La doctora Shamiram Arslanian era una testigo sorpresa. No en términos de su presencia en el juicio —había estado en la lista de los testigos desde antes de que yo estuviera en el caso—, sino en términos de su apariencia física y personalidad. Su nombre y curriculum en investigación criminalística conjuraban la imagen de una mujer grave, taciturna y científica; una bata blanca de laboratorio y el pelo liso recogido en un moño. Pero no era nada de eso: era una rubia vivaz de ojos azules, con una disposición alegre y sonrisa fácil. No era sólo fotogénica: era telegénica. Sabía expresarse y tenía seguridad en sí misma, pero no era en absoluto arrogante. Su descripción en una palabra era la descripción que todo abogado desea de sus testigos: agradable. Y era raro conseguir eso en una testigo que presentaba tu caso criminalístico.
Había pasado la mayor parte del fin de semana con Shami, como prefería que la llamaran. Habíamos revisado los indicios de residuos de disparo en el caso Elliot y el testimonio que proporcionaría para la defensa, así como el contrainterrogatorio que podía esperar recibir de Golantz. Lo habíamos demorado hasta tan tarde para evitar problemas de revelación. Lo que mi testigo no sabía no podía revelarlo al fiscal, así que la mantuvimos en desconocimiento de la bala mágica hasta el último momento posible.
No cabía duda de que era una celebridad. En una ocasión había presentado un programa sobre sus propios éxitos en Cortes TV. Le pidieron dos veces un autógrafo cuando la llevé a cenar al Palm y tuteó a un par de ejecutivos de televisión que se acercaron a la mesa. También cobraba tarifa de celebridad. Por cuatro días en Los Ángeles para estudiar, preparar y testificar recibiría una tarifa plana de 10.000 dólares más gastos. Buen trabajo si podías conseguirlo, y ella podía. Era bien sabido que Arslanian estudiaba las numerosas peticiones que recibía y que sólo aceptaba aquellas en las que creía que se había cometido un error gravoso o un desliz de justicia. Tampoco venía mal tener un caso que atraía la atención de los medios nacionales.
Me bastaron diez minutos con ella para saber que merecía hasta el último centavo que iba a costarle a Elliot. Sería un problema doble para la acusación. Su personalidad iba a ganarse al jurado y sus hechos iban a ser la puntilla. Buena parte del trabajo en un juicio se reduce a quién testifica y no sólo a lo que su testimonio realmente revela. Se trata de vender el caso al jurado, y Shami podía vender cerillas quemadas. El testigo criminalístico de la acusación era un ratón de laboratorio con la personalidad de un tubo de ensayo. Mi testigo había presentado un programa televisivo llamado Químicamente dependiente.
Oí el rumor del reconocimiento en la sala cuando mi testigo hizo su entrada desde atrás, concitando todas las miradas al acercarse por el pasillo central, cruzar la cancela y el campo de pruebas hasta el estrado de los testigos. Llevaba un traje azul marino que se adaptaba a sus curvas y realzaba la melena de rizos rubios que caía sobre sus hombros. Hasta el juez Stanton parecía obnubilado. Pidió a un alguacil que le llevara un vaso de agua antes incluso de que prestara el juramento. Al experto criminalístico de la acusación no le había preguntado si necesitaba nada.
Después de que dijera su nombre, lo deletreara y tomara el juramento de decir la verdad y nada más que la verdad, me levanté con mi bloc y me acerqué al atril.
—Buenas tardes, doctora Arslanian, ¿cómo está?
—Bien. Gracias por preguntar.
Había un rastro de acento sureño en su voz.
—Antes de empezar con su curriculum vítae, quiero sacar algo de en medio de entrada. Usted es una asesora pagada de la defensa, ¿es correcto?
—Sí, es correcto. Me pagan por estar aquí, no por testificar nada que no sea mi propia opinión, tanto si favorece a la defensa como si no. Ese es mi trato y nunca lo cambio.
—Muy bien, díganos de dónde es, doctora.
—Vivo en Ossining, Nueva York, ahora mismo. Nací y me crie en Florida y pasé muchos años en la zona de Boston, yendo a diferentes escuelas.
—Shamiram Arslanian. No me suena a nombre de Florida.
La testigo esbozó una sonrisa radiante.
—Mi padre es armenio al cien por cien. Supongo que eso me hace mitad armenia y mitad floridana. De niña, mi padre me decía que era armaguedana.
Muchos de los presentes en la sala rieron entre dientes educadamente.
—¿Cuáles son sus estudios en ciencias criminológicas? —pregunté.
—Bueno, tengo dos licenciaturas relacionadas. Tengo un máster en el MIT (el Instituto de Tecnología de Massachusetts) en ingeniería química. También tengo un doctorado en criminología que me concedieron en el John Jay College de Nueva York.
—¿Cuándo dice «concedieron» se refiere a que es un grado honorífico?
—Cielos, no —dijo con energía—. Me pelé los codos dos años para sacármelo.
Esta vez las risas estallaron en la sala y me fijé en que incluso el juez sonrió antes de hacer sonar educadamente el mazo en una sola ocasión para llamar al orden.
—He visto en su curriculum vítae que también tiene dos diplomaturas. ¿Es cierto?
—Parece que tengo dos de todo: dos hijos, dos coches, incluso tengo dos gatos en casa llamados Wilbur y Orville.
Miré a la mesa de la acusación y vi que Golantz y su segunda estaban mirando al frente sin esbozar la menor sonrisa. Me fijé a continuación en el jurado y vi los veinticuatro ojos posados en mi testigo con embelesada atención. Los tenía comiendo de su mano y todavía no había empezado.
—¿De qué son sus diplomaturas?
—Tengo una por Harvard en ingeniería y otra del Berklee College of Music. Fui a las dos escuelas al mismo tiempo.
—¿Tiene una diplomatura en música? —pregunté con fingida sorpresa.
—Me gusta cantar.
Más risas. Los goles iban cayendo. Una sorpresa tras otra. Shami Arslanian era la testigo perfecta.
Golantz finalmente se levantó y se dirigió al juez.
—Señoría, la fiscalía solicita que la testigo proporcione testimonio en relación con la ciencia criminalística y no sobre música, nombres de mascotas o cosas que no guardan ninguna relación con la seria naturaleza de este juicio.
El juez, a regañadientes, me pidió que mantuviera mi cuestionario centrado. Golantz se sentó. Había ganado el punto, pero había perdido la posición. Todos los presentes en la sala lo veían ahora como un aguafiestas que privaba de la escasa levedad de un asunto tan serio.
Planteé unas cuantas preguntas más que revelaron que la doctora Arslanian trabajaba de profesora e investigadora en John Jay. Cubrí su historia y limitada disponibilidad como testigo experta y finalmente llevé su testimonio a los residuos de disparo hallados en el cuerpo y la ropa de Walter Elliot el día de los asesinatos en Malibú. Testificó que revisó los procedimientos y resultados del laboratorio del sheriff y llevó a cabo sus propias evaluaciones y modelos. Dijo que también había revisado todas las cintas de vídeo que la defensa le había proporcionado en conjunción con sus propios estudios.
—Veamos, doctora Arslanian, el testigo criminalístico de la fiscalía ha testificado anteriormente en este juicio que los discos adhesivos aplicados en las manos y las mangas de la chaqueta de Elliot dieron positivo por elevados niveles de ciertos elementos relacionados con los residuos de disparo. ¿Está de acuerdo con esa conclusión?
—Sí, lo estoy —afirmó mi testigo.
Una vibración grave de sorpresa recorrió la sala.
—¿Está diciendo que sus estudios concluían que el acusado tenía residuos de disparo en sus manos y ropa?
—Exacto. Niveles elevados de bario, antimonio y plomo. En combinación son indicadores de residuos de disparo.
—¿Qué significa «niveles elevados»?
—Significa que algunos de estos materiales se encuentran en el cuerpo de una persona tanto si ha disparado un arma como si no. Por la vida cotidiana.
—Así pues, lo que se requiere para dar positivo en un test de residuos es tener niveles elevados de los tres materiales, ¿es correcto?
—Sí, y patrones de concentración.
—¿Puede explicar qué significa «patrones de concentración»?
—Claro. Cuando se descarga un arma (en este caso creemos que estamos hablando de una pistola) hay una explosión en la recámara que da a la bala su energía y velocidad. Esa explosión envía gases por el cañón junto con la bala, así como por cualquier pequeña fisura u obertura del arma. La ventana de expulsión situada detrás del cañón del arma se abre después del disparo. Los gases que escapan propulsan estos elementos microscópicos de que estamos hablando hacia atrás, hacia la persona que ha disparado.
—Y eso es lo que ocurrió en este caso, ¿correcto?
—No, no es correcto. Basándome en la totalidad de mi investigación no puedo decir eso.
Arqueé las cejas y fingí sorpresa.
—Pero doctora, acaba de decir que está de acuerdo con la conclusión de la fiscalía de que había residuos de disparo en las manos y las mangas del acusado.
—Estoy de acuerdo con la conclusión de la fiscalía de que había residuos en el acusado. Pero esa no es la pregunta que me ha hecho.
Me tomé un momento para reformular mi pregunta.
—Doctora Arslanian, ¿me está diciendo que podría haber una explicación alternativa de los residuos hallados en el señor Elliot?
—Sí.
Ya estábamos allí. Finalmente habíamos llegado al quid del caso de la defensa. Era el momento de disparar la bala mágica.
—¿Su estudio de los materiales proporcionados este fin de semana por la defensa le condujo a una explicación alternativa de los residuos de disparo en las manos y la ropa de Walter Elliot?
—Sí.
—¿Y cuál es esa explicación?
—En mi opinión es muy probable que los residuos en las manos y la ropa del señor Elliot se hubieran transferido.
—¿Transferido? ¿Está insinuando que alguien intencionadamente le colocó los residuos de disparo?
—No. Estoy insinuando que ocurrió de manera inadvertida, por casualidad o error. El residuo es básicamente polvo microscópico, se mueve. Puede transferirse por contacto.
—¿Qué significa «transferirse por contacto»?
—Significa que el material del que estamos hablando se queda en una superficie después de que se descargue del arma de fuego. Si esa superficie entra en contacto con otra, parte del material se transfiere. Se frota, es lo que digo. Por eso hay protocolos de las fuerzas del orden para impedirlo. A las víctimas y sospechosos en crímenes con arma de fuego con frecuencia se les quita la ropa para preservarla y estudiarla. Algunas agencias del orden ponen bolsas de pruebas en las manos del sospechoso para preservar y evitar la transferencia.
—¿Este material puede transferirse más de una vez?
—Sí, con niveles descendentes. Es un material sólido, no es un gas. No se disipa como un gas. Es microscópico pero sólido, y ha de estar en algún sitio al final del día. He llevado a cabo numerosos estudios al respecto y he descubierto que la transferencia puede repetirse y repetirse.
—Pero en el caso de transferencia repetida, ¿esa cantidad de material se reduce con cada transferencia hasta que resulta indetectable?
—Exacto. Cada nueva superficie retendría menos que la superficie anterior, así que todo es cuestión de con cuánto se empieza. Cuanto más tienes al principio, mayor cantidad puede transferirse.
Asentí y tomé un pequeño descanso al pasar páginas en mi bloc como si estuviera buscando algo. Quería que hubiera una línea de separación clara entre la descripción de la teoría y el caso que nos ocupaba.
—Muy bien, doctora —dije finalmente—. Con estas teorías en mente, ¿puede decirnos lo que ha ocurrido en el caso Elliot?
—Puedo explicárselo y mostrárselo —dijo la doctora Arslanian—. Cuando el señor Elliot fue esposado y colocado en la parte posterior del coche cuatro-alfa, literalmente lo pusieron en un semillero de residuos. Así fue cómo y cuándo se produjo la transferencia.
—¿Cómo?
—Sus manos, brazos y ropa se situaron en contacto directo con residuos de otro caso. La transferencia fue inevitable.
Golantz protestó rápidamente, argumentando que yo no había establecido las bases para esa respuesta. Le dije al juez que pretendía hacerlo inmediatamente y solicité permiso para colocar el equipo de vídeo delante del jurado.
La doctora Arslanian había usado el material grabado por mi primer testigo, Julio Muñiz, y lo había editado en una demostración de vídeo. Lo presenté como prueba documental de la defensa tras la protesta denegada de Golantz. Usándolo como ayuda visual, llevé de la mano a mi testigo a través de la teoría de la transferencia de la defensa. Fue una exposición que se extendió durante casi una hora y fue una de las presentaciones más concienzudas de una teoría alternativa en las que había participado.
Empezamos con la detención de Eli Wyms y su colocación en el asiento trasero del coche alfa. Luego pasamos a Elliot colocado en el mismo coche patrulla menos de diez horas después; el mismo coche y el mismo asiento. Los dos hombres con las manos esposadas a la espalda. Arslanian fue asombrosamente categórica en su conclusión.
—Un hombre que había disparado armas al menos noventa y cuatro veces fue colocado en ese asiento —dijo la testigo—. ¡Noventa y cuatro veces! Literalmente estaba bañado en residuo.
—¿Y en su experta opinión el residuo se habría transferido de Eli Wyms al asiento de ese coche? —pregunté.
—Indudablemente.
—¿Y es su experta opinión que el residuo de ese asiento podría haberse transferido a la siguiente persona que se sentó allí?
—Sí.
—¿Y es su experta opinión que esto fue el origen del residuo sobre las manos y ropa de Walter Elliot?
—Una vez más, con las manos a la espalda de este modo, entró en contacto directo con una superficie de transferencia. Sí, en mi experta opinión, creo que es así como los residuos de disparo llegaron a sus manos y ropa.
Hice una pausa más para remachar las conclusiones del experto. Si sabía algo de duda razonable, sabía que acababa de incrustarla en las conciencias de cada jurado. Que después votaran según su conciencia era otra cuestión.