A las tres en punto del segundo día de selección del jurado, Golantz y yo habíamos cruzado recusaciones perentorias y fundadas durante más de diez horas en sesión. Había sido una batalla. Nos habíamos atacado discretamente el uno al otro, identificando los jurados preferidos de cada uno y eliminándolos sin miramientos. Habíamos revisado casi todo el venire, y mi gráfico de asientos del jurado estaba cubierto en algunos lugares con hasta cinco capas de post-it. Me quedaban dos recusaciones perentorias. Golantz, al principio cauto con sus recusaciones, me había dado alcance y luego me había superado. Sólo le quedaba su perentoria final. Era la hora de la verdad. La tribuna del jurado estaba a punto de completarse.
En la composición de ese momento, la tribuna incluía a un abogado, un programador informático, dos nuevos empleados de correos y tres nuevos jubilados, así como un enfermero, un jardinero y un artista.
De los doce que se habían sentado originalmente la mañana anterior, todavía quedaban dos posibles jurados. El ingeniero del asiento siete y uno de los jubilados, en el asiento doce, de algún modo habían cubierto la distancia. Ambos eran varones blancos y ambos, según mi cálculo, tendentes al estado. Ninguno estaba abiertamente del lado de la fiscalía, pero en mi gráfico había tomado notas sobre ellos en tinta azul, mi código para un jurado que percibía como frío a la defensa. No obstante, sus inclinaciones eran tan leves que todavía no había usado una preciada recusación con ninguno de ellos.
Sabía que podía eliminarlos a los dos con un floreo final de mis últimas perentorias, pero ese era el riesgo del voir dire. Tachas a un jurado por la tinta azul y el sustituto puede terminar siendo azul eléctrico y un mayor riesgo para tu cliente que el original. Eso era lo que convertía la selección del jurado en un arte impredecible.
La última adición a la tribuna era la artista que ocupó el hueco en el asiento número once después de que Golantz hubiera usado su decimonovena recusación perentoria para eliminar a un trabajador del servicio municipal de recogida de basuras que yo había anotado como jurado rojo. En respuesta al interrogatorio general del juez Stanton, la artista reveló que vivía en Malibú y trabajaba en un estudio cerca de la autovía del Pacífico. Su medio de expresión era la pintura acrílica y había estudiado en el Art Institute de Filadelfia antes de venir a buscar la luz de California. Dijo que no tenía televisión y que no leía regularmente ningún periódico. Aseguró que no sabía nada de los crímenes que se habían producido seis meses antes en la casa de la playa y no muy lejos de donde ella vivía y trabajaba.
Casi desde el principio había tomado notas sobre ella en rojo y estaba cada vez más contento de tenerla en mi jurado a medida que iba respondiendo preguntas. Sabía que Golantz había cometido un error táctico. Había eliminado al empleado de recogida de basuras con una recusación y había terminado con un jurado aparentemente más perjudicial para su causa. Ahora tendría que convivir con el error o usar su recusación final para eliminar a la artista y volver a correr el mismo riesgo.
Cuando el juez terminó con sus preguntas generales, llegó el turno de los abogados. Golantz empezó y planteó una serie de preguntas con el objetivo de revelar una predisposición de la artista a fin de que esta fuera eliminada con causa fundada y sin tener que recurrir a su última recusación perentoria. Pero la mujer aguantó, mostrándose muy honesta y sin prejuicios.
A la cuarta pregunta en la invectiva del fiscal, sentí una vibración en el bolsillo y saqué el móvil. Lo aguanté entre mis piernas por debajo de la mesa de la defensa para que no me viera el juez. Julie Favreau había estado mandándome mensajes de texto todo el día.
Favreau: Quédatela.
Le mandé otro inmediatamente.
Haller: Ya. ¿Y el 7, 8 y 10? ¿Cuál después?
Favreau, mi asesora de selección de jurado secreta, había estado en la cuarta fila de la galería en las sesiones de mañana y tarde. También me había reunido con ella durante el almuerzo mientras Walter Elliot había ido una vez más a revisar asuntos al estudio, y le había dejado examinar mi gráfico para que ella pudiera hacerse el suyo. Aprendía rápido y supo exactamente dónde estaba con mis códigos y recusaciones.
Recibí una respuesta a mi mensaje de texto casi de inmediato. Eso era algo que me gustaba de Favreau: no se pensaba las cosas en exceso. Tomaba decisiones rápidas e instintivas basadas únicamente en delatores visuales en relación con respuestas verbales.
Favreau: No me gusta el 8. No he oído bastante al 10. Echa al 7 si puedes.
El jurado número ocho era el jardinero. Lo tenía en azul por algunas de las respuestas que había dado en relación con la policía. También pensaba que estaba demasiado ansioso por formar parte del jurado. Eso siempre era un indicador de alerta en un caso de homicidio. Me señalaba que el potencial jurado tenía fuertes sentimientos sobre la ley y el orden y no vacilaba ante la idea de sentarse a juzgar a otra persona. La verdad era que sospechaba de cualquiera que quisiera sentarse a juzgar a otro ser humano: cualquiera al que le gustaba la idea de ser un jurado era azul hasta el final.
El juez Stanton nos estaba dando mucha libertad de acción. Cuando nos llegaba el turno de cuestionar a un potencial jurado, a los abogados se nos permitía cambiar el tiempo asignado para interrogar a cualquier otro candidato. El juez también permitía un uso generoso de recusaciones retrospectivas, lo cual significaba que se aceptaba vetar a cualquier componente de la tribuna, incluso si ya había sido interrogado y aceptado.
Cuando me llegó el turno de interrogar a la artista, me acerqué al atril y le dije al juez que la aceptaba en el jurado en ese momento sin más preguntas. Pedí que en cambio se me permitiera plantear más preguntas al jurado número ocho y el juez me dejó proceder.
—Jurado número ocho, sólo quiero aclarar un par de detalles sobre sus puntos de vista. Primero, deje que le pregunte: si al final de este juicio, después de haber oído todos los testimonios, cree que mi cliente podría ser culpable, ¿votaría para condenarlo?
El jardinero pensó un momento antes de responder.
—No, porque eso no sería más allá de toda duda razonable.
Asentí con la cabeza para hacerle saber que había dado la respuesta adecuada.
—¿O sea que no equipara «podría ser» con «más allá de toda duda razonable»?
—No señor, en absoluto.
—Bien. ¿Cree que detienen a la gente por cantar demasiado alto en la iglesia?
En el rostro del jardinero se extendió una expresión de desconcierto y hubo murmullos de risas en la galería.
—No entiendo.
—Hay un dicho que cuenta que a la gente no la detienen por cantar demasiado alto en la iglesia. En otras palabras, que donde hay humo hay fuego. A la gente no la detienen sin una buena razón. La policía normalmente no se equivoca y detiene a quien tiene que detener. ¿Cree eso?
—Creo que todo el mundo comete errores de cuando en cuando, incluso la policía, y hay que examinar cada caso individualmente.
—Pero cree que la policía normalmente no se equivoca.
Estaba acorralado. Cualquier respuesta levantaría una alarma en un sentido o en otro.
—Creo que probablemente es así, son profesionales, pero yo examinaría cada caso individualmente, y no creo que sólo porque la policía normalmente no se equivoque automáticamente tenga a la persona correcta en este caso.
Era una buena respuesta, y más para un jardinero. Una vez más asentí. Sus respuestas eran correctas, pero había algo casi ensayado en la manera de responder. Era meloso, con aires de superioridad moral. El jardinero deseaba desesperadamente estar en el jurado, y eso no me gustaba.
—¿Qué coche conduce, señor?
La pregunta inesperada siempre era buena para provocar una reacción. El jurado número ocho se recostó en su asiento y me miró como si estuviera tratando de engañarle de algún modo.
—¿Mi coche?
—Sí, ¿qué coche lleva al trabajo?
—Tengo una camioneta. Guardo allí mi material y cosas. Es una Ford 150.
—¿Tiene alguna pegatina en la parte de atrás?
—Sí… unas cuantas.
—¿Qué dicen?
Tuvo que pensar un buen rato para recordar sus propias pegatinas del parachoques.
—Ah, tengo la de la Asociación Nacional del Rifle, y otra que dice: Si puedes leer esto, aléjate. Algo así. Puede que no sea muy educado.
Hubo risas de sus compañeros del venire, y el número ocho sonrió con orgullo.
—¿Desde cuándo es socio de la Asociación Nacional del Rifle? —pregunté—. En la información del jurado no lo menciona.
—Bueno, en realidad no lo soy. Quiero decir que no soy socio. Sólo llevo el adhesivo allí.
Engaño. O estaba mintiendo respecto a su afiliación y lo había dejado fuera de la hoja de información, o no era miembro y estaba usando su pegatina para mostrarse como algo que no era, o como parte de una organización en la que creía pero a la que no quería unirse oficialmente. En cualquier caso era engañoso, y eso confirmaba todo lo que estaba sintiendo. Favreau tenía razón: tenía que eliminarlo. Le dije al juez que había terminado mi interrogatorio y volví a sentarme.
Cuando el juez preguntó si la acusación y la defensa aceptaban la tribuna tal y como estaba compuesta, Golantz trató de recusar a la artista por causa fundada. Yo me opuse a ello y el juez me respaldó. Golantz no tuvo otra alternativa que usar su última perentoria para eliminarla. Entonces usé mi penúltima recusación para eliminar al jardinero. El hombre parecía enfadado al recorrer el largo pasillo para abandonar la sala.
Se citaron otros dos nombres del venire y un agente inmobiliario y otro jubilado ocuparon los asientos ocho y once de la tribuna. Sus respuestas a las preguntas del juez colocaban a ambos en el camino de en medio. Los codifiqué a los dos negros y no oí nada que hiciera saltar una alarma. A medio camino del voir diré del juez recibí otro mensaje de texto de Favreau.
Favreau: Los dos +/- en mi opinión. Los 2 lemmings.
En general, tener lemmings en la tribuna era bueno. Los jurados sin indicador de personalidad fuerte y con convicciones moderadas podían ser manipulados en ocasiones durante las deliberaciones. Buscaban a alguien al que seguir. Cuantos más lemmings tenías, más importante era tener un jurado con una personalidad fuerte y del que creyeras que estaba predispuesto para la defensa. Quieres a alguien en la sala de deliberaciones que arrastre a los lemmings consigo.
Golantz, en mi opinión, había cometido un error táctico básico. Había agotado sus recusaciones perentorias antes que la defensa y, mucho peor, había dejado a un abogado en la tribuna. El jurado número tres había llegado hasta el final y mi instinto era que Golantz se guardaba su última perentoria para él. Pero tuvo que agotarla con la artista y ahora se había clavado con un abogado en tribuna.
El jurado número tres no ejercía el derecho penal, pero tenía que haberlo estudiado para conseguir el título, y de cuando en cuando habría flirteado con la idea de ejercerlo. No hacían películas ni series de televisión sobre abogados de derecho inmobiliario, el derecho penal tenía tirón y el jurado número tres no sería inmune a él. En mi opinión, eso lo convertía en un jurado excelente para la defensa. Estaba encendido de rojo en mi gráfico y era mi elección número uno para la tribuna. Iría al juicio y a las deliberaciones posteriores conociendo la ley y la situación de inferioridad absoluta de la defensa. Eso no sólo lo hacía simpático a mis ojos, sino que lo convertía en el candidato obvio a portavoz, el miembro del jurado elegido por los doce para hacer comunicaciones con el juez y hablar en nombre de todos ellos. Cuando el jurado entrara en la sala de deliberaciones, la primera persona a la que todos se volverían sería el abogado. Si era rojo, entonces iba a arrastrar a muchos de sus compañeros jurados hacia un veredicto de inocencia. Y como mínimo, su ego de abogado le insistiría en que su veredicto era correcto y se ceñiría a él. Él solo podía dejar al jurado sin veredicto e impedir una condena de mi cliente.
Era confiar mucho en él, considerando que el jurado número tres había respondido a preguntas del juez y los abogados durante menos de treinta minutos. Pero a eso se reducía la selección del jurado. Decisiones rápidas e instintivas, basadas en la experiencia y la observación.
El resumen era que iba a dejar a los dos lemmings en la tribuna. Me quedaba una recusación e iba a usarla con el jurado número siete o el número diez: el ingeniero o el jubilado.
Le pedí al juez un momento para departir con mi cliente. Luego me volví hacia Elliot y deslicé mi gráfico delante de él.
—Esto es todo, Walter. Nos queda la última bala. ¿Qué opina? Creo que hemos de desembarazarnos del siete y el diez, pero sólo podemos deshacernos de uno.
Elliot había estado muy involucrado. Desde que los primeros doce habían ocupado sus asientos la mañana anterior, había expresado fuertes e intuitivas opiniones sobre cada jurado que quería recusar. Pero nunca había elegido a un jurado antes. Lo había hecho yo. Había soportado sus comentarios, pero en última instancia había tomado mis decisiones. Ahora bien, esta última decisión era a cara o cruz. Cualquiera de los jurados sería dañino para la defensa. Cualquiera podía resultar un lemming. Era una decisión difícil y estaba tentado a dejar que el instinto de mi cliente fuera el factor decisivo.
Elliot tocó con un dedo en el bloque del jurado número diez de mi cuadrícula. El autor técnico jubilado de un fabricante de juguetes.
—Él —dijo—. Deshágase de él.
—¿Está seguro?
—Absolutamente.
Miré la cuadrícula. Había mucha tinta azul en el bloque diez, pero había una cantidad igual en el bloque siete. El ingeniero.
Tenía la corazonada de que el autor técnico era como el jardinero: deseaba imperiosamente estar en el jurado, pero por razones completamente diferentes. Pensaba que quizá su plan era usar su experiencia como investigación para un libro o quizás un guión de cine. Había pasado su carrera escribiendo instrucciones para manuales de juguetes. En su jubilación, lo había reconocido en el voir dire, estaba intentando escribir ficción; nada como un asiento de primera fila en un juicio por homicidio para estimular la imaginación y el proceso creativo. Para él estaba bien, pero no para Elliot. No quería en mi jurado a nadie al que le gustara la idea de sentarse a juzgar, por la razón que fuera.
El jurado número siete era azul por otra razón. Constaba como ingeniero aeroespacial. La industria en la que trabajaba tenía una gran presencia en el sur de California, y en consecuencia había interrogado a varios ingenieros durante el voir dire a lo largo de los años. En general, los ingenieros eran política y religiosamente conservadores, dos atributos muy azules, y trabajaban para empresas que se sustentaban gracias a grandes contratas y concesiones del gobierno. Un voto para la defensa era un voto contra el gobierno, y eso era un salto duro de hacer para ellos. Por último, y quizá más importante, los ingenieros habitan un mundo de lógica y absolutos. Esas son cosas que normalmente no pueden aplicarse a un crimen, a una escena del crimen o al sistema judicial en su conjunto.
—No lo sé —dije—. Creo que tendríamos que quitar al ingeniero.
—No, me gusta. Me ha gustado desde el primer momento. Tiene buen contacto visual. Quiero que se quede.
Me aparté de Elliot y miré a la tribuna. Mis ojos vagaron del jurado número siete al jurado número diez una y otra vez. Esperaba algún signo, algo que delatara la decisión correcta.
—Señor Haller —dijo el juez Stanton—. ¿Desea usar su última recusación o acepta el jurado tal y como está compuesto ahora? Le recuerdo que se está haciendo tarde y aún hemos de elegir a los jurados suplentes.
Mi teléfono estaba zumbando mientras el juez se dirigía a mí.
—Eh, un segundo, señoría.
Me volví hacia Elliot y me incliné como para susurrarle algo, pero lo que en realidad estaba haciendo era sacar mi teléfono.
—¿Está seguro, Walter? —susurré—. El tipo es ingeniero. Eso podría significar problemas.
—Mire, me gano la vida leyendo lo que dice la gente y echando los dados —dijo Elliot en otro susurro—. Quiero a ese hombre en mi jurado.
Asentí y miré entre mis piernas, donde sostenía el teléfono. Era un mensaje de Favreau.
Favreau: Echa al 10. Veo engaño. El 7 encaja en perfil fiscalía pero veo buen contacto visual y expresión franca. Está interesado en tu historia. Le gusta tu cliente.
Contacto visual. Eso lo decidió. Volví a guardarme el teléfono en el bolsillo y me levanté. Elliot me agarró por la manga de la chaqueta. Me incliné para oír su susurro urgente.
—¿Qué está haciendo?
Me solté, porque no quería su muestra pública de intentar controlarme. Me enderecé y miré al juez.
—Señoría, la defensa quisiera dar las gracias y dispensar al jurado número diez en este momento.
Mientras el juez echaba al autor técnico y llamaba a un nuevo candidato a la décima silla del jurado, me senté y me volví hacia Elliot.
—Walter, no vuelva a agarrarme así delante del jurado. Le hace quedar como un capullo y ya voy a pasarlo bastante mal convenciéndoles de que no es un asesino.
Me volví para darle la espalda mientras observaba a otro candidato que casi con toda seguridad sería el último componente del jurado en ocupar el asiento libre en la tribuna.