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En la última década, Archway Pictures había pasado de ser una industria de cine marginal a convertirse en una de las grandes. El motivo era el único que había regido siempre en Hollywood: el dinero. Al crecer exponencialmente el coste de las películas, la industria se concentró en las producciones más caras y los grandes estudios empezaron a buscar socios con los que compartir el gasto y el riesgo.

Ahí es dónde entraban en escena Walter Elliot y Archway Pictures. Archway era anteriormente un solar. Estaba en Melrose Avenue, a sólo unas manzanas del coloso que era Paramount Pictures. Archway se creó para actuar como lo hace el pez rémora con el gran tiburón blanco. Rondaría cerca de la boca del gran pez y se llevaría los restos arrancados que por algún motivo no habían sido devorados por las fauces del gigante. Archway ofrecía instalaciones de producción y estudios de sonido en alquiler cuando los grandes estudios lo tenían todo reservado. Cedía espacio de oficina a productores con futuro o pasados de moda que no estaban a la altura de los estándares o que no gozaban de las mismas condiciones que los productores principales. Nutría películas independientes, las películas que eran menos caras de hacer pero más arriesgadas y que supuestamente era menos probable que se convirtieran en éxitos que las alimentadas por los estudios.

Walter Elliot y Archway Pictures fueron renqueando de este modo durante una década, hasta que un rayo cayó dos veces en el mismo árbol. En el lapso de sólo tres años, Elliot se hizo de oro con dos de las películas independientes que habían respaldado proporcionando estudios de sonido, equipo e instalaciones de producción a cambio de una porción de los derechos. Las películas superaron las expectativas de Hollywood y le convirtieron en grandes éxitos de crítica y público. Una de ellas incluso se llevó el Oscar de la Academia a la mejor película. Walter y su estudio de repente disfrutaban del oropel de un enorme éxito. Más de cien millones de personas oyeron cómo le daban personalmente las gracias a Walter en la gala de los premios de la Academia. Y, lo que es más importante, la parte de ingresos de Archway en las dos películas a escala mundial superaba los cien millones de dólares por título.

Walter hizo algo prudente con el dinero recién ganado. Alimentó a los tiburones, cofinanciando varias producciones en las que los grandes estudios estaban buscando socios de riesgo. Hubo algunos fracasos, por supuesto. El negocio, al fin y al cabo, era Hollywood. Pero hubo suficientes éxitos para que el huevo siguiera creciendo en el nido. A lo largo de la siguiente década, Walter Elliot dobló y luego triplicó su participación, y en el camino se convirtió en uno de los habituales en las listas de las cien personas más poderosas en revistas de la industria. Elliot había llevado a Archway de ser una dirección asociada con los parias de Hollywood a un lugar donde había una espera de tres años para una oficina sin ventanas.

Entre tanto, la fortuna personal de Elliot creció en consonancia. Aunque había llegado al oeste veinticinco años antes como el rico heredero de una familia propietaria de una mina de fosfatos, ese dinero no era nada comparado con las riquezas proporcionadas por Hollywood. Como muchos de los que figuraban en aquellas listas de los cien más poderosos, Elliot cambió a su mujer por una modelo más joven y juntos comenzaron a acumular casas. Primero en los cañones, luego en los llanos de Beverly Hills y posteriormente en Malibú y en Santa Bárbara. Según la información del expediente, Walter Elliot y su esposa poseían siete casas diferentes y dos haciendas en Los Ángeles o alrededores. No importaba con cuánta frecuencia usaran cada casa; la propiedad inmobiliaria era una forma de estatus en Hollywood.

Todas esas propiedades y listas de Top 100 resultaron útiles cuando Elliot fue acusado de doble homicidio. El jefe del estudio flexionó sus músculos políticos y financieros y logró algo difícil de conseguir en un caso de homicidio: obtuvo la fianza. Pese a las protestas de la fiscalía, esta se estableció en veinte millones de dólares y Elliot rápidamente la avaló con propiedades inmobiliarias. Había permanecido fuera de prisión y en espera de juicio desde entonces, al margen de su breve flirteo con la revocación de la fianza la semana anterior.

Una de las propiedades de Elliot presentada como garantía para la fianza era la casa donde tuvieron lugar los crímenes. Era una residencia de fin de semana situada en la costa, en una cala recluida. En el depósito de la fianza su valor constaba como seis millones de dólares. Fue allí donde Mitzi Elliot, de treinta y nueve años de edad, fue asesinada junto con su amante en una habitación de más de cien metros cuadrados y con una pared acristalada con vistas a la inmensidad azul del Pacífico.

El archivo de revelación de pruebas estaba repleto de informes forenses y copias en color de fotografías de la escena del crimen. La sala de la muerte era completamente blanca: paredes, moqueta, muebles y ropa de cama. Había dos cuerpos desnudos desparramados en la cama y el suelo: Mitzi Elliot y Johan Rilz. La escena era rojo sobre blanco. Dos grandes orificios de bala en el pecho del hombre; dos en el pecho de la mujer y otro en la frente. El junto a la puerta del dormitorio; ella en la cama. Rojo sobre blanco. No era una escena limpia, las heridas eran grandes. Aunque no se había recuperado el arma homicida, un informe adjunto indicaba que, mediante marcas balísticas, los proyectiles se habían identificado como procedentes una Smith & Wesson modelo 29, un revólver mágnum calibre 44. Disparado a bocajarro era ensañamiento.

Walter Elliot había sospechado de su esposa. Esta le había anunciado sus intenciones de divorciarse y Elliot creía que había otro hombre implicado. Declaró a los investigadores del sheriff que fue a la playa de Malibú porque su mujer le había dicho que iba a reunirse con el diseñador de interiores. Elliot pensaba que era mentira y cronometró su llegada para poder confrontarla con un amante. La amaba y quería recuperarla. Estaba dispuesto a luchar por ella. Repetía que había ido a confrontar, no a matar. Él había repetido a la policía que no poseía una mágnum calibre 44; no poseía ningún arma.

Según la declaración que hizo ante los investigadores, cuando Elliot llegó a Malibú se encontró a su mujer y al amante de esta desnudos y ya muertos. Resultó que el amante era de hecho el diseñador de interiores, Johan Rilz, un alemán de quien Elliot pensaba que era gay.

Elliot salió de la casa y volvió a su coche. Empezó a alejarse, pero se lo pensó mejor. Decidió hacer lo correcto. Dio la vuelta y volvió a aparcar en el sendero. Llamó al número de la policía y esperó a que llegaran los agentes del sheriff.

La cronología y los detalles de cómo procedió la investigación a partir de ese punto eran importantes para montar una defensa. Según los informes del expediente, Elliot proporcionó a los investigadores un relato inicial del hallazgo de los dos cadáveres. Después dos detectives lo llevaron a la comisaría de Malibú para mantenerlo apartado de la escena del crimen mientras se desarrollaba la investigación. En ese momento no estaba detenido. Lo pusieron en una sala de interrogatorios sin cerrar donde esperó tres largas horas hasta que los dos detectives principales finalmente terminaron en la escena del crimen y llegaron a la comisaría. Fue entonces cuando se llevó a cabo una entrevista grabada en vídeo, pero según la transcripción que revisé, esta rápidamente se convirtió en un interrogatorio. En este punto a Elliot se le leyeron finalmente sus derechos y se le preguntó si quería seguir contestando preguntas. Elliot sabiamente eligió dejar de hablar y pidió un abogado. Fue una decisión de las de mejor tarde que nunca, pero a Elliot le habría ido mejor si no hubiera dicho ni una palabra a los investigadores. Debería haberse acogido a la Quinta enmienda y mantener la boca cerrada.

Mientras los investigadores habían estado trabajando en la escena del crimen y Elliot esperaba de plantón en la sala de interrogatorios de la comisaría, un detective de homicidios que trabajaba en el cuartel general del sheriff en Whittier redactó varias órdenes de registro, las envió por fax al Tribunal Superior y consiguió que las firmaran. Estas permitían a los investigadores registrar la casa de la playa y el coche de Elliot y les autorizaban a llevar a cabo un test de residuos de disparo en las manos y la ropa de Elliot para determinar si había gas nitrato y partículas microscópicas de pólvora quemada en ellas. Después de que Elliot se negara a seguir cooperando, le pusieron las manos en una bolsa de plástico en la comisaría y lo transportaron al cuartel general del sheriff, donde un técnico llevó a cabo un test de residuos de disparo en el laboratorio. Este consistía en pasar unos discos tratados químicamente por las manos y la ropa de Elliot. Cuando un técnico de laboratorio procesó los discos, los que habían estado en contacto con las manos y mangas dieron positivo con altos niveles de residuos de disparo.

En ese momento, Elliot fue detenido formalmente como sospechoso de homicidio. Con su llamada telefónica, el magnate del cine contactó con su abogado personal, que a su vez recurrió a Jerry Vincent, con quien había asistido a la facultad de derecho. Elliot fue finalmente transportado a la prisión del condado y acusado de dos cargos de asesinato. Los investigadores del sheriff llamaron entonces al departamento de medios de la oficina y sugirieron celebrar una conferencia de prensa. Acababan de detener a un pez gordo. Cerré la carpeta cuando Cisco detuvo el Lincoln delante de Archway Studios. Había un grupo de manifestantes caminando por la acera. Eran guionistas en huelga y sostenían carteles rojos y blancos que decían Queremos una parte justa y Guionistas unidos. Algunos carteles mostraban un puño que sostenía un bolígrafo. Otro rezaba: ¿Cuál es su frase favorita? La escribió un guionista. Sujeta en la acera, había una gran figura hinchable de un cerdo fumando un cigarro con la palabra PRODUCTOR estampada en el trasero. El cerdo y la mayoría de los carteles eran topicazos y yo pensé que siendo guionistas los que protestaban se les habría podido ocurrir algo mejor. Pero quizás esa clase de creatividad sólo se producía cuando les pagaban.

Había viajado en el asiento de atrás por conservar las apariencias en esta primera parada. Esperaba que Elliot me atisbara a través de la ventana de su despacho y me tomara por un abogado de grandes medios y capacidad. Sin embargo, los guionistas vieron un Lincoln con un pasajero en la parte de atrás y pensaron que era un productor. Al girar hacia el estudio se acercaron al coche y empezaron a entonar: «Cerdo avaricioso, cerdo avaricioso». Cisco aceleró y se abrió paso, y unos pocos de los desdichados guionistas tuvieron que hacerse a un ludo rápidamente.

—Con cuidado —bramé—. Sólo me falta atropellar a un guionista en paro.

—No te preocupes —replicó Cisco con calma—. Siempre se dispersan.

—Esta vez no.

Al llegar a la caseta del vigilante, Cisco adelantó lo suficiente para que mi ventanilla quedara a la altura de la puerta. Comprobé que ninguno de los guionistas nos había seguido a la propiedad del estudio y bajé la ventanilla para poder hablar con el hombre que salió. Llevaba un uniforme de color beis con una corbata marrón oscura y charreteras a juego. Tenía un aspecto ridículo.

—¿Puedo ayudarle?

—Soy el abogado de Walter Elliot. No tengo cita con él, pero necesito verlo ahora mismo.

—¿Puedo ver su carné de conducir?

Lo saqué y se lo pasé por la ventanilla.

—Me ocupo de esto por Jerry Vincent, ese es el nombre que reconocerá su secretaria.

El vigilante se metió en la cabina y cerró la puerta. No sé si era para que no se escapara el aire acondicionado o para impedirme oír la conversación telefónica. Fuera cual fuese la razón, enseguida volvió a abrir la puerta y me pasó el teléfono, tapando el auricular con la mano.

—La señora Albrecht es la secretaria ejecutiva del señor Elliot. Quiere hablar con usted.

Cogí el teléfono.

—¿Hola?

—¿Es el señor Haller? ¿De qué se trata? El señor Elliot ha tratado exclusivamente con el señor Vincent sobre este asunto y no tiene ninguna cita en su agenda.

Este asunto. Era una extraña forma de referirse a una acusación de doble homicidio.

—Señora Albrecht, preferiría no hablar de esto en la verja. Como puede imaginar, se trata de un «asunto» delicado, por usar su palabra. ¿Puedo entrar en la oficina y ver al señor Elliot?

Me volví en mi asiento y miré por la ventanilla trasera. Había dos coches en la cola de la caseta detrás de mi Lincoln. No debían de ser productores, porque los guionistas les habían dejado pasar sin molestarles.

—Me temo que eso no basta, señor Haller. ¿Puedo ponerle en espera mientras hablo con el señor Vincent?

—No podrá hablar con él.

—Estoy segura de que atenderá una llamada del señor Elliot.

—Yo estoy seguro de que no lo hará, señora Albrecht. Jerry Vincent está muerto. Por eso estoy aquí.

Miré el reflejo de Cisco en el espejo retrovisor y me encogí de hombros como para decir que no tenía alternativa que sacudirle con la noticia. El plan había sido abrirme camino diplomáticamente y ser yo el que le diera a Elliot la noticia de que su abogado había muerto.

—Disculpe, señor Haller. ¿Ha dicho que el señor Vincent… está muerto?

—Eso es lo que he dicho. Y yo soy su sustituto asignado por el tribunal. ¿Puedo pasar ahora?

—Sí, por supuesto.

Devolví el teléfono y enseguida se abrió la puerta.