casos, Walter Elliot incluido.
Lorna se quedó en silencio un buen rato antes de responder.
—Dios mío… ¿Cómo? Era un tipo muy agradable.
—No recordaba si lo habías conocido.
Lorna trabajaba desde su casa de West Hollywood. Todas mis llamadas y facturas pasaban por ella. Si había una oficina física para la firma legal Michael Haller & Associates, esa era su casa. Pero no había asociados y, cuando trabajaba, mi oficina estaba en el asiento trasero de mi coche, lo cual dejaba pocas ocasiones para que Lorna se encontrara cara a cara con cualquiera de las personas a las que yo representaba o con las cuales me relacionaba laboralmente.
—Vino a nuestra boda, ¿no te acuerdas?
—Es verdad. Lo había olvidado.
—No puedo creerlo. ¿Qué ha pasado?
—No lo sé. Holder dijo que le dispararon en el garaje de su despacho. Puede que averigüe algo cuando llegue allí.
—¿Tenía familia?
—Creo que estaba divorciado, pero no sé si tenía hijos. Me parece que no.
Lorna no dijo nada. Ambos estábamos sumidos en nuestros propios pensamientos.
—Deja que cuelgue para que pueda llamar a Cisco —dije finalmente—. ¿Sabes qué está haciendo hoy?
—No, no me lo ha dicho.
—Vale, ya lo veré.
—¿De qué quieres el sandwich?
—¿De qué zona vienes?
—De Sunset.
—Para en Dusty’s y cómprame uno de pavo con salsa de arándanos. Hace casi un año que no me como uno de esos. —Vale.
—Y coge algo para Cisco por si tiene hambre.
—Hecho.
Colgué y busqué el número de Dennis Wojciechowski en la libreta de direcciones que guardaba en el compartimento de la consola central. Tenía su número de móvil. Cuando respondió, oí una mezcla de viento y el petardeo del tubo de escape al teléfono. Cisco iba en su moto y, aunque sabía que llevaba un móvil con auricular y micrófono en el casco, tuve que gritar.
—Soy Mickey Haller. Para.
Esperé y oí que paraba el motor de su Harley Davidson Panhead del sesenta y tres.
—¿Qué pasa, Mick? —preguntó cuando finalmente se hizo el silencio—. Hacía tiempo que no tenía noticias tuyas.
—Vas a tener que volver a poner silenciadores en los tubos, macho, o te quedarás sordo antes de que cumplas cuarenta y no tendrás noticias de nadie.
—Ya he cumplido cuarenta y oigo bastante bien. ¿Qué pasa?
Wojciechowski era un investigador de defensa freelance que usaba en algunos casos. Así era como había conocido a Lorna, recogiendo su paga. Pero yo lo conocía desde hacía más de diez años por su relación con el club de moteros Road Saints, un grupo para el que fui de facto el abogado de la casa durante varios años. Dennis nunca llevaba los colores de los Road Saints, pero se lo consideraba miembro asociado. El grupo incluso le había puesto un apodo, sobre todo porque ya había otro Dennis en el grupo y su apellido, Wojciechowski, era intolerablemente difícil de pronunciar. Dada su tez morena y su bigote lo bautizaron Cisco Kid. No importaba que fuera al ciento por ciento polaco del lado sur de Milwaukee.
Cisco era un tipo grande e imponente que, pese a que iba con los Saints, no se metía en problemas. Nunca lo detuvieron y gracias a eso pudo solicitar una licencia estatal de investigador privado. Ahora, muchos años después, el pelo negro había desaparecido y el bigote lo llevaba recortado y se le estaba poniendo gris. Pero el nombre de Cisco y su afición por las Harley clásicas construidas en su ciudad natal eran para toda la vida.
Cisco era un investigador concienzudo y reflexivo. Y además tenía otro valor: era grande y fuerte y podía ser físicamente intimidante en caso de necesidad. Ese atributo en ocasiones resultaba muy útil para localizar a gente que revoloteaba por los aledaños de un caso criminal y tratar con ella.
—Para empezar, ¿dónde estás?
—En Burbank.
—¿Estás en un caso?
—No, sólo de paseo. ¿Por qué? ¿Tienes algo para mí? ¿Finalmente vas a aceptar un caso?
—Un montón. Y voy a necesitar un investigador.
Le di la dirección de la oficina de Vincent y le pedí que se reuniera conmigo allí cuanto antes. Sabía que Vincent habría usado un grupo de investigadores o sólo uno en particular, y que podríamos perder mucho tiempo mientras Cisco cogía el ritmo de los casos, pero no me importaba. Quería un investigador en el cual pudiera confiar y con el cual ya tuviera una relación previa. También iba a necesitar que Cisco se pusiera a trabajar de inmediato investigando los domicilios de mis nuevos clientes. Mi experiencia con los acusados en casos penales es que no siempre se los encuentra en las direcciones que ponen en la hoja de información del cliente cuando contratan la representación legal.
Después de cerrar el teléfono, me di cuenta de que acababa de pasar por delante del edificio que albergaba la oficina de Vincent. Estaba en Broadway, cerca de la Tercera y había mucho tráfico de coches y peatones para que intentara un giro de ciento ochenta grados. Perdí diez minutos en volver al sitio porque me encontré con semáforos en rojo en cada esquina. Cuando llegué al lugar correcto, me sentí tan frustrado que decidí volver a contratar un chófer lo antes posible para poder concentrarme en los casos en lugar de en los sentidos de las calles.
La oficina de Vincent estaba en un edificio de seis pisos llamado simplemente Legal Center. El hecho de que estuviera tan terca de los principales tribunales del centro —tanto civiles como penales— significaba que era un edificio lleno de abogados judiciales. La clase de lugar que quienes odian a los abogados —polis y médicos para empezar— probablemente deseaban que se derrumbara cada vez que había un terremoto. Vi la entrada al garaje en la puerta de al lado y me metí.
Mientras estaba sacando el tíquet de la máquina, un policía uniformado se acercó a mi coche. Llevaba una tablilla con sujetapapeles.
—¿Señor? ¿Tiene algo que hacer en este edificio?
—Por eso estoy aparcando aquí.
—Señor, ¿puede decirme de qué asunto se trata?
—No es asunto suyo, agente.
—Señor, estamos llevando a cabo una investigación de escena del crimen en el garaje y necesito saber cuál es su asunto antes de dejarle pasar.
—Mi oficina está en el edificio —dije—, ¿basta con eso?
No era exactamente una mentira. Llevaba la orden de la juez Holder en el bolsillo de la chaqueta. Eso me daba una oficina en el edificio.
La respuesta aparentemente funcionó. El agente pidió ver mi documento de identidad y, aunque podría haber argumentado que no tenía derecho a pedirme la documentación, decidí que no había necesidad de hacer de ello un caso federal. Saqué mi billetera, le di mi documento de identidad y él anotó mi nombre y mi número de carné de conducir antes de dejarme pasar.
—Ahora mismo no hay ninguna plaza de aparcamiento libre en el segundo nivel —dijo—. No han terminado con la escena.
Lo saludé y enfilé la rampa. Cuando alcancé la segunda planta, vi que estaba vacía de vehículos salvo por los dos coches patrulla y una berlina negra BMW que estaban cargando en un camión grúa del garaje de la policía. El coche de Jerry Vincent, supuse. Otros dos policías uniformados estaban empezando a retirar la cinta amarilla de la escena del crimen que se había usado para acordonar la planta del aparcamiento. Uno de ellos me hizo una señal para que no me detuviera. No vi detectives alrededor, pero la policía todavía no estaba dejando la escena del crimen.
Seguí subiendo y no encontré un sitio donde dejar el Lincoln hasta que llegué a la quinta planta. Una razón más por la que necesitaba conseguir otro chófer.
La oficina que estaba buscando se hallaba en la segunda planta, en la parte delantera del edificio. La puerta de cristal opaco estaba cerrada, pero no con llave. Entré en una sala de recepción con una zona de asientos y un mostrador, detrás del cual había una mujer sentada con los ojos enrojecidos de llorar. Estaba al teléfono, pero cuando me vio, lo dejó en el mostrador sin decir ni siquiera «espera» a la persona con la que estaba hablando.
—¿Es de la policía? —preguntó.
—No —repuse.
—Entonces lo siento, la oficina está cerrada hoy.
Me acerqué al mostrador sacando la orden judicial de la juez Holder del bolsillo interior de mi chaqueta.
—Para mí no —dije al tiempo que se la entregaba.
Desdobló el documento y lo miró, pero no parecía estar leyéndolo. Me fijé en que en una de sus manos sostenía unos pañuelos de papel.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Es una orden judicial —contesté—. Me llamo Michael Haller y la juez Holder me ha asignado como el abogado sustituto de los clientes de Jerry Vincent. O sea que vamos a trabajar juntos. Llámeme Mickey.
Ella negó otra vez con la cabeza como si se resguardara de alguna amenaza invisible. Normalmente, mi nombre no conlleva esa clase de poder.
—No puede hacer esto. Al señor Vincent no le gustaría.
Le quité de las manos los papeles y los volví a doblar. Empecé a guardarme el documento otra vez en el bolsillo.
—En realidad sí que puedo hacerlo. La presidenta del Tribunal Superior de Los Ángeles me lo ha asignado. Y si se fija bien en los contratos de representación que el señor Vincent hacía firmar a sus clientes, encontrará mi nombre en ellos, citado como su abogado asociado. Así pues, lo que usted crea que el señor Vincent hubiera querido es irrelevante en este punto, porque él de hecho presentó los documentos que me nombraban su sustituto si quedaba incapacitado o… moría.
La mujer tenía una expresión de desconcierto. Tenía el rímel corrido bajo un ojo, lo cual le daba un aspecto desequilibrado, casi cómico. Por alguna razón me asaltó una visión de Liza Minelli.
—Si quiere puede llamar a la secretaria de la juez Holder y hablarlo con ella —expliqué—. Entre tanto, la verdad es que necesito ponerme en marcha. Sé que ha sido un día muy difícil para usted. También ha sido duro para mí, conocía a Jerry desde sus tiempos en la fiscalía. Así que le doy mi pésame.
La miré y esperé una respuesta, pero esta siguió sin producirse. Continué insistiendo.
—Voy a necesitar algunas cosas para ponerme en marcha aquí. Para empezar, su calendario. Quiero reunir una lista de todos los casos activos que Jerry estaba manejando. Luego, voy a necesitar que saque los archivos de los…
—No está —dijo abruptamente.
—¿Qué es lo que no está?
—Su portátil. La policía me dijo que el asesino se llevó su maletín del coche. Lo guardaba todo en su portátil.
—¿Se refiere a su calendario? ¿No tenía una copia en papel?
—Eso tampoco está, se llevaron su portafolios. Estaba en el maletín.
La mujer tenía la mirada perdida. Di un golpecito encima de la pantalla del ordenador de su escritorio.
—¿Y este ordenador? —pregunté—. ¿No hacía copia de su calendario en ningún sitio?
No dijo nada, así que volví a preguntar.
—¿Jerry hacía copia de su calendario en algún otro sitio? ¿Hay alguna forma de acceder a ella?
La mujer finalmente me miró y me dio la sensación de que disfrutaba con la respuesta.
—Yo no actualizaba el calendario, lo hacía él. Lo guardaba todo en su portátil y mantenía una copia en papel en el viejo portafolios que llevaba. Pero han desaparecido las dos cosas. La policía me ha hecho buscar en todas partes aquí, pero ha desaparecido.
Asentí con la cabeza. El calendario que faltaba iba a suponer un problema, pero no era insuperable.
—¿Y los expedientes? ¿Tenía alguno en el maletín?
—Creo que no. Guardaba todos los expedientes aquí.
—Bueno. Lo que vamos a tener que hacer es sacar todos los casos activos y reconstruir el calendario a partir de los archivos. También necesitaré ver todos los libros de contabilidad y talonarios de cheques de la cuenta de fideicomiso y la operativa.
Me miró con cara de pocos amigos.
—No se va a llevar su dinero.
—No se… —Me detuve, respiré hondo y empecé de nuevo con un tono calmado pero directo—. Para empezar, le pido disculpas. He empezado por el final. Ni siquiera conozco su nombre. Empecemos otra vez, ¿cómo se llama?
—Wren.
—¿Wren? ¿Wren qué?
—Wren Williams.
—Muy bien, Wren, deje que le explique algo. No es su dinero, es el dinero de sus clientes y hasta que ellos digan lo contrario, sus clientes son ahora los míos. ¿Lo entiende? Oiga, le he dicho que soy consciente de la agitación emocional del día y del shock que está experimentando. Yo también lo estoy experimentando en parte. Pero ha de decidir ahora mismo si está conmigo o contra mí, Wren. Porque si está conmigo, necesito que me consiga las cosas que le he pedido, y voy a necesitar que trabaje con mi gerente de casos en cuanto ella llegue aquí. Si está contra mí, entonces necesito que se vaya a su casa inmediatamente.
Wren Williams negó lentamente con la cabeza.
—Los detectives me han dicho que me quede hasta que ellos hayan terminado.
—¿Qué detectives? Sólo quedaban un par de agentes uniformados allí cuando he llegado.
—Los detectives de la oficina del señor Vincent.
—¿Ha dejado…?
No terminé. Pasé al otro lado del mostrador y me dirigí hacia las dos puertas de la pared del fondo. Elegí la de la izquierda y la abrí.
Entré en la oficina de Jerry Vincent. Era grande y opulenta y estaba vacía. Giré en redondo hasta que me descubrí mirándome en los ojos saltones de un gran pez montado en la pared sobre una credencia de madera oscura situada junto a la puerta por la que había entrado. El pez era de un verde hermoso, con el vientre blanco. Su cuerpo estaba arqueado como si se hubiera congelado en el preciso instante en que había salido del agua, y tenía la boca tan abierta que podría haber metido el puño por ella.
Clavada en la pared, debajo del pez, había una placa de latón. Decía:
Si hubiera mantenido la boca cerrada
no estaría aquí
«Un lema de vida», pensé. La mayoría de los acusados en casos penales acaban en prisión por bocazas. Pocos logran salir hablando. El mejor consejo que he dado nunca a un cliente es que mantuviera la boca cerrada: no hables con nadie de tu caso, ni siquiera con tu mujer. Te reservas la opinión. Te acoges a la Quinta y sobrevives para luchar al día siguiente.
El sonido inconfundible de un cajón de metal abriéndose y luego cerrándose de golpe me hizo volver. Al otro lado de la habitación había otras dos puertas. Ambas estaban abiertas aproximadamente un palmo y una de ellas daba a un cuarto de baño en penumbra. A través de la otra vi luz.
Me acerqué rápidamente a la sala iluminada y abrí la puerta del todo. Era la sala de archivos, un gran vestidor sin ventanas con filas de archivadores de acero a ambos lados. Había una pequeña mesita de trabajo apoyada contra la pared del fondo.
Vi a dos hombres sentados a la mesa de trabajo, uno mayor y el otro joven. Probablemente uno estaba allí para enseñar y el otro para aprender. Se habían quitado las chaquetas y las habían colgado en las sillas. Me fijé en las pistolas y las cartucheras y en las placas enganchadas a sus cinturones.
—¿Qué están haciendo? —pregunté con brusquedad.
Los hombres levantaron la mirada de su lectura. Reparé en una pila de carpetas que había en la mesa entre ambos. Los ojos de los detectives se ensancharon momentáneamente por la sorpresa cuando me vieron.
—Policía de Los Ángeles —dijo el mayor—. Y supongo que debería hacerle la misma pregunta.
—Estos son mis archivos y van a tener que dejarlos ahora mismo.
El hombre más mayor se levantó y vino hacia mí. Otra vez empecé a sacar la orden judicial de mi chaqueta.
—Me llamo…
—Sé quién es —dijo el detective—, pero todavía no sé lo que está haciendo aquí.
Le entregué la orden judicial.
—Entonces, esto debería explicarlo. La presidenta del Tribunal Superior me ha nombrado abogado sustituto de los clientes de Jerry Vincent. Eso significa que sus casos son ahora mis casos. Y no tiene derecho a estar aquí dentro mirando estos archivos; es una clara violación de los derechos de protección de mis clientes contra el registro e incautación ilegales. Estos expedientes contienen comunicaciones e información confidencial abogado-cliente.
El detective no se molestó en mirar los papeles. Rápidamente pasó a la firma y la fecha en la última página. No se mostró muy impresionado.
—Vincent ha sido asesinado —dijo—. El motivo podría estar en estos archivos. La identidad del asesino podría estar en uno de ellos. Hemos de…
—No, no han de hacerlo. Lo que han de hacer es salir de aquí ahora mismo.
El detective no movió ni un músculo.
—Considero esto parte de una escena del crimen. Es usted quien ha de marcharse.
—Lea la orden, detective. No me voy a ninguna parte. Su escena del crimen está en el garaje, y ningún juez de Los Ángeles le dejaría extenderla a esta oficina y estos archivos. Es hora de que se vaya y de que yo me ocupe de mis clientes.
No hizo ningún movimiento para leer la orden judicial ni para abandonar el local.
—Si me voy, cerraré este lugar y lo precintaré.
Odiaba meterme con la policía en disputas de a ver quién mea más lejos, pero en ocasiones no había alternativa.
—Si lo hace, conseguiré que lo desprecinten en una hora. Y usted estará ante la presidenta del Tribunal Superior explicando cómo ha violado los derechos de todos y cada uno de los clientes de Vincent. En función del número de clientes de que estemos hablando, eso podría ser un récord, incluso para el Departamento de Policía de Los Ángeles.
El detective me sonrió como si le hicieran cierta gracia mis amenazas. Levantó la orden judicial.
—¿Dice que esto le da todos estos casos?
—Exacto, por ahora.
—¿Todo el bufete?
—Sí, pero cada cliente decidirá si quiere quedarse conmigo o buscar a otra persona.
—Bueno, supongo que eso le pone en nuestra lista.
—¿Qué lista?
—Nuestra lista de sospechosos.
—Eso es ridículo. ¿Por qué iba a estar en esa lista?
—Acaba de decírnoslo: ha heredado todos estos clientes de la víctima. Eso equivale a unas ganancias llovidas del cielo, ¿no? Él está muerto y usted se queda con todo el negocio. ¿Cree que eso es móvil suficiente para el crimen? ¿Le importa decirnos dónde estuvo anoche entre las ocho y la medianoche?
Me sonrió otra vez sin ninguna calidez, con esa ensayada sonrisa sentenciosa de policía. Sus ojos castaños eran tan oscuros que no distinguía la línea entre el iris y la pupila. Como ojos de tiburón, no parecían contener ni reflejar ninguna luz.
—Ni siquiera vale la pena explicar lo ridículo que es esto, pero para empezar puede hablar con la juez y descubrirá que ni siquiera estaba considerado para esto.
—Eso dice usted. Pero no se preocupe, lo verificaremos.
—Como quiera. Ahora haga el favor de salir de aquí o llamaré a la juez.
El detective retrocedió de la mesa y cogió la chaqueta de la silla. Se la llevó en la mano en lugar de ponérsela. Levantó una carpeta de la mesa y la empujó contra mi pecho hasta que la cogí.
—Aquí tiene uno de sus nuevos expedientes, abogado. No se atragante con él.
Cruzó el umbral y su compañero fue tras él. Los seguí fuera de la oficina y decidí tratar de reducir la tensión. Tenía la sensación de que no sería la última vez que los veía.
—Miren, detectives, siento que sea así. Trato de mantener buenas relaciones con la policía y estoy seguro de que podemos arreglar algo. Pero en este momento mi obligación es con los clientes. Ni siquiera sé lo que tengo aquí. Deme un poco de tiempo para…
—No tenemos tiempo —dijo el hombre más mayor—. Perdemos impulso y perdemos el caso. ¿Entiende en lo que se está metiendo aquí, abogado?
Lo miré un momento, tratando de entender el significado oculto detrás de la pregunta.
—Eso creo, detective. Sólo he estado trabajando en casos durante unos dieciocho años, pero…
—No estoy hablando de su experiencia. Estoy hablando de lo que ocurrió en ese garaje. Quien mató a Vincent estaba esperándolo allí; sabía dónde estaba y cómo llegar a él. Le tendieron una emboscada.
Asentí como si comprendiera.
—Yo, en su lugar —añadió el detective—, tendría cuidado con uno esos nuevos clientes suyos. Jerry Vincent conocía a su asesino.
—¿Y cuando él era fiscal? Mandó a gente en prisión. Quizás uno de…
—Lo comprobaremos. Pero eso fue hace mucho tiempo. Creo que la persona que estamos buscando está en esos archivos.
Dicho esto, él y su compañero se encaminaron hacia la puerta.
—Espere —dije—. ¿Tiene una tarjeta? Deme una tarjeta.
Los detectives pararon y volvieron. El más mayor sacó una tarjeta de bolsillo y me la dio.
—Salen todos mis números.
—Déjeme saber qué terreno piso aquí y le llamaré y arreglaremos algo. Ha de haber una forma de que cooperemos sin poner en peligro los derechos de nadie.
—Lo que usted diga, el abogado es usted.
Asentí y leí el nombre de la tarjeta: Harry Bosch. Estaba seguro de que no conocía al hombre de antes; sin embargo, él había empezado la confrontación diciendo que sabía quién era yo.
—Mire, detective Bosch —dije—. Jerry Vincent era un colega. No éramos muy íntimos, pero éramos amigos.
—¿Y?
—Y, en fin, buena suerte. Espero que resuelva el caso.
Bosch asintió con la cabeza y noté algo familiar en ese gesto físico. Quizá sí nos conocíamos.
Se volvió para seguir a su compañero fuera de la oficina.
—¿Detective?
Bosch se volvió otra vez hacia mí.
—¿Nos hemos encontrado antes en un caso? Creo que lo conozco.
Bosch sonrió con mucha labia y negó con la cabeza.
—No —dijo—. Si hubiera sido en un caso, me acordaría.