El jurado salió en fila india como los Lakers al entrar en la pista de baloncesto. No llevaban todos el mismo uniforme, pero en el aire flotaba la misma sensación de anticipación: el partido estaba a punto de empezar. Se separaron en dos filas y ocuparon las dos hileras de asientos de la tribuna del jurado. Llevaban blocs de notas y bolis. Ocuparon los mismos asientos que el viernes cuando el jurado se completó y prestó juramento.
Eran casi las diez de la mañana del lunes y la sesión se iniciaba con retraso. Antes, el juez Stanton había estado con los letrados y el acusado en su despacho durante casi cuarenta minutos, repasando las reglas de última hora y aprovechando la ocasión para mirarme con ceño y expresar su desagrado por el artículo que el Los Ángeles Times había publicado esa mañana en primera página. Su principal preocupación era que el artículo se decantaba claramente del lado de la defensa y me pintaba a mí como un desamparado simpático. Aunque el viernes por la tarde había advertido al nuevo jurado de que no leyera ni mirara ninguna noticia sobre el caso o juicio, al magistrado le preocupaba que el artículo pudiera haberse filtrado.
En mi propia defensa, le expliqué al juez que había concedido la entrevista hacía diez días, para un artículo del que me habían dicho que se publicaría al menos una semana antes de que empezara el juicio. Golantz esbozó una sonrisita y dijo que mi explicación sugería que estaba tratando de afectar la selección del jurado dando la entrevista antes, pero que ahora trataba de mancillar el juicio. Contraataqué señalado que el artículo afirmaba claramente que se había contactado con la fiscalía, pero que esta había rechazado hacer comentarios. Si el artículo era imparcial, esa era la causa.
Stanton pareció aceptar mi explicación a regañadientes, pero nos advirtió de que no habláramos con los medios. Supe entonces que tenía que cancelar mi acuerdo con Cortes TV para hacer comentarios al final de cada jornada judicial. La publicidad me habría venido bien, pero no quería ganarme la antipatía del juez.
Pasamos a otras cuestiones. Stanton estaba muy interesado en administrar la duración del juicio. Como cualquier juez, tenía que mantener las cosas en movimiento. Contaba con un lastre de causas atrasadas y un juicio largo las retrasaría aún más. Quería saber cuánto tiempo esperaba dedicar cada parte a su exposición. Golantz manifestó que tardaría un mínimo de una semana y yo dije que necesitaba lo mismo, aunque, siendo realista, sabía que probablemente usaría mucho menos tiempo. La mayor parte de las tesis de la defensa se establecerían, o al menos se organizarían, durante la fase de acusación.
Stanton torció el gesto por los cálculos de tiempo y sugirió que tanto la fiscalía como la defensa se esforzaran en no extenderse innecesariamente. Insistió en que quería llevar el caso al jurado mientras la atención de los doce seguía siendo alta.
Examiné a los miembros del jurado al ocupar sus asientos y busqué indicaciones de imparcialidad o de cualquier otra cosa. Todavía estaba contento con los componentes del jurado, sobre todo con el número tres, el abogado. Otros eran más discutibles, pero había decidido durante el fin de semana que presentaría mi caso para el abogado, y esperaba que este pudiera tirar del resto cuando votaran por la absolución.
Los jurados se miraban entre ellos o miraban al juez, el perro alfa de la sala. Por cuanto yo pude ver, ningún miembro del jurado levantó la mirada a las mesas de la acusación o la defensa.
Me volví y miré de nuevo a la galería. La sala estaba una vez más repleta de periodistas y público, así como de aquellos con vínculos de sangre con el caso.
Directamente detrás de la mesa de la defensa estaba sentada la madre de Mitzi Elliot, que había viajado desde Nueva York. A su lado se sentaba el padre y dos hermanos de Johan Rilz, que habían viajado desde Berlín. Me fijé en que Golantz había colocado a la madre apenada al lado del pasillo, donde el jurado pudiera ver su constante flujo de lágrimas.
La defensa contaba con cinco asientos reservados en primera fila, detrás de mí. Sentados allí estaban Lorna, Cisco, Patrick y Julie Favreau, la última a mano porque había contratado sus servicios para que observara al jurado para mí durante todo el juicio. Yo no podía mirar a los miembros del jurado en todo momento, y en ocasiones ellos se delataban cuando creían que ninguno de los letrados los estaba mirando.
El quinto asiento libre había estado reservado para mi hija. Durante el fin de semana había tenido la esperanza de convencer a mi exmujer para que permitiera que Hayley se tomara un día de fiesta en la escuela para estar conmigo en la sala. Ella nunca me había visto trabajando y pensaba que las declaraciones de apertura serían el momento perfecto. Estaba muy confiado en mi caso. Me sentía a prueba de balas y quería que mi hija me viera así. El plan era que se sentara con Lorna, a la que conocía y apreciaba, y que me viera actuar delante del jurado. En mi argumento incluso había citado a Margaret Mead diciendo que quería sacar a mi hija de la escuela para que pudiera tener una educación. Pero fue un caso que en última instancia no gané: mi exmujer se negó a permitirlo. Mi hija fue a la escuela y el asiento reservado quedó vacante.
Walter Elliot no tenía a nadie en la tribuna. No tenía hijos ni familiares con los que mantuviera relación. Nina Albrecht me había pedido sentarse en la galería para mostrar apoyo, pero como figuraba en las listas de testigos de la fiscalía y la defensa, no podía asistir al juicio hasta que se completara su testimonio. Por lo demás, mi cliente no tenía a nadie, y esto era por decisión suya. Tenía muchos asociados, simpatizantes y parásitos que deseaban estar allí; incluso tenía una lista de actores de cine dispuestos a sentarse allí por él y mostrar su apoyo. Pero le dije que si tenía una cohorte de Hollywood o a sus abogados corporativos en los asientos de detrás de él, estaría emitiendo el mensaje y la imagen equivocados al jurado. Le expliqué que todo se basaba en el jurado. Cada movimiento que se hacía —desde la elección de la corbata a los testigos que ponías en el estrado— se hacía en deferencia al jurado. Nuestro jurado anónimo.
Después de que los jurados se sentaran y se pusieran cómodos, el juez Stanton abrió la sesión preguntando si algún jurado había leído el artículo de esa mañana del Times. Nadie levantó la mano y Stanton respondió con otro recordatorio de no leer el periódico ni ver noticias del juicio en los medios.
A continuación, anunció a los miembros del jurado que el juicio empezaría con las declaraciones de apertura de los abogados de las dos partes.
—Damas y caballeros, recuerden que son declaraciones. No son pruebas. A cada parte le corresponde presentar las pruebas que respalden estas declaraciones. Y ustedes serán quienes al final del juicio decidan si lo han hecho.
Dicho esto, hizo un gesto a Golantz y anunció que la acusación empezaría. Como se había subrayado en una consulta previa al juicio, cada parte disponía de una hora para su declaración de apertura. No sabía qué haría Golantz, pero yo no me acercaría a ese tiempo.
Golantz, atractivo y de aspecto imponente con su traje negro, camisa blanca y corbata granate, se levantó y se dirigió al jurado desde la mesa de la acusación. Para el juicio tenía una ayudante, una joven y agraciada abogada llamada Denise Dabney. Estaba sentada junto a él y mantuvo la mirada en el jurado durante todo el tiempo que habló el fiscal. Era una especie de defensa de cobertura: dos pares de ojos examinando constantemente las caras de los jurados, recalcando doblemente la seriedad y gravedad del asunto que nos ocupaba.
Después de presentarse a sí mismo y a su segunda, Golantz fue al grano.
—Damas y caballeros del jurado, estamos aquí hoy por la codicia y la rabia sin control, llana y simplemente. El acusado, Walter Elliot, es un hombre de gran poder, dinero y posición en nuestra comunidad. Pero eso no le bastó. No quería repartir su dinero y poder, no quiso poner la otra mejilla ante la traición y desató su ira de la forma más extrema posible. No sólo eliminó una vida, sino dos. En un momento de gran rabia y humillación, levantó el arma y mató a su esposa, Mitzi Elliot, y a Johan Rilz. Creía que su dinero y poder lo situaban por encima de la ley y que le salvarían del castigo por estos crímenes abyectos. Pero no será así. El estado probará más allá de toda duda razonable que Walter Elliot apretó el gatillo y es responsable de las muertes de dos seres humanos inocentes.
Yo me había vuelto en mi asiento, en parte para escudar a mi cliente del escrutinio del jurado y en parte para mantener una visión de Golantz y de las filas de la tribuna que había tras él. Antes de que Golantz completara el primer párrafo de su declaración, las lágrimas estaban resbalando por las mejillas de la madre de Mitzi Elliot, y eso era algo que tendría que sacar a relucir con el juez sin que lo oyera el jurado. La teatralidad era perjudicial y le pediría al juez que trasladara a la madre de la víctima a un asiento que estuviera lejos del punto focal del jurado.
Miré más allá de la mujer que lloraba y vi muecas duras en los rostros de los hombres de Alemania. Estaba muy interesado en ellos y en cómo aparecerían ante el jurado. Quería ver cómo manejaban la emoción y el ambiente de un tribunal estadounidense. Quería ver cuán amenazador podía resultar su aspecto; cuanto más nefasto y más amenazador pareciera, mejor funcionaría la estrategia de la defensa cuando me concentrara en Johan Rilz. Al mirarlos en ese momento, supe que había empezado con buen pie. Parecían enfadados y amenazadores.
Golantz presentó su caso a los componentes del jurado, contándoles los testimonios y pruebas que iba a presentar y lo que creía que significaban. No había sorpresas. En un momento recibí un mensaje de texto de una línea de Favreau, que leí por debajo de la mesa.
Favreau: Se están tragando esto. Será mejor que lo hagas bien.
«Bien —pensé—. Dime algo que no sepa».
Era una ventaja injusta para la acusación implícita en cada juicio. La fiscalía tiene la fuerza y el poder de su lado. Es una fuerza que surge de la presunción de honestidad, integridad y justicia. La idea preconcebida en la mente de cada jurado y de cada espectador de que el acusado no estaría allí si el humo no llevara a un fuego.
Es una presunción que la defensa ha de superar. En teoría, a la persona a la que se juzga se la presume inocente. Sin embargo, cualquiera que haya pisado un tribunal como abogado o acusado sabe que la presunción de inocencia es sólo una de las nociones idealistas que te enseñan en la facultad de derecho. Ni a mí ni a nadie le cabía duda de que empezábamos este juicio con un acusado al que se presumía culpable. Tenía que encontrar una forma o bien de demostrar su inocencia o de probar que el estado había sido culpable de mala praxis, ineptitud o corrupción en su preparación del caso.
Golantz ocupó toda su hora asignada, aparentemente sin dejar secretos del caso ocultos. Mostró la arrogancia típica de la fiscalía; exponerlo todo y retar a la defensa a tratar de contradecirlo. El fiscal siempre era el gorila de trescientos kilos, tan grande y fuerte que no tenía que preocuparse de la finura. Cuando pintaba su cuadro, usaba un pincel de quince centímetros y lo colgaba de la pared con una almádena y un pico.
El juez nos había contado en la sesión previa al juicio que se nos exigiría permanecer en nuestra correspondiente mesa o usar el atril situado entre ambas mientras nos dirigíamos a los testigos durante el testimonio, pero las declaraciones de apertura y los alegatos finales eran una excepción a esta regla. Durante estos momentos de encuadre del juicio, contábamos con libertad de usar el espacio situado delante de la tribuna del jurado: un lugar que los veteranos de la abogacía llamaban el «campo de pruebas», porque es la única vez durante un juicio en que los abogados hablan directamente al jurado y o exponen convincentemente sus argumentos o fracasan.
Golantz finalmente pasó de la mesa de la acusación al campo de pruebas cuando llegó el momento de su gran final. Se situó justo delante del punto medio de la tribuna y extendió las manos, como un predicador delante de sus feligreses.
—Me he pasado de mi tiempo, amigos. Así que para cerrar, les insto a que presten mucha atención cuando escuchen las pruebas y los testimonios. El sentido común les guiará. Les insto a que no se confundan ni se desvíen por las barreras a la justicia que la defensa les presentará. Mantengan los ojos en la presa. Recuerden que a dos personas les arrebataron la vida; les privaron del futuro. Por eso estamos aquí hoy, por ellos. Muchas gracias.
El viejo comienzo de mantengan los ojos en la presa. Lo había visto utilizar en el tribunal desde que yo era abogado de oficio. Sin embargo, era un inicio sólido para Golantz. No ganaría ningún trofeo de orador del año, pero había dejado claras sus tesis. También se había dirigido a los jurados como «amigos» al menos cuatro veces según mis cuentas, y esa era una palabra que yo nunca usaría con un jurado.
Favreau me había enviado otros dos mensajes de texto durante la última media hora de la exposición de Golantz informando de un declive en el interés del jurado. Podrían habérselo estado tragando al principio, pero ya estaban aparentemente hartos. En ocasiones no puedes extenderte demasiado. Golantz había aguantado quince asaltos como un boxeador de peso pesado. Yo iba a ser un peso wélter, y estaba interesado en golpes rápidos. Iba a entrar y salir, ganar unos pocos puntos, sembrar unas pocas semillas y plantear unas pocas preguntas. Iba a caerles bien. Eso era lo principal. Si les gustaba yo, les gustaría mi caso.
Una vez que el juez me hizo la señal, me levanté e inmediatamente pasé al campo de pruebas. No quería nada entre el jurado y yo. También era consciente de que eso me ponía delante y en foco de la cámara de Cortes TV montada en la pared por encima de la tribuna del jurado.
Me enfrenté al jurado sin hacer ningún gesto físico salvo por un leve asentimiento con la cabeza.
—Damas y caballeros, sé que el juez ya me ha presentado, pero me gustaría presentarme a mí mismo y a mi cliente. Soy Michael Haller, el abogado que representa a Walter Elliot, a quien ven aquí sentado a la mesa a mi lado.
Señalé a Elliot y, por acuerdo previo, él asintió sombríamente, sin ofrecer ninguna forma de sonrisa que se vería tan falsamente halagadora como llamar a los jurados amigos.
—Bueno, no voy a extenderme demasiado, porque quiero llegar a los testimonios y las pruebas, las pocas que hay, y ponerme manos a la obra. Basta de charla; es el momento de demostrar o callar. El señor Golantz les ha tejido una imagen grande y complicada. Ha tardado sólo una hora en perfilarla. En cambio, yo estoy aquí para decirles que este caso no es tan complicado. El caso de la fiscalía se reduce a un laberinto de humo y espejos, y cuando apartemos el humo y salgamos del laberinto, lo entenderán. Descubrirán que no hay fuego, que no hay caso contra Walter Elliot. Que hay más que duda razonable aquí, que es un ultraje que se acusara a Walter Elliot.
Una vez más me volví y señalé a mi cliente. Este estaba sentado con la mirada baja en el bloc de papel en el que estaba escribiendo notas; una vez más por convenio previo, describiendo a mi cliente como ocupado, implicado activamente en su propia defensa, con la barbilla alta y sin preocuparse por las cosas terribles que el fiscal había dicho de él. Tenía la razón de su lado, y la razón era el poder.
Me volví hacia el jurado y continué.
—He contado que el señor Golantz ha mencionado seis veces la palabra «pistola». Seis veces ha dicho que Walter sacó una pistola y disparó a la mujer a la que amaba y a un segundo inocente que estaba allí. Seis veces. Lo que no les ha dicho seis veces es que no hay pistola. No tiene pistola. El departamento del sheriff no tiene pistola. No tienen pistola ni vínculo entre Walter y una pistola, porque él nunca ha poseído un arma.
»El señor Golantz les ha dicho que presentará pruebas irrefutables de que Walter disparó una pistola, pero déjenme que les diga que tengan paciencia. Guárdense esa promesa en el bolsillo de atrás y al final del juicio ya veremos si las llamadas pruebas son irrefutables. Veremos si simplemente se sostienen.
Al hablar, mis ojos barrieron los rostros de los miembros del jurado como los focos barren el cielo de Hollywood por la noche. Permanecí en constante pero calmado movimiento. Sentía un ritmo seguro en mis pensamientos y cadencia e instintivamente sabía que estaba atrapando al jurado. Cada uno de ellos iba conmigo.
—Sé que en nuestra sociedad queremos que nuestros agentes de la ley sean profesionales y concienzudos y que sean los mejores. Vemos crimen en las noticias y en las calles y sabemos que estos hombres y mujeres son la delgada línea entre orden y desorden. O sea, lo quiero tanto como ustedes. Yo mismo he sido víctima de un delito violento; sé lo que es. Y queremos que nuestra policía intervenga y nos saque del apuro. Al fin y al cabo, para eso están. —Me detuve y examiné toda la tribuna del jurado, sosteniendo la mirada de cada uno de sus componentes durante un instante antes de continuar—. Pero eso no es lo que ocurrió aquí. Las pruebas (y estoy hablando de las pruebas y testimonios de la propia fiscalía) nos mostrarán que desde el principio los investigadores se centraron en un sospechoso, Walter Elliot. Las pruebas mostrarán que una vez que Walter se convirtió en ese centro, todo lo demás se dejó de lado. Todas las otras vías de investigación se pararon o ni siquiera se emprendieron. Tenían un sospechoso y lo que creían que era un móvil y nunca miraron atrás. Nunca miraron hacia ningún otro sitio.
Por primera vez me moví de mi posición. Avancé hacia la barandilla situada delante del jurado número uno. Lentamente caminé por delante de la tribuna, paseando la mano por la barandilla.
—Damas y caballeros, este es un caso de lo que se conoce como visión de túnel: concentrarse en un sospechoso y olvidarse de todo lo demás. Y les prometo que cuando salgan del túnel de la fiscalía se estarán mirando el uno al otro entrecerrando los ojos contra la luz brillante. Y se van a preguntar dónde demonios está el caso. Muchas gracias.
Solté la barandilla y me dirigí de nuevo a mi asiento. Antes de sentarme, el juez decretó una pausa para almorzar.