20

En cuanto dejé a Patrick en su coche en el centro y me dirigí al valle de San Fernando en medio del denso tráfico de la tarde, supe que no iba a llegar a tiempo y que eso provocaría otra confrontación con mi exesposa. Llamé para hacérselo saber, pero ella no lo cogió y dejé un mensaje. Cuando finalmente llegué a su complejo de apartamentos en Sherman Oaks eran casi las 19.40 y me encontré a madre e hija esperando en la acera. Hayley tenía la cabeza baja y estaba mirando al suelo. Me fijé en que adoptaba esa postura cada vez que sus padres estaban cerca el uno del otro. Era como si estuviera en la cámara de teletransporte, esperando a que un rayo de luz la alejara de nosotros.

Desactivé el cierre de seguridad al parar y Maggie ayudó a Hayley a entrar en la parte de atrás con su mochila escolar y su bolsa para pasar la noche.

—Gracias por llegar a tiempo —dijo con voz plana.

—De nada —contesté, sólo para ver si eso encendía las bengalas en sus ojos—. Debe de ser una cita muy interesante si me estás esperando aquí fuera.

—No, la verdad es que no. Una conferencia padres-profesores en la escuela.

El golpe atravesó mis defensas y me dio en la mandíbula.

—Deberías habérmelo dicho. Podríamos haber conseguido una canguro e ir juntos.

—No soy ningún bebé —murmuró Hayley desde detrás de mí.

—Ya lo intentamos —dijo Maggie desde mi izquierda—, ¿recuerdas? La tomaste de tal manera con el profesor de Hayley por su nota de matemáticas (la circunstancia de la cual desconocías por completo) que me pidieron que me ocupara yo de las comunicaciones con la escuela.

El incidente me sonaba sólo vagamente familiar. Estaba cerrado en algún lugar de mis módulos de memoria corruptos por la oxicodona. Pero sentí la quemazón de la vergüenza en el rostro y el cuello. No tenía respuesta.

—He de irme —dijo Maggie rápidamente—. Hayley te quiero. Sé buena con tu padre, te veo mañana.

—Vale, mamá.

Miré por la ventana por un momento a mi exmujer antes de arrancar.

—Dales caña, Maggie McFiera —dije.

Arranqué y subí la ventanilla. Mi hija me preguntó por qué a su madre la llamaban Maggie McFiera.

—Porque cuando entra en batalla, siempre sabe que va a ganar —dije.

—¿Qué batalla?

—Cualquier batalla.

Circulamos en silencio por Ventura Boulevard y nos paramos a cenar en DuPar’s. Era el sitio favorito de mi hija para cenar porque siempre le dejaba pedir crepés. En cierto modo, la niña pensaba que al pedir desayuno para cenar estaba cruzando alguna línea y eso la hacía sentirse rebelde y valiente.

Yo pedí un sandwich de beicon, lechuga y tomate con salsa de mil islas y, considerando mi último análisis de colesterol, supuse que era yo el rebelde y valiente. Hicimos los deberes juntos, lo cual era pan comido para ella y complicado para mí, y luego le pregunté qué quería hacer. Yo estaba dispuesto a hacer cualquier cosa (ir al cine, al centro comercial, lo que fuera), pero tenía la esperanza de que sólo quisiera ir a mi casa y pasar el rato, quizá sacar algunos viejos álbumes familiares y mirar las fotos amarillentas.

Hayley vaciló en responder y yo creía que sabía el porqué.

—No hay nadie en mi casa, si es eso lo que te preocupa, Hay. La señora a la que conociste, Lanie, ya no me visita.

—¿Quieres decir que ya no es tu novia?

—Nunca fue mi novia. Era una amiga. ¿Recuerdas cuando estuve en el hospital el año pasado? La conocí allí y nos hicimos amigos. Tratamos de cuidarnos el uno al otro, y de cuando en cuando viene, cuando no quiere quedarse en casa sola.

Era la verdad edulcorada. Lanie Ross y yo nos habíamos conocido en rehabilitación durante la terapia de grupo. Continuamos la relación después de dejar el programa, pero nunca se consumó como un romance, porque ambos éramos emocionalmente incapaces de ello. La adicción había cauterizado esas terminaciones nerviosas y recuperarlas era un proceso lento. Pasábamos tiempo con el otro y estábamos allí para el otro, como en un grupo de apoyo de dos personas. Pero una vez que volvimos al mundo real, empecé a reconocer una debilidad en Lanie. Sabía instintivamente que ella no iba a superarlo y yo no podía seguirla en su viaje. Hay tres caminos que pueden tomarse en la recuperación: está el camino limpio de la sobriedad y hay un camino a la recaída. El tercer camino es la salida rápida. Es cuando el viajero se da cuenta de que la recaída es sólo un suicidio lento y que no hay motivo para esperar. No sabía cuál de esos dos últimos caminos seguiría Lanie, pero no podía seguir ni el uno ni el otro. Finalmente seguimos caminos separados, el día que Hayley la había conocido.

—Hayley, ya sabes que siempre puedes decirme si no te gusta algo o si algo que estoy haciendo te está molestando.

—Lo sé.

—Bien.

Nos quedamos en silencio por unos momentos y pensé que ella quería decir algo más. Le di tiempo para prepararse.

—Papá…

—¿Qué, peque?

—Si esa señora no era tu novia, ¿significa que tú y mamá podríais volver?

La pregunta me dejó sin palabras durante unos segundos. Veía la esperanza en los ojos de Hayley y quería que viera lo mismo en los míos.

—No lo sé, Hay. Estropeé las cosas mucho cuando lo intentamos el año pasado.

Esta vez el dolor apareció en sus ojos, como las sombras de nubes en el océano.

—Pero todavía estoy trabajando en eso, peque —expliqué rápidamente—. Sólo hemos de ir día a día. Estoy tratando de mostrarle que deberíamos volver a ser una familia. —Hayley no respondió. Bajó la mirada a su plato—. ¿Vale, peque?

—Vale.

—¿Has decidido lo que quieres hacer?

—Creo que sólo quiero ir a casa y ver la tele.

—Bien. Eso es lo que quiero hacer yo.

Recogimos los libros del colé y puse dinero para pagar la cuenta. En el trayecto por la colina me dijo que su madre le había contado que yo había conseguido un trabajo nuevo importante, y que estaba sorprendido pero feliz.

—Bueno, es más o menos un nuevo trabajo. Voy a volver a hacer lo que siempre había hecho. Pero tengo muchos casos nuevos, y uno es muy importante. ¿Te lo ha dicho tu madre?

—Dijo que tenías un gran caso y que todo el mundo estaba celoso, pero que tú lo harías realmente bien.

—¿Eso dijo?

—Sí.

Conduje durante un rato pensando en ello y en lo que podría significar. Quizá no había estropeado completamente las cosas con Maggie. Ella todavía me respetaba en cierto nivel. Quizás eso significaba algo.

—Hum…

Miré a mi hija por el espejo retrovisor. Ya había oscurecido, pero veía sus ojos mirando por la ventanilla y apartándose de los míos. Los niños son muy fáciles de interpretar a veces. Ojalá fuera tan fácil con los adultos.

—¿Qué pasa, Hay?

—Hum, es que no sé… Más o menos, ¿por qué no puedes hacer lo que hace mamá?

—¿Qué quieres decir?

—Como poner a los malos en prisión. Ella dijo que tu gran caso es sobre un hombre que mató a dos personas. Es como que trabajas para los malos.

Me quedé en silencio un momento antes de encontrar las palabras.

—El hombre al que defiendo está acusado de matar a dos personas, Hayley. Nadie ha probado que hiciera algo malo. Ahora mismo no es culpable de nada.

Hayley no respondió y su escepticismo emanaba del asiento de un modo casi palpable. Hasta ahí la inocencia de los niños.

—Hayley, lo que yo hago es igual de importante que lo que hace tu madre. Cuando alguien es acusado de un crimen en nuestro país, tiene derecho a defenderse. ¿Y si en la escuela te acusaran de copiar y tú supieras que no has copiado? ¿No te gustaría poder explicarte y defenderte?

—Supongo.

—Yo también lo supongo. Es así en los tribunales. Si te acusan de un crimen, puedes tener un abogado como yo que te ayude a explicarte y defenderte. Las leyes son muy complicadas y es difícil que uno lo haga por sí mismo cuando no conoce toda la legislación. Así que los ayudo. No significa que esté de acuerdo con ellos o con lo que han hecho, si es que lo han hecho. Pero es parte del sistema. Una parte importante.

La explicación me pareció hueca al decirla. En un nivel intelectual comprendía y creía el argumento, cada palabra. Pero en un nivel paterno-filial me sentía como uno de mis clientes, retorciéndome en el estrado de los testigos. ¿Cómo podía convencerla de ello cuando no estaba seguro de seguir creyéndolo yo mismo?

—¿Has ayudado a alguna gente inocente? —preguntó mi hija.

Esta vez no miré al espejo.

—A algunos, sí.

Era lo mejor que podía decir honestamente.

—Mamá ha hecho que mucha gente mala vaya a prisión.

Asentí.

—Sí, es verdad. Pensaba que éramos una ley de equilibrios perfecta. Lo que ella hacía y lo que yo hacía. Ahora…

No hacía falta terminar la idea. Encendí la radio y le di al botón programado del canal musical de Disney.

Lo último que pensé de camino a casa era que quizá los adultos eran igual de fáciles de interpretar que los niños.