Como presidenta del Tribunal Superior de Los Ángeles, la juez Mary Townes Holder hacía la mayor parte de su trabajo a puerta cerrada. Su sala se usaba en alguna ocasión para vistas de emergencia sobre mociones, pero rara vez para la celebración de juicios. Su trabajo se hacía lejos de la vista del público, en su despacho. Su cometido se centraba sobre todo en la administración del sistema de justicia en el condado de Los Ángeles. Más de doscientos cincuenta juzgados y cuarenta tribunales se hallaban bajo su potestad. En cada citación que se echaba al correo para formar parte de un jurado figuraba su nombre, y cada espacio de aparcamiento asignado en un garaje del tribunal contaba con su aprobación. Holder asignaba jueces tanto por geografía como por ámbito legal: penal, civil, de menores o de familia. Cuando se elegían nuevos magistrados, era la juez Holder quien decidía si su destino era Beverly Hills o Compton, y si juzgarían causas financieras de altos vuelos en un tribunal civil o demandas de divorcio que te secaban el alma en tribunales de familia.
Me había vestido deprisa con lo que consideraba mi traje de la suerte. Era un Corneliani importado de Italia que me gustaba ponerme en días de veredicto. Puesto que no había estado en un tribunal desde hacía un año, ni oído un veredicto en mucho más, tuve que sacarlo de una funda de plástico colgada en el fondo del armario. Después, me apresuré a ir al centro sin más demora, pensando que podría estar dirigiéndome hacia algún tipo de veredicto sobre mí mismo. Mientras conducía, mi mente repasó casos y clientes que había dejado atrás un año antes. Por lo que yo sabía, nada había quedado abierto sobre la mesa, pero quizá se había presentado una queja o la juez se había enterado de algún cotilleo judicial y estaba llevando a cabo su propia investigación. Fuera como fuese, entré en el tribunal con mucha inquietud. Una citación de cualquier juez normalmente no era una buena noticia; una citación de la presidenta del Tribunal Superior era aún peor.
La sala del tribunal estaba oscura y el puesto de la secretaria junto al estrado del juez se hallaba vacío. Pasé por la cancela, y me estaba dirigiendo hacia la puerta que daba al pasillo de atrás cuando abrí y entró la secretaria. Michaela Gill era una mujer de aspecto agradable que me recordaba a mi profesora de tercer grado. No esperaba encontrarse a un hombre acercándose al otro lado de la puerta cuando la abrió, así que se sobresaltó y casi soltó un grito. Me identifiqué rápidamente antes de que pudiera correr a pulsar el botón de alarma situado en el estrado del juez. Michaela Gill recuperó el aliento y me hizo pasar sin más demora.
Recorrí el pasillo y encontré a la juez sola en su despacho, trabajando tras un inmenso escritorio de madera oscura. Su toga negra estaba colgada de un perchero en el rincón, a iba vestida con un traje granate de corte tradicional. Tenía unos cincuenta y cinco años y su aspecto era atractivo y arreglado. Era delgada y llevaba el pelo castaño recogido en un moño formal.
No había visto antes a la juez Holder, pero había oído hablar de ella. Había pasado veinte años como fiscal antes de ser designada para el puesto de juez por un gobernador conservador. Presidió casos penales, tuvo unos pocos de los grandes y se ganó fama de dictar las penas más altas. Consecuentemente, conservó sin problemas la confianza del electorado después de su primer mandato. Fue elegida presidenta del Tribunal cuatro años después y había mantenido el cargo desde entonces.
—Señor Haller, gracias por venir —dijo—. Me alegro de que su secretaria lo haya encontrado por fin.
Había un tono impaciente si no imperioso en su voz.
—La verdad es que no es mi secretaria, señoría. Pero me encontró. Siento haber tardado tanto.
—Bueno, aquí está. Me parece que no nos hemos conocido antes, ¿no?
—Creo que no.
—Bueno, esto traicionará mi edad, pero lo cierto es que me opuse a su padre en un juicio en una ocasión. Fue uno de sus últimos casos, si no recuerdo mal.
Tuve que reajustar mi cálculo de su edad. Tendría al menos sesenta si había estado en un tribunal con mi padre.
—En realidad era la tercera fiscal del caso, acababa de salir de la facultad de derecho de la Universidad del Sur de California, completamente verde. Estaban tratando de darme cierta experiencia en juicios, era un caso de homicidio y me dejaron ocuparme de un testigo. Me preparé una semana para mi interrogatorio directo y su padre destrozó al hombre en el contrainterrogatorio en diez minutos. Ganamos el caso, pero nunca olvidé la lección. Hay que estar preparado para cualquier cosa.
Asentí. A lo largo de los años había conocido a muchos abogados mayores que compartían conmigo anécdotas de Mickey Haller Sénior. Yo tenía pocas historias propias. Antes de que pudiera preguntarle a la juez respecto al caso en el cual lo había conocido, ella siguió adelante.
—Pero no es por eso por lo que lo he llamado —dijo.
—Lo supongo, señoría. Me daba la sensación de que tenía algo… bastante urgente.
—Así es. ¿Conocía a Jerry Vincent?
Inmediatamente me sentí desconcertado por su uso del pasado.
—¿Jerry? Sí, conozco a Jerry Vincent. ¿Qué pasa?
—Está muerto.
—¿Muerto?
—Asesinado, a decir verdad.
—¿Cuándo?
—Anoche. Lo siento.
Bajé los ojos y miré la placa de su mesa. Grabado en letra cursiva en un soporte plano de madera que sostenía un mazo ceremonial, una pluma y un tintero se leía:
HONORABLE M. T. HOLDER.
—¿Tenían mucha relación? —preguntó ella.
Era una buena pregunta y yo realmente no conocía la respuesta. Mantuve la mirada baja al hablar.
—Tuvimos casos uno contra el otro cuando él estaba en la fiscalía y yo era abogado de oficio. Los dos lo dejamos por el ejercicio privado más o menos al mismo tiempo y los dos trabajábamos solos. A lo largo de los años, colaboramos en algunos casos, un par de juicios por drogas, y en cierto modo nos cubríamos el uno al otro cuando hacía falta. Me cedió algún caso ocasionalmente cuando era algo de lo que no quería ocuparse.
Había tenido una relación profesional con Jerry Vincent. De cuando en cuando brindábamos en el Four Green Fields o nos veíamos en el Dodger Stadium. Ahora bien, decir que manteníamos una relación estrecha habría sido una exageración por mi parte. Sabía poca cosa de él fuera del mundo de la ley. Había oído hablar de un divorcio tiempo atrás como un cotilleo, pero nunca le había preguntado al respecto. Eso era información personal y no necesitaba conocerla.
—Parece olvidarlo, señor Haller, pero yo estaba en la fiscalía cuando el señor Vincent era un joven prometedor. Pero perdió un gran caso y su estrella se apagó. Fue entonces cuando pasó al ejercicio privado.
Miré a la juez, pero no dije nada.
—Y creo recordar que usted era el abogado defensor en ese caso —añadió ella.
Asentí con la cabeza.
—Barnett Woodson. Conseguí una absolución por doble homicidio. Salió del tribunal y se disculpó sarcásticamente ante los medios por irse de rositas. Se lo restregó por la cara a la fiscalía, y se puede decir que eso acabó con la carrera de Jerry como fiscal.
—Entonces, ¿por qué iba a trabajar con usted o pasarle casos?
—Porque, señoría, al poner fin a su carrera de fiscal, empecé su carrera de abogado defensor.
Lo dejé ahí, pero no era bastante para ella.
—¿Y?
—Y al cabo de un par de años estaba ganando cinco veces más de lo que ganaba en la fiscalía. Me llamó un día y me dio las gracias por mostrarle la luz.
La juez asintió de manera cómplice.
—Todo se reducía al dinero. Quería dinero.
Me encogí de hombros como si me sintiera incómodo respondiendo por un hombre muerto, y no contesté.
—¿Qué le pasó a su cliente? —preguntó la juez—. ¿Qué fue del hombre que quedó impune del homicidio?
—Le habría ido mejor con una condena. Woodson resultó muerto en un tiroteo desde un coche unos dos meses después de la absolución.
La juez asintió otra vez, esta vez como diciendo: fin de la historia, justicia servida. Traté de volver a concentrarme en Jerry Vincent.
—No puedo creer esto de Jerry. ¿Sabe qué ocurrió?
—No está claro. Aparentemente lo encontraron anoche en su coche, en el garaje de su oficina. Lo mataron a tiros. Me han dicho que la policía todavía está en la escena del crimen y no ha habido detenciones. Todo esto viene de un periodista del Times que me llamó al despacho para preguntar qué pasaría ahora con los clientes del señor Vincent, sobre todo Walter Elliot.
Asentí. Durante los últimos doce meses había vivido en una burbuja, pero no era tan impermeable como para no haberme enterado del caso de homicidio del que se acusaba al magnate del cine. Era sólo uno en una cadena de grandes casos que Vincent había logrado a lo largo de los años. A pesar del fiasco de Woodson, su curriculum como fiscal de perfil alto lo había colocado desde el principio como abogado defensor de altas esferas. No tenía que ir a buscar clientes: acudían a él. Y normalmente estos podían pagar o tenían algo que decir, lo cual significaba que poseían al menos uno de estos tres atributos: podían pagar muchos dólares por su representación legal, eran demostrablemente inocentes de los cargos que se les imputaban o eran claramente culpables pero tenían a la opinión pública de su lado. Eran clientes a los que podía respaldar y defender con franqueza sin importar lo que hubieran hecho. Clientes que no le hacían sentirse sucio al final del día.
Y Walter Elliot cumplía con al menos uno de esos atributos. Era el presidente y propietario de Archway Pictures y un hombre muy poderoso en Hollywood. Estaba acusado de asesinar a su mujer y al amante de esta en un rapto de ira después de descubrirlos juntos en una casa de playa de Malibú. El caso ofrecía toda clase de conexiones con el sexo y los famosos y estaba atrayendo una amplia atención de los medios. Había sido una máquina publicitaria para Vincent y ahora estaba disponible.
La juez me sacó de mi ensueño.
—¿Está familiarizado con el RPC 2/300? —me preguntó. Me delaté involuntariamente al entrecerrar los ojos con la pregunta.
—Eh… no exactamente.
—Deje que le refresque la memoria. Es la sección del reglamento del Colegio de Abogados de California que regula la conducta profesional referida en la transferencia o venta de un bufete. Nosotros, por supuesto, estamos hablando de transferencia en este caso. El señor Vincent aparentemente le nombraba su segundo en su contrato de representación estándar. Esto le permitía cubrirlo cuando lo necesitaba y le incluía a usted, si era necesario, en la relación abogado-cliente. Adicionalmente, he descubierto que presentó una moción hace diez años que permitía la transferencia de las causas de su bufete en el caso de incapacidad o muerte. La moción nunca se alteró ni actualizó, pero está claro cuáles eran sus intenciones.
Me limité a mirarla. Conocía la cláusula en el contrato estándar de Vincent. Yo tenía la misma en el mío, nombrándolo a él. Pero de lo que me di cuenta era de que la juez me estaba diciendo que ahora yo tenía los casos de Jerry. Todos ellos, Walter Elliot incluido.
Esto, por supuesto, no significaba que fuera a quedarme todos los casos. Cada cliente tendría libertad para cambiar de abogado una vez informado del fallecimiento de Vincent. Pero significaba que tendría la primera opción con ellos.
Reflexioné. No había tenido un cliente en un año y el plan era empezar poco a poco, no con un montón de causas como las que aparentemente acababa de heredar.
—Sin embargo —dijo la juez—, antes de que se entusiasme en exceso respecto a esta cuestión, debo decirle que sería negligente con mi papel de presidenta del Tribunal si no hiciera todo lo que está en mi mano para garantizar que los clientes del señor Vincent se transfieren a un abogado sustituto de buena posición y competencia.
De pronto lo comprendí. Me había llamado para explicarme por qué no iba a asignarme los clientes de Vincent. Iba a actuar contra los deseos del difunto abogado y nombrar a otro, probablemente alguno de los generosos contribuyentes a su última campaña de reelección. La última vez que lo miré yo había contribuido exactamente con cero dólares a sus arcas a lo largo de los años.
Pero entonces la juez me sorprendió.
—He consultado con algunos de los jueces —dijo—, y soy consciente de que no ha estado ejerciendo la abogacía durante casi un año. No he encontrado ninguna explicación para esto. Antes de dictar la orden que le nombre abogado sustituto en esta materia, necesito estar convencida de que no estoy entregando los clientes del señor Vincent al hombre equivocado.
Hice un gesto de conformidad con la esperanza de ganar un poco de tiempo antes de verme obligado a responder.
—Señoría, tiene razón. He estado fuera de circulación durante un tiempo. Pero acabo de empezar a dar pasos para volver.
—¿Por qué se tomó un descanso?
Me lo preguntó sin rodeos, sosteniéndome la mirada y buscando cualquier signo que indicara evasión de la verdad en mi respuesta. Hablé con sumo cuidado.
—Señoría, tuve un caso hace un par de años. El nombre del cliente era Louis Roulet. Era…
—Recuerdo el caso, señor Haller. Y recuerdo que le dispararon. Pero, como ha dicho, eso fue hace un par de años. Creía recordar que había estado ejerciendo durante un tiempo después de eso. Recuerdo la noticia de su vuelta al trabajo.
—Bueno, lo que ocurrió es que volví demasiado pronto. Me dispararon en la tripa, señoría, debería haberme tomado mi tiempo. Me apresuré a volver, pero enseguida empecé a sentir dolores y los médicos me dijeron que tenía una hernia, así que me operaron y hubo complicaciones. Lo hicieron mal. Aumentó el dolor, hubo otra operación y, bueno, para hacerlo breve, estuve un tiempo fuera de combate. Decidí que la segunda vez no volvería hasta estar seguro de que estaba preparado —expliqué.
La juez asintió con compasión. Suponía que había hecho bien en omitir la parte sobre mi adicción a los calmantes y mi temporada en rehabilitación.
—El dinero no era problema —añadí—. Tenía algunos ahorros y también cobré de la compañía de seguros, así que me tomé mi tiempo para volver. Pero estoy preparado. Estaba a punto de contratar otra vez la contracubierta de las Páginas Amarillas.
—Entonces, supongo que heredar todos los clientes de un bufete le resultaría muy conveniente, ¿no? —dijo ella.
No sabía qué responder a su pregunta ni al tono meloso en que la había planteado.
—Lo único que puedo decirle, señoría, es que me ocuparía adecuadamente de los clientes de Jerry Vincent.
La juez asintió con la cabeza, pero no me miró al hacerlo. Conocía la señal. Ella sabía algo. Y le inquietaba. Quizás estaba informada de lo de la rehabilitación.
—Según los registros del Colegio de Abogados, le han sancionado varias veces —dijo la juez Holder.
Ya estábamos otra vez. Había vuelto a la idea de confiar los casos a otro abogado, probablemente algún contribuyente a su campaña de Century City que no sería socio del selecto club Riviera si ello dependiera de su capacidad de orientarse en unas diligencias penales.
—Eso es historia antigua, señoría. Todo por tecnicismos. Estoy en buenas relaciones con el Colegio de Abogados. Si les llama hoy, estoy seguro de que se lo dirán.
La juez Holder me miró durante un momento interminable antes de bajar la mirada al documento que tenía delante de ella en el escritorio.
—Pues muy bien —dijo.
Mary Townes Holder garabateó su firma en la última página del documento. Sentí un familiar cosquilleo de excitación en el pecho.
—Esto es una orden que le transfiere los casos a usted —dijo la juez—. Podría necesitarla cuando vaya a la oficina de Vincent. Y deje que le diga esto: voy a controlarle. Quiero un inventario de casos actualizado al principio de la semana próxima y el estatus de cada caso en la lista de clientes. Quiero saber qué clientes trabajarán con usted y cuáles buscarán otra representación. Después de eso, quiero actualizaciones de estatus quincenales de todos los casos de los cuales siga siendo responsable. ¿Estoy siendo clara?
—Perfectamente clara, señoría. ¿Durante cuánto tiempo?
—¿Qué?
—¿Durante cuánto tiempo quiere que le dé informes quincenales?
La juez me miró y se le endureció la expresión.
—Hasta nuevo aviso. —Me entregó la orden—. Ahora puede irse, señor Haller, y yo en su lugar iría a la oficina de Vincent y protegería a mis clientes de cualquier registro ilegal y requisación de sus archivos por parte de la policía. Si tiene algún problema, no dude en llamarme. He puesto mi número particular en la orden.
—Sí, señoría. Gracias.
—Buena suerte, señor Haller.
Me levanté para salir. Cuando llegué al umbral del despacho, me volví a mirarla. La juez Holder tenía la cabeza baja y estaba enfrascada en la siguiente orden judicial.
En el pasillo del Tribunal, leí el documento de dos páginas que me había dado la juez, confirmando que lo que acababa de ocurrirme era real.
Lo era. El documento que obraba en mi poder me designaba abogado sustituto, al menos temporalmente, en todos los casos de Jerry Vincent. Me garantizaba acceso inmediato a la oficina del difunto abogado, a sus archivos y a las cuentas bancarias en las cuales se habían depositado los anticipos de sus clientes.
Saqué mi teléfono móvil y llamé a Lorna Taylor. Le pedí que buscara la dirección de la oficina de Jerry Vincent. Ella me la dio y yo le pedí que se reuniera conmigo allí y que comprara dos sandwiches por el camino.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque no he comido.
—No, ¿por qué vamos al despacho de Jerry Vincent?
—Porque hemos vuelto al trabajo.