14

Encontré a Cisco apoyado en el Lincoln, fumando un cigarrillo.

—Has ido rápido —dijo.

Abrí la puerta trasera por si había cámaras en el aparcamiento y Elliot me estaba observando.

—Gracias por los ánimos.

Me metí en el coche y él hizo lo mismo.

—Sólo estaba diciendo que me ha parecido rápido —comentó—. ¿Cómo ha ido?

—Lo he hecho lo mejor posible. Probablemente sabremos algo enseguida.

—¿Crees que lo hizo?

—Probablemente, pero eso no importa. Tenemos otras preocupaciones.

Era duro pasar de pensar en una tarifa de un cuarto de millón de dólares a algunos de los clientes del montón de la lista de Vincent, pero así era el trabajo. Abrí la mochila y saqué los otros archivos activos. Era el momento de decidir cuál iba a ser nuestra próxima parada.

Cisco retrocedió y empezó a dirigirse hacia el arco de salida.

—Lorna espera noticias —dijo.

Lo miré en el retrovisor.

—¿Qué?

—Lorna me ha llamado mientras estabas dentro. Quiere saber qué ha pasado con Elliot.

—La llamaré, no te preocupes. Primero deja que averigüe adónde vamos.

La dirección de cada cliente —al menos los domicilios dados después de contratar los servicios de Vincent— estaban impresas en el exterior de cada carpeta. Las repasé rápidamente buscando direcciones en Hollywood. Finalmente encontré la carpeta correspondiente a la mujer acusada de exposición indecente; era la clienta que había acudido antes al despacho de Vincent para pedir que le devolvieran su archivo.

—Allá vamos —dije—. Cuando salgamos de aquí, gira por Melrose hacia La Brea. Tenemos a una clienta allí; una mujer que ha pasado a buscar el expediente.

—Entendido.

—Después de esa parada iré en el asiento delantero. No quiero que te sientas como un chófer.

—No pasa nada. Creo que podría acostumbrarme.

Saqué el teléfono.

—Eh, Mick, he de decirte algo —dijo Cisco.

Levanté el pulgar del botón de marcación rápida de Lorna.

—Dime.

—Quiero decírtelo yo antes de que te enteres por otro lado. Lorna y yo… vamos a casarnos.

Me había figurado que iban en esa dirección. Lorna y yo fuimos amigos durante quince años antes de estar sólo uno casados. Había sido un matrimonio de rebote para mí y una de las cosas más desacertadas que había hecho. Terminamos cuando nos dimos cuenta del error y de algún modo conseguimos mantener la amistad. No había ninguna otra persona en el mundo en la que confiara más que en ella. Ya no estábamos enamorados, pero todavía la quería y siempre la protegería.

—¿Estás bien, Mickey?

Miré a Cisco en el retrovisor.

—Yo no soy parte de la ecuación, Cisco.

—Ya lo sé, pero quería saber si te molesta. ¿Me entiendes?

Miré por la ventanilla y pensé un momento antes de responder. Luego volví a mirarlo en el espejo.

—No, no me molesta. Pero te diré algo, Cisco: es una de las cuatro personas más importantes de mi vida. Puede que peses treinta kilos más que yo y, sí, todos de músculo. Pero si le haces daño, te arrepentirás. ¿Te molesta eso?

Apartó la mirada del retrovisor para mirar la calle. Estábamos en el carril de salida, avanzando con lentitud. Los guionistas en huelga estaban saliendo en masa hacia la acera y retrasando a la gente que trataba de salir del estudio.

—No, Mick, no me molesta.

Estuvimos un rato en silencio después de eso al avanzar un poco, Cisco siguió mirándome por el espejo.

—¿Qué? —pregunté al fin.

—Bueno, tengo a tu hija. Ella es una. Y luego a Lorna. Me estaba preguntando quiénes eran los otros dos.

Antes de que pudiera responder, la versión electrónica de la obertura de Guillermo Tell empezó a sonarme en la mano. Miré mi teléfono: decía «llamada privada» en la pantalla. Lo abrí.

—Haller.

—Por favor, espere al señor Elliot —dijo la señora Albrecht.

No pasó mucho tiempo antes de oír la voz familiar.

—¿Señor Haller?

—Aquí estoy, ¿qué puedo hacer por usted?

Sentí la ansiedad en las tripas. Se había decidido.

—¿Se ha fijado en algo de mi caso, señor Haller?

La pregunta me pilló con la guardia baja.

—¿Qué quiere decir?

—Un abogado. Tenía un abogado, señor Haller. Mire, no sólo debo ganar este caso en el tribunal, sino que también tengo que ganarlo en la corte de la opinión pública.

—Entiendo —dije, aunque no lo entendía demasiado.

—En los últimos diez años he elegido muchas ganadoras. Me refiero a películas en las que he invertido mi dinero. Elegí ganadoras porque creo que tengo una precisa sensación del gusto y la opinión del público. Sé lo que le gusta a la gente, porque sé lo que piensa.

—Estoy seguro de que es así, señor.

—Y creo que el público cree que cuanto más culpable eres, más abogados necesitas.

No se equivocaba en eso.

—Así que lo primero que le dije al señor Vincent cuando lo contraté fue «nada de dream team, sólo usted». Tuvimos una segunda abogada a bordo al principio, pero era temporal. Cumplió un propósito y se fue. Un abogado, señor Haller, eso es lo que quiero. El mejor que pueda conseguir.

—Entien…

—Me he decidido, señor Haller. Me ha impresionado cuando ha estado aquí. Me gustaría contratar sus servicios para el juicio. Usted será mi único abogado.

Tuve que calmar la voz antes de responder.

—Me alegro de oírlo. Llámeme Mickey.

—Y usted puede llamarme Walter. Pero insisto en una condición antes de que accedamos a este acuerdo.

—¿Cuál?

—Ningún retraso. Quiero ir sobre agenda. Quiero oírselo decir.

Vacilé. Quería un aplazamiento, pero quería más el caso.

—No nos retrasaremos —dije—. Estaremos preparados para empezar el jueves que viene.

—Entonces, bienvenido a bordo. ¿Qué hacemos a continuación?

—Bueno, todavía estoy en el aparcamiento. Puedo dar la vuelta y volver.

—Me temo que tengo reuniones hasta las siete y luego un visionado de nuestra película para la temporada de premios.

Creía que su juicio y la libertad deberían haber superado en importancia a sus reuniones y películas, pero lo dejé estar. Educaría a Walter Elliot y le llevaría a la realidad la siguiente vez que lo viera.

—De acuerdo, entonces, por ahora deme un número de fax y le pediré a mi asistente que le mande un contrato. Tendrá la misma estructura de tarifa que tenía con Jerry Vincent.

Hubo un silencio y esperé. Si iba a tratar de rebajar la tarifa era su oportunidad de hacerlo. Pero en lugar de eso, repitió un número de fax que oí que le daba la señora Albrecht. Lo anoté en la parte exterior de una de las carpetas.

—¿Qué le parece mañana, Walter?

—¿Mañana?

—Sí, si no esta noche, entonces mañana. Hemos de ir empezando. Usted no quiere aplazamiento y yo quiero estar más preparado que ahora. Hemos de hablar y revisar las cosas. Hay unos pocos agujeros en la estrategia de la defensa y creo que puede ayudarme a llenarlos. Podría volver al estudio o reunirme con usted en cualquier otro sitio por la tarde.

Oí voces ahogadas mientras Elliot hablaba con la señora Albrecht.

—Tengo un hueco a las cuatro en punto —dijo finalmente—, aquí en el bungalow.

—Vale, ahí estaré. Y cancele lo que tenga a las cinco. Necesitaremos al menos un par de horas para empezar.

Elliot accedió a las dos horas y estábamos a punto de terminar la conversación cuando pensé en otra cosa.

—Walter, quiero ver la escena del crimen. ¿Puedo ir a la casa de Malibú mañana antes de que nos reunamos?

Otra vez hubo una pausa.

—¿Cuándo?

—Cuando le venga bien.

Una vez más tapó el teléfono y oí la conversación ahogada con la señora Albrecht. Acto seguido volvió a ponerse.

—¿Qué le parece a las once? Haré que alguien se reúna con usted allí y le deje pasar.

—Perfecto. Le veo mañana, Walter.

Cerré el teléfono y miré a Cisco en el espejo.

—Lo tenemos.

Cisco hizo sonar el claxon en celebración. Fue un largo bocinazo que hizo que el conductor que teníamos delante levantara el puño y nos enseñara el dedo. En la calle, los guionistas en huelga tomaron el bocinazo como una señal de apoyo desde el interior del odiado estudio. Oí sonoros vítores procedentes de las masas.