Cuando Walter Elliot me había dicho que alguien me esperaría en la casa de Malibú, no esperaba que fuera su secretaria ejecutiva.
—Señora Albrecht, ¿qué tal está?
—Muy bien. Acabo de llegar y pensaba que tal vez se me habría escapado.
—No. Yo también acabo de llegar.
—Pase, por favor.
La casa tenía una zona de recepción de dos plantas debajo de la torre. Levanté la mirada y vi un candelabro de hierro forjado colgado del techo. Había telarañas en él, y me pregunté si se habían formado porque no se usaba desde los asesinatos o porque el candelabro estaba demasiado alto y era difícil de alcanzar con un plumero.
—Por aquí —dijo la señora Albrecht.
La seguí a una gran sala que era más grande que toda mi casa. Era una zona de estar con una pared acristalada en el lado oeste que daba la sensación de meter el Pacífico dentro de la casa.
—Es precioso —dije.
—La verdad es que sí. ¿Quiere ver el dormitorio?
Sin hacer caso a la pregunta, encendí la cámara y saqué unas pocas fotos de la sala de estar y las vistas.
—¿Sabe quién ha estado aquí desde que el departamento del sheriff cedió el control? —pregunté.
La señora Albrecht pensó un momento antes de responder.
—Muy poca gente. No creo que el señor Elliot haya estado aquí. Pero, por supuesto, el señor Vincent vino una vez y su investigador un par de veces, creo. Y el departamento del sheriff ha venido dos veces desde que entregaron la propiedad otra vez al señor Elliot. Tenían órdenes de registro.
Las copias de las órdenes de registro estaban en el expediente. En ambas ocasiones estaban buscando una sola cosa: el arma homicida. El caso contra Elliot era totalmente circunstancial, incluso con los residuos de disparo en las manos. Necesitaban el arma homicida para cerrar el caso, pero no la tenían. Las notas en el expediente decían que los buzos habían buscado detrás de la casa durante dos días después de los crímenes, pero tampoco habían encontrado el arma.
—¿Y la limpieza? —pregunté—. ¿Vino alguien a limpiar?
—No, nadie. El señor Vincent nos dijo que dejáramos las cosas como estaban por si necesitaba usar la casa durante el juicio.
En los archivos de Vincent no se mencionaba el posible uso de la casa en modo alguno durante el juicio. No estaba seguro de qué habría pensado al respecto. Mi respuesta instintiva después de ver la casa era que no me gustaría que el jurado se acercara a ella. La vista y la clara opulencia de la propiedad subrayaría la riqueza de Elliot y serviría para desconectarlo de los miembros del jurado. Comprenderían que en realidad no formaban un jurado de sus pares y sabrían que era de un planeta completamente diferente.
—¿Dónde está el dormitorio principal? —pregunté.
—Ocupa toda la planta superior.
—Pues vamos a subir.
Cuando ascendíamos por una escalera de caracol blanca con una barandilla color azul océano, le pregunté el nombre de pila a la señora Albrecht. Le dije que me sentía incómodo siendo tan formal con ella, sobre todo porque su jefe y yo nos llamábamos por el nombre de pila.
—Me llamo Nina. Puede llamarme así si lo desea.
—Bien, y usted puede llamarme Mickey.
Las escaleras conducían a una puerta que daba a una suite del tamaño de algunos tribunales en los que había estado. Era tan grande que tenía sendas chimeneas iguales en las paredes norte y sur. Había una zona de asientos, una zona de dormitorio y dos cuartos de baño. Nina Albrecht pulsó un botón que había junto a la puerta, y las cortinas que cubrían la vista occidental empezaron a abrirse silenciosamente para revelar una pared de cristal con vistas al Pacífico.
La cama, hecha a medida, era el doble de una king-size. Faltaba el colchón, la ropa de cama y las almohadas, y supuse que le lo habían llevado todo para realizar análisis forenses. En dos lugares del dormitorio habían cortado cuadrados de moqueta de metro ochenta de lado, también, supuse, para recoger y analizar pruebas sanguíneas.
En la pared contigua a la puerta había salpicaduras de sangre que habían sido rodeadas y marcadas con códigos de letras por parte de los investigadores. No había otros signos de la violencia que se había producido en la habitación.
Caminé hasta un rincón de la pared acristalada y me volví a contemplar la habitación. Levanté la cámara y saqué unas pocas fotos desde diferentes ángulos. Nina se metió en el encuadre un par de veces, pero no importaba; las fotos no eran para el tribunal. Las usaría para refrescar mi recuerdo del lugar cuando estuviera elaborando la estrategia final para el juicio.
Una escena del crimen es un mapa. Si sabes cómo leerlo, en ocasiones puedes encontrar tu camino. La distribución, la posición de las víctimas en el momento de la muerte, el ángulo de las vistas, la luz, la sangre, las restricciones espaciales y las diferenciaciones geométricas eran distintos elementos del mapa. No siempre puedes sacar todo eso de una foto policial, en ocasiones has de verlo por ti mismo. Por eso había ido a la casa de Malibú: en busca del mapa. En busca de la geografía del crimen. Cuando la comprendiera, estaría preparado para ir al juicio.
Desde el rincón, miré el cuadrado cortado en la moqueta blanca cerca de la puerta del dormitorio. Ahí era donde habían abatido a la víctima masculina, Johan Rilz. A continuación me fijé en la cama, donde Mitzi Elliot había recibido los disparos en diagonal sobre su cuerpo desnudo.
El sumario de la investigación sugería que la pareja desnuda había oído que un intruso entraba en la casa. Rilz acudió a la puerta de la habitación y al abrirla se vio inmediatamente sorprendido por el asesino. A Rilz le dispararon en el umbral y el asesino pasó por encima de su cadáver para adentrarse en el dormitorio.
Mitzi Elliot saltó de la cama y se quedó petrificada, agarrándose a una almohada para taparse el cuerpo. La fiscalía creía que los elementos del crimen apuntaban a que conocía a su asesino. Podría haber implorado o puede que supiera que la muerte era inevitable. Le dispararon dos veces desde una distancia de aproximadamente un metro y se derrumbó en la cama. La almohada que estaba usando como escudo cayó al suelo. El asesino se acercó entonces hasta la cama y apoyó el cañón del arma contra la frente de la víctima para rematarla.
Al menos, esa era la versión oficial. Desde un rincón de la habitación, sabía que esta se basaba en diversas hipótesis infundadas que no tendría problema en trocear en el juicio.
Miré por las puertas acristaladas que daban a una terraza sobre el Pacífico. No había nada en el expediente que indicara si la cortina o las puertas estaban abiertas en el momento de los crímenes. No estaba seguro de que significara nada en cualquiera de los casos, pero era un detalle que me habría gustado conocer.
Me acerqué a las puertas acristaladas y las encontré cerradas. Pasé un mal rato tratando de descubrir cómo abrirlas. Nina finalmente se acercó y me ayudó, apretando con el dedo una palanca de seguridad mientras giraba el cerrojo con la otra mano. Las puertas se abrieron hacia fuera y me llegó el sonido de las olas al romper.
Supe inmediatamente que si las puertas habían estado abiertas en el momento de los crímenes, el ruido del oleaje habría ahogado fácilmente cualquier otro sonido que pudiera haber hecho un intruso en la casa. Esto contradecía la teoría de la fiscalía según la cual a Rilz lo mataron en la puerta de su dormitorio, porque había acudido después de oír a un intruso. Ello plantearía otra pregunta respecto a qué estaba haciendo Rilz desnudo en el umbral, pero eso no importaba a la defensa. Sólo necesitaba plantear preguntas y señalar discrepancias para sembrar la semilla de la duda en la mente del jurado. Sólo hacía falta que un miembro dudara para que yo tuviera éxito. Era el método de «distorsiona o destruye» de la defensa penal.
Salí a la terraza. No sabía si la marea estaba alta o baja, pero sospechaba que se encontraba en algún punto intermedio. El agua estaba cerca. Las olas rompían contra los pilares sobre los cuales estaba construida la casa.
Había olas de casi dos metros, pero no había surfistas. Recordé el comentario que acababa de hacer Patrick respecto a tratar de hacer surf en la cala.
Volví a entrar, y en cuanto estuve de nuevo en el dormitorio me di cuenta de que mi móvil estaba sonando y en cambio no había podido oírlo por el ruido del océano. Miré para ver quién era, pero ponía número privado en la pantalla. Sabía que la mayoría de la gente que trabajaba en la policía bloqueaba su identidad.
—Nina, he de atender esta llamada. ¿Le importa ir a mi coche y pedirle a mi chófer que entre?
—No hay problema.
—Gracias.
Respondí la llamada.
—¿Hola?
—Soy yo. Sólo quería saber cuándo ibas a pasarte.
«Yo» era mi primera exmujer, Maggie McPherson. Según el recientemente remodelado acuerdo de custodia, sólo podía estar con mi hija los miércoles por la noche y un fin de semana de cada dos. Estaba muy lejos de la custodia compartida que habíamos tenido, pero yo lo había estropeado, junto con mi segunda oportunidad con Maggie.
—Probablemente a eso de las siete y media. Tengo una reunión con un cliente esta tarde y podría alargarse un poco.
Se hizo un silencio y sentí que me había equivocado con la respuesta.
—¿Qué pasa, tienes una cita? —pregunté—. ¿A qué hora quieres que llegue?
—Se supone que tengo que salir a las siete y media.
—Entonces llegaré antes. ¿Quién es el afortunado?
—Eso no es asunto tuyo. Pero hablando de fortuna, he oído que has heredado a todos los clientes del bufete de Jerry Vincent.
Nina Albrecht y Patrick Henson entraron en el dormitorio. Vi a Patrick mirando el cuadrado faltante de la moqueta. Tapé el teléfono y les pedí que bajaran a esperarme a la planta inferior. Luego volví a la conversación telefónica. Mi exmujer era la ayudante del fiscal del distrito asignada al tribunal de Van Nuys, lo cual la ponía en una posición de oír cosas sobre mí.
—Exacto —dije—. Soy su sustituto, pero no sé qué fortuna es esa.
—Te caerá un buen pellizco con el caso Elliot.
—Estoy en la casa del crimen ahora mismo. Bonita vista.
—Bien, buena suerte en sacarlo. Si alguien puede hacerlo, ciertamente eres tú.
Lo dijo con mofa de fiscal.
—Creo que no voy a responder a eso.
—Da igual, sé cómo lo harías. Otra cosa: no vas a tener compañía esta noche.
—¿De qué estás hablando?
—Estoy hablando de hace dos semanas. Hayley dijo que había una mujer en tu casa. Creo que se llamaba Lanie. Se sintió muy incómoda.
—No te preocupes, no estará esta noche. Es sólo una amiga y usa la habitación de invitados. Pero para que conste, puedo tener a quien quiera en mi casa cuando quiera porque es mi casa, y tú puedes hacer lo mismo en la tuya.
—Y también puedo ir al juez y decirle que estás exponiendo a nuestra hija a personas que son adictas a las drogas.
Respiré hondo antes de responder con la máxima calma posible.
—¿Cómo sabes a quién estoy exponiendo a Hayley?
—Porque tu hija no es estúpida y oye perfectamente. Me contó un poco de lo que dijo y era fácil figurarse que tu amiga es de… rehabilitación.
—¿Y eso es un crimen, confabularse con personas de rehabilitación?
—No es un crimen, Michael. Sólo creo que no es lo mejor para Hayley estar expuesta a un desfile de adictos cuando está contigo.
—Ahora es un desfile. Supongo que el adicto que más te preocupa soy yo.
—Bueno, si el zapato ajusta…
Casi perdí los nervios, pero una vez más me calmé tragando un poco de aire de mar fresco. Cuando hablé estaba aplacado. Sabía que mostrar rabia sólo me causaría daño a largo plazo cuando llegara el momento de redirigir el acuerdo de custodia.
—Maggie, estamos hablando de nuestra hija. No le hagas daño tratando de hacerme daño a mí. Necesita a su padre y yo la necesito a ella.
—Y a eso voy. Lo estás haciendo bien; ligar con una adicta no es una buena idea.
Estaba apretando el móvil con tanta fuerza que pensé que podría romperlo. Sentí que me ruborizaba y la quemazón de la vergüenza en las mejillas y el cuello.
—He de colgar.
Mis palabras salieron estranguladas por mis propios fallos.
—Y yo también. Le diré a Hayley que estarás aquí a las siete y media.
Siempre hacía eso: terminar la llamada con inferencias de que decepcionaría a mi hija si llegaba tarde a la hora de recogida acordada. Ella colgó antes de que pudiera responder.
No había nadie en la sala de estar de abajo, pero entonces vi a Patrick y a Nina en la terraza inferior. Salí y me acerqué a la barandilla donde Patrick permanecía mirando las olas. Traté de sacarme de la cabeza el nerviosismo de la conversación con mi exmujer.
—Patrick, ¿dijiste que trataste de hacer surf aquí, pero que la corriente era demasiado fuerte?
—Sí.
—¿Estás hablando de una corriente de costa?
—Sí, es fuerte aquí. La crea la forma de la cala. La energía de las olas que llegan del lado norte se redirige bajo la superficie y rebota un poco al sur. Sigue el contorno de la cala y te lleva afuera. Me quedé atrapado en ese tubo un par de veces, me llevó hasta más allá de aquellas rocas del extremo sur.
Examiné la cala mientras Patrick describía lo que estaba ocurriendo bajo la superficie. Si tenía razón y había una corriente de costa el día de los crímenes, entonces los buzos del sheriff probablemente habían estado buscando el arma homicida en el lugar equivocado.
Y ya era demasiado tarde. Si el asesino había arrojado el arma a las olas, la corriente subterránea podría haberla arrastrado completamente fuera de la cala y hacia el océano. Empecé a sentirme seguro de que el arma homicida no haría una aparición sorpresa en el juicio.
En lo que implicaba a mi cliente, era una buena noticia.
Miré las olas y pensé que, debajo de la hermosa superficie, un poder oculto no cesaba nunca de moverse.