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Me quedé en la terraza contemplando cómo la luz del sol se iba desplazando sobre la ciudad. Muchas ideas diferentes se filtraron en mi mente y echaron a volar hacia el cielo, hacia las nubes, remotamente hermosas e intocables, distantes. Me quedé con la sensación de que no volvería a ver a Bosch. Que él tendría su lado de la montaña y yo tendría el mío, y que no habría nada más.

Al cabo de un rato, oí que la puerta se abría y pasos en la terraza. Sentí la presencia de mi hija a mi lado y le puse la mano en el hombro.

—¿Qué haces, papá?

—Sólo miro.

—¿Estás bien?

—Sí.

—¿Qué quería el policía?

—Sólo hablar. Es amigo mío.

Nos quedamos un momento en silencio antes de que ella continuara.

—Ojalá mamá se hubiera quedado con nosotros anoche —dijo.

La miré y le acaricié la nuca.

—Paso a paso, Hay. Anoche vino a comer crepés con nosotros, ¿no?

Pensó en ello y me hizo una seña con la cabeza. Estaba de acuerdo. Los crepés eran un comienzo.

—Voy a llegar tarde si no salimos —dijo ella—. A la próxima me pondrán una hoja de conducta.

Asentí.

—Lástima. El sol está a punto de darle al océano.

—Vamos, papá. Eso pasa todos los días. Asentí otra vez.

—Al menos en algún sitio.

Fui a buscar las llaves, cerré y bajé por la escalera al garaje. Cuando daba marcha atrás en el Lincoln y lo encaraba para bajar la colina, vi que el sol hilaba oro sobre el Pacífico.