Después de dejar a mi hija en la escuela el jueves por la mañana fui directamente a las oficinas legales de Jerry Vincent. Todavía era temprano y el tráfico era fluido. Cuando llegué al garaje adjunto al Legal Center, descubrí que casi podía elegir sitio: la mayoría de los abogados no llegan hasta cerca de las nueve, cuando empiezan a trabajar los tribunales. Les había ganado a todos por al menos una hora. Subí a la segunda planta para poder aparcar en el mismo piso de la oficina, pues cada nivel del garaje contaba con su propia entrada al edificio.
Pasé junto al lugar donde había aparcado Jerry Vincent cuando le dispararon y estacioné un poco más lejos. Al caminar hacia el puente que conectaba el garaje con el Legal Center me fijé en una furgoneta Subaru aparcada con un portatablas de surf en el techo. Había una pegatina en la ventana trasera que mostraba la silueta de un surfista de pie en la parte delantera de la tabla. En la pegatina decía «ONE WORLD».
Las ventanas traseras de la furgoneta estaban tintadas de oscuro y no podía ver el interior. Me acerqué a la parte delantera y miré por la ventanilla del conductor. Vi que el asiento de atrás estaba plegado en plano, y que la mitad de la parte trasera estaba ocupada por cajas de cartón abiertas llenas de ropa y pertenencias personales. La otra mitad servía de cama para Patrick Henson. Lo supe porque estaba allí tumbado durmiendo, con la cara apartada de la luz en los pliegues de un saco de dormir. Y fue sólo entonces cuando recordé algo que había dicho durante nuestra primera conversación telefónica, cuando le había preguntado si le interesaba trabajar como mi chófer. Me había dicho que vivía en la furgoneta y dormía en una caseta de socorrista.
Levanté el puño para golpear en la ventanilla, pero decidí dejar dormir a Patrick. No lo necesitaría hasta al cabo de un rato, no había necesidad de despertarlo. Crucé al complejo de oficinas, doblé una esquina y enfilé un pasillo hacia la puerta marcada con el nombre de Jerry Vincent. El detective Bosch estaba de pie delante de la puerta. Estaba escuchando música y esperándome. Tenía las manos en los bolsillos y ademán pensativo, quizás un poco ofendido. Estaba convencido de que no teníamos una cita, de manera que desconocía el motivo de su enfado. Quizás era por la música. En cualquier caso se quitó los auriculares cuando me acerqué a él.
—¿Hoy no hay café? —dije a modo de saludo.
—Hoy no. Vi que ayer no lo quería.
Se hizo a un lado de manera que yo pudiera meter la llave y entrar.
—¿Puedo preguntarle algo? —dije.
—Si le digo que no, me lo preguntará de todos modos.
—Probablemente tiene razón.
Abrí la puerta.
—Haga la pregunta.
—Muy bien. No me parece un tipo de iPod, ¿a quién estaba escuchando?
—A alguien de quien estoy seguro que no ha oído hablar.
—Ya lo pillo. ¿Es Tony Robbins, el gurú de la autoayuda?
Bosch negó con la cabeza sin morder el anzuelo.
—Frank Morgan —dijo.
Asentí con la cabeza.
—¿El saxofonista? Sí, conozco a Frank.
Bosch pareció sorprendido cuando entramos en la zona de recepción.
—Lo conoce —dijo en tono incrédulo.
—Sí, suelo pasarme a saludar cuando toca en el Catalina o el Jazz Bakery. A mi padre le encantaba el jazz y en los años cincuenta y sesenta fue el abogado de Frank, quien se metió en líos antes de dejar las drogas. Terminó tocando en San Quintín con Art Pepper, lo ha oído nombrar, ¿no? Cuando conocí a Frank no necesitaba ayuda de un abogado defensor, le iba bien.
Bosch tardó un momento en recuperarse de la sorpresa de que conociera a Frank Morgan, el oscuro heredero de Charlie Parker que durante dos décadas dilapidó esa herencia con la heroína. Cruzamos la zona de recepción y entramos en la oficina principal.
—Bueno, ¿cómo va el caso? —pregunté.
—Va —contestó.
—He oído que antes de venir a verme ayer pasó la noche en el Parker Center con un sospechoso. Pero no hubo detenciones, ¿no?
Rodeé el escritorio de Vincent y me senté. Empecé a sacar carpetas de mi mochila. Bosch se quedó de pie.
—¿Quién le ha dicho eso? —preguntó.
No había nada casual en la pregunta. Era más bien una orden. Yo actué como si tal cosa.
—No lo sé —dije—. Debí de oírlo en algún sitio. Quizás un periodista. ¿Quién era el sospechoso?
—No es asunto suyo.
—Entonces, ¿cuál es mi asunto con usted, detective? ¿Por qué está aquí?
—He venido a ver si tiene más nombres.
—¿Qué ha ocurrido con los que le pasé ayer?
—Están comprobados.
—¿Cómo puede haberlos comprobado todos ya?
Se inclinó hacia delante y apoyó las dos manos en la mesa.
—Porque no trabajo este caso solo. Tengo ayuda y hemos comprobado todos los nombres. Todos están en prisión, muertos o ya no les preocupa Jerry Vincent. También investigamos a varias de las personas a las que mandó a prisión cuando era fiscal. Es un callejón sin salida.
Sentí una sensación real de decepción y comprendí que tal vez había depositado demasiadas esperanzas en la posibilidad de que uno de esos nombres del pasado perteneciera al asesino, y que su detención fuera el final de la amenaza para mí.
—¿Y Demarco, el traficante de armas?
—De ese me ocupé yo, y no tardé en tacharlo de la lista. Está muerto, Haller. Murió hace dos años en su celda de Corcoran; hemorragia interna. Cuando lo abrieron, encontraron una navaja hecha con un cepillo de dientes en la cavidad anal.
Nunca se determinó si se lo había introducido él mismo para guardarlo o alguien lo hizo por él, pero fue una buena lección para el resto de los reclusos. Hasta pusieron un cartel: nunca te metas objetos afilados por el culo.
Me recosté en mi asiento, tan repelido por la historia como por la pérdida de un potencial sospechoso. Me recuperé y traté de continuar como si tal cosa.
—Bueno, ¿qué puedo decirle, detective? Demarco era mi mejor apuesta. Esos nombres eran lo único que tenía. Le dije que no podía revelar nada sobre casos activos, pero este es el nato: no hay nada que revelar. —Negó con la cabeza en un gesto de desconfianza—. Lo digo en serio, detective. He revisado todos los casos activos: no hay nada en ellos que constituya una amenaza o una razón para que Vincent se sintiera amenazado. No hay nada en ellos que se relacione con el FBI. No hay nada que indique que Jerry Vincent se topó con algo que lo pusiera en peligro. Además, cuando descubres cosas malas de tus clientes, están protegidos. Así que no hay nada ahí. Quiero decir, no representaba a mafiosos, no representaba a traficantes, no había nada en…
—Representaba a asesinos.
—A acusados de asesinato. Y en el momento de su muerte sólo tenía un caso de homicidio, Walter Elliot, y no hay nada ahí. Créame, lo he mirado.
No estaba tan seguro de creerlo cuando lo dije, pero Bosch no pareció notarlo. Finalmente, se sentó en el borde de la silla, delante del escritorio, y sus facciones parecieron cambiar. Tenía una expresión casi desesperada.
—Jerry estaba divorciado —ofrecí—. ¿Ha investigado a su exmujer?
—Se divorciaron hace nueve años. Ella está felizmente casada de nuevo y a punto de tener a su segundo hijo. No creo que una mujer embarazada de siete meses vaya a dispararle a un exmarido con el que no ha hablado en nueve años.
—¿Más parientes?
—Su madre en Pittsburg. El enfoque familiar está seco.
—¿Novia?
—Se tiraba a su secretaria, pero no era nada serio. Y su coartada es impecable. Ella también se tiraba al investigador, y estaban juntos esa noche.
Sentí que me ponía colorado. Ese sórdido escenario no estaba muy alejado de mi situación presente. Al menos, Lorna, Cisco y yo habíamos estado liados en momentos diferentes. Me froté la cara como si estuviera cansado y esperé que eso diera cuenta de mi nueva coloración.
—Eso es oportuno —dije—. Que sean la coartada del otro.
Bosch negó con la cabeza.
—Hay testigos. Estuvieron con amigos en una proyección de Archway. Ese cliente pez gordo suyo les dio la invitación.
Hice una conjetura rápida y le lancé el as a Bosch.
—El tipo al que tuvieron en la sala de interrogatorios esa primera noche era el investigador, Bruce Carlin.
—¿Quién se lo dijo?
—Acaba de hacerlo. Un triángulo amoroso clásico. Sería el punto de partida.
—Un abogado listo. Pero, como he dicho, no resultó. Pasamos la noche con eso y por la mañana estábamos en la casilla uno. Hábleme del dinero.
Me había lanzado un as a mí.
—¿Qué dinero?
—El dinero de las cuentas de negocio. Supongo que va a decirme que también es territorio protegido.
—En realidad, probablemente tendría que hablar con la juez para tener una opinión al respecto, pero no he de molestarme. Mi gerente de casos es una de las mejores contables que he conocido. Ha estado trabajando con los libros y me ha dicho que están limpios. Hasta el último centavo que cobró Jerry está justificado. —Bosch no respondió, así que continué—. Deje que le diga algo, detective. La mayor parte de las veces que los abogados se meten en problemas es por el dinero, por los libros. Es el sitio donde no hay zonas grises; el lugar donde le gusta meter las narices al Colegio de Abogados de California. Yo tengo los libros impecables, porque no quiero darles ninguna razón para que vengan tras de mí. Así que yo lo sabría, y Lorna, mi gerente de casos, también sabría si hubiera algo en esos libros que no cuadrara. Pero no lo hay. Creo que Jerry probablemente se estaba pagando un poco demasiado deprisa, pero no hay nada técnicamente erróneo en ello.
Vi que la mirada de Bosch se iluminaba con algo de lo que yo había dicho.
—¿Qué?
—¿Qué significa que «se estaba pagando demasiado deprisa»?
—Significa… Deje que empiece por el principio. La forma en que funciona es que cuando tomas un cliente recibes un anticipo. El dinero va a la cuenta de fideicomiso. Es dinero del cliente, pero lo guardas tú porque quieres asegurarte de que podrás cobrarlo cuando lo ganes. ¿Me sigue?
—Sí. No puede fiarse de que sus clientes le paguen porque son delincuentes, así que cobra por adelantado y pone el dinero en una cuenta de fideicomiso. Luego se paga a sí mismo al ir haciendo el trabajo.
—Más o menos. La cuestión es que está en la cuenta de fideicomiso y al ir trabajando, haciendo comparecencias, preparando el caso y etcétera, cobras tus tarifas de la cuenta de fideicomiso. Lo pasas a la cuenta operativa. Luego, desde esta pagas tus propias facturas y salarios: alquiler, secretaria, investigador, costes de coche, etcétera. También te pagas a ti mismo.
—Vale, ¿entonces cómo es que Vincent se pagó demasiado deprisa?
—Bueno, no estoy diciendo exactamente eso. Es una cuestión de costumbre y práctica. Pero viendo los libros parece que le costaba mantener un equilibrio bajo en operativo. Resulta que tuvo un cliente filón que pagó un gran anticipo y ese dinero pasó muy deprisa por las cuentas de fideicomiso y operativa Después de los gastos, el resto fue para Jerry Vincent en concepto de salario.
El lenguaje corporal de Bosch indicaba que mi información llovía sobre mojado y era importante para él. Se había inclinado ligeramente hacia delante y parecía tener los hombros y el cuello endurecidos.
—Walter Elliot —dijo—. ¿Era él el filón?
—No puedo darle esa información, pero creo que es fácil de suponer.
Bosch asintió y vi que estaba dándole vueltas a algo. Esperé, pero no dijo nada.
—¿Cómo le ayuda esto, detective? —pregunté al fin.
—No puedo darle esa información, pero creo que es fácil de suponer.
Asentí. Me la había devuelto.
—Mire, los dos tenemos reglas que seguir —dije—. Somos dos caras de la misma moneda. Sólo estoy haciendo mi trabajo, y si no hay nada más con lo que pueda ayudarle, he de volver a eso.
Bosch me miró y parecía estar decidiendo algo.
—¿A quién sobornó Jerry Vincent en el caso Elliot? —preguntó por fin.
La pregunta me pilló a contrapié. No me la esperaba, pero en los momentos posteriores a que me la planteara me di cuenta de que era lo que había venido a preguntar. Todo lo demás hasta ese instante había sido decoración.
—¿Es información del FBI?
—No he hablado con el FBI.
—Entonces, ¿de qué está hablando?
—De un soborno.
—¿A quién?
—Eso es lo que le estoy preguntando. Negué con la cabeza y sonreí.
—Oiga, se lo he dicho. Los libros están limpios. Hay…
—Si fuera a sobornar a alguien con cien mil dólares, ¿lo pondría en los libros?
Pensé en Jerry Vincent y en la vez que rechacé el sutil quid pro quo en el caso de Barnett Woodson. Lo rechacé y terminé logrando un veredicto de inocencia. Cambió la vida de Vincent y aún me estaba dando las gracias desde la tumba, pero quizá no cambió sus maneras en los años que siguieron.
—Supongo que tiene razón —le dije a Bosch—. Yo no lo haría así. Entonces, ¿qué es lo que no me está diciendo?
—Esto es confidencial, abogado. Pero necesito su ayuda y creo que ha de saberlo para ayudarme.
—Vale.
—Pues dígalo.
—¿Decir qué?
—Que lo tratará como una información confidencial.
—Pensaba que lo había hecho. Lo haré. Lo mantendré confidencial.
—Ni siquiera su equipo. Sólo usted.
—Bien. Sólo yo. Dígamelo.
—Tiene las cuentas de trabajo de Vincent. Yo tengo sus cuentas privadas. Dijo que se cobró deprisa el dinero de Elliot. Él…
—Yo no he dicho que fuera de Elliot. Lo ha dicho usted.
—Da igual. La cuestión es que hace cinco meses había acumulado cien mil dólares en una cuenta de inversión personal y una semana después llamó a su broker y le dijo que iba a retirarlos.
—¿Está diciendo que se llevó cien mil en efectivo?
—Es lo que acabo de decir.
—¿Qué pasó con el dinero?
—No lo sé. Pero no puedes ir a un broker y recoger cien mil en efectivo; has de solicitar esa cantidad de dinero. Hacen falta un par de días para reunirlo y luego hay que pasar a recogerlo. Su broker hizo muchas preguntas para asegurarse de que no había cuestiones de seguridad, como si había algún rehén mientras él iba a buscar el dinero. Un rescate o algo así. Vincent dijo que todo estaba bien, que necesitaba el dinero para comprar un barco y que si hacía la compra en efectivo se ahorraría mucha pasta.
—¿Dónde está el barco?
—No hay barco. Era mentira.
—¿Está seguro?
—Hemos comprobado todas las transacciones estatales y hemos hecho preguntas en Marina del Rey y San Pedro; no pudimos encontrar ningún barco. Hemos registrado dos veces su casa y hemos revisado sus compras por tarjeta de crédito; no hay recibos ni registros de gastos relacionados con un barco. No hay fotos, no hay llaves, no hay cañas de pescar. No hay registro de guardacostas, que se requiere para una transacción grande. No se compró un barco.
—¿Y México?
Bosch negó con la cabeza.
—Este tipo no había salido de Los Ángeles en nueve meses. No fue ni a México ni a ninguna parte. Le estoy diciendo que no compró un barco, lo habríamos descubierto. Compró otra cosa y su cliente Walter Elliot probablemente sabe qué era.
Revisé su lógica y me di cuenta de que llegaba a la puerta de Walter Elliot. Pero no iba a abrir esa puerta con Bosch mirando por encima del hombro.
—Creo que se equivoca, detective.
—Yo no lo creo, abogado.
—Bueno, no puedo ayudarle. No tengo ni idea de esto y no he visto indicación de ello en ninguno de los libros o registro que poseo. Si puede conectar este supuesto soborno con mi cliente, deténgalo y acúselo. De lo contrario, le digo ahora mismo que está en zona prohibida. Elliot no va a hablar con usted de esto ni de nada más.
Bosch negó con la cabeza.
—No perdería mi tiempo tratando de hablar con él. Usaba a su abogado como tapadera en esto y nunca podré superar la protección abogado-cliente. Pero debería tomarlo como una advertencia, abogado.
—¿Sí? ¿Cómo es eso?
—Sencillo. Mataron a su abogado, no a él. Piénselo. ¿Recuerda ese cosquilleo en la nuca y el sudor en la columna? Es la sensación que tienes cuando sabes que has de mirar por encima del hombro. Cuando sabes que estás en peligro.
Le sonreí.
—Ah, ¿era eso? Pensaba que era la sensación que tenía cuando me estaban enredando.
—Sólo le estoy diciendo la verdad.
—Ha estado jugando conmigo durante dos días, soltando mentiras sobre sobornos y el FBI. Ha estado tratando de manipularme y me ha hecho perder el tiempo. Ahora ha de irse, detective, porque tengo trabajo que hacer.
Me levanté y extendí una mano hacia la puerta. Bosch se levantó, pero no se volvió para irse.
—No se engañe, Haller. No cometa un error.
—Gracias por el consejo.
Bosch finalmente se volvió y empezó a irse. Pero de pronto se detuvo y volvió al escritorio, sacando algo del bolsillo interior de la chaqueta al aproximarse.
Era una fotografía. La dejó en el escritorio.
—¿Reconoce a este hombre? —preguntó Bosch.
Estudié la foto. Era una instantánea con grano sacada de un vídeo. Mostraba a un hombre saliendo por la puerta delantera de un edificio de oficinas.
—Es la entrada principal del Legal Center, ¿no?
—¿Reconoce al hombre?
La imagen estaba tomada a distancia y ampliada, extendiendo los píxeles y haciéndola poco clara. El hombre de la fotografía me pareció de origen latino. Tenía la piel y el pelo oscuros y llevaba un poncho y un bigote al estilo de Pancho Villa, como el que había llevado Cisco años atrás. Llevaba sombrero panamá y una camisa de cuello abierto bajo lo que parecía ser una chaqueta deportiva de piel. Al mirar más de cerca la fotografía me di cuenta de por qué era el fotograma que habían elegido del vídeo de vigilancia. La chaqueta del hombre quedaba abierta al empujar la puerta de cristal. Vi lo que parecía la parte superior de una pistola metida en la cintura del pantalón.
—¿Es eso una pistola? ¿Es el asesino?
—Mire, ¿puede responder alguna pregunta sin hacer otra? ¿Reconoce a este hombre? Es lo único que quiero saber.
—No, detective. ¿Contento?
—Eso es otra pregunta.
—Lo siento.
—¿Está seguro de que no lo ha visto antes?
—No al ciento por ciento. Pero no es una gran foto, ¿de dónde es?
—Una cámara de la calle en Broadway y la Segunda. Barre la calle y sólo tenemos a este tipo durante unos segundos. Esto es lo mejor que hemos podido conseguir.
Sabía que la ciudad había estado instalando discretamente cámaras de calle en las principales arterias en los últimos años. Calles como Hollywood Boulevard estaban grabadas por completo. Broadway era un candidato probable. Siempre estaba repleta durante el día con peatones y tráfico. También era la calle que pisaban la mayoría de las marchas de protesta organizadas por las clases marginadas.
—Bueno, entonces supongo que es mejor que nada. ¿Cree que el pelo y el bigote son un disfraz?
—Deje que haga yo las preguntas. ¿Este tipo podría ser uno de sus nuevos clientes?
—No lo sé. No los he visto a todos. Déjeme la foto y se la enseñaré a Wren Williams. Ella sabrá mejor que yo si es un cliente.
Bosch se agachó y recogió la foto.
—Es mi única copia. ¿Cuándo vendrá?
—Dentro de una hora, más o menos.
—Volveré después. Entre tanto, abogado, tenga cuidado.
Me señaló con un dedo como si fuera una pistola, luego se volvió y salió de la sala cerrando la puerta tras de sí. Me quedé sentado pensando en lo que había dicho y mirando a la puerta, medio esperando que volviera a entrar y dejara caer otra advertencia ominosa.
Pero cuando la puerta se abrió al cabo de un minuto fue Lorna quien entró.
—Acabo de ver al detective en el pasillo.
—Sí, ha estado aquí.
—¿Qué quería?
—Asustarme.
—¿Y?
—Ha hecho un buen trabajo.