Tomamos la Diez saliendo del centro y nos dirigimos en dirección oeste hacia Malibú. Yo me senté en la parte de atrás y abrí el ordenador en la mesa plegable. Mientras esperaba que arrancara el sistema le expliqué a Patrick Henson cómo funcionaba todo.
—Patrick, no he tenido oficina desde que dejé el turno de oficio hace doce años. Mi coche es mi oficina. Tengo otros dos Lincoln iguales a este y los mantengo en rotación. Cada uno tiene impresora y fax, y tengo conexión inalámbrica en mi ordenador. Todo lo que he de hacer en una oficina puedo hacerlo aquí mientras voy de camino a mi siguiente parada. Hay más de cuarenta tribunales esparcidos por el condado de Los Ángeles, por lo que ser móvil es la mejor manera de trabajar.
—Genial —dijo Patrick—. A mí tampoco me gusta estar en una oficina.
—Claro —añadí—, es demasiado claustrofóbico.
Mi ordenador estaba listo. Abrí la carpeta donde guardaba los formularios y pedimentos genéricos y empecé a personalizar una moción previa al juicio para examinar pruebas.
—Estoy trabajando en tu caso ahora mismo, Patrick.
Me miró por el espejo.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, lo he revisado y creo que hay algo que el señor Vincent no había hecho, que considero que necesitamos hacer y que podría ayudar.
—¿Qué es?
—Conseguir una valoración independiente de la gargantilla que te llevaste. El valor consta como 25.000 dólares y eso te coloca en la categoría de delito mayor, pero no parece que nadie lo haya cuestionado nunca.
—¿Quiere decir que si los diamantes eran falsos no hay delito mayor?
—Podría funcionar así. Pero también estaba pensando en algo más.
—¿Qué?
Saqué su carpeta de mi mochila para verificar un nombre.
—Deja que te haga unas cuantas preguntas antes, Patrick. ¿Qué estabas haciendo en esa casa de la que te llevaste la gargantilla?
Se encogió de hombros.
—Salía con la hija menor de la vieja dama. La conocí en la playa y le enseñé surf, y fuimos por ahí unas cuantas veces. Un día había una fiesta de cumpleaños en la casa, me invitaron y a la madre le regalaron la gargantilla.
—Fue entonces cuando conociste su valor.
—Sí, el padre dijo que eran diamantes cuando se la dio. Estaba muy orgulloso.
—Así pues, la siguiente vez que fuiste a la casa robaste la gargantilla.
No respondió.
—No era una pregunta, Patrick. Es un hecho. Yo soy tu abogado ahora y hemos de discutir los hechos del caso. Pero no me mientas nunca o dejaré de ser tu abogado.
—Vale.
—O sea que la siguiente vez que estuviste en la casa robaste la gargantilla.
—Sí.
—Cuéntamelo.
—Estábamos solos en la piscina y dije que tenía que ir al lavabo, pero lo que realmente quería era buscar pastillas en el botiquín. Me dolía. No había en el cuarto de baño de abajo, así que fui arriba y eché un vistazo. Miré en el joyero de la señora y vi la gargantilla. Y me la llevé.
Negó con la cabeza y yo sabía por qué. Estaba plenamente avergonzado y derrotado por las acciones a las que le había conducido su adicción. Yo mismo había estado ahí y sabía que mirar atrás desde mi sobriedad daba casi tanto miedo como mirar hacia delante.
—Está bien, Patrick. Gracias por ser honesto. ¿Qué dijo el tipo cuando lo empeñaste?
—Dijo que sólo me daba cuatro billetes porque la cadena era de oro, pero no creía que los diamantes fueran legítimos. Le dije que era un mentiroso de mierda, pero ¿qué podía hacer? Cogí el dinero y me fui a Tijuana. Necesitaba las pastillas, así que cogí lo que me estaba dando. Estaba tan colgado que no me importó.
—¿Cómo se llama la chica? No está en el archivo.
—Mandolín. Sus padres la llaman Mandy.
—¿Has hablado con ella desde que te detuvieron?
—Qué va. Hemos terminado. —Ahora los ojos en el espejo parecían tristes y humillados—. Fui un idiota. Todo fue una estupidez.
Reflexioné un momento y luego metí la mano en el bolsillo de la chaqueta y saqué una fotografía polaroid. La pasé sobre el asiento y toqué con ella el hombro de Patrick.
—Échale un vistazo.
Patrick cogió la foto y la sostuvo sobre el volante mientras la miraba.
—¿Qué diablos le pasó? —preguntó.
—Tropecé con la acera y me caí de bruces delante de mi casa. Me rompí un diente y la nariz, también me hice una buena brecha en la frente. Me hicieron esa foto en urgencias, para que la llevara como un recordatorio.
—¿De qué?
—Acababa de bajar del coche después de llevar a mi hija de once años a casa de su madre. Por entonces estaba en 320 miligramos de oxicodona al día. Lo primero que hacía por la mañana era aplastar las pastillas y esnifarlas, pero para mí las mañanas eran las tardes. —Dejé que lo registrara por unos momentos antes de continuar—. Así que, Patrick, ¿crees que lo que hiciste fue estúpido? Yo estaba llevando a mi hija con 320 miligramos de heroína rústica en la sangre. —Esta vez fui yo quien negó con la cabeza—. No hay nada que puedas hacer con el pasado, Patrick. Salvo mantenerlo allí. —Me estaba mirando directamente en el retrovisor—. Voy a ayudarte con la cuestión legal. El resto depende de ti, y es la parte más dura. Pero eso ya lo sabes.
Asintió.
—En cualquier caso, veo un rayo de luz aquí, Patrick. Algo que Jerry Vincent no vio.
—¿Qué es?
—El marido de la víctima le regaló esa gargantilla. Se llama Roger Vogler y es un gran partidario de un montón de personas elegidas en el condado.
—Sí, es un pez gordo de la política; Mandolín me dijo eso. Hacían cenas de recogida de fondos y cosas así en la casa.
—Bueno, si los diamantes de esa gargantilla son falsos, no va a querer que eso aparezca en el juicio. Especialmente si su mujer no lo sabe.
—Pero ¿cómo va a impedirlo?
—Es un contribuyente, Patrick. Sus contribuciones ayudaron a elegir al menos a cuatro miembros de la junta de supervisores del condado. Estos controlan el presupuesto de la oficina del fiscal del distrito. La fiscalía te está procesando. Es una cadena alimenticia. Si el doctor Vogler quiere enviar un mensaje, créeme, lo enviará. —Henson asintió. Estaba empezando a ver la luz—. El pedimento que voy a presentar solicita que nos permitan un examen independiente para valorar la evidencia, o sea, la gargantilla de diamantes. Nunca se sabe, la palabra «valorar» podría agitar las cosas. Sólo tendremos que esperar y ver qué pasa.
—¿Vamos al tribunal a presentarlo?
—No. Voy a redactarlo ahora mismo y lo enviaré al tribunal por correo electrónico.
—Genial.
—La belleza de Internet.
—Gracias, señor Haller.
—De nada, Patrick. ¿Puedes devolverme la foto?
Me la pasó por encima del asiento y yo le eché un vistazo. Tenía un bulto bajo el labio y la nariz desviada. También había una abrasión ensangrentada en mi frente. Los ojos eran la parte más difícil de estudiar; confusos y perdidos, mirando de manera insegura a la cámara. Fue mi punto más bajo.
Me volví a guardar la foto en el bolsillo para conservarla.
Circulamos en silencio durante los siguientes quince minutos mientras yo terminaba el pedimento, me conectaba y lo enviaba. Era una forma de decirle a la fiscalía que iba en serio y me sentí bien. El abogado del Lincoln había vuelto al trabajo. El Llanero Solitario cabalgaba de nuevo.
Levanté la cabeza del ordenador al llegar al túnel que señala el final de la autovía y sale a la autopista del Pacífico. Abrí la ventanilla. Siempre me ha gustado la sensación de salir del túnel y ver y oler el océano.
Seguimos la autopista al norte hacia Malibú. Costaba volver al ordenador cuando tenía el azul del Pacífico justo al otro lado de la ventanilla de mi oficina. Finalmente me rendí, bajé la ventanilla del todo y me limité a disfrutar del trayecto.
Una vez que pasamos Topanga Canyon empecé a ver grupos de surfistas en las olas. Me fijé en Patrick y lo vi echando miradas hacia el agua.
—En el expediente pone que hiciste rehabilitación en Crossroads, en Antigua —dije.
—Sí, donde empezó Eric Clapton.
—¿Es bonito?
—Supongo, para ser lo que es.
—Claro. ¿Hay olas allí?
—No muchas. Aunque tampoco tenía mucha ocasión de usar una tabla. ¿Usted hizo rehabilitación?
—Sí, en Laurel Canyon.
—¿Ese sitio donde van los famosos?
—Estaba cerca de casa.
—Sí, bueno, yo hice lo contrario. Yo me alejé lo más posible de mis amigos y mi casa. Funcionó.
—¿Estás pensando en volver al surf?
Miró por la ventanilla antes de responder. Había una docena de surfistas con trajes de neopreno esperando la siguiente ola.
—No lo creo. Al menos no a nivel profesional. Tengo el hombro mal. —Estaba a punto de preguntar para qué necesitaba el hombro cuando continuó con su respuesta—. Remar es una cosa, pero la clave es levantarse. Perdí mi movimiento cuando me jodí el hombro. Disculpe el lenguaje.
—No importa.
—Además, voy paso a paso. Le enseñaron eso en Laurel Canyon, ¿no?
—Sí. Pero hacer surf es una cuestión de día a día y ola a ola, ¿no?
Asintió y yo observé sus ojos. No dejaban de ir al retrovisor y mirarme.
—¿Qué quieres preguntarme, Patrick?
—Eh, sí, tenía una pregunta. Bueno, como Vincent tenía mi pez puesto en la pared…
—¿Sí?
—Bueno… estaba pensando que tal vez guardó alguna de mis tablas.
Abrí otra vez el expediente y miré hasta que encontré el informe de liquidación. Enumeraba doce tablas de surf y los precios obtenidos por ellas.
—Le diste doce tablas, ¿no?
—Sí, todas.
—Bueno, las llevó a su liquidador.
—¿Qué es eso?
—Es un tipo que usaba cuando obtenía bienes de clientes (ya sabes, joyas, propiedades; coches, sobre todo) y los convertía en efectivo a aplicar contra su tarifa. Según el informe de aquí, el liquidador vendió las doce, se quedó el veinte por ciento y le dio a Vincent 4800 dólares.
Patrick asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Lo miré unos momentos y luego volví a mirar la hoja de inventario del liquidador. Recordé que Patrick me había dicho en la primera llamada que las dos tablas largas eran las más valiosas. En el inventario, dos de las tablas se describían como de tres metros. Ambas estaban fabricadas por One World de Sarasota (Florida). Una se vendió por 1200 dólares a un coleccionista y la otra por 400 en el sitio de subastas de Internet eBay. La disparidad entre los dos precios me hizo pensar que la venta de eBay era falsa. El liquidador probablemente se había vendido la tabla barata a sí mismo. Luego la revendería y se quedaría con los beneficios. Todo el mundo se busca la vida, incluido yo. Sabía que si no la había revendido todavía, entonces todavía tendría una oportunidad.
—¿Y si pudiera recuperar una de las tablas largas? —pregunté.
—¡Eso sería asombroso! Ojalá me hubiera quedado al menos con una.
—No te prometo nada, pero veré qué puedo hacer.
Decidí poner a mi investigador en ello más adelante. Que apareciera Cisco haciendo preguntas probablemente haría que el liquidador fuera más complaciente.
Patrick y yo no hablamos durante el resto del trayecto. Al cabo de otros veinte minutos aparcamos en el sendero de entrada de la casa de Walter Elliot. Era de estilo mudéjar, con piedra blanca y postigos marrón oscuro. La fachada central se alzaba en una torre que se recortaba contra el cielo azul. Había un Mercedes plateado de gama media aparcado en el pavimento de adoquines. Estacionamos al lado.
—¿Quiere que espere aquí? —preguntó Patrick.
—Sí. No creo que tarde mucho.
—Conozco esta casa. Es toda de cristal por atrás. Traté de hacer surf por detrás un par de veces, pero se cierra en el interior y la resaca es muy fuerte.
—Ábreme el maletero.
Salí y fui a la parte trasera a coger mi cámara digital. La encendí, me aseguré de que tenía batería e hice una foto rápida de la fachada de la casa. La cámara funcionaba y yo estaba listo para empezar.
Entré y la puerta principal se abrió antes de que pulsara el timbre. La señora Albrecht estaba allí con un aspecto tan encantador como el día anterior.