Bosch llamó a mi puerta temprano el jueves por la mañana. No me había peinado, pero iba vestido. Él, por su parte, parecía que había pasado la noche en vela.
—¿Le he despertado? —preguntó.
Negué con la cabeza.
—He de preparar a mi hija para la escuela.
—Es verdad. Miércoles por la noche y un fin de semana de cada dos.
—¿Qué pasa, detective?
—Tengo un par de preguntas y pensaba que podría estar interesado en saber cómo está Ja situación.
—Claro. Sentémonos aquí. No quiero que mi hija oiga esto.
Me aplasté el pelo al caminar hacia la mesa.
—No quiero sentarme —dijo Bosch—. No tengo mucho tiempo.
Se volvió hacia la barandilla y apoyó en ella los codos. Yo cambié de dirección e hice lo mismo al lado de él.
—A mí tampoco me gusta sentarme aquí fuera.
—Yo tengo una vista parecida en mi casa —dijo—. Sólo que está al otro lado.
—Supongo que eso nos convierte en caras opuestas de la misma montaña.
Apartó un momento la mirada de la panorámica.
—Algo así.
—Bueno, ¿qué está pasando? Pensaba que estaría demasiado enfadado conmigo para decírmelo.
—La verdad es que yo también creo que el FBI se mueve demasiado despacio. No les gusta mucho lo que ha hecho, pero a mí no me importa. Ha puesto las cosas en marcha.
Bosch se enderezó y se apoyó en la barandilla, con la vista de la ciudad a su espalda.
—Así pues, ¿qué está pasando? —pregunté.
—El jurado de acusación volvió anoche con cargos. Holder, Lester, Carlin, McSweeney y una mujer que es supervisora en la oficina del jurado y que era quien tenía acceso a los ordenadores. Vamos a detenerlos a todos simultáneamente esta mañana. Así que mantenga la discreción hasta que todo el mundo esté detenido.
Era bonito que confiara en mí lo suficiente para decírmelo antes de las detenciones. Pensaba que sería aún más bonito ir al edificio del tribunal penal y ver cómo se llevaban a la juez Holder esposada.
—¿Es sólido? —pregunté—. Holder es una juez, ¿sabe? Será mejor que lo tengan bien remachado.
—Es sólido. McSweeney nos lo ha dado todo. Tenemos registros telefónicos, transferencias. Incluso grabó al marido de Holder durante parte de las conversaciones.
Asentí. Sonaba como el típico paquete federal. Una razón por la cual nunca trabajaba en casos federales cuando ejercía era que cuando el gobierno hacía un caso normalmente se quedaba hecho. Las victorias para la defensa eran raras. La mayoría de las veces te aplastaban como una apisonadora.
—No sabía que Carlin estuviera metido en esto —dije.
—Está en el centro. Está relacionado con la juez desde hace tiempo y ella lo usó para conectar con Vincent. Este lo usó para entregar el dinero. Luego, cuando Vincent empezó a sentir un sudor frío porque el FBI estaba husmeando, Carlin se enteró y se lo dijo a la juez. Holder pensó que la mejor manera era desembarazarse del eslabón más débil y ella y su marido enviaron a McSweeney a ocuparse de Vincent.
—¿Cómo se enteró? ¿Wren Williams?
—Sí, eso creemos. Carlin se la cameló para controlar a Vincent. No da la impresión de que supiera lo que estaba pasando. No es lo bastante lista.
Asentí y pensé en cómo encajaban todas las piezas.
—¿Y McSweeney? ¿Sólo hizo lo que le ordenaron? La juez le decía que matara a alguien y él simplemente lo hacía.
—Para empezar, McSweeney era un estafador antes de ser un asesino, así que no creo ni por un momento que nos esté diciendo toda la verdad. Pero dice que la juez puede ser muy persuasiva. De la forma en que ella se lo explicó, o caía Vincent o caían todos. No había elección. Además, le prometió incrementar su parte después de que terminara el juicio y ganaran el caso.
—Entonces, ¿cuáles son los cargos?
—Conspiración para cometer asesinato, corrupción, y eso es sólo la primera ola. Habrá más después. No era la primera vez. McSweeney nos dijo que había estado en cuatro jurados en los últimos siete años. Dos absoluciones y dos nulos. Tres tribunales diferentes.
Silbé mientras pensaba en algunos de los grandes casos que habían terminado con absoluciones desconcertantes o jurados sin veredicto en años recientes.
—¿Robert Blake?
Bosch sonrió y negó con la cabeza.
—Ojalá —dijo—. O. J. también. Pero no trabajaban entonces. Esos casos los perdimos nosotros solos.
—No importa. Esto va a ser enorme.
—Lo más grande que he tenido.
Cruzó los brazos y miró por encima del hombro a la vista.
—Aquí tiene Sunset Strip y yo tengo Universal —dijo. Oí que la puerta se abría y al mirar por encima del hombro vi a Hayley asomándose.
—¿Papá?
—Dime, Hay.
—¿Pasa algo?
—Todo está bien. Hayley, este es el detective Bosch. Es policía.
—Hola, Hayley —dijo Bosch.
Creo que fue la única vez que le vi una sonrisa auténtica.
—Hola —saludó mi hija.
—Hayley, ¿te has comido los cereales? —pregunté.
—Sí.
—Vale, entonces puedes ver la tele hasta que sea hora de salir.
Mi hija desapareció en el interior de la casa y cerró la puerta. Miré el reloj. Todavía tenía diez minutos antes de que tuviéramos que salir.
—Es una niña muy guapa —dijo Bosch.
Asentí.
—He de hacerle una pregunta —añadió—. Usted puso todo esto en marcha, ¿no? Envió esa carta anónima al juez.
Pensé un momento antes de responder.
—Si digo que sí ¿voy a convertirme en testigo?
Al fin y al cabo no me habían llamado al jurado de acusación federal. Con McSweeney contándolo todo, aparentemente no me necesitaban. Y ahora no quería cambiar eso.
—No, es sólo para mí —dijo Bosch—. Sólo quiero saber si hizo lo correcto.
Consideré no decírselo, pero en última instancia quería que lo supiera.
—Sí, fui yo. Quería a McSweeney fuera del jurado y luego ganar el caso limpiamente. No esperaba que el juez Stanton cogiera la carta y consultara con otros jueces al respecto.
—Llamó a la presidenta del Tribunal Superior y le pidió consejo.
Asentí.
—Tuvo que ser eso lo que pasó —inferí—. La llamó sin saber que ella había estado detrás desde el principio. Luego ella avisó a McSweeney, le dijo que no se presentara en el tribunal y después lo usó para tratar de hacer limpieza.
Bosch asintió como si estuviera confirmando cosas que ya sabía.
—Y usted formaba parte de lo que había que limpiar. Ella debió de adivinar que le envió la carta al juez Stanton. Sabía demasiado y tenía que morir, como Vincent. No fue por la historia del periódico, fue por darle la nota al juez Stanton.
Negué con la cabeza. Mis propias acciones casi me habían llevado a la muerte en forma de una caída desde Mulholland.
—Creo que fui muy estúpido.
—Eso no lo sé. Todavía está en pie. Después de hoy, ninguno de ellos lo estará.
—Ahí queda eso. ¿A qué clase de trato llegó McSweeney?
—Sin pena de muerte y con reconsideración. Si todo el mundo es condenado, entonces probablemente le caerán quince. En el sistema federal eso significa que cumplirá trece.
—¿Quién es su abogado?
—Tiene dos: Dan Daly y Roger Mills.
Asentí. Estaba en buenas manos. Pensé en lo que Walter Elliot me había contado: que cuanto más culpable eras, más abogados necesitabas.
—No es mal trato por tres asesinatos —dije.
—Un asesinato —me corrigió Bosch.
—¿Qué quiere decir? Vincent, Elliot y Albrecht.
—Él no mató a Elliot y Albrecht. Esos dos no concuerdan.
—¿Qué está diciendo? Los mató a ellos y luego trató de matarme a mí.
Bosch negó con la cabeza.
—Trató de matarle a usted, pero no mató a Elliot y Albrecht. Era un arma diferente. Además, no tenía sentido. ¿Por qué iba a tenderles una emboscada a ellos y luego tratar de hacer que usted pareciera un suicida? No está relacionado. McSweeney está limpio en Elliot y Albrecht.
Me quedé en desconcertado silencio un buen rato. Durante los últimos tres días había creído que el hombre que había matado a Elliot y Albrecht era el mismo que había tratado de matarme a mí y que estaba a buen recaudo en manos de las autoridades. De pronto, Bosch me estaba diciendo que había un segundo asesino suelto.
—¿Tienen alguna idea en Beverly Hills? —pregunté al fin.
—Ah, sí, están convencidos de que saben quién lo hizo. Pero nunca presentarán cargos.
Los golpes seguían llegando. Una sorpresa detrás de otra.
—¿Quién?
—La familia.
—¿Se refiere a la familia con F mayúscula? ¿Crimen organizado?
Bosch sonrió y negó con la cabeza.
—La familia de Johan Rilz se ocupó de ello.
—¿Cómo lo saben?
—Indentaciones. Las balas que sacaron de las víctimas eran nueve milímetros parabellum; casquillo de latón y fabricadas en Alemania. El Departamento de Policía de Beverly Hills sacó el perfil de la bala y lo equiparó con una Mauser C-96, también fabricada en Alemania. —Hizo una pausa para ver si tenía preguntas. Al no haberlas, continuó—. En el Departamento de Policía de Beverly Hills creen que es casi como si alguien mandara un mensaje.
—Un mensaje desde Alemania.
—Exacto.
Pensé en Golantz diciéndole a la familia Rilz cómo iba a arrastrar a Johan por el fango durante una semana. Se habían ido antes que ser testigos de eso. Y mataron a Elliot para evitarlo.
—Parabellum —dije—. ¿Sabe latín, detective?
—No fui a la facultad de derecho. ¿Qué significa?
—«Prepara la guerra». Es parte de un dicho: «Si quieres la paz, prepárate para la guerra». ¿Qué pasará ahora con la investigación?
Bosch se encogió de hombros.
—Conozco a un par de detectives de Beverly Hills que tendrán un bonito viaje a Alemania. Enviarán a su gente en clase business con asientos que se doblan en camas, darán los pasos necesarios y cumplirán con la diligencia debida. Pero si lo hicieron bien, no ocurrirá nunca nada.
—¿Cómo enviaron el arma desde allí?
—Puede hacerse. A través de Canadá o FedEx es absolutamente posible hacerla llegar a tiempo.
No sonreí. Estaba pensando en Elliot y en el equilibrio de la justicia. En cierto modo, Bosch pareció adivinar lo que estaba pensando.
—¿Recuerda lo que me dijo cuando me contó que le había explicado a la juez Holder que sabía que ella estaba detrás de todo esto?
Me encogí de hombros.
—¿Qué dije?
—Que a veces la justicia no puede esperar.
—¿Y?
—Y tenía razón. A veces no espera. En ese juicio, usted tenía el impulso y parecía que Elliot iba a salir libre. Así que alguien decidió no esperar a la justicia y ejecutó su propio veredicto. Cuando estaba en patrulla, ¿sabe cómo llamábamos a una muerte que se reducía a simple justicia de calle?
—¿Cómo?
—El veredicto de plomo.
Asentí. Lo entendía. Los dos nos quedamos en silencio un buen rato.
—En fin, es todo lo que sé —dijo Bosch finalmente—. He de irme a meter gente en la cárcel. Va a ser un buen día.
Bosch se apartó de la barandilla, listo para irse.
—Es gracioso que haya venido hoy —dije—. Anoche decidí que iba a preguntarle algo la próxima vez que lo viera.
—¿Sí? ¿Qué?
Lo pensé un momento y comprendí que era lo correcto.
—Caras opuestas de la misma montaña… ¿Sabes que te pareces mucho a tu padre?
No dijo nada, sólo me miró un momento, luego asintió una vez más y se volvió hacia la barandilla. Echó una mirada a la ciudad.
—¿Cuándo lo supiste? —preguntó.
—Técnicamente anoche, cuando estaba mirando viejas fotos y álbumes con mi hija. Pero creo que en cierto nivel lo he sabido desde hace mucho tiempo. Estábamos mirando fotos de mi padre, y no dejaban de recordarme a alguien hasta que me di cuenta de que eras tú. Una vez que lo vi, me pareció obvio. Pero al principio no fui capaz de verlo. —Me acerqué a la barandilla y contemplé la ciudad con él—. La mayor parte de lo que sé de él lo saqué de los libros. Muchos casos diferentes, un montón de mujeres diferentes. Pero hay algunos recuerdos que no están en los libros y son míos. Recuerdo haber ido a la oficina que había montado en casa cuando se puso enfermo. Había un cuadro enmarcado en la pared: una reproducción en realidad, pero entonces pensaba que era la pintura real. El jardín de las delicias. Raro, daba miedo a un niño pequeño…
»El recuerdo que tengo es de él cogiéndome en su regazo, haciéndome mirar el cuadro y diciendo que no daba miedo; que era hermoso. Intentó enseñarme a decir el nombre del pintor: Hieronymus. Imposible.
No estaba viendo la ciudad. Estaba contemplando el recuerdo. Me quedé un momento en silencio después de eso. Era el turno de mi hermanastro. Finalmente, él apoyó los codos en la barandilla y habló.
—Recuerdo esa casa —dijo—. Le visité una vez. Me presenté. Él estaba en la cama, muriéndose.
—¿Qué le dijiste?
—Sólo que había salido adelante. Nada más. No había nada más que decir.
Igual que en ese momento, pensé. ¿Qué había que decir? En cierto modo, mis pensamientos saltaron a mi propia familia hecha añicos. Tenía escaso contacto con los hermanos que conocía, menos con Bosch. Y estaba mi hija, a la que sólo veía ocho días al mes. Parecía que las cosas más importantes de la vida eran las más fáciles de romper.
—Lo has sabido todos estos años —dije al fin—. ¿Por qué no estableciste contacto nunca? Tengo otro hermanastro y tres hermanastras. También son los tuyos.
Bosch al principio no dijo nada, luego me dio la respuesta que supongo que se había estado dando a sí mismo durante varias décadas.
—No lo sé. Supongo que no quería romperle los esquemas a nadie. A la mayoría de la gente no le gustan las sorpresas. Al menos las de este tipo.
Por un momento me pregunté cómo habría sido mi vida si hubiera conocido a Bosch. Tal vez habría sido policía en lugar de abogado. ¿Quién sabe?
—Lo dejo, ¿sabes?
No estaba seguro de por qué lo había dicho.
—¿Dejar el qué?
—Mi trabajo. El derecho. Se puede decir que el veredicto de plomo fue mi último veredicto.
—Yo lo dejé una vez, pero no funcionó. Volví.
—Ya veremos.
Bosch me miró y luego volvió a fijar la atención en la ciudad. Era un día hermoso, con nubes bajas y un frente de aire frío que había reducido la capa de contaminación a una fina banda ámbar en el horizonte. El sol acababa de coronar las montañas al este y estaba proyectando sus rayos sobre el Pacífico. Veíamos hasta Catalina.
—Fui al hospital cuando te dispararon —me explicó—. No estoy seguro de por qué. Lo vi en las noticias y contaron que fue un tiro en el abdomen. Con esos nunca se sabe. Pensé que si necesitaban sangre o algo, podría…, bueno, suponía que éramos compatibles. En fin, estaban todos los periodistas y cámaras y terminé marchándome.
Sonreí y luego me eché a reír. No pude evitarlo.
—¿Qué tiene tanta gracia?
—Un poli voluntario para dar sangre a un abogado defensor. Creo que no te habrían dejado volver a entrar en el club después de eso.
Esta vez Bosch sonrió y asintió con la cabeza.
—Supongo que no pensé en eso.
Y como si tal cosa, nuestras sonrisas desaparecieron y regresó la incomodidad de dos desconocidos. Finalmente, Bosch miró su reloj.
—Los equipos con las órdenes se reúnen dentro de veinte minutos. He de irme.
—Vale.
—Hasta la vista, abogado.
—Hasta la vista, detective.
Bajó los escalones y me quedé donde estaba. Oí que su coche arrancaba y empezaba a bajar la colina.