CAPÍTULO 6

UNA FILOSOFÍA SOCIAL ROBINSONIANA

Una de las interpretaciones de la teoría económica clásica que más burlas ha concitado sobre sí es la de la «economía robinsoniana», es decir, el análisis de la conducta del hombre que, como Robinsón Crusoe, se enfrenta, aislado, a la naturaleza. Y, sin embargo, este modelo, a primera vista «irrealista», tiene —como he intentado demostrar en otro lugar— una notable importancia y aplicaciones auténticamente indispensables[1]. Sirve para aislar al hombre frente a la naturaleza, de suerte que se gana claridad, pues permite hacer abstracción, al principio, de las relaciones interpersonales. Más tarde, puede extenderse y aplicarse este análisis hombre-naturaleza al mundo «real». Cuando, tras la descripción del estricto aislamiento de Robinsón, aparece en el relato Viernes (que puede ser una o varias personas), puede verse cómo afecta a la discusión la presencia de otros individuos. Estas conclusiones son igualmente aplicables al mundo contemporáneo. En efecto, al concentrarse el análisis en unas pocas personas que interactúan en una isla se facilita la clara percepción de las verdades básicas de las relaciones interpersonales, verdades que se mantienen en la penumbra si insistimos en comenzar por contemplar el mundo contemporáneo todo a la vez y como si fuera de una sola pieza.

Si, pues, la economía de Crusoe puede proporcionar, y proporciona de hecho, la base indispensable para la estructura total de la economía y la praxeología —el amplio análisis formal de las acciones humanas—, un procedimiento parecido debería ser capaz de conseguir estos mismos resultados en el ámbito de la filosofía social para el análisis de las verdades fundamentales de la naturaleza del hombre frente a la naturaleza del mundo en el que ha nacido y que es, además, también el mundo de otros hombres. Puede, en especial, aportar una gran ayuda para la solución de algunos problemas de filosofía política, tales como la naturaleza y la función de la libertad, de la propiedad y de la violencia[2].

Pero volvamos nuestra atención a Robinsón Crusoe, ya arribado a su isla. Supongamos, para simplificar la cuestión, que padece amnesia. ¿A qué realidades ineludibles tiene que enfrentarse? La primera cosa que encuentra es su propia persona, el hecho primordial de su propia conciencia y de su propio cuerpo. Encuentra, en segundo lugar, el mundo natural que le rodea, el hábitat que le viene dado con la naturaleza y los recursos que los economistas sintetizan en el vocablo «tierra»[3]. Encuentra también que, en aparente contraste con los animales, no posee un conocimiento instintivo innato que le empuje a seguir una senda establecida para la satisfacción de sus deseos y necesidades. De hecho, inicia su vida en este mundo sin saber absolutamente nada. Tiene que aprender todos sus conocimientos. Aprende así que tiene numerosos fines, diversos proyectos que desea realizar y muchos de los cuales tiene que llevar a cabo para sustentar su vida: alimentos, refugio, vestidos, etc. Una vez satisfechas las necesidades básicas, descubre que tiene otras, nuevas y más «elevadas». Para satisfacer algunas o todas ellas de acuerdo con el diverso nivel de importancia que concede a cada una, Crusoe tiene que aprender también cómo alcanzarlas. En una palabra, debe adquirir «conocimientos tecnológicos» o «recetas».

Así, pues, Crusoe tiene múltiples necesidades que intenta satisfacer, fines que se propone alcanzar. Algunos de ellos pueden conseguirse con un esfuerzo mínimo por su parte; la isla es de tal índole que puede recoger en los arbustos cercanos frutos comestibles. En estos casos, puede obtener el «consumo» de un bien o de un servicio poco menos que al instante. Pero descubre que para la práctica totalidad de sus necesidades, el mundo natural de su entorno no le proporciona este tipo de satisfacciones inmediatas e instantáneas. No se encuentra, en suma, en el Paraíso terrenal. Para lograr sus fines debe tomar los recursos que le ofrece la naturaleza y transformarlos, de la manera más hábil y productiva que le sea posible, en objetos útiles, en formas y lugares que él pueda usar —y sólo de esta manera puede conseguir la satisfacción de sus necesidades—.

En resumen, debe: a) elegir sus objetivos; b) aprender a alcanzarlos utilizando los recursos que le proporciona la naturaleza, y c) desarrollar su trabajo, emplear su energía para transformar estos recursos en formas y lugares útiles, es decir, en «bienes de capital» y, finalmente en «bienes de consumo», en cosas que puede consumir directamente. Vemos así que Robinsón Crusoe se fabrica con las materias primas que le proporciona la naturaleza un hacha (bien de capital) con la que puede talar árboles para construir una choza (bien de consumo). Consigue asimismo tejer una red (bien de capital) para poder pescar peces (bien de consumo). En cada uno de estos casos emplea los conocimientos tecnológicos que ha adquirido para llevar a cabo las tareas que le permiten transformar la tierra en bienes de capital y, más tarde, en bienes de consumo. Este proceso de transformación de los recursos de la tierra es lo que constituye su «producción». En síntesis, Crusoe debe producir antes de poder consumir. Sólo respetando esta secuencia le es posible el consumo. En este proceso de producción, de transformación, el hombre moldea y modifica el entorno natural para sus propios fines, en lugar de verse simplemente determinado, como los animales, por este entorno.

Así, pues, el hombre no posee un conocimiento innato, instintivo, automáticamente adquirido, de sus propios fines ni de los medios para conseguirlos, sino que tiene que aprenderlos; debe, para ello, ejercitar sus facultades de observación, abstracción y reflexión: en una palabra, su razón. La razón es el instrumento del conocimiento del hombre y de su auténtica supervivencia. El uso y despliegue de su mente, la adquisición de conocimientos sobre lo que es mejor para él y sobre la manera de alcanzarlo es un modo de existir y perfeccionarse exclusivamente humano. Es algo que sólo se da en la naturaleza humana. El hombre es, como señaló Aristóteles, animal racional o, para ser más exactos, ser racional. A través de su razón, los individuos observan tanto los hechos y los caminos del mundo exterior como los de su propia conciencia, incluidos sus sentimientos: en resumen, emplean tanto la extra como la introspección.

Crusoe aprendió, como hemos visto, sus fines y el modo de alcanzarlos. Ahora bien, ¿cuál fue la labor específica llevada a cabo por su capacidad de aprendizaje, por su razón, en el proceso de obtención de tales conocimientos? Aprendió cómo actúan las cosas en el mundo, es decir, descubrió la naturaleza de los distintos seres y clases de seres que el hombre encuentra en la existencia. En síntesis: descubrió las leyes naturales que guían la conducta de las cosas en el mundo. Descubrió que la flecha que parte del arco puede abatir a un venado y que una red puede capturar muchos peces. Descubrió, además, su propia naturaleza, las clases de eventos y de acciones que pueden tornarle feliz o desdichado: en una palabra, descubrió los fines que debe alcanzar y los que debe evitar.

Este proceso, este método, necesario para la supervivencia y la prosperidad del hombre en la tierra, ha sido a menudo ridiculizado como excesiva o exclusivamente «materialista». Pero debe quedar bien en claro que lo que acontece en esta actividad específicamente humana es una fusión de «espíritu» y materia: la mente humana, al utilizar las ideas que ha aprendido, dirige su energía transformadora y remodeladora de la materia por caminos que sustentan y elevan sus necesidades y su vida misma. Al fondo de todo bien «producido», al fondo de toda transformación de los recursos naturales efectuada por el hombre, hay una idea que dirige el esfuerzo, hay una manifestación del espíritu.

Los individuos descubren también, mediante la introspección de su conciencia, la realidad natural primordial de su libertad: su libertad para elegir, su libertad para usar o no usar su razón a propósito de cualquier materia dada. En resumen, la realidad natural de su «libre arbitrio» o su «libre voluntad». Y descubren asimismo la realidad natural de que su mente impera sobre su cuerpo y sobre sus acciones, esto es, descubren que tienen la posesión natural de sí mismos.

Crusoe es dueño de su propio cuerpo. Su mente es libre para seguir los fines que desee y para ejercitar su razón con el propósito de descubrir los objetivos que debería escoger y de aprender las recetas que le permitan utilizar del modo más eficaz los medios de que dispone para conseguirlos. El hecho de que el conocimiento necesario para la supervivencia y el progreso humano no le viene dado de manera innata ni está determinado por eventos externos, el hecho de que tiene que emplear su mente para adquirirlo, demuestra palpablemente que es libre, por su propia naturaleza, de usar o no esta razón, es decir, demuestra que tiene libre albedrío o libre voluntad[4],[5]. No hay, por supuesto, nada de extravagante ni de místico en el hecho de que los hombres sean distintos de los minerales, las plantas y los animales, ni de que haya, además, diferencias cruciales entre todos ellos. Los únicos hechos críticos y singulares sobre el hombre y sobre su género de vida para sobrevivir son su conciencia, su libre voluntad y su libertad de elección, su capacidad de raciocinio, su necesidad de descubrir las leyes naturales del mundo exterior y de sí mismo, su autoposesión, la precisión en que se halla de tener que «producir» mediante la transformación de la materia dada por la naturaleza en formas aptas para el consumo. Todos estos hechos se construyen a partir de la naturaleza humana y así es como el hombre puede sobrevivir y prosperar.

Supongamos ahora que Crusoe tiene que elegir entre recolectar bayas o setas para comer y que se decide a favor de unas sabrosas setas, cuando aparece de pronto un náufrago, arrojado a la isla antes que él, y le grita: «¡No las comas! ¡Son venenosas!». Evidentemente, Crusoe tornará a las bayas. ¿Qué ha ocurrido aquí? Ambos han actuado en virtud de un supuesto tan evidente que no necesita explicación, a saber, el supuesto de que el veneno es malo, malo para la salud e incluso para la supervivencia del organismo humano; en suma, malo para la conservación y la calidad de la vida humana. En este acuerdo implícito sobre el valor de la vida y de la salud para las personas y sobre los males del sufrimiento y de la muerte, nuestros dos personajes han llegado claramente hasta la base de una ética fundamentada en la realidad y en las leyes naturales del organismo humano.

Si Crusoe, ignorando los efectos perniciosos de las setas, las hubiera comido, habría tomado una decisión incorrecta; un error de consecuencias tal vez incluso trágicas, debido a que el hombre dispone de escasísimas determinaciones automáticas que le permitan adoptar en todo momento las decisiones acertadas. De aquí su falta de omnisciencia y su exposición al error. Pero si, por el contrario, aun sabiendo que las setas son venenosas, hubiera decidido comerlas —tal vez por «diversión» o porque en aquel momento gozaban de prioridad en sus preferencias— su decisión habría sido inmoral, un acto deliberado contra su salud y su vida. Puede, desde luego, plantearse la pregunta de por qué la vida ha de ser un valor objetivo supremo, por qué el hombre ha de optar por la vida (por su preservación y su calidad)[6]. Podemos hacer notar, como respuesta, que una proposición alcanza la condición de axioma cuando se advierte que quienes la niegan recurren precisamente a ella para poder refutarla[7]. Pues bien, toda persona que participa en cualquier tipo de discusión, incluida la de los valores, es, por el simple hecho de que participa, un ser vivo, un ser que asiente a la vida. Si se opusiera realmente a ella, no se sentiría para nada interesado en el debate, ni tendría interés ninguno en seguir viviendo. Por tanto, el presunto oponente a la vida la está afirmando en realidad en el curso mismo de su discusión; de ahí también que la conservación y ulterior mantenimiento de la vida alcance la categoría de axioma incuestionable.

Hemos visto que Crusoe, como cualquier persona en su caso, tiene libre albedrío, libertad para elegir el curso de su vida y de sus acciones. Algunos críticos han objetado que se trata de una libertad ilusoria, porque el hombre está sujeto a las leyes naturales. Pero hay aquí una tergiversación, uno de los múltiples ejemplos de la persistente confusión moderna entre libertad y poder. El hombre es libre para aceptar los valores y para elegir sus acciones. Pero esto no significa, en modo alguno, que pueda violar impunemente las leyes naturales, que pueda, por ejemplo, cruzar el océano de un brinco. En una palabra, cuando decimos que «el hombre no es ‘libre’ para cruzar el océano de un salto», no estamos analizando su falta de libertad, sino su falta de poder para cruzar a pie los mares, dadas las leyes naturales y la naturaleza del mundo. La libertad de Crusoe para aceptar ideas y elegir sus fines es inviolable e inalienable. Por otro lado, como los seres humanos no son ni omnipotentes ni omniscientes, descubren una y otra vez que sólo cuentan con un poder limitado para llevar a cabo todas las cosas que les gustaría hacer. Resumiendo: su poder está necesariamente limitado por las leyes naturales, pero no lo está su libre albedrío. O dicho de otro modo: es abiertamente absurdo definir la «libertad» de un ser como su poder de llevar a cabo un acto que es imposible por su propia naturaleza[8].

Mientras que la libre voluntad del hombre para adoptar ideas y valores es inalienable, no tiene, en cambio, tan afortunada condición su libertad de acción, su libertad para convertir estas ideas en hechos reales en el mundo. No estamos hablando, insistamos una vez más, de las limitaciones del poder humano inherentes a las leyes de su naturaleza y a las de la naturaleza de los demás seres. De lo que ahora estamos hablando es de la interferencia de su esfera de acción con la de otras personas, aunque esto nos aleja un tanto de nuestro análisis de la situación de Robinsón Crusoe. Baste con decir aquí que, entendido en el sentido de libertad social —de libertad como ausencia de molestias causadas por otras personas—, Crusoe es absolutamente libre, pero que en un mundo compuesto por más de una persona esta afirmación requiere un ulterior análisis.

Dado que en este libro nuestro interés se centra más en la filosofía social y política que en la filosofía pura, dedicaremos nuestra atención preferente al término de «libertad» en su sentido social e interpersonal más que en el de la libertad de la voluntad o el libre albedrío[9].

Volvamos a nuestro análisis de las transformaciones intencionadas de los datos de la naturaleza llevadas a cabo por Robinsón Crusoe gracias a su conocimiento de las leyes naturales. Crusoe encontró en su isla una tierra virgen, sin cultivar, una tierra no utilizada ni controlada por nadie y, por tanto, sin propietario. Al descubrir los recursos de la tierra, al aprender a utilizarlos y, en especial, al transformarlos mediante una remodelación más utilizable, Crusoe —según una frase memorable de John Locke— «mezcló su trabajo con el suelo». Al actuar así, al estampar el sello de su personalidad y de su energía en la tierra, la convirtió, de manera natural, a ella y a sus frutos, en su propiedad. Por tanto, el hombre aislado posee lo que usa y transforma. No se da en estos casos el problema de lo que debería ser la propiedad de A frente a la de B. Es, ipso facto, propiedad de un hombre aquello que este hombre produce, es decir, lo que transforma, mediante su esfuerzo personal, en utilizable. Su propiedad sobre la tierra y los bienes de capital se van extendiendo a través de las diferentes fases de producción, de modo que Crusoe acaba por convertirse en dueño de los bienes de consumo que ha producido hasta que éstos desaparecen, una vez consumidos.

Mientras un individuo concreto permanece aislado, no surge el problema de hasta dónde se extiende su propiedad: dada su condición de ser racional, esta propiedad abarca su propio cuerpo y los bienes materiales que ha transformado con su trabajo. Supongamos ahora que Crusoe hubiera sido arrojado por la tempestad no a una pequeña isla, sino a un nuevo continente virgen y que, plantado en la orilla, reclamara la «propiedad» de todas sus tierras, basándose en que ha sido el primero que las ha descubierto. Semejante reclamación no pasaría de ser pura vanagloria hasta tanto no lleguen otras personas a la nueva tierra. El hecho natural es que su verdadera propiedad —su control actual sobre los bienes materiales— sólo se extiende en realidad hasta donde su trabajo actual los convierte en productivos. Su verdadera posesión no puede abarcar más campo que el de su personal capacidad[10]. También sería vano y carente de sentido que Crusoe pregonara que él no es «realmente» propietario ni de una parte ni mucho menos de la totalidad de lo que ha producido (podría darse el caso de que fuera un romántico enemigo del concepto de «propiedad»), porque de hecho ya son suyos el uso y, por tanto, la propiedad. Como hecho natural, Crusoe es dueño y propietario de sí mismo y de la extensión de sí mismo dentro del mundo material. Nada más y nada menos.