El mensaje de Lorna Taylor era breve y conciso. Lo recibí en el momento en que encendí el teléfono después de salir del tribunal y ver cómo condenaban a Edgar Reese a cinco años. Me dijo que acababa de contactar con la secretaria de la juez Holder a fin de obtener la orden judicial que el banco requería antes de poner el nombre de Lorna y el mío en las cuentas bancarias de Vincent. La juez había accedido a redactar la orden y yo podía recorrer el pasillo hasta su despacho para recogerla.
La sala estaba otra vez oscura, pero la secretaria de la presidenta del tribunal estaba en su puesto al lado del estrado. Todavía me recordaba a mi profesora de tercer grado.
—¿Señora Gill? —dije—. Vengo a recoger una orden de la juez.
—Sí, creo que todavía la tiene en el despacho. Iré a mirar.
—¿Hay alguna posibilidad de que pueda entrar y hablar con ella unos minutos?
—Bueno, está con alguien en este momento, pero lo comprobaré.
La señora Gill se levantó y recorrió el pasillo situado detrás de su puesto. En el extremo del mismo estaba la puerta del despacho de la juez y observé que Michaela Gill llamaba una vez antes de que le dieran permiso para pasar. Cuando la secretaria abrió la puerta, vi a un hombre sentado en la misma silla en la que yo me había sentado unas horas antes. Lo reconocí: era el marido de la juez Holder, un abogado de casos de lesiones llamado Mitch Lester. Lo reconocí de la fotografía de su anuncio. Cuando se dedicaba a la defensa penal habíamos compartido en cierta ocasión la contracubierta de las Páginas Amarillas, con mi anuncio en la mitad superior y el suyo en la inferior. Lester no había trabajado en casos penales en mucho tiempo.
Al cabo de unos minutos, la señora Gill salió con la orden judicial que yo necesitaba. Pensaba que esto significaba que no iba a ver a la magistrada, pero la secretaria me dijo que me dejaría pasar en cuanto la juez terminara con su visita.
No era tiempo suficiente para continuar con mi revisión de los archivos que llevaba en la mochila con ruedas, así que paseé por la sala mirando a mi alrededor y pensando en lo que iba a decirle a la juez. En el escritorio vacío del alguacil vi la hoja del calendario de la semana anterior. Conocía los nombres de vanos de los abogados enumerados que tenían hora para vistas de emergencia y pedimentos. Uno de ellos era Jerry Vincent en representación de Walter Elliott. Probablemente había sido una de las últimas comparecencias de Jerry en el tribunal.
Después de tres minutos oí un tono de campana y la señoril Gill me dijo que podía pasar al despacho de la juez.
Cuando llamé a la puerta, fue Mitch Lester quien abrió. Sonrió y me invitó a pasar. Nos estrechamos la mano y remarcó que acababa de enterarse de lo ocurrido a Jerry Vincent.
—Este mundo da miedo —dijo.
—Puede darlo —aseveré.
—Si necesitas ayuda en algo, házmelo saber.
Salió del despacho y yo ocupe el asiento enfrente de la juez.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Haller? ¿Recibió la orden del banco?
—Sí, recibí la orden, señoría. Gracias por eso. Quería ponerle un poco al día y preguntarle una cosa.
La juez se quitó unas gafas de lectura y las dejó sobre la mesa.
—Adelante, pues.
—Bueno, quería hablarle sobre la actualización. Las cosas están yendo un poco lentas porque empezamos sin calendario. Tanto el portátil de Jerry Vincent como su calendario en papel desaparecieron después de que lo mataran. Hemos tenido que elaborar un nuevo calendario después de sacar los casos activos. Creemos que lo tenemos bajo control y, de hecho, acabo de venir de una sentencia en la sala de la juez Champagne en relación con uno de los casos. Así que no nos hemos perdido nada.
La juez no parecía impresionada por los esfuerzos realizados por mi equipo y por mí.
—¿De cuántos casos activos estamos hablando? —preguntó.
—Ah, parece que son treinta y un casos activos, bueno, treinta ahora que me he ocupado de la sentencia. Ese caso está hecho.
—Así pues, diría que ha heredado un bufete próspero. ¿Cuál es el problema?
—No estoy seguro de que haya un problema, señoría. Hasta ahora sólo he tenido una conversación con uno de los clientes activos y parece que voy a seguir siendo su abogado.
—¿Era Walter Elliot?
—Ah, no, todavía no he hablado con él. Tengo previsto hacerlo hoy mismo. La persona con la que he hablado estaba implicada en algo un poco menos serio. Un robo en realidad.
—Bien.
Se estaba impacientando, así que fui al motivo de la reunión.
—Lo que quería preguntar es sobre la policía. Tenía razón esta mañana cuando me advirtió de que me protegiera de la intrusión policial. Cuando fui a la oficina después de salir de aquí, me encontré a un par de detectives examinando los archivos. La recepcionista de Jerry estaba allí, pero no había tratado de impedírselo.
La cara de la juez se puso seria.
—Bueno, espero que usted lo hiciera. Esos agentes deberían habérselo pensado mejor antes de empezar a investigar los archivos de cualquier manera.
—Sí, señoría, se retiraron después de que entré y protesté. De hecho, amenacé con quejarme a usted. Fue entonces cuando retrocedieron.
La juez Holder asintió con la cabeza y su rostro dejó entrever orgullo por el poder que tenía la mención de su nombre.
—Entonces ¿por qué está aquí?
—Bueno, me preguntaba si no debería dejarles volver.
—No le entiendo, señor Haller. ¿Dejar volver a la policía?
—El detective a cargo de la investigación hizo un buen planteamiento. Dijo que las pruebas sugieren que Jerry Vincent conocía a su asesino y que probablemente incluso le dejó acercarse lo suficiente para, bueno, para que le disparara. Mencionó que eso hace que haya muchas probabilidades de que fuera uno de sus propios clientes, y por eso estaban revisando los expedientes buscando potenciales sospechosos cuando llegué yo.
La juez movió una de sus manos en un gesto de desdén.
—Por supuesto que sí. Y también estaban pisoteando los derechos de esos clientes al hacerlo.
—Estaban en la sala de archivos hojeando viejos expedientes. Casos cerrados.
—No importa. Abierto o cerrado, aún constituye una violación del privilegio abogado-cliente.
—Eso lo entiendo, señoría. Pero después de que se hubieran ido, vi que habían dejado una pila de expedientes sobre la mesa. Eran las carpetas que iban a llevarse o que querían examinar con más detenimiento. Las miré y había amenazas en esos expedientes.
—¿Amenazas contra el señor Vincent?
—Sí. Había casos en los que sus clientes no estaban contentos del resultado, ya fuera el veredicto o la resolución o los plazos de encarcelamiento. Había amenazas en cada uno de los casos, y él se las tomó lo bastante en serio para hacer un registro detallado de qué se decía exactamente y quién lo decía. Eso era lo que estaban reuniendo los detectives.
La juez se inclinó y juntó las manos, con los codos apoyados en los brazos del sillón de cuero. Pensó en la situación que le había descrito y me miró a los ojos.
—Cree que estamos obstaculizando la investigación al no permitir que la policía haga su trabajo.
Asentí con la cabeza.
—Me estaba preguntando si habría una forma de servir a ambos lados —dije—. Limitar el daño a los clientes pero dejar que la policía siga la investigación allí donde lleve.
La juez consideró otra vez mi propuesta en silencio y suspiró.
—Ojalá se hubiera quedado mi marido —suspiró la juez finalmente—, valoro mucho su opinión.
—Bueno, yo tenía una idea.
—Por supuesto. ¿Cuál es?
—Estaba pensando que podía investigar yo mismo los archivos y elaborar una lista de las personas que amenazaron a Jerry. Luego podría pasársela al detective Bosch y darle también algunos de los detalles de las amenazas. De esta manera, tendría lo que necesita sin tener los expedientes en sí. Él es feliz, yo soy feliz.
—¿Bosch es el detective al mando?
—Sí, Harry Bosch. Está en Robos y Homicidios. No recuerdo el nombre de su compañero.
—Ha de entender, señor Haller, que, aunque sólo le dé a este detective Bosch los nombres, estará quebrantando la confidencialidad del cliente. Podrían inhabilitarlo por ello.
—Bueno, estuve pensándolo y creo que hay una salida. Uno de los mecanismos de liberación del vínculo de confidencialidad del cliente es en el caso de la amenaza a la seguridad. Si Jerry Vincent sabía que un cliente iba a ir a matarlo anoche, podría haber llamado a la policía y haberles dado el nombre del mismo. No habría cometido ninguna infracción con ello.
—Sí, pero lo que está considerando aquí es completamente diferente.
—Es diferente, señoría, pero no completamente. El detective del caso me dijo que es altamente probable que la identidad del asesino de Jerry Vincent esté contenida en los archivos de Jerry. Aquellos archivos son ahora míos, así que la información constituye una amenaza para mí. Cuando salga y empiece a reunirme con estos clientes, podría estrecharle la mano al asesino sin saberlo siquiera. Si lo sumamos todo, me siento en peligro, señoría, y entiendo que eso justifica la liberación del vínculo de confidencialidad.
La juez asintió otra vez con la cabeza y volvió a ponerse las gafas. Se inclinó y levantó un vaso de agua que me había tapado su ordenador de sobremesa.
Después de beber del vaso, habló.
—Muy bien, señor Haller. Creo que si examina los archivos como ha sugerido, entonces estará actuando de un modo apropiado y aceptable. Me gustaría que presentara un pedimento ante este tribunal que explique sus acciones y la sensación de amenaza que siente. Lo firmaré y sellaré y con un poco de suerte será algo que nunca verá la luz del día.
—Gracias, señoría.
—¿Algo más?
—Creo que eso es todo.
—Entonces que tenga un buen día.
—Sí, señoría. Gracias.
Me levanté y me dirigí hacia la puerta, pero en ese momento recordé algo y me volví a mirar delante del escritorio del juez.
—¿Señoría? Olvidé algo. He visto fuera su calendario de la semana pasada y me he fijado en que Jerry Vincent vino por el caso Elliot. No he revisado el archivo de casos a conciencia, pero ¿le importa que le pregunte el motivo de la comparecencia?
La juez tuvo que pensar un momento para recordar la comparecencia.
—Fue un pedimento de emergencia. El señor Vincent vino porque el juez Stanton había revocado la fianza y ordenado el ingreso en prisión preventiva del señor Elliot. Contuve la revocación.
—¿Por qué la revocaron?
—El señor Elliot había viajado a un festival de cine en Nueva York sin permiso. Era una de las condiciones de la fianza. Cuando el señor Golantz, el fiscal, vio en la revista People una foto de Elliot en el festival, pidió al juez Stanton que revocara la fianza. Obviamente no le hacía ninguna gracia que esta se hubiera admitido en primera instancia. El juez Stanton la revocó y entonces el señor Vincent acudió a mí para un dictamen de emergencia sobre la detención y encarcelación de su cliente. Decidí dar al señor Elliot una segunda oportunidad y modificar su libertad obligándolo a llevar un GPS en el tobillo. Pero puedo asegurarle que el señor Elliot no tendrá una tercera oportunidad. Téngalo en cuenta si lo retiene como cliente.
—Comprendo, señoría, gracias.
Asentí y salí del despacho agradeciendo a la señora Gill al atravesar la sala.
Todavía tenía la tarjeta de Harry Bosch en el bolsillo. La saqué mientras descendía en el ascensor. Había metido el Lincoln en un aparcamiento de pago en el Kyoto Grand Hotel y tenía que caminar tres manzanas, lo cual me llevaría hasta al lado del Parker Center. Llamé al móvil de Bosch cuando me encaminaba a la salida del tribunal.
—Soy Bosch.
—Soy Mickey Haller.
Hubo vacilación. Pensé que quizá no reconocía mi nombre.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó finalmente.
—¿Cómo está yendo la investigación?
—Va yendo, pero nada de lo que pueda hablar con usted.
—Entonces iré al grano. ¿Está en el Parker Center ahora mismo?
—Exacto, ¿por qué?
—Voy para allá desde el tribunal. Reunámonos delante del monumento.
—Mire, Haller. Estoy ocupado. ¿Puede decirme de qué se trata?
—No por teléfono, pero creo que le valdrá la pena. Si no está allí cuando yo llegue, entonces habrá perdido la oportunidad y no le molestaré más.
Colgué el teléfono antes de que pudiera responder. Tardé cinco minutos en llegar al Parker Center a pie. El lugar estaba en los últimos años de vida, pues su sustituto se estaba construyendo a una manzana de Spring Street. Vi a Bosch de pie al lado de la fuente que formaba parte del monumento a los oficiales caídos en acto de servicio. Vi finos cables blancos que iban de sus oídos al bolsillo de su chaqueta. Me acerqué y no me molesté en darle la mano ni saludarle de ninguna otra manera. Se quitó los auriculares y se los metió en el bolsillo.
—¿Desconectándose del mundo, detective?
—Me ayuda a concentrarme. ¿Hay algún motivo para esta reunión?
—Después de que se marchó de la oficina hoy miré los archivos que había apilado en la mesa de la sala de archivos.
—¿Y?
—Y entiendo lo que está tratando de hacer. Quiero ayudarle, pero quiero que comprenda mi posición.
—Le entiendo, abogado. Ha de proteger esos expedientes y al posible asesino que se esconde en ellos porque esas son las reglas.
Negué con la cabeza. Ese tipo no quería ponerme fácil que le ayudara.
—Le diré qué haremos, detective Bosch. Pase por mi oficina mañana por la mañana a las ocho en punto y le daré lo que pueda darle.
Creo que la oferta le sorprendió. Se quedó sin respuesta.
—¿Vendrá? —pregunté.
—¿Cuál es la trampa? —preguntó enseguida.
—No hay trampa. Pero no se retrase. Tengo una entrevista a las nueve y después de eso probablemente estaré en la calle para hablar con clientes.
—Estaré allí a las ocho.
—Muy bien, pues.
Estaba listo para irme, pero él no parecía estarlo.
—¿Qué pasa? —inquirí.
—Iba a preguntarle algo.
—¿Qué?
—¿Vincent tenía casos federales?
Lo pensé un momento, recapitulando lo que sabía de los archivos. Negué con la cabeza.
—Todavía lo estamos revisando todo, pero no lo creo. Era como yo, le gustaba ceñirse a tribunales del estado. Es una cuestión de números: más casos, más cagadas, más agujeros por los que colarse. A los federales les gusta arreglar la baraja. No les gusta perder.
Pensé que podría tomárselo como una cuestión personal. Pero había pasado de eso y estaba encajando alguna pieza. Asintió.
—Vale.
—¿Es todo? ¿Es todo lo que quería preguntarme?
—Es todo.
Esperé alguna explicación más, pero no me la dio.
—Muy bien, detective.
Le tendí la mano con torpeza. Él la estrechó y pareció sentirse igual de torpe al respecto. Decidí hacer una pregunta que había estado guardándome.
—Eh, hay una cosa que yo también quería preguntarle.
—¿Qué es?
—No lo pone en su tarjeta, pero he oído que su nombre completo es Hieronymus Bosch. ¿Es cierto?
—¿Qué pasa?
—Sólo me preguntaba cómo es que tiene un nombre así.
—Mi madre me lo puso.
—¿Su madre? Bueno, ¿qué opinaba su padre al respecto?
—Nunca se lo pregunté. Ahora he de volver a la investigación, abogado. ¿Hay algo más?
—No, eso es todo. Sólo tenía curiosidad. Le veré mañana a las ocho.
—Allí estaré.
Lo dejé allí de pie junto al monumento y me alejé. Me dirigí calle abajo, sin dejar de pensar en por qué me había preguntado si Jerry Vincent tenía algún caso federal. Cuando doblé a la izquierda en la esquina, miré por encima del hombro y vi a Bosch de pie junto a la fuente. Me estaba observando. No apartó la mirada, pero yo sí lo hice y seguí caminando.