Ya no había juicio, pero fui al tribunal el martes por la mañana para asistir al final oficial del caso. Ocupé mi lugar junto al asiento vacío que Walter Elliot había ocupado durante las últimas dos semanas. A los fotógrafos de prensa a los que se les había permitido el acceso a la sala parecía gustarles la silla vacía. Sacaron muchas fotos de ella.
Jeffrey Golantz estaba sentado al otro lado del pasillo. Era el fiscal más afortunado de la tierra. Se había ido del tribunal un día pensando que se enfrentaba a una derrota que perjudicaría su carrera y había vuelto al día siguiente con su historial inmaculado intacto. Su trayectoria ascendente en la fiscalía del distrito y en la política municipal estaba a salvo por el momento. No tenía nada que decirme cuando nos sentamos y esperamos al juez.
Pero había mucha charla en la galería del público. Era un hervidero de noticias de los asesinatos de Walter Elliot y Nina Albrecht. Nadie mencionó el intento de acabar con mi vida ni los sucesos del mirador de Fryman Canyon. Por el momento, todo era secreto. Una vez que McSweeney le dijo a Bosch y Armstead que quería un trato, los investigadores me pidieron que guardara silencio para poder proceder lenta y cuidadosamente con su testigo cooperador. Yo mismo estaba contento de colaborar. Hasta cierto punto.
El juez Stanton ocupó el estrado puntualmente a las nueve. Tenía los ojos hinchados y aspecto de haber dormido poco. Me pregunté si sabía tantos detalles como yo de lo que había ocurrido la noche anterior.
Hicieron pasar al jurado y estudié los rostros. Si alguien sabía lo que había ocurrido, no lo estaba mostrando. Me fijé en que varios de ellos se fijaban en la silla vacía que tenía a mi lado al ocupar la suya.
—Damas y caballeros, buenos días —inició el juez—. En este momento voy a eximirles de su servicio en este juicio. Como estoy seguro que pueden ver, el señor Elliot no está en su silla en la mesa de la defensa. El motivo es que el acusado en este juicio fue víctima de un homicidio anoche.
La mitad de las bocas de los jurados se abrieron al unísono; el resto mostró sorpresa en su mirada. Un murmullo bajo de voces excitadas recorrió la sala y luego empezó un aplauso lento y deliberado de detrás de la mesa de la acusación. Me volví y vi a la madre de Mitzi Elliot aplaudiendo la noticia del fallecimiento de Walter.
El juez golpeó con fuerza con la maza justo en el momento en que Golantz corría hacia ella, agarrándole las manos suavemente e impidiendo que continuara. Vi lágrimas resbalando por las mejillas de la mujer.
—No habrá demostraciones desde la galería —dijo impetuosamente el juez—. No me importa quién es usted ni que relación podía tener con el caso, todos los aquí presentes mostrarán respeto al tribunal o serán expulsados.
Golantz regresó a su asiento, pero las lágrimas continuaron resbalando por las mejillas de la madre de una de las víctimas.
—Sé que para todos ustedes es una noticia desconcertante —le dijo Stanton a los miembros del jurado—. Les garantizo que las autoridades están investigando esta cuestión a conciencia y con fortuna pronto pondrán al individuo o individuos responsables ante la justicia. Estoy seguro de que se pondrán al corriente del caso cuando lean el periódico o vean las noticias, lo cual ahora pueden hacer libremente. En cuanto a hoy, quiero darles las gracias por su servicio. Sé que todos han estado muy atentos a la presentación del caso de la fiscalía y de la defensa y espero que el tiempo que han pasado aquí sea una experiencia positiva. Ahora son libres de volver a la sala de deliberación a recoger sus cosas y regresar a casa. Están dispensados.
Nos levantamos por última vez para el jurado y observé que los doce se dirigían por la puerta hacia la sala de deliberación. Después de que se fueran, el juez nos agradeció a Golantz y a mí nuestra conducta profesional durante el juicio, dio las gracias a su equipo y rápidamente levantó la sesión. No me había molestado en sacar ninguna carpeta de mi bolsa, así que me quedé inmóvil durante un buen rato después de que el juez abandonara la sala. Mi ensueño no se rompió hasta que Golantz se me acercó con la mano extendida. Sin pensarlo, se la estreché.
—Sin rencores por nada, Mickey. Es usted un fantástico abogado.
«Era», pensé.
—Sí —respondí—. Sin rencores.
—¿Va a quedarse aquí para hablar con los jurados y ver hacia qué lado iban a inclinarse? —preguntó.
Negué con la cabeza.
—No, no me interesa.
—A mí tampoco. Cuídese.
Me dio una palmada en el hombro y cruzó al otro lado de la cancela. Estaba seguro de que habría un enjambre de medios esperando en el vestíbulo y él les diría que de algún modo extraño se había hecho justicia. Quien a hierro mata, a hierro muere. O palabras similares.
Le dejé los medios a él. Le concedí una buena ventaja antes de salir. Los periodistas ya lo estaban rodeando y yo pude pegarme a la pared y escapar sin ser visto. Salvo de Jack McEvoy del Times. Me localizó y empezó a seguirme. Me pilló cuando llegué a la entrada de la escalera.
—Eh, Mick.
Yo lo miré, pero no dejé de andar. Sabía por experiencia que no tenía que hacerlo. Si un miembro de los medios te paraba, el resto de la prensa se echaba encima. No quería que me devoraran. Empujé la puerta de la escalera y empecé a bajar.
—Sin comentarios.
Me siguió, paso a paso.
—No voy a escribir del juicio. Estoy cubriendo los asesinatos. Pensaba que quizá podríamos llegar al mismo acuerdo. Ya sabe, cambiar informa…
—No hay trato, Jack. Y sin comentarios. Le veo después.
Estiré la mano y lo detuve en el primer rellano. Lo dejé allí, bajé otros dos tramos y luego salí al pasillo. Caminé hasta la sala de la juez Holder y entré.
Michaela Gill estaba en su puesto y le pregunté si podía ver a la juez unos minutos.
—Pero no lo tengo en la agenda —dijo.
—Ya lo sé, Michaela, pero creo que la juez querrá verme. ¿Está dentro? ¿Puede decirle que sólo le pido diez minutos? Dígale que es sobre los casos de Vincent.
La secretaria levantó el teléfono, pulsó un botón y expuso mi solicitud a la presidenta del tribunal. Enseguida colgó y me dijo que podía pasar inmediatamente al despacho de la juez.
—Gracias.
La juez estaba detrás de su escritorio con las gafas de leer puestas y un bolígrafo en la mano, como si la hubiera interrumpido a medio firmar una orden.
—Bueno, señor Haller —dijo—. Ciertamente ha sido un día atareado. Siéntese.
Me senté en la conocida silla delante de ella.
—Gracias por recibirme, señoría.
—¿Qué puedo hacer por usted?
La juez me planteó la pregunta sin mirarme. Empezó a garabatear firmas en una serie de documentos.
—Sólo quería que supiera que voy a renunciar a ser abogado en el resto de los casos de Vincent.
Holder dejó el bolígrafo y me miró por encima de las gafas.
—¿Qué?
—Renuncio. Volví demasiado pronto o probablemente no debería haber vuelto. Pero he terminado.
—Eso es absurdo. Su defensa del señor Elliot ha sido la comidilla de esta sala. Vi partes en televisión. Claramente le ha estado dando una lección al señor Golantz, y no creo que haya muchos observadores que apostaran contra una absolución.
Rechacé los cumplidos.
—En cualquier caso, señoría, no importa. No es la verdadera razón por la que estoy aquí.
La juez se quitó las gafas y las puso sobre la mesa. Parecía vacilante, pero enseguida me planteó la siguiente pregunta.
—Entonces, ¿por qué está aquí?
—Porque, señoría, quiero que sepa que lo sé. Y pronto lo sabrán todos los demás.
—Estoy segura de que no sé de qué está hablando. ¿Qué sabe, señor Haller?
—Sé que está en venta y que ha tratado de que me maten.
Ella espetó una risa, pero no había regocijo en sus ojos, sólo dagas.
—¿Es algún tipo de broma?
—No, no es broma.
—Entonces, señor Haller, le sugiero que se calme y se serene. Si va por esta sala haciendo esta clase de acusaciones descabelladas, habrá consecuencias para usted. Severas consecuencias. Quizá tiene razón: está sintiendo el estrés de volver demasiado pronto de la rehabilitación.
Sonreí y supe por su expresión que ella se había dado cuenta inmediatamente de su error.
—Ha patinado, ¿verdad, señoría? ¿Cómo sabía que estaba en rehabilitación? Mejor aún, ¿cómo sabía el jurado número siete cómo sacarme de casa anoche? La respuesta es que me había investigado. Me tendió una trampa y envió a McSweeney a matarme.
—No sé de qué está hablando y no conozco a ese hombre del que dice que trató de matarlo.
—Bueno, creo que él la conoce a usted, y la última vez que lo vi estaba a punto empezar a cantar la canción de hagamos un trato con el gobierno federal.
La información le golpeó como un puñetazo en el vientre. Sabía que ni a Bosch ni a Armstead les haría gracia que se lo contara a la juez, pero no me importaba. Ninguno de ellos era el tipo al que habían usado como un peón y al que casi hacen saltar desde Mulholland. Ese tipo era yo, y eso me daba derecho a confrontar a la persona que sabía que estaba detrás de todo ello.
—Lo he descubierto sin tener que hacer un trato con nadie —expliqué—. Mi investigador hizo averiguaciones sobre McSweeney. Hace nueve años lo detuvieron por agresión con arma letal y ¿quién era su abogado? Mitch Lester, su marido. Ahí está la conexión. Lo convierte en un bonito triángulo, ¿no? Usted tiene acceso y control de la reserva de jurados y el proceso de selección. Puede acceder a los ordenadores y fue usted quien me colocó al durmiente en mi jurado. Jerry Vincent le pagó, pero cambió de idea después de que el FBI metiera las narices. No podía correr el riesgo de que Jerry hiciera un trato con el FBI y les ofreciera una juez a cambio. Así que envió a McSweeney.
»Luego, cuando ayer todo se fue al garete, decidió hacer limpieza. Envió a McSweeney (el jurado número siete) tras Elliot y Albrecht y luego a por mí. ¿Qué tal lo estoy haciendo, señoría? ¿Se me ha pasado algo hasta ahora?
Dije la palabra «señoría» como si tuviera el mismo significado que basura. Holder se levantó.
—Esto es una locura. No tiene pruebas que me relacionen con nadie que no sea mi marido. Y hacer el salto de uno de sus clientes a mí es completamente absurdo.
—Tiene razón, señoría. No tengo pruebas, pero ahora no estamos en un juicio. Esto es entre usted y yo. Sólo tengo mi instinto y me dice que todo vuelve a usted.
—Quiero que se vaya ahora.
—En cambio, los federales tienen a McSweeney.
Noté que le ponía el miedo en el cuerpo.
—Supongo que no ha tenido noticias suyas. Sí, no creo que le dejen hacer llamadas mientras lo interrogan. Será mejor que él no tenga ninguna de esas pruebas, porque si le pone en ese triángulo estará cambiando su toga negra por un mono naranja.
—Salga o llamaré a la seguridad del tribunal y le detendrán.
Holder señaló a la puerta. Me levanté con calma y lentitud.
—Claro que me voy. ¿Y sabe una cosa? Puede que nunca vuelva a ejercer mi profesión en esta sala, pero le prometo que volveré a ver cómo la procesan. A usted y a su marido. Cuente con ello.
La juez me miró, con el brazo todavía extendido hacia la puerta, y vi que la expresión de sus ojos cambiaba lentamente de la rabia al miedo. Bajó un poco el brazo y luego lo dejó caer del todo. La dejé allí de pie.
Bajé por la escalera porque no quería entrar en un ascensor repleto. Once pisos. Abajo empujé las puertas de cristal y salí del tribunal. Saqué mi teléfono y llamé a Patrick para pedirle que viniera a recogerme. Luego llamé a Bosch.
—He decidido encender un fuego bajo usted y el FBI —le dije.
—¿Qué significa? ¿Qué ha hecho?
—No quiero esperar mientras el FBI se toma su habitual año y medio para cerrar un caso. En ocasiones la justicia no puede esperar, detective.
—¿Qué ha hecho, Haller?
—Acabo de tener una conversación con la juez Holder. Sí, lo adiviné sin la ayuda de McSweeney. Le he dicho que los federales tenían a McSweeney y que estaba cooperando. En su lugar y en el del FBI, me daría prisa y mientras tanto la mantendría controlada. No me parece de las que se fugan, pero nunca se sabe. Que pase un buen día.
Cerré el teléfono antes de que Bosch pudiera protestar por mis acciones. No me importaba. Él me había usado todo el tiempo. Me sentí bien al pagarle con la misa moneda y que fueran él y el FBI los que bailaran al extremo de la cuerda.