CAPÍTULO 7

LAS RELACIONES INTERPERSONALES: LOS INTERCAMBIOS VOLUNTARIOS

Ha llegado ya el momento de introducir nuevos personajes en la idílica escena robinsoniana, es decir, de ampliar nuestro análisis a las relaciones interpersonales. El problema no consiste, en lo que atañe a nuestro estudio, simplemente en que aparezcan más personas: después de todo, podríamos postular un mundo con un millón de Crusoes en un millón de islas desiertas, de modo que no tuviéramos necesidad de ampliar ni un palmo el análisis. El problema está en el estudio de las interacciones de estas personas. Viernes, por ejemplo, podría haber desembarcado en la otra punta de la isla y haber entrado en contacto con Crusoe, pero también podría haber tocado tierra en una isla diferente y construir después un bote con el que trasladarse hasta la otra.

La economía ha revelado una gran verdad acerca de la ley natural de las interacciones humanas: que para la supervivencia y la prosperidad del hombre tiene importancia no sólo la producción sino también el intercambio. En suma, que Crusoe puede, en su isla o en una parte de ella, pescar peces, y Viernes, en la suya, cultivar trigo, en vez de esforzarse ambos en producir los dos bienes. Al intercambiar un lote de peces de Crusoe por un lote del trigo de Viernes, ambos pueden el uno conseguir una mayor cantidad de peces y el otro una mayor cantidad de grano[1]. Este aumento de la ganancia para cada uno de los dos es posible en virtud de dos hechos fundamentales de la naturaleza —leyes naturales— sobre los que se basan todas las teorías económicas: a) la gran variedad de habilidades y de intereses de unos y otros individuos, y b) la variedad de recursos naturales en las diferentes áreas geográficas. Si todas las personas tuvieran unas mismas capacidades y unos mismos intereses en todas las materias, y si todas las áreas del planeta fueran homogéneas, no habría lugar para trueques. Pero en el mundo, tal como es, la oportunidad de especializarse en los mejores usos posibles para la tierra y para las personas permite establecer intercambios que multiplican de manera vasta e inmensa y aumentan la producción y los niveles de vida (satisfacción de las necesidades) de todos cuantos pueden participar en ellos.

Si alguien desea comprender las cosas de que nos hacemos dueños mediante los procesos de intercambio, bastaría con considerar lo que sucedería en el mundo moderno si de pronto se implantara la prohibición total de tales procesos. Cada individuo se vería forzado a producir por sí mismo sus propios bienes y servicios. Puede fácilmente imaginarse el profundo caos, el total estancamiento de la mayor parte de la raza humana y el retroceso a sistemas primitivos de subsistencia para los puñados de personas supervivientes.

Otra notable circunstancia de la actividad humana es que A y B pueden especializarse e intercambiar sus productos, con beneficio para ambos, incluso en el caso de que uno de ellos supere al otro en las dos líneas de producción. Supongamos que Crusoe tiene mayor habilidad que Viernes tanto en la pesca como en el cultivo de cereales. Aun así, a Crusoe le resulta beneficioso concentrar sus esfuerzos en las tareas que le resultan relativamente más productivas. Si, por ejemplo, es mucho mejor pescador que Viernes, y sólo un poco mejor agricultor, conseguirá mayores ganancias en ambos tipos de labores dedicándose a la pesca e intercambiando los excedentes con el trigo de Viernes. O, para recurrir a un ejemplo de una economía de intercambio avanzada: un médico preferirá pagar un salario a una secretaria para que le haga las copias a máquina, clasifique y ordene el archivo, etc., incluso en el caso de que él mismo supiera realizar mejor estas tareas, a fin de disponer de más tiempo libre para trabajos más productivos. Esta visión de las ventajas de los intercambios, descubierta y descrita por David Ricardo en su Law of Comparative Advantage, significa que, en los mercados libres de intercambio voluntario, el «fuerte» no devora ni aplasta al «débil», en contra de una muy difundida opinión sobre la naturaleza de la economía libre de mercado. Ocurre justamente lo contrario, que es precisamente en el mercado libre donde los débiles cosechan las ventajas de la productividad, porque a los fuertes les resulta beneficioso hacer intercambios con ellos.

El proceso de intercambio capacita a los hombres para elevarse desde el aislamiento primitivo a la civilización. Amplía enormemente sus oportunidades y los mercados para sus mercancías; les posibilita la inversión en maquinaria y otros «bienes de capital de alto nivel»; estructura un esquema de intercambios —el libre mercado— que les permite calcular en términos económicos los costes y beneficios de métodos sumamente complejos y de agregados de producción.

Pero los economistas olvidan con excesiva frecuencia, cuando contemplan la importancia decisiva y las glorias de este mercado, qué es, exactamente, lo que se intercambia. No se trata simplemente de cambiar manzanas por mantequilla, ni oro por caballos. En realidad, no se intercambian las mercancías, sino los títulos o derechos de propiedad sobre ellas. Cuando Pérez entrega una cesta de manzanas a López, a cambio de una libra de mantequilla, está transfiriendo sus derechos de propiedad sobre las manzanas y recibiendo, a cambio, los derechos de propiedad sobre la mantequilla. Y a la inversa. Ahora es Pérez, y no López, el controlador absoluto de la mantequilla; es él quien puede optar por comérsela o no, según quiera. López no tiene ya nada que decir sobre la mantequilla, pero en lugar de ello es dueño absoluto de las manzanas.

Retornando a Crusoe y Viernes, supongamos que llegan a la isla más personas, C, D, E. Cada una de ellas se especializa en un producto; poco a poco, uno de estos productos destaca sobre los restantes por unas determinadas cualidades, por ejemplo, su elevado valor, su constante demanda, su fácil divisibilidad, lo que le convierte, en definitiva, en medio de intercambio. Se descubre así que el uso de un medio amplía enormemente el alcance de los intercambios y que es posible satisfacer las necesidades a través del mercado. Un escritor o un profesor de economía difícilmente podrían intercambiar sus escritos o sus lecciones por hogazas de pan, componentes de una radio, piezas de un traje, etc. A una red algo extensa de intercambios y, por consiguiente, a una economía civilizada, le resulta indispensable un medio de general aceptación. A este medio se le llama dinero.

En los mercados libres se ha llegado a la conclusión, generalmente aceptada, de que las mercancías que mejor se prestan a ser usadas como dinero han sido los metales preciosos, y más concretamente el oro y la plata. La secuencia del intercambio es ahora la siguiente: A, propietario de su cuerpo y de su trabajo, encuentra tierra y la transforma, y captura peces de los que se hace dueño. B, por su parte, produce, con su trabajo, trigo, del que es igualmente dueño. C descubre un terreno aurífero y lo trabaja para beneficiar el oro, del que es asimismo dueño. A continuación, C cambia su oro por otros bienes, digamos por los peces de A. A utiliza el oro para adquirir trigo de B, etc. En resumen, el oro «entra en circulación», es decir, se transfiere su propiedad de unas personas a otras, al ser utilizado como medio general de intercambio. En cada caso, los derechos de propiedad se adquieren de dos maneras y sólo de estas dos: a) mediante descubrimiento y transformación de recursos («producción») y b) mediante intercambio de un producto por otro, incluido el producto llamado medio de cambio o «dinero». Aquí se advierte con claridad que el método b) remite típicamente a a), pues el único medio que tiene una persona de obtener algo mediante intercambio es entregando a cambio sus propios productos. En definitiva, sólo hay una vía hacia la propiedad sobre los bienes: producción-e-intercambio. Si Pérez intercambia algo con López que éste ha adquirido en un intercambio anterior, siempre hay alguien, ya sea la persona a quien López ha comprado el artículo u otra que se encuentra más abajo en la serie, que ha tenido que ser el descubridor y el transformador original del producto.

Un hombre puede, pues, adquirir «riqueza» —un conjunto de capital de uso o de bienes de consumo— bien «produciéndola» por sí mismo o bien comprándosela a su productor a cambio de otro producto. En términos lógicos, el proceso de intercambio se remonta hasta la producción original. Esta producción es un proceso en virtud del cual una persona «mezcla su trabajo con la tierra», descubriendo y transformando los recursos del suelo, o, como en los casos del escritor y del maestro, produciendo y vendiendo directamente los servicios de su propio trabajo. Señalemos otro camino: dado que toda producción de bienes de capital se remonta en definitiva a los factores originales de tierra y trabajo, se concluye que toda producción se reduce o a los servicios del trabajo o a encontrar una tierra virgen y hacerla fructificar mediante el empleo de la energía laboral[2].

Puede señalarse todavía un nuevo medio por el que una persona puede obtener riqueza: a través de regalos o donaciones. Crusoe, que tropieza con Viernes en la otra punta de la isla, puede darle algo para su sustento. En este caso, el donante no recibe de la otra parte un bien o un servicio enajenable sino la satisfacción psíquica de haber hecho algo en favor del receptor. También, pues, en el caso de un regalo el proceso de adquisición se reduce a la producción y el intercambio; y también aquí, una vez más y en definitiva, a la producción misma, ya que el regalo tiene que estar precedido de su producción, si no directamente, como en nuestro caso, sí a través de alguien situado más abajo en la línea de los productores.

Hemos analizado hasta aquí el proceso de intercambio para una multitud de bienes de consumo. Debemos completar ahora nuestro cuadro del mundo real siguiendo el curso de estos intercambios a lo largo de la estructura de la producción. En una economía avanzada, en efecto, los intercambios no se dan sólo en una dirección «horizontal» (de bienes de consumo), sino también «vertical», esto es, siguen una línea descendente, desde la transformación originaria de la tierra, mediante los varios tipos de bienes de capital, hasta alcanzar finalmente el estadio último, el del consumo.

Consideremos ahora un sencillo esquema vertical, tal como se da en la economía de intercambio. Pérez transforma los recursos de la tierra y construye un hacha; pero en vez de usarla para obtener con ella algún otro producto, se especializa, en una vasta economía de intercambio, y la cambia por oro (dinero). Este fabricante de hachas transfiere sus derechos de propiedad a López a cambio de cierta cantidad de oro; la cantidad precisa de este metal ha sido previa y voluntariamente pactada entre ambas partes. López emplea ahora el hacha para talar y aserrar árboles, que vende a González por oro; González, a su vez, vende la madera al constructor Gómez, también a cambio de oro. Gómez construye una casa que entrega a su cliente, Martínez, también esta vez a cambio de oro. (Es evidente que no puede crearse esta red vertical sin el uso de un medio monetario para los intercambios).

Supongamos ahora, para dar las pinceladas finales a nuestro cuadro de la economía de mercado, que López ha talado los árboles, pero tiene que trasladar los troncos río abajo, para llevárselos a González. Entonces, vende la madera a otro intermediario, Álvarez, que alquila los servicios de X, Y y Z para transportar los troncos hasta González. ¿Qué ha sucedido ahora? ¿Por qué el trabajo desarrollado por X, Y y Z para trasladar los troncos hasta González no transfiere a los transportistas los derechos de propiedad sobre la madera?

Ha sucedido lo siguiente: Álvarez entrega una cierta suma de oro a X, Y y Z a cambio de sus servicios laborales para el transporte de los troncos. No les vende, pues, los troncos por dinero; en lugar de ello, lo que hace es «venderles» dinero a cambio del trabajo que llevan a cabo con sus troncos. En resumen, Álvarez ha comprado los troncos a López por 40 onzas de oro y ha pagado 20 onzas a cada uno de los tres transportistas. A continuación, vende la madera a González por 110 onzas, con lo que obtiene una ganancia neta de 10 onzas de oro por toda la transacción. De haberlo querido, también X, Y y Z podrían haber comprado los troncos a López por las citadas 40 onzas, transportarlos luego río abajo y vendérselos a González por las mencionadas 110 onzas, lo que les habría permitido embolsarse 10 onzas extra. ¿Por qué no lo hacen? Porque a) o bien no tienen capital suficiente, es decir, no han ahorrado el dinero necesario a base de reducir su consumo por debajo de sus niveles de ingresos lo bastante como para acumular 40 onzas, y/o b) porque necesitan que se les pague mientras trabajan y no quieren esperar el número indeterminado de meses que se requiere para transportar y vender los troncos; y/o c) no quieren asumir el riesgo de que tal vez no puedan vender la madera en las 110 onzas calculadas. Así, pues, la indispensable y enormemente importante función de Álvarez, el capitalista de la economía de mercado de nuestro ejemplo, consiste en que evita a los trabajadores la necesidad de reducir sus niveles de consumo para acumular el capital por sí mismos, y de diferir su pago hasta el momento en que los troncos hayan sido (así lo esperamos) vendidos con un beneficio que se sitúa más abajo en la cadena de producción. Por tanto, el capitalista, muy lejos de privar a los trabajadores de su legítima propiedad sobre el producto, les posibilita el cobro de su trabajo con una considerable antelación a su venta. Además, el capitalista, gracias a su capacidad de previsión, de empresario, libra a los trabajadores del riesgo de que no puedan vender el producto con beneficios o de sufrir incluso pérdidas.

El capitalista es, pues, un hombre que ha trabajado, ha ahorrado parte de su trabajo (es decir, ha restringido su consumo) y, mediante una serie de contratos voluntarios, a) ha comprado derechos de propiedad en bienes de capital y b) ha pagado a los trabajadores por unos servicios que transforman aquellos bienes de capital en bienes más cercanos a su estadio final de bienes de consumo. Nótese, una vez más, que nadie impide que los trabajadores hagan sus propios ahorros, adquieran bienes de capital de manos de sus propietarios, trabajen a continuación con estos bienes de capital de su propiedad y vendan finalmente el producto, cosechando beneficios. De hecho, los capitalistas proporcionan un gran servicio a estos trabajadores, porque hacen posible el entero y complejo entramado vertical de intercambios de la economía moderna. Son ellos, en efecto, quienes ahorran el dinero necesario para comprar los bienes de capital y para pagar a los trabajadores ya antes de la venta, lo que les permite seguir «produciendo» también en adelante[3].

Hay, pues, en cada una de las etapas del camino, un hombre que produce, ejerciendo su trabajo sobre bienes tangibles. Si nunca antes estos bienes habían sido utilizados ni poseídos, el trabajador, en virtud de su trabajo, los sitúa automáticamente bajo su control, los convierte en su «propiedad». Si, por el contrario, tenían ya propietario, éste puede o venderlos (a cambio de dinero) a los trabajadores de nuestro ejemplo, que a continuación concentran su trabajo en dichos bienes, o puede también comprar los servicios laborales a cambio de dinero, para conseguir que sus bienes sigan produciendo y vender después los productos al siguiente comprador. También este proceso se reduce al esquema de producción original de recursos no empleados y de trabajo, pues el capitalista —el anterior propietario en nuestro ejemplo— extrae, en definitiva, sus derechos de propiedad o bien de la producción original, o bien del intercambio voluntario, o bien, en fin, del ahorro de dinero. Por consiguiente, en el libre mercado toda propiedad se basa, en último extremo, a) en la propiedad que tiene cada persona sobre su propio cuerpo y sobre su trabajo; b) en la propiedad que tiene todo hombre sobre la tierra que ha descubierto y transformado mediante su propio trabajo; c) en el intercambio en el mercado de los productos de la mezcla de a) y b) con los productos de otras personas, que los han conseguido por estas mismas vías.

Esta misma ley es aplicable a todo tipo de propiedad sobre el bien-dinero en el mercado. Como hemos visto, el dinero es o 1) producido por el trabajo propio, que transforma recursos originales (p. e., laboreo de una mina de oro), o 2) obtenido por la venta de los propios productos —o vendiendo bienes previamente comprados con lo obtenido con los propios productos— a cambio del oro que otro posee. Una vez más, del mismo modo que en el párrafo precedente c) es una derivación lógica de a) y b), también aquí la producción es anterior al intercambio, de suerte que en definitiva 2) se reduce lógicamente a 1).

Así, pues, en la sociedad libre descrita en las líneas anteriores la propiedad se reduce, en definitiva, a esto: todo ser humano es naturalmente propietario de sí mismo y de los recursos de la tierra que es capaz de transformar y convertir en productos. El libre mercado es una sociedad de intercambio voluntario y mutuamente beneficioso de los títulos de propiedad entre productores especializados. Se ha objetado a menudo que esta economía de mercado se apoya en la perversa doctrina de que el trabajo es una mercancía más. Pero la auténtica realidad es que los servicios laborales son, en efecto, una mercancía y que, al igual que en el caso de las propiedades tangibles, el servicio laboral del que una persona es dueño puede ser enajenado e intercambiado por otros bienes y servicios. Puede enajenarse el trabajo de una persona, pero no su voluntad. Y es una suerte para el género humano que las cosas sean así. Esta posibilidad de enajenación significa, en efecto, 1) que un profesor o un médico pueden vender sus servicios por dinero; y 2) que los trabajadores pueden vender sus servicios a base de intercambiar por dinero su trabajo de transformación de bienes para los capitalistas. De no haber existido esta posibilidad, no habría podido desarrollarse la estructura del capital requerido para alcanzar niveles civilizados y nadie habría podido comprar a su prójimo servicios laborales de vital importancia.

La diferencia entre los servicios laborales enajenables y la inalienable voluntad del hombre requiere alguna mayor aclaración: un hombre puede enajenar sus servicios, pero no puede vender el valor capitalizado futuro de estos servicios. En resumen, no puede, por la naturaleza misma de las cosas, venderse a sí mismo como esclavo; una venta de este género sería forzada, porque significaría que había vendido por anticipado su voluntad futura sobre su propia persona. Resumiendo, un hombre puede vender normalmente su trabajo por un beneficio, pero no puede transferirse a sí mismo, aunque lo desee, como bien capital permanente de otro hombre. No puede desembarazarse de su propia voluntad, que puede cambiar en los años venideros y rechazar el acuerdo actual. El concepto de «esclavitud voluntaria» es intrínsecamente contradictorio, porque mientras un trabajador se mantenga, en virtud de su libre decisión, a disposición de su patrón no puede hablarse de esclavitud, ya que se trata de una sumisión voluntaria. Y si más adelante cambia de parecer y el patrón le impone la esclavitud por la fuerza, ha desaparecido la voluntariedad. Volveremos más adelante sobre el tema de la coacción.

A la sociedad descrita en esta sección —la sociedad de intercambios libres y voluntarios— podría definírsela como «sociedad libre» o sociedad «de la libertad pura». Se dedicará la parte esencial de la presente obra a la explanación de las implicaciones de este sistema. La expresión «libre mercado» se refiere, propiamente hablando, al entramado de los intercambios libres y voluntarios, de gran trascendencia, indudablemente, pero del todo insuficiente cuando se desborda el marco de lo estrictamente económico o praxeológico. Es, en efecto, de vital importancia advertir que el libre mercado es intercambio de títulos de propiedad y que, por consiguiente, se inserta necesariamente en una sociedad de amplias libertades, con una determinada configuración de los mencionados títulos y derechos. Hemos definido como sociedad libre aquella en la que los títulos de propiedad se fundamentan en las realidades humanas básicas: en la propiedad de cada individuo, en virtud de su ego, sobre su propia persona y su propio trabajo, y en su propiedad sobre los recursos naturales que descubre y transforma. Al ser las propiedades tangibles y los servicios laborales enajenables por su propia naturaleza, puede surgir un entramado de libre intercambio de los títulos de propiedad.

Al régimen de libertad pura —a la sociedad libertaria— se le puede describir como una sociedad en la que no se «distribuyen» los títulos de propiedad, es decir, en la que nadie perturba, menoscaba, viola o se interfiere en los derechos de propiedad que las personas tienen sobre sí mismas o sobre otros bienes tangibles. Y esto significa que puede disfrutar de libertad absoluta, entendida en su sentido social, no sólo Crusoe en su isla solitaria sino cualquier persona en cualquier sociedad, sea cual fuere su nivel de progreso o su complejidad. Todo hombre disfruta, en efecto, de absoluta libertad —de libertad pura— si, como le ocurre a Crusoe, sus propiedades «naturales» (sobre su persona y sobre los bienes tangibles) están a salvo de invasiones o de injurias por parte de otros hombres. Y viviendo en una sociedad de intercambios voluntarios, cada persona puede, por supuesto, disfrutar de libertad absoluta no al estilo del solitario y aislado Crusoe, sino en un entorno de civilización, de armonía, de sociabilidad y de productividad incomparablemente superior en virtud de los intercambios de propiedad con sus semejantes. No es, pues, necesario que tengamos que pagar el advenimiento de la civilización al precio de la pérdida de la libertad absoluta. Los hombres son libres por nacimiento y jamás necesitan las cadenas. Se puede alcanzar la libertad y la abundancia, la libertad y la civilización.

Esta verdad puede verse oscurecida si persistimos en confundir la libertad con el poder. Ya hemos visto lo absurdo que sería afirmar que el hombre no tiene libre voluntad aduciendo como argumento que no puede cruzar el océano de un salto. Y no sería menos absurdo decir que el hombre no es auténticamente «libre» en el seno de una sociedad libre porque en ella no se goza de libertad para agredir a otro o invadir su propiedad. También aquí, esta crítica no se enfrenta con la libertad, sino con el poder. En una sociedad libre a nadie se le permite (ni nadie puede permitirse a sí mismo) invadir la propiedad ajena. Esto significa que su capacidad de acción está limitada: el poder de un hombre está limitado en virtud de su propia naturaleza, lo que no implica recortes a su libertad. Si definimos, en efecto, una vez más, la libertad como ausencia de invasión de la persona o de la libertad de un hombre a manos de otros hombres, se elimina definitivamente la falsa confusión entre libertad y poder[4]. Vemos, pues, claramente que una supuesta «libertad para robar o asaltar» —en resumen, para agredir— no sería bajo ningún concepto una situación de libertad, porque equivaldría a permitir que alguien fuera víctima de un asalto y se viera privado de sus derechos sobre su persona o sus propiedades, en síntesis, que se violara su libertad[5]. En consecuencia, el poder de todas y cada una de las personas está necesariamente limitado por la realidad misma de la condición humana, por la naturaleza del hombre y de su mundo. Pero ésta es, cabalmente, una de las glorias de esta condición humana, que cada persona puede ser absolutamente libre incluso en un universo de complejas interacciones e intercambios. Y es, además, cierto que el poder de cada ser humano de actuar, de hacer y de consumir, es inmensamente mayor en este mundo de complejas interacciones que el que puede alcanzarse en una primitiva sociedad robinsoniana.

Un punto vital: si estamos intentando sentar las bases de una ética para el hombre (en nuestro caso, de la subclase de ética relacionada con la violencia), para que la teoría tenga validez ha de ser verdadera para todos los hombres, en todos los tiempos y lugares[6]. Es éste uno de los más notables atributos de la ley natural: ser aplicable a todos los seres humanos, con independencia del tiempo y del lugar. La ley ética natural está atracada al costado de las leyes naturales físicas o «científicas». Pues bien, la sociedad de la libertad es la única capaz de aplicar las mismas reglas básicas a todos los hombres, por encima de las circunstancias temporales o locales. Éste es uno de los motivos por los que la razón puede optar por la teoría de la ley natural en vez de la teoría rival: justamente en cuanto razón, puede elegir entre varias teorías económicas, o de otro tipo, que compiten entre sí. Si alguien proclama que la dinastía de los Hohenzollern, o la de los Borbones, tiene «derecho natural» a regir y gobernar sobre unas determinadas regiones o súbditos, puede refutarse fácilmente semejante doctrina aduciendo el simple hecho de que aquí no existe una ética uniforme para todas y cada una de las personas: el rango que un individuo concreto podría alcanzar en la escala ética dependería de la circunstancia, accidental, de ser, o no ser, un Hohenzollern. De igual modo, si alguien afirma que todo hombre tiene «derecho natural» a tres excelentes comidas al día, se vería con deslumbrante claridad que está cometiendo una falacia, pues en numerosos tiempos y lugares es físicamente imposible proporcionar estas comidas a toda y ni siquiera a la mayor parte de la población. No se puede, pues, aseverar que nos hallamos en este caso ante algún tipo de «derecho natural».

Consideremos, por otro lado, el carácter de universalidad de la ética de la libertad y de los derechos naturales de la persona y de la propiedad que se alcanza bajo esta ética. Todos los individuos, en todo tiempo y lugar, pueden contar con el amparo de normas fundamentales: la propiedad de sí mismos, la propiedad sobre los recursos naturales a favor de la persona que primero los descubre y los transforma; y la propiedad, en fin, de todos los títulos derivados de los dos precedentes tipos básicos, ya sea a través de intercambios o de donativos voluntarios. Estas normas —que podríamos calificar de «reglas de la propiedad natural»— son de clara aplicación y pueden ser fácilmente defendidas en todos los tiempos y lugares y fuera cual fuere el desarrollo económico de una sociedad. No hay ningún otro sistema social que pueda ser calificado de ley natural universal. En efecto, si una persona o grupo de personas puede imponer una norma o una regla coactiva a otras personas (y todas las normas tienen algo de este tipo de hegemonía), entonces es imposible aplicar las mismas normas a todos. Tan sólo un mundo sin normas, un mundo puramente libertario, puede satisfacer los requisitos de los derechos naturales y de la ley natural o, lo que es más importante todavía, puede cumplir las condiciones de una ética universal para todo el género humano.