Había llegado el momento de apuntalar definitivamente el testimonio de la doctora Arslanian.
—Doctora, ¿llegó a alguna conclusión de sus análisis de indicios de residuos de disparo que apoyaran su teoría de transferencia que ha perfilado aquí?
—Sí.
—¿Y cuál es?
—Puedo usar mi maniquí para la demostración.
Solicité al juez permiso para que la testigo usara un maniquí con fines de demostración y este accedió sin que Golantz protestara. Crucé el espacio asignado al alguacil para salir al pasillo que conducía al despacho del juez. Había dejado el maniquí de la doctora Arslanian allí hasta que fuera admitido. Lo llevé al centro del campo de pruebas situado delante del jurado y la cámara de Cortes TV. Hice un gesto a la doctora Arslanian para que bajara del estrado de los testigos e hiciera su demostración.
El maniquí era un modelo de cuerpo completo con miembros, manos e incluso dedos completamente articulados. Estaba hecho de plástico y tenía varias manchas en la cara y las manos por experimentos realizados a lo largo de los años. Iba vestido con tejanos y un polo azul oscuro bajo una cazadora con un diseño en la parte de atrás que conmemoraba la victoria de la Universidad de Florida en el campeonato de fútbol americano del año anterior. El maniquí estaba suspendido cinco centímetros del suelo mediante un soporte de metal y una plataforma con ruedas.
Me di cuenta de que había olvidado algo y fui a mi mochila con ruedas. Rápidamente saqué la falsa pistola de madera y un puntero y entregué ambas cosas a la doctora Arslanian antes de regresar al atril.
—Muy bien, ¿qué tenemos aquí, doctora?
—Este es Manny, mi maniquí de demostración. Manny, el jurado.
Hubo algunas risas y un jurado, el abogado, incluso saludó con la cabeza al maniquí.
—¿Manny es fan de los Florida Gator?
—Eh, sí, hoy sí.
En ocasiones el mensajero puede oscurecer el mensaje. Con algunos testigos quieres eso porque su testimonio no es tan útil, pero no era el caso con la doctora Arslanian. Sabía que había estado caminando por la cuerda floja con ella: demasiado guapa y simpática por un lado; sólidas pruebas científicas por otro. El equilibrio adecuado haría que ella y su información causaran la máxima impresión en el jurado. Sabía que era el momento de volver al testimonio serio.
—¿Para qué necesitamos a Manny aquí, doctora?
—Porque un análisis de los discos SEM recogidos por el experto criminalístico del sheriff puede mostrarnos por qué el residuo hallado en el señor Elliot no procede de haber disparado un arma.
—Sé que el experto del estado explicó estos procedimientos la semana pasada, pero me gustaría que nos lo refrescara. ¿Qué es un disco SEM?
—El test de residuos de disparo se lleva a cabo con discos que tienen un lado adhesivo. Los discos se enganchan en la zona a probar y recogen todos los materiales microscópicos de la superficie. El disco pasa entonces a un microscopio electrónico de barrido, o SEM, como lo llamamos. A través del microscopio podemos ver los tres elementos de los que hemos estado hablando aquí. Bario, antimonio y plomo.
—De acuerdo, pues, ¿tiene una demostración para nosotros?
—Sí.
—Por favor, explíquela al jurado.
La doctora Arslanian extendió el puntero y se volvió hacia el jurado. Su demostración había sido cuidadosamente planeada y ensayada, hasta el punto de que yo siempre me refiriera a ella como doctora y ella siempre se refiriera al criminalista de la fiscalía como señor.
—El señor Guilfoyle, el experto criminalista del departamento del sheriff, tomó ocho muestras diferentes del cuerpo y la ropa del señor Elliot. Cada disco estaba codificado de manera que se conociera su localización.
Arslanian usó el puntero sobre el maniquí al referirse a las ubicaciones de las muestras. El maniquí estaba de pie con los brazos a los costados.
—El disco A correspondía a la parte superior de la mano derecha. El disco B era la parte superior de la mano izquierda. El disco C era la manga derecha de la cazadora del señor Elliot y el D, la manga izquierda. Después tenemos los discos E y F, que correspondían a las piezas delanteras derecha e izquierda de la chaqueta, y G y H, que eran las porciones del pecho y el torso de la camisa que el señor Elliot llevaba bajo la chaqueta abierta.
—¿Es esta la ropa que llevaba ese día?
—No. Son duplicados exactos de lo que llevaba incluido la talla y el fabricante.
—Muy bien, ¿qué descubrió al analizar los ocho discos?
—He preparado un gráfico para que el jurado pueda seguir la explicación.
Presenté el gráfico como prueba documental de la defensa. Golantz había recibido una copia esa mañana. Esta vez se levantó y protestó, argumentando que la recepción tardía de ese gráfico violaba las normas de revelación. Le dije al juez que el gráfico se había compuesto la noche anterior después de mis reuniones con la doctora Arslanian el sábado y el domingo. El juez aceptó la protesta del fiscal, diciendo que la dirección de mi examen de la testigo era obvia y bien preparada y que por consiguiente debería haber trazado el gráfico antes. La protesta se aceptó y la doctora Arslanian tendría que volar sola. Había sido una apuesta, pero no lamentaba el movimiento. Prefería que mi testigo hablara con los jurados sin red a que Golantz hubiera estado en posesión de mi estrategia con antelación a su implementación.
—Muy bien, doctora, aún puede referirse a sus notas y al gráfico. Los miembros del jurado tendrán que seguir su explicación. ¿Qué averiguó de su análisis de los ocho discos SEM?
—Descubrí que los niveles de residuo en los diferentes discos diferían en gran medida.
—¿Cómo es eso?
—Bueno, los discos A y B, que procedían de las manos de Elliot, tenían los mayores niveles de residuos hallados. Desde ahí había una gran caída en los niveles de residuos: las muestras C, D, E y F tenían niveles muy inferiores, y no había ninguna lectura de residuos en los discos G y H.
Una vez más usó un puntero para ilustrar.
—¿Qué le decía eso, doctora?
—Que los residuos de disparo en las manos y ropa del señor Elliot no eran consecuencia de haber disparado un arma.
—¿Puede ilustrar por qué?
—Primero, las lecturas similares de ambas manos indican que el arma se disparó sosteniéndola con las dos manos.
Se acercó al maniquí y le levantó las manos, formando una V al unir las manos por delante. Dobló la mano y los dedos en torno a la pistola de madera.
—Sin embargo, un agarre a dos manos también habría resultado en mayores niveles de residuos en las mangas de la chaqueta en particular y el resto de la ropa.
—Pero los discos procesados por el departamento del sheriff no muestran eso, ¿verdad?
—Cierto. Muestran lo contrario. Aunque una disminución respecto a los niveles de las manos era esperable, no era esperable que fuera de esa magnitud.
—Así pues, en su experta opinión, ¿qué significa?
—Una exposición de transferencia compuesta. La primera exposición se produjo cuando fue colocado con las manos y brazos a su espalda en el coche cuatro-alfa. Después de eso, el material quedó en manos y brazos, y parte de este se transfirió en una segunda vez a las piezas frontales de su chaqueta por el movimiento normal de manos y brazos. Esto habría ocurrido continuamente hasta que le quitaron la ropa.
—¿Y las lecturas nulas de la camisa que llevaba bajo la chaqueta?
—No las contamos porque la chaqueta podría haber estado abrochada cuando se efectuaron los disparos.
—En su experta opinión, doctora, ¿hay alguna forma de que el señor Elliot pudiera haber mostrado este patrón de residuos en manos y ropa por disparar un arma de fuego?
—No.
—Gracias, doctora Arslanian. No hay más preguntas.
Volví a mi silla y me incliné para susurrarle al oído a Walter Elliot.
—Si no acabamos de darles duda razonable, entonces no sé lo que es eso.
Elliot asintió y me dijo en otro susurro:
—Los mejores diez mil dólares que he gastado nunca.
Sinceramente, creía que yo tampoco lo había hecho tan mal, pero lo dejé estar. Golantz solicitó al juez la pausa de media tarde antes de empezar con el contrainterrogatorio de la testigo y el juez accedió. Me fijé en lo que me pareció una mayor carga de energía en el bullicio de la sala después del receso. Shami Arslanian sin duda había dado impulso a la defensa.
En quince minutos vería lo que Golantz tenía en su arsenal para poner en duda la credibilidad de mi testigo y su testimonio, pero no imaginaba que tuviera mucho. De haber tenido algo, no habría pedido un receso. Se habría levantado y se habría lanzado a por ella.
Después de que el juez y el jurado hubieran abandonado la sala y los observadores se dirigieran hacia el pasillo, me acerqué a la mesa de la acusación. Golantz estaba escribiendo preguntas en un bloc. No me miró.
—¿Qué? —dijo.
—La respuesta es no.
—¿A qué pregunta?
—A la que iba a hacer de que mi cliente aceptara un convenio declaratorio. No nos interesa.
Golantz rio.
—Muy gracioso, Haller. Así que ha tenido una testigo impresionante. El juicio dista mucho de haber terminado.
—Y tengo a un capitán de policía francés que va a testificar mañana que Rilz delató a siete de los hombres más peligrosos y vengativos que jamás ha investigado. Dos de ellos salieron de prisión el año pasado y desaparecieron; nadie sabe dónde están. Quizá estuvieron en Malibú este invierno.
Golantz dejó el bolígrafo en la mesa y finalmente me miró.
—Sí, hablé ayer con su inspector Clouseau. Está muy claro que va a decir lo que usted quiera que diga, siempre que le haga volar en primera clase. Al final de la declaración, sacó uno de esos planos de las estrellas y me preguntó si podía enseñarle dónde vive Angelina Jolie. Es un testigo serio el que se ha traído.
Le dije al capitán Pepin que dejara el plano. Al parecer no me escuchó. Necesitaba cambiar de tema.
—Bueno, ¿dónde están los alemanes? —pregunté.
Golantz miró a su espalda para asegurarse de que los familiares de Johan Rilz no estaban allí.
—Les dije que tenían que estar preparados para su estrategia de construir una defensa cagándose en la memoria de su hijo y hermano —explicó—. Les avisé que iba a tomar los problemas de Johan en Francia hace cinco años y usarlos para describirlo como un gigoló alemán que seducía clientes ricos, hombres y mujeres, en todo Malibú y la costa oeste. ¿Sabe lo que me dijo el padre?
—No, pero me lo va a decir.
—Dijo que ya habían tenido suficiente de justicia americana y que se volvían a casa.
Traté de pensar en alguna respuesta ingeniosa y cínica, pero no se me ocurrió nada.
—No se preocupe —dijo Golantz—. Ganemos o perdamos, les llamaré y les diré el veredicto.
—Bien.
Lo dejé allí y salí al pasillo para buscar a mi cliente. Lo vi en el centro de una nube de periodistas. Sintiéndose envalentonado después del éxito del testimonio de la doctora Arslanian, ya estaba trabajando al gran jurado: la opinión pública.
—Todo este tiempo se han concentrado en mí y el verdadero asesino ha estado en libertad.
Un bonito y conciso corte de voz. Era bueno. Estaba a punto de abrirme paso entre la multitud para agarrarlo cuando me interceptó Dennis Wojciechowski.
—Ven conmigo —dijo.
Salimos al pasillo y dejamos atrás la multitud.
—¿Qué pasa, Cisco? Me estaba preguntando dónde te habías metido.
—He estado ocupado. Tengo el informe de Florida. ¿Quieres oírlo?
Le había contado lo que me había dicho Elliot sobre la llamada organización. La historia de Elliot me había parecido suficientemente sincera, pero a la luz del día me recordé a mí mismo el lugar común más simple —todo el mundo miente— y le dije a Cisco que viera qué podía hacer para confirmarlo.
—Cuenta —dije.
—Usé a un detective privado de Fort Lauderdale con el que había trabajado antes. Tampa está al otro lado del estado, pero quería usar a un tipo al que conociera y del que me fiara.
—Entiendo. ¿Qué ha descubierto?
—El abuelo de Elliot fundó una compañía de fosfatos hace setenta y ocho años. Trabajó en ella, después trabajó el padre de Elliot y después el propio Elliot, pero a este no le gustaba mancharse las manos con el negocio de los fosfatos y vendió la compañía un año después de que su padre muriera de un ataque al corazón. Era una empresa de propiedad privada, así que el registro de la venta no es público. Los periódicos de la época cifraron la venta en treinta y dos millones.
—¿Y el crimen organizado?
—Mi hombre no ha podido encontrar ni rastro. Le pareció que fue una operación limpia, legal. Elliot te dijo que era un testaferro y que lo enviaron aquí para invertir su dinero. No dijo nada de que vendiera su propia compañía y trajera el dinero aquí. Ese tipo te está mintiendo.
Asentí con la cabeza.
—Vale, Cisco, gracias.
—¿Me necesitas en la sala? Tengo unas cuantas cosas en las que sigo trabajando. He oído que el jurado número siete no ha aparecido esta mañana.
—Sí, ha desaparecido. Y no te necesito en el tribunal.
—Vale, colega, ya te llamaré.
Se dirigió hacia los ascensores y yo me quedé mirando a mi cliente departiendo con los periodistas. Empecé a sentir una quemazón y el calor fue aumentando al avanzar entre la multitud para recogerlo.
—Muy bien, amigos —dije—. No hay más comentarios. No hay más comentarios.
Agarré a Elliot del brazo, sacándolo de la multitud y llevándolo por el pasillo. Aparté a un par de periodistas que nos seguían hasta que finalmente estuvimos lo bastante alejados para poder hablar en privado.
—Walter, ¿qué estaba haciendo?
Estaba sonriendo con regocijo. Cerró el puño y golpeó el aire.
—Metiéndoselo por el culo. Al fiscal, a los sheriffs y a todos ellos.
—Sí, bueno, será mejor esperar con eso. Aún queda mucho. Quizás hayamos ganado la batalla, pero aún no hemos ganado la guerra.
—Oh, vamos. Está en el bote, Mick. Ha estado genial. O sea, ¡quiero casarme con ella!
—Sí, ha estado bien, pero mejor esperemos a ver cómo le va en el contrainterrogatorio antes de que le compre el anillo, ¿vale?
Otra periodista se acercó y le dije que se fuera a paseo, luego me volví a mi cliente.
—Escuche, Walter, hemos de hablar.
—Vale, hablemos.
—He pedido a un investigador privado que compruebe su historia en Florida y acabo de enterarme de que era todo mentira. Me mintió, Walter, y le dije que nunca me mintiera.
Elliot negó con la cabeza y pareció enfadado conmigo por pincharle el globo. Para él, que lo pillaran en una mentira era una inconveniencia menor, una molestia que no tendría que haber sacado a relucir.
—¿Por qué me mintió, Walter? ¿Por qué urdió esa historia?
Se encogió de hombros y no me miró cuando habló.
—¿La historia? La leí en un guión. Rechacé el proyecto, pero recuerdo la historia.
—Pero ¿por qué? Soy su abogado. Puede decirme cualquier cosa. Le pedí que me dijera la verdad y me mintió. ¿Por qué?
Finalmente me miró a los ojos.
—Sabía que tenía que encender un fuego bajo sus pies.
—¿Qué fuego? ¿De qué está hablando?
—Venga, Mickey. No vamos…
Elliot se estaba volviendo para dirigirse a la sala, pero lo agarré con fuerza por el brazo.
—No, quiero escucharlo. ¿Qué fuego encendió?
—Todo el mundo va a volver a entrar. El descanso ha terminado y deberíamos volver.
Lo agarré con más fuerza.
—¿Qué fuego, Walter?
—Me está haciendo daño en el brazo.
Aflojé un poco, pero no lo solté. No dejé de mirarlo a los ojos.
—¿Qué fuego?
Elliot volvió a apartar la mirada y puso expresión de hartazgo. Finalmente lo soltó.
—Mire —dijo—. Desde el principio necesitaba que creyera que no lo hice. Era la única forma de saber que iba a hacerlo lo mejor posible. Que sería implacable. —Lo miré y vi que la sonrisa se convertía en una expresión de orgullo—. Le dije que sé leer a la gente, Mick. Sabía que necesitaba algo en lo que creer. Sabía que si era un poco culpable, pero no culpable del crimen mayor, entonces le daría lo que necesitaba. Le devolvería su fuego.
Dicen que en Hollywood los mejores actores están detrás de la cámara. En ese momento supe que era cierto. Supe que Elliot había matado a su mujer y a su amante y que incluso estaba orgulloso de ello. Conseguí que me saliera la voz y hablé.
—¿De dónde sacó la pistola?
—Ah, la tenía. La compré bajo mano en un mercado en los setenta. Era fan de Harry el Sucio y quería una cuarenta y cuatro. La guardaba en la casa de la playa por protección. ¿Sabe?, hay muchos vagabundos en la playa.
—¿Qué ocurrió realmente en esa casa, Harry?
Asintió como si su plan en todo momento hubiera sido tomarse este momento para contármelo.
—Lo que ocurrió fue que fui a enfrentarme a ella y a quien se estuviera tirando todos los lunes como un reloj. Pero cuando llegué allí, me di cuenta de que era Rilz. Me lo había pasado por delante de mis narices como un maricón, lo llevaba con nosotros a cenas, fiestas y premieres y probablemente se reían de eso después. Se reían de mí, Mick.
»Me sacó de mis casillas. De hecho me enfurecí. Saqué la pistola del armario, me puse guantes de goma de debajo del fregadero y subí. Debería haber visto la expresión de sus rostros al ver esa gran pistola.
Lo miré un buen rato. Había tenido antes clientes que me habían confesado. Pero normalmente lo hacían llorando, retorciéndose las manos, batallando con los demonios que sus crímenes habían creado en su interior. Pero no Walter Elliot. Él era frío hasta el final.
—¿Cómo se desembarazó del arma?
—No había ido solo. Tenía alguien conmigo que se llevó el arma, los guantes y mi ropa. Volvió a la playa, subió a la autovía del Pacífico y tomó un taxi. Entre tanto, yo me lavé y me cambié, luego llamé al 911.
—¿Quién le ayudó?
—No necesita saber eso.
Asentí. No porque estuviera de acuerdo con él, sino porque ya lo sabía. Tuve un fogonazo de Nina Albrecht abriendo con facilidad la puerta de la terraza cuando yo no supe hacerlo. Mostraba una familiaridad con el dormitorio de su jefe que me había asombrado en el momento en que lo había visto.
Aparté la mirada de mi cliente y miré al suelo. Lo habían gastado un millón de personas que habían caminado un millón de kilómetros en busca de justicia.
—Nunca conté con la transferencia, Mick. Cuando me dijeron si quería hacer el test, estuve encantado. Pensaba que estaba limpio y que ellos lo verían y sería el final. Ni pistola, ni residuo ni caso. —Negó con la cabeza por lo cerca que había estado—. Gracias a Dios que hay abogados como usted.
Lo fulminé con la mirada.
—¿Mató a Jerry Vincent?
Elliot me miró a los ojos y negó con la cabeza.
—No. Pero fue un golpe de suerte porque terminé con un abogado mejor.
No sabía cómo responder. Miré por el pasillo a la puerta de la sala. El agente me saludó y me hizo una seña para que entrara. El receso había terminado y el juez estaba listo para empezar. Asentí y levanté un dedo para pedirle que esperara. Sabía que el juez no ocuparía su estrado hasta que le dijeran que los abogados estaban en su sitio.
—Vuelva a entrar —le dije a Elliot—. He de ir al lavabo.
Elliot caminó tranquilamente hacia el agente que esperaba. Yo me apresuré a entrar en el cuarto de baño y fui a uno de los lavamanos. Me eché agua fría en la cara, salpicándome mi mejor traje y camisa, pero sin que me importara en absoluto.