Frenado por el lento movimiento de los ascensores en el edificio del tribunal penal, llegaba cuatro minutos tarde cuando entraba en la sala de la juez Holder y me apresuraba hacia el pasillo que conducía al despacho de la juez. No vi a nadie y la puerta estaba cerrada. Llamé con suavidad y oí que la juez me pedía que entrara.
Holder estaba detrás del escritorio y llevaba la toga negra. Este detalle indicaba que probablemente tenía una vista en audiencia pública programada pronto y el hecho de llegar tarde no era nada bueno.
—Señor Haller, nuestra reunión era a las diez en punto. Creo que le dieron adecuada noticia de ello.
—Sí, señoría, lo sé. Lo siento. Los ascensores de este edificio son…
—Todos los abogados usan los mismos ascensores y la mayoría llegan a tiempo a las reuniones conmigo.
—Sí, señoría.
—¿Ha traído su talonario de cheques?
—Creo que sí, sí.
—Bueno, podemos hacerlo de dos maneras —comenzó la juez—. Puedo acusarlo de desacato, multarlo y dejar que se explique ante el Colegio de Abogados de California, o podemos manejarlo informalmente y usted saca el talonario de cheques y hace una donación a la fundación Make-A-Wish. Es una de mis organizaciones benéficas preferidas. Hacen buenas cosas por los niños enfermos.
Era increíble. Me estaba multando por llegar cuatro minutos tarde. La arrogancia de algunos jueces era asombrosa. De algún modo logré tragarme la ira y hablar.
—Me gusta la idea de ayudar a niños enfermos, señoría —dije—. ¿Por cuánto lo hago?
—Por lo que quiera contribuir. E incluso lo enviaré por usted.
Señaló una pila de papeles situada a la izquierda de su escritorio. Vi otros dos cheques, seguramente extendidos por otros dos pobres desgraciados que según la juez habían cometido una falta esa semana. Me incliné y hurgué en el bolsillo delantero de mi mochila hasta que encontré mi talonario. Extendí un cheque por 250 dólares a Make-A-Wish, lo arranqué y se lo pasé a través del escritorio. Vi los ojos de la juez mientras miraba la cantidad que estaba donando. Asintió aprobatoriamente y supe que lo había hecho bien.
—Gracias, señor Haller. Le enviarán un recibo para sus impuestos por correo. Irá a la dirección del cheque.
—Como ha dicho, hacen un buen trabajo.
—Así es.
La juez puso el cheque encima de los otros dos y luego volvió su atención hacia mí.
—Ahora, antes de revisar los casos, deje que le haga una pregunta. ¿Sabe si la policía está avanzando en la investigación de la muerte del señor Vincent?
Dudé un momento, preguntándome qué debería decirle a la presidenta del Tribunal Superior.
—Realmente no estoy al tanto de eso, señoría —respondí—. Pero me mostraron la fotografía de un hombre y supongo que lo buscan como sospechoso.
—¿En serio? ¿Qué clase de fotografía?
—Como una imagen de una cámara de vigilancia de la calle. Un tipo, y parece que lleva una pistola. Creo que han visto que coincide con el tiempo de los disparos en el garaje.
—¿Reconoció al hombre?
Negué con la cabeza.
—No, la imagen tenía demasiado grano. Y además parece que podría llevar un disfraz o algo.
—¿Cuándo fue eso?
—La noche de los disparos.
—No, me refiero a cuándo le mostraron la foto.
—Esta mañana. El detective Bosch vino a la oficina con ella.
La juez asintió con la cabeza. Nos quedamos un momento en silencio hasta que la juez fue al motivo de la reunión.
—Bueno, señor Haller, ¿por qué no hablamos ahora de los clientes y los casos?
—Sí, señoría.
Me agaché, abrí la cremallera de la mochila y saqué la lista que Lorna me había preparado.
La juez Holder me mantuvo en su escritorio durante la siguiente hora mientras revisábamos cada caso y cliente, detallando el estatus y conversaciones que había tenido con cada uno. Cuando finalmente me dejó marchar, era tarde para mi vista de las once en el despacho del juez Stanton.
Salí del tribunal de Holder y no me molesté con los ascensores. Bajé corriendo por la escalera hasta dos plantas más abajo, donde se hallaba el tribunal de Stanton. Llegaba ocho minutos tarde y me pregunté si iba a costarme otra donación a otra entidad benéfica favorita del juez.
La sala estaba vacía, pero la secretaria de Stanton estaba en su lugar. Me señaló con un bolígrafo la puerta abierta al pasillo que conducía al despacho del juez.
—Le están esperando —dijo.
Pasé rápidamente a su lado y enfilé el pasillo. La puerta del despacho estaba abierta y vi al juez sentado detrás de su escritorio. Detrás y a la derecha había una estenógrafa y al otro lado del escritorio del magistrado había tres sillas. Walter Elliot estaba sentado en la silla de la derecha, la del medio estaba vacía y Jeffrey Golantz ocupaba la tercera. Nunca había visto al fiscal antes, pero lo reconocí porque había visto su rostro en la tele y en los periódicos. En los últimos años había manejado con éxito una serie de casos de perfil alto y se estaba labrando un nombre. Era el recién llegado invicto de la oficina del fiscal.
Me encantaba enfrentarme con fiscales invictos. Su confianza, en ocasiones, los traicionaba.
—Disculpe el retraso, señoría —dije al ocupar el asiento vacío—. La juez Holder me llamó a una comparecencia y se prolongó.
Confiaba en que la mención de la presidenta del Tribunal Superior como la razón de mi tardanza impediría que Stanton siguiera asaltando mi talonario, y pareció funcionar.
—Vamos en actas ahora —dijo. La estenógrafa se inclinó hacia delante y puso los dedos sobre las teclas de su máquina—. En el caso California versus Walter Elliot estamos hoy in camera para una conferencia de estatus. Están presentes el acusado, junto con el señor Golantz por la fiscalía y el señor Haller, que sustituye al difunto señor Vincent.
El juez tuvo que hacer una pausa para deletrearle los apellidos a la estenógrafa. Habló con la voz autoritaria que una década en el estrado suele dar a un jurista. El juez era un hombre atractivo con la cabeza llena de pelo gris hirsuto. Estaba en buena forma, y la toga negra hacía poco por ocultar sus hombros y pectorales bien desarrollados.
—Bien —dijo entonces—, tenemos programado el voir diré para esta causa el jueves que viene, dentro de una semana, y me he fijado, señor Haller, en que no he recibido ninguna moción de aplazamiento mientras se pone al día con el caso.
—No queremos un aplazamiento —dijo Elliot.
Yo me estiré, puse una mano en el antebrazo de mi cliente y negué con la cabeza.
—Señor Elliot, en esta sesión quiero que hable su abogado —terció el juez.
—Lo lamento, señoría —dije—. Pero el mensaje es el mismo lo dé yo o venga directamente del señor Elliot: no queremos aplazamiento. He pasado la semana poniéndome al día y estaremos preparados para empezar con la selección del jurado el jueves que viene.
El juez me miró entrecerrando los ojos.
—¿Está seguro de eso, señor Haller?
—Absolutamente. El señor Vincent era un buen abogado y mantenía el expediente con esmero. Comprendo la estrategia que elaboró y estaremos listos el jueves. El caso tiene mi plena atención, y la de mi equipo.
El juez se recostó en la silla de respaldo alto y osciló de un lado a otro mientras pensaba. Finalmente miró a Elliot.
—Señor Elliot, resulta que tendrá que hablar después de todo. Me gustaría oír directamente de usted que está plenamente de acuerdo con su nuevo abogado aquí presente y que comprende el riesgo que corre al ponerse en manos de un nuevo abogado tan cerca del inicio del juicio. Es su libertad lo que está en juego aquí, señor. Escuchemos lo que tiene que decir al respecto.
Elliot se inclinó hacia delante y habló en un tono desafiante.
—Señoría, primero de todo, estoy completamente de acuerdo. Quiero llevar esto a juicio para poder dejar en evidencia al fiscal del distrito aquí presente. Soy un hombre inocente perseguido y acusado por algo que no hice. No quiero pasar ni un solo día más siendo el acusado, señor. Amaba a mi mujer y siempre la echaré de menos. Yo no la maté y me rompe el corazón oír a la gente vilipendiándome en la tele. Lo que más me duele es saber que el verdadero asesino está suelto. Cuanto antes el señor Haller demuestre al mundo mi inocencia, mejor.
Era el abecé de O. J. Simpson, pero el juez estudió a Elliot y asintió pensativamente ante de centrar su atención en el fiscal.
—¿Señor Golantz? ¿Qué opina la fiscalía?
El ayudante del fiscal del distrito se aclaró la garganta. La palabra para describirlo era telegénico: era atractivo y moreno y sus ojos parecían llevar la ira de la justicia en ellos.
—Señoría, la fiscalía está preparada para el juicio y no tiene objeción en proceder según lo previsto. Pero pediría que, si el señor Elliot está tan seguro de ejecutar sin aplazamiento, renuncie formalmente a cualquier apelación sobre este asunto si las cosas no salen como él predice en el juicio.
El juez giró en su silla de manera que volvió a poner el foco en mí.
—¿Qué dice de eso, señor Haller?
—Señoría, no creo que sea necesario que mi cliente renuncie a las protecciones que pudieran correspon…
—No me importa —dijo Elliot, cortándome—. Renuncio a lo que les venga en gana. Quiero ir a juicio.
Lo miré con severidad. Él me miró y se encogió de hombros.
—Vamos a ganar esto —explicó.
—¿Quiere tomarse un momento en el pasillo, señor Haller? —preguntó el juez.
—Gracias, señoría.
Me levanté e hice una señal a Elliot para que se levantara.
—Acompáñeme.
Salimos al corto pasillo que daba a la sala del tribunal. Cerré la puerta detrás de nosotros. Elliot habló antes de que yo pudiera hacerlo, subrayando el problema.
—Mire, quiero que esto termine y…
—¡Calle! —dije en un susurro forzado.
—¿Qué?
—Escúcheme. Cierre el pico. ¿Lo entiende? Estoy seguro de que está acostumbrado a hablar cuando quiere y a tener a todos escuchando cada brillante palabra que dice. Pero ya no está en Hollywood, Walter. No está hablando de películas de fantasía con el magnate de la semana. ¿Entiende lo que le estoy diciendo? Esto es la vida real. No hable a no ser que se dirijan a usted. Si tiene algo que decir, entonces me lo susurra al oído y si yo creo que merece la pena repetirlo, entonces yo, no usted, se lo diré al juez. ¿Lo ha comprendido?
Elliot tardó en responder. Su expresión se oscureció y comprendí que podría estar a punto de perder al cliente filón. Pero en ese momento no me importaba. Lo que acababa de decir había que decirlo. Era un discurso de bienvenida a mi mundo que le debía desde hacía mucho.
—Sí —dijo finalmente—. Lo comprendo.
—Bien, entonces recuérdelo. Ahora, volvamos ahí dentro y veamos si podemos evitar renunciar a su derecho a apelar si resulta que lo condenan porque yo la cago por no estar preparado para el juicio.
—Eso no ocurrirá. Tengo fe en usted.
—Se lo agradezco, Walter. Pero la verdad es que no tiene fundamento para esa fe. Y tanto si la tiene como si no, eso no significa que tengamos que renunciar a nada. Ahora volvamos y deje que hable yo. Por eso me llevo la pasta, ¿no?
Le di un golpecito en el hombro. Entramos y volvimos a sentarnos. Y Walter no volvió a decir ni una palabra. Yo argumenté que él no debería renunciar a su derecho a apelar sólo porque deseara un juicio rápido al que tenía derecho. Sin embargo, el juez Stanton respaldó a Golantz, argumentando que si Elliot declinaba la oferta de aplazar el juicio, no podía quejarse después de una sentencia de que su abogado no había tenido suficiente tiempo para prepararse. Enfrentado al dictamen, Elliot siguió en sus trece y declinó el aplazamiento, como sabía que haría. Eso no me importaba. Bajo las normas del derecho bizantino, casi nada estaba a salvo de la apelación. Sabía que si era necesario, Elliot aún podría apelar al dictamen que acababa de hacer el juez.
Pasamos a lo que el juez llamaba orden de casa. La primera cuestión era que ambas partes aceptáramos una solicitud de Cortes TV para que se le permitiera emitir segmentos del juicio en directo en su programación diaria. Ni Golantz ni yo pusimos reparos. Al fin y al cabo era propaganda gratuita, en mi caso para conseguir nuevos clientes y en el de Golantz para sus futuras aspiraciones políticas. Y en lo que a Elliot respectaba, me susurró que quería que las cámaras estuvieran allí para grabar su veredicto de inocencia.
A continuación, el juez delineó el calendario para entregar las listas definitivas de revelación de pruebas y testigos. Nos dio hasta el lunes para los materiales de revelación y las listas de testigos tenían que entregarse un día más tarde.
—Sin excepciones, caballeros —dijo—. No me gustan nada las adiciones por sorpresa después de la fecha tope.
Esto no iba a ser un problema desde el lado del pasillo que correspondía a la defensa. Vincent ya había interpuesto dos mociones previas de revelación de pruebas y había poco nuevo desde entonces para que yo lo compartiera con el fiscal. Cisco Wojciechowski estaba haciendo un buen trabajo manteniéndome al margen de lo que estaba descubriendo sobre Rilz. Y lo que no sabía no podía ponerlo en el archivo de revelación.
Por lo que respectaba a los testigos, mi plan era tomar el pelo a Golantz al estilo habitual. Presentaría una lista de testigos potenciales, nombrando a todos los agentes de la ley y técnicos de criminalística mencionados en los informes del sheriff. Eso era procedimiento operativo estándar. Golantz tendría que preocuparse de saber a quién iba a llamar realmente a declarar y quién era importante para el caso de la defensa.
—Muy bien, señores, probablemente tenga una sala llena de abogados esperándome —dijo finalmente Stanton—. ¿Ha quedado todo claro?
Golantz y yo asentimos con la cabeza. No pude evitar preguntarme si el juez o el fiscal eran los receptores del soborno. ¿Estaba sentado con el hombre que inclinaría el caso a favor de mi cliente? Si era así, no había hecho nada para delatarse. Terminé la reunión pensando que Bosch estaba equivocado. No había soborno. Había un barco de cien mil dólares en algún puerto de San Diego o Cabo con el nombre de Jerry Vincent en él.
—Muy bien, pues —concluyó el juez—. Pondremos esto en marcha la semana que viene. Podemos hablar de reglas fundamentales el jueves por la mañana, pero quiero dejar claro ahora mismo que voy a gobernar este juicio como una máquina bien engrasada. Sin sorpresas, sin chanchullos y sin gracias. ¿Está claro otra vez?
Golantz y yo accedimos una vez más en que estaba claro, pero el juez se balanceó en su silla y me miró directamente a mí. Entrecerró los ojos con sospecha.
—Les tomo la palabra en eso —dijo.
Parecía ser un mensaje pretendido sólo para mí, un mensaje que no aparecería en el registro de la estenógrafa.
¿Por qué era siempre el abogado defensor quien recibía la miradita del juez?