La mejor forma de concluir esta edición de La ética de la libertad consiste indudablemente en describir la evolución del movimiento libertario con posterioridad a la publicación de la edición originaria en 1982. Esta historia trazará por una parte el desarrollo de la teoría y, por otra, su difusión en el mundo intelectual y, por ende, en las instituciones humanas.
Semejante historia no puede ignorar el acontecimiento más sorprendente e increíble del siglo XX: el derrumbe revolucionario y la «implosión» del social-comunismo en la Unión Soviética y en la Europa del Este. Esta Revolución de 1989-90 es incontestablemente un «momento revolucionario» de la Historia. En general, las instituciones sociales y políticas se nos presentan como inmutables, de tal suerte que los diversos cambios se producen sólo por microetapas progresivas, prácticamente imperceptibles. Y de pronto, cuando las esperanzas (o los temores) de la revolución parecen ser un sueño utópico o romántico, ¡zas!, estalla la revolución. Una característica de este tipo de revolución es la aceleración incontrolada del calendario de la historia, con unos cambios inimaginables varios meses antes. El papel de los actores individuales se transforma a ojos vistas, como sucedió en tiempos de la Revolución francesa, y un revolucionario de vanguardia que se habría contentado con permanecer en sus posiciones acabará por convertirse al cabo de algunos meses en un empedernido reaccionario. Y así, en esta revolución de 1989-90 vemos cómo Gorbachov, que poco antes aparecía como la punta de lanza de la revolución radical, se resistía tenazmente a las presiones en pro de la privatización y la economía de mercado.
Esta revolución ha aportado una fulgurante luz a la posición libertaria que vengo defendiendo desde hace muchos años: a la larga, la victoria será nuestra. Mi actitud se apartaba particularmente del pesimismo que caracteriza al movimiento conservador americano que, desde 1945 a 1989, basaba el anticomunismo agresivo de su política exterior en el supuesto siniestro de que cuando un país cae en el comunismo se pierde para siempre en el agujero negro de la historia. Pero la Revolución de 1989 demuestra que Orwell estaba equivocado: el estoque dejará algún día de golpear el rostro del hombre, y el espíritu de libertad arde con tanta fuerza en su pecho que ningún lavado de cerebro, ningún totalitarismo pueden apagarlo.
El error corolario de los conservadores fue su incapacidad para comprender la gran lección profética que Ludwig von Mises dio en 1920: al margen de la buena voluntad y competencia del Planificador, el socialismo es incapaz de captar la realidad presente y su evolución, puesto que su propia naturaleza le impide conocer los costes y ganancias, los beneficios y las pérdidas. Al suprimir los derechos de propiedad privada, hace imposible que se formen los precios de mercado que reflejan la escasez de los medios de producción (especialmente en el mercado bursátil, donde se intercambian los títulos de propiedad de estos medios de producción). Mises lo había anunciado: es literalmente imposible hacer que así funcione una economía moderna —advertencia que le valió ser ridiculizado durante decenios, hasta que los acontecimientos le dieron espectacularmente la razón—. Signo de los tiempos: el economista Robert Heilbroner, marxista inveterado, acaba de arrojar la toalla al reconocer: «Por supuesto, Mises tenía razón»[1].
Uno de los aspectos más sorprendentes —y reconfortantes— de la revolución en Europa del Este es que sus actores no sólo reclaman la libertad de palabra y la democracia, sino también la eliminación total del socialismo, mediante un «tratamiento de choque» radical: privatización de los medios de producción, creación de mercados bursátiles, monedas dignas de este nombre, libertad de contratos y de empresa. Esta aspiración se manifiesta en Hungría, en Checoslovaquia, en Polonia e incluso en los países bálticos.
Estos acontecimientos revelan un tercer error del conservadurismo: su hostilidad inspirada en los resultados más bien pobres de la Revolución francesa y el desastre de la revolución comunista en el siglo XX. Pero siempre que se va en la buena dirección, la de la libertad, ¿por qué no reconocer que la rapidez triunfa sobre el gradualismo, la «reforma por etapas» y todas las buenas razones que se aducen para hacer muy poco o más bien nada en absoluto? A pesar de la confusión que inevitablemente acompaña siempre a los cambios radicales, es siempre preferible eliminar un sistema perverso de represión, de estatismo y de crimen organizado. Es preferible écraser l’infâme de una vez por todas que permitirle sobrevivir reprimiendo la libertad y la prosperidad.
Otro rasgo sorprendente de la revolución de 1989: se ha producido casi sin violencia contra la casta comunista en el poder. Jamás pensé que la no-violencia pudiera ser eficaz para el triunfo de una revolución, excepto en situaciones en que el pueblo comparte un fuerte sentimiento religioso, como fue el caso en la India de Gandhi, o la revolución chiíta de 1979 en Irán (que apenas produjo violencia antes de llegar al poder). Los marxistas han explicado siempre que las revoluciones se producen cuando una parte sustancial de la clase dirigente pierde el deseo de gobernar. Es claro que la revolución de 1989 fue preparada por una pérdida casi total y universal de la fe en la ideología marxista-leninista. Esta pérdida de fe fue facilitada por el hecho de que tras la desaparición de la generación que había hecho la Revolución de 1917, las generaciones siguientes, educadas en el sistema, no podían evidentemente compartir el mismo fervor revolucionario. Al tiempo que el sistema funcionaba cada día un poco menos, incluso respecto a su propio objetivo de construcción de la colectividad socialista moderna, la fe en la ideología se iba perdiendo, hasta que la brutalidad de la crisis económica hizo que todos —desde la élite dirigente a la base— rechazaran el sistema. Cuando todos comprendieron que los demás pensaban lo mismo, resultaba fácil empujar una puerta abierta.
Ahora que las ideas de libertad natural y, esperémoslo, las instituciones apropiadas tienen el viento en popa en el antiguo «bloque socialista», ¿qué sucede en Occidente, entre los «vencedores» de la guerra fría? La situación no es brillante en absoluto. Evidentemente, tras el derrumbamiento del bloque socialista, nadie en Estados Unidos, sea cual fuere su posición en el abanico ideológico, habla ya de «socialismo» o de «planificación central» y todos pagan al menos un tributo verbal a la importancia del «mercado». Pero si bien el «socialismo» y la «planificación central» han muerto, no puede decirse lo mismo, sino al contrario, del estatismo y el intervencionismo. La idea dominante es que debe preservarse la cáscara del mercado paralizándole cada vez más en nombre de una plétora de objetivos intervencionistas.
Esta nueva amenaza no siempre se manifiesta en el ámbito de la producción comercial en sentido estricto, aunque con frecuencia cada vez mayor se oyen llamadas a «re-reglamentar» amplios sectores de la economía. El desastroso fracaso de las cajas de ahorros americanas, cuyo salvamento costará cientos de millones de dólares a los contribuyentes (y la estimación aumenta de mes en mes…), se atribuye mecánicamente a la «desreglamentación» y al «clima de lucro» de la época Reagan, mientras que el verdadero culpable es el sistema estatizado de seguro de depósitos, utilizado como sostén obligatorio del sistema bancario de reserva fraccionaria, por naturaleza insolvente.
El analfabetismo financiero de los hombres de Estado ha permitido a una coalición de demagogos estatistas y de dirigentes de empresa ávidos de monopolios que se condene a graves penas de multas y prisión al financiero Michael Milken, así como a otros operadores y banqueros, por pretendidos delitos de «información privilegiada» (es decir, por haberse aprovechado de su mejor conocimiento del mercado, que es lo característico de todo empresario eficaz). Su verdadero «crimen» consistió en haber inventado y puesto en práctica un nuevo medio para financiar las OPAs, haciendo así fracasar una reglamentación que incrementaba sin cesar su coste con el único fin de proteger a los mediocres gestores del establishment contra el control de sus accionistas.
Sin embargo, la verdadera amenaza intervencionista no se apoya directamente en «argumentos económicos»: hoy viene sobre todo de izquierdistas «sociales» que invocan la «moral» más bien que la «economía», si bien las medidas que preconizan tienen desastrosas consecuencias económicas. Es lamentable que frente a ellos los economistas «liberales», que han proliferado desde hace diez años en las universidades, los institutos de investigación y la administración federal, sólo sepan responder —como casi todos los economistas desde Ricardo— con argumentos productivistas y utilitaristas.
Desde hace décadas, los economistas «liberales», utilitaristas o positivistas evitan emplear argumentos morales, ya sea por la razón (falsa) de que la ciencia debe estar al margen de los valores y porque, como sabios, no pueden aventurarse en el discurso ético, ya sea porque están convencidos de que los argumentos «morales» son «no racionales», es decir, «irracionales», por lo que no pueden convencer a nadie. Sin embargo, es evidente para cualquier observador imparcial que esos argumentos morales se emplean de hecho ampliamente y convencen a muchos, al margen de lo que puedan pensar los positivistas y utilitaristas. Mejor dicho: después de oír una buena explicación utilitarista, tal vez se conceda: «Está bien», para volver inmediatamente a las propias ocupaciones sin pensar más en ello, mientras que un individuo convencido por argumentos morales se convertirá en un defensor, e incluso en un militante, de la causa de la libertad.
Una gran parte de la Ética de la libertad se ocupa de fundamentar una doctrina de la libertad basada en la moral y en los derechos de propiedad.
Sostengo que ninguna defensa de política pública, por más «científica» que se considere, puede ignorar los juicios de valor: nadie puede evitar adoptar una posición moral. De ahí que sea preferible declarar abiertamente la ética elegida en lugar de contrabandear fraudulentamente entre las hipótesis implícitas del propio análisis juicios de valor circunstanciales aceptados acríticamente.
Debido al abandono del campo de la ética por parte de los «liberales», el terreno de la moral ha sido invadido por la nueva ralea izquierdista y estatista, que dispensa sin pudor sus elogios y vituperios sin que sus adversarios puedan ofrecerles respuestas convincentes. Frente a la propuestas intervencionistas, por más extravagantes que sean, conservadores y liberales sólo pueden mencionar débilmente lo desorbitado de su coste económico, combate de retaguardia condenado al fracaso. Por su parte, los estadistas presentan sus propuestas comenzando por compromisos sobre su financiación, después dan a sus programas una amplitud cada vez mayor al hilo de los años, con el consiguiente incremento de los costes. Fue así, por lo demás, como en el siglo XIX los liberales clásicos fueron abandonando el terreno de la moral a sus adversarios socialistas en pleno auge: admitían que el socialismo es una «teoría», pero inaplicable «en la práctica». Los socialistas sólo tenían que responder: «Dadnos una oportunidad, dejadnos un país, y veremos si lo que llamáis una ‘teoría moral maravillosa’ puede o no funcionar». Hasta los años treinta, el comunismo soviético era denominado «la gran experiencia social» por los compañeros de viaje occidentales. Han sido precisos casi ochenta largos años de catástrofes para enterrar esta experiencia, reconocer su fracaso, y tratar de salir de sus escombros.
Más precisamente, hay tres grandes campos en los que el estatismo de izquierda, por los menos en Estados Unidos, ha ocupado las posiciones de la moral y ha comenzado a abrirse paso, sin oposición apreciable de los intelectuales y otras clases creadoras de opinión. Acusando sucesivamente a todo adversario de extremismo, de intolerancia, de egoísmo y de incultura, los estatistas han logrado confinar toda oposición a grupos de marginalidad sin apenas importancia.
Veamos estos tres campos predilectos de la amenaza estatista.
Podemos denominar el primero «el igualitarismo comunitario». Según una ideología que el escritor Joseph Sobran califica de «victimología oficial», se designa a algunos grupos de individuos como Víctimas de Estado, podríamos decir «Víctima a la carta». Se considera que estos grupos, cada vez más numerosos, son, o han sido, víctimas de otros grupos llamados Opresores oficiales. De ahí que el deber del Estado consista en derramar riquezas, empleos, puestos y privilegios innumerables sobre esas Víctimas, a cargo, por supuesto, de los pretendidos Opresores. Se trata de una forma particularmente grotesca de reparación o compensación, ya que los «Opresores» no han causado personalmente ningún perjuicio a nadie y las «Víctimas» jamás han sufrido por culpa de ellos. Privilegios y penalidades se distribuyen con el único pretexto de que grupos similares podrían haber sido víctimas u opresores en el pasado —un pasado a veces muy lejano—. Por encima del mercado, jamás se hace mención de una fecha en la que cesarían estas «reparaciones», aparentemente destinadas a perpetuarse indefinidamente, o por lo menos hasta que la comunidad de Víctimas sea declarada en todo «igual» a la de los Opresores.
Puesto que es la «nueva clase dirigente» la que debería hacer esta declaración, y se halla instalada en un sistema de redistribuciones masivas, reteniendo de paso bonitos porcentajes por su gestión, se puede temer que el parte de victoria final jamás se publicará.
En la actualidad, el conjunto de Víctimas oficiales comprende*: los negros, los judíos, los Asiáticos, las mujeres, los jóvenes, los viejos, los «sin casa», los homosexuales y —última categoría— los «disminuidos». Lo cual permite identificar a los Opresores como los blancos varones, de mediana edad, heterosexuales, cristianos, no disminuidos y que disfrutan de una morada.
La segunda amenaza consiste en todo ese conjunto de medidas que suelen catalogarse bajo la rúbrica de «medio ambiente». Cuando este libro se publicó en 1982, la principal preocupación era la polución del aire y del agua. Junto con otros economistas, demostré entonces que la polución es consecuencia del rechazo obstinado de los tribunales del Estado a hacer respetar los derechos de propiedad, y que el problema quedaría resuelto si esos derechos sobre el aire y el agua se definieran rigurosamente[2].
Pero desde 1982 ha resultado evidente que los ecologistas no se preocupan en absoluto de este tipo de soluciones cuando se trata de problemas de polución, ni de la preservación de especies animales en peligro de extinción, ni de ningún otro tipo de problemas. Les inspira una ideología literalmente hostil a la especie humana, cercana a las religiones paganas o panteístas y que considera al hombre como la entidad más baja y despreciable de la naturaleza. Por el contrario, todas las otras entidades del mundo —animales, plantas, insectos, árboles e incluso las playas y las rocas— tendrían derechos superiores a los de la humanidad. La idea fundamental es que antes de la llegada del Hombre, todos los animales, plantas, piedras, etc., se hallaban en «equilibrio ecológico»: el mundo vivía en un estado apacible y armonioso, según la metáfora de los círculos inmutables. Pero de pronto apareció el Hombre, el destructor. A diferencia de otros seres o criaturas de la naturaleza, el Hombre no estaba limitado ni determinado por su medio. Se puso, ¡oh drama!, a cambiarlo y transformarlo, según la metáfora de la línea recta. De tal modo que el ecosistema, el «medio ambiente», quedó trágica e irreversiblemente alterado y desequilibrado. Lo que los ecologistas se proponen es restablecer el orden del mundo devolviéndolo a su estado anterior al hombre, o por lo menos hacer todo lo posible en tal sentido: en una palabra, dificultar, si no interrumpir, la producción y el consumo, por no hablar del desarrollo y el crecimiento. Todo el ecologismo actual se basa en esta doctrina perversa y antihumana, lo cual se manifiesta particularmente en los trabajos de los «ecologistas profundos», como el filósofo noruego Arne Naess, y, en los Estados Unidos, el movimiento «Earth First!».
La interminable letanía de postulados histéricos y pseudocientíficos de los últimos años —el «calentamiento de la atmósfera» (tras la «nueva era glaciar»), el «agotamiento de las riquezas naturales», la lluvia ácida, el agujero de ozono, la pretendida «crisis de la energía», los lamentos sobre los bosques seculares, el caribú y la lechuza moteada, la exclusividad que ciertos medios dan a un puñado de científicos izquierdistas ávidos de publicidad, al tiempo que ignoran a los sabios auténticos y escrupulosos— todas estas quimeras y todas estas mentiras no son más que armas de combate en la guerra de los ecologistas contra la producción y el consumo humanos, y sobre todo contra los elementos del «confort burgués» que sacan de quicio a los ecologistas, como los grandes automóviles «devoradores de gasolina», los abrigos de pieles, el aire acondicionado, los recipientes de plástico, los aerosoles para lacas del pelo o los desodorantes.
Como toda moral auténtica debe basarse en la felicidad y el desarrollo de la humanidad, produce exasperación ver cómo estos ecologistas, cuya ambición es profundamente antihumana, ocupan el campo de la moral con toda impunidad.
El tercer elemento de esta trinidad profana es una nueva variante del puritanismo de izquierda. Como el viejo puritanismo, el nuevo trata de privar al hombre del placer, con la diferencia de que la nueva variedad tiene objetivos más amplios que la antigua, que sólo se ocupaba del amor físico. Hoy son todas las formas del placer declaradas «peligrosas para la salud» en cualquier grado, las que son objeto de prohibición. Lo que el nuevo puritanismo parece perseguir es poner fuera de la ley todas las actividades que no son oficialmente «buenas para usted», o que implican el menor elemento de riesgo. De donde la actual histeria antitabaco, con diversas formas de represión exigidas por los reformistas izquierdistas, desde el ostracismo mundano a las prohibiciones reglamentarias e institucionales. Fumar en público está casi por doquier prohibido por la ley, lo mismo que la publicidad sobre cigarrillos en radio y televisión. La prohibición del alcohol retorna vigorosamente con la prohibición de vender bebidas alcohólicas a menores de 21 años, o conducir un automóvil después de haber bebido un vaso de alcohol. Es bien conocida la criminalización histérica del uso de productos farmacéuticos arbitrariamente llamados «drogas», y los Estados Unidos han conseguido, de grado o por fuerza, implicar a otros países en su «cruzada antidroga» evidentemente vana y destructora.
Al mismo tiempo, se prohíben toda clase de aditivos para los alimentos, so pretexto de que dosis masivas de estos aditivos administrados durante años a las ratas les habrían producido cáncer. La propaganda masiva de los políticos contra todo riesgo y a favor de la «forma» muestra que el ideal del puritanismo actual es un hombre, o una mujer, que sólo come productos declarados «sanos» oficialmente, preferentemente insípidos, y pasa todo su tiempo ocupado en «entrenarse» con máquinas. Preferentemente en casa, ya que todo lo que un ser humano hace fuera puede «atentar contra el medio ambiente». Por lo demás, este hombre no podrá comer ni consumir mucho por temor a acarrear nuevos atentados contra ese medio ambiente.
El nuevo puritanismo se lleva bien con la victimología oficial, ya que se sirve de una censura social, e incluso legal, contra ciertas investigaciones científicas, o la expresión de opiniones que podrían, en la terminología oficial, «chocar» contra, o simplemente «desconocer», la sensibilidad de las comunidades de víctimas. La prohibición llega incluso a proscribir explícitamente practicar el humor, e incluso el ingenio, a costa de ellas. En Estados Unidos, como consecuencia de estas presiones, la palabra y el escrito se hacen cada vez más afectados y melindrosos, sensiblemente más graves, solemnes y aburridos, y todos tratan de evitar la expresión de cualquier opinión que no encaje en el Nuevo Pensamiento Oficial. Las expresiones atrevidas, en la discusión o en los escritos, sólo se permiten socialmente si se dirigen contra el macho blanco, cristiano, etc. El Opresor.
En este caso, se considera como la legítima expresión de una rebelión justa contra siglos de tiranía. Por el contrario, toda manifestación de irritación, e incluso toda franqueza o rasgo de espíritu, respecto a las Víctimas ha sido eliminado de los medios respetables. Más aún, en las Universidades semejante comportamiento es, al pie de la letra, un motivo de expulsión —como ya lo ha sido, en la Universidad de Connecticut, el crimen «de reírse de forma inadecuada»—. Si no se expulsa a estos estudiantes criminales, se les envía a «clase de reeducación», referencia terrorífica, y acaso involuntaria, de los viejos centros de reeducación soviéticos.
Espero que los franceses o los españoles no sean víctimas de este puritanismo de izquierda; al menos no puedo imaginarme que abandonen los cigarrillos y el vino para lograr la perfección cardiovascular.
Pasemos ahora del campo de las instituciones y de la opinión al de la teoría. Actualmente, algunos economistas y filósofos muestran un interés creciente, y reconfortante, por el pensamiento libertario. La Escuela Austriaca de Economía ha experimentado un gran desarrollo, sobre todo después de la creación del Instituto Ludwig von Mises en la Auburn University, cuyas publicaciones y conferencias obtienen un gran éxito, y que edita la Review of Austrian Economics. En Gran Bretaña, la economía austriaca y la teoría política libertaria son actualmente consideradas como repetables en su propio campo, de suerte que los manuales no sesgados las tratan objetivamente, como corrientes importantes entre otras escuelas de pensamiento. En Estados Unidos, no ocurre aún así, tal vez porque la ortodoxia dominante está mejor instalada o es más agresiva.
Como hemos visto, los economistas liberales permanecen atascados en su pretensión de neutralidad frente a los valores, aunque algunos, como el Premio Nobel James Buchanan, han derivado cautamente hacia una forma de contractualismo que les permite mantener su pose de neutralidad frente a los valores al tiempo que admiten los contratos celebrados voluntariamente por otros. Por desgracia, concretamente en el caso de Buchanan, este contractualismo ha tomado la forma de un utilitarismo cínico al estilo de Hobbes, en lugar de apuntar hacia el establecimiento de los derechos de propiedad al estilo de Locke. Por lo demás, en Europa y en Estados Unidos, la filosofía social de los liberales ha emprendido ampliamente las oscuras vías de Friedrich Hayek, con todo lo que ello implica de confusión sobre las «normas espontáneas» y la tradición. Hayek es el ejemplo palmario de alguien que ha tratado de fundar el liberalismo en algo distinto del mero utilitarismo, al tiempo que no cree en la posibilidad de una ética racional ni de una ética revelada. De donde la interminable búsqueda infructuosa de un sustituto que, en Los fundamentos de la libertad**, toma la forma de normas generales y uniformes enunciadas por su mera generalidad y uniformidad, al margen de todo contenido. En las últimas obras de Hayek, este ideal se ha trocado en la ratificación de todas las reglas, sean las que fueren, adoptando la posición ultratradicionalista según la cual «todo lo que dura en el tiempo es bueno». Y no sólo bueno: como Hayek se imagina que la razón humana es incapaz de definir las reglas éticas y políticas (e incluso incapaz de hacer cualquier otra cosa), es preciso obedecer sin examen y sumisamente las normas producidas por la evolución espontánea. Es evidente que esta posición no es satisfactoria ni libertaria: en definitiva, el asesinato y el pillaje existen desde la noche de los tiempos, y puesto que podemos decir que han sobrevivido a la «selección natural», histórica, ¿en nombre de qué se los podría combatir, sin hablar incluso de eliminarlos?
En Estados Unidos, entre los filósofos profesionales, la publicación en 1974 del libro de Robert Nozick, Anarchy, State, and Utopia, tuvo un efecto liberador sobre la disciplina. El gran éxito que la obra tuvo entre los universitarios, acentuado por el prestigio del puesto de profesor en Harvard de su autor, puso de moda entre los intelectuales por primera vez desde hacía decenios la discusión sobre los derechos, las libertades y los problemas correspondientes. De este modo, Nozick permitió una ruptura decisiva con la tradición positivista-analítica que hasta entonces había dominado en Estados Unidos, excluyendo de la filosofía el estudio de estas cuestiones como «carentes de sentido» y relegándolas despectivamente a los departamentos de literatura o teología. Los filósofos se sintieron de pronto autorizados a escribir artículos o tesis doctorales sobre estos temas sin que fueran expulsados de la profesión por charlatanes.
Sin embargo, el contenido del libro de Nozick no aportaba nada especialmente nuevo a la teoría libertaria. Además de su justificación errónea y contradictoria del Estado mínimo (véase el capítulo XXIX de este libro), Nozick se limita a «suponer la existencia» de los derechos sin esforzarse lo más mínimo en demostrarla, y en lugar de analizar y desarrollar sistemáticamente los derechos libertarios, su libro se pierde en diversas digresiones, tangentes y enigmas que reflejan las debilidades y las fuerzas de su forma de espíritu: le fascina su exposición de virtuosismo técnico, en lugar de buscar la verdad de manera coherente.
Mientras que su estilo podía garantizarle el éxito entre los filósofos, paradójicamente, Anarquía, Estado y Utopía no ha dejado huella duradera en este campo. Sin duda porque, mientras se multiplicaban comentarios y críticas del libro en las revistas de filosofía y ciencias políticas, el propio Nozick no se dignaba responder ni a las críticas ni a los comentarios. Este silencio, que le reprocharon muchos de sus colegas, impidió que las teorías de Nozick tuvieran arraigo duradero en la profesión. Por lo demás, a falta de una continuidad en el diálogo y el razonamiento, no podía Nozick tener ni escuela ni sucesores.
La razón del silencio de Nozick es clara para quien ha seguido su carrera: después de escribir una obra, Nozick se vuelve hacia centros de interés totalmente diferentes, sin vínculo alguno entre ellos, de forma que le resulta totalmente imposible crear una escuela de pensamiento.
Finalmente, en su último libro, The Examined Life***, Nozick abandona explícitamente a los libertarios con sus consideraciones neobudistas, vagas y declamatorias (aunque técnicas) sobre el sentido de la vida. Este libro le ha valido sarcasmos unánimes, tanto entre los filósofos como fuera de la profesión. Significativamente, Nozick sacrifica la libertad en beneficio del Estado-providencia y del orden moral, sin preocuparse de explicar por qué ni de ofrecer una refutación crítica de su postura anterior. Sin embargo, considerando el contenido de Anarquía, Estado y Utopía, así como su obra ulterior, no creo que la defección de Nozick represente una gran pérdida para los libertarios.
Mientras tanto, y en gran parte gracias a la puerta abierta por Nozick, ha habido una verdadera floración de la filosofía libertaria. David Gauthier, Jan Narveson, Loren Lomasky, Henry Veatch, Eric Mack, Douglas Den Uyl, Douglas Rasmussen, el prolífico Tibor Machan y el eminente jurista Richard Epstein no han cesado de escribir a favor de una teoría libertaria basada en los derechos. Lamentablemente, Gauthier y Narveson son contractualistas; Lomasky cree en los «derechos a», por lo que difícilmente puede ser tomado como libertario; Veatch es un excelente defensor de los derechos, pero no pasa de ser un simpatizante del pensamiento libertario. Epstein acaba cediendo sobre los derechos y cae en el utilitarismo. Mack, Den Uyl, Rasmussen y Machan son neorandianos [discípulos de Ayn Rand] y, como yo mismo, aristotélicos en filosofía fundamental y lockianos en política. Es una pena que todos ellos se aferren al Estado mínimo.
Estos autores, y muchos otros, aportan una contribución significativa a la literatura libertaria. Sin embargo, a todos ellos, ya sean utilitaristas, contractualistas, lockianos o cualquier otra cosa, les reprocharía que pasan la mayor parte de su tiempo tratando de establecer los fundamentos intelectuales de los derechos. Es un campo fascinante y esencial, pero a fuerza de filosofar sobre los fundamentos, descuidan las aplicaciones concretas de lo que es, o debería ser, el derecho de propiedad de cada persona, y de lo que debería considerarse como un delito o un crimen contra estos derechos.
Tal es precisamente lo que se propone La ética de la libertad. En una sociedad libre, ¿quién es propietario de qué, y cómo se decide semejante posesión? ¿Cuáles son las implicaciones de la posesión de sí, o las de la primera apropiación de recursos naturales no utilizados todavía? ¿Y cuáles son las implicaciones de estos derechos de propiedad en el ámbito —y sobre la existencia misma— del Estado? Lamento tener que decir que ninguno de los autores mencionados anteriormente ha intentado ni siquiera examinar o responder a estas preguntas. Así, ninguno de ellos ha seguido las huellas de pensadores políticos tales como Locke o Herbert Spencer.
A pesar de la aparición de todos estos textos libertarios en el curso del último decenio, queda mucho por hacer en orden a desarrollar la teoría libertaria y sus aplicaciones. Y más aún, por supuesto, para difundir las ideas libertarias y encarnarlas en las instituciones por todo el mundo.
MURRAY N. ROTHBARD
Las Vegas, Nevada, octubre de 1990