LA ESTRATEGIA DE LA LIBERTAD
Ha habido hasta ahora algunos escasos intentos por elaborar una teoría sistemática de la libertad, pero no se ha emprendido ninguno para exponer una teoría de la estrategia a favor de la libertad. Para ser más exactos, no sólo a favor de la libertad: la estrategia para conseguir cualquier tipo de objetivos sociales deseados ha sido de ordinario entendida como una especie de «agárralo como puedas», como cuestión de experimentación, de doble o nada, de ensayo y error. Y, con todo, si la filosofía es capaz de trazar una guía teórica para una estrategia en favor de la libertad, entonces cae dentro de su campo de responsabilidad investigarla. En todo caso, debemos advertir al lector que navegamos por mares todavía no cartografiados.
La responsabilidad de la filosofía de enfrentarse a la estrategia —al problema de cómo avanzar desde la actual (de toda actual) situación hacia el objetivo de una sólida y coherente libertad— tiene una singular importancia para el libertarismo fundamentado en la ley natural. Como el histórico libertario Lord Acton constataba: la teoría de la ley natural y de los derechos naturales proporciona un férreo punto de referencia con el que juzgar —y encontrar deficientes— todas las actuales ramificaciones del estatalismo. En contraste con el positivismo legal o con las varias ramas del historicismo, la ley natural proporciona una «ley más alta» —tanto moral como política— con la que juzgar los edictos del Estado. Como ya hemos visto[1], la ley natural, adecuadamente interpretada, tiene más de «radical» que de conservadora, porque implica la búsqueda del reino de los principios ideales. Como escribió Acton, «el liberalismo [clásico] aspira a lo que debe ser, sin tener en cuenta lo que es». De ahí que, como Himmelfarb ha escrito de Acton, «no concedía ninguna autoridad al pasado, salvo que hubiera estado de acuerdo con la moralidad». Y el propio Acton establecía las siguientes diferencias entre los whigs y el liberalismo, es decir, entre la adhesión conservadora al status quo y el libertarismo radical:
El whig gobierna mediante componendas. El liberal inicia el reinado de las ideas. ¿Cómo distinguir al whig del liberal? —El primero es pragmático, gradual, pronto al compromiso—. El segundo elabora principios filosóficos. El primero es un político que aspira a filósofo. El segundo es un filósofo que busca una política[2].
El libertarismo es, pues, una filosofía en busca de una política. Pero ¿qué puede decir la filosofía libertaria sobre estrategia, sobre «sistemas» y «programas»? En primer lugar, debe decir seguramente —y de nuevo con palabras de Acton— que la libertad es «el supremo objetivo político», la meta más elevada de la filosofía libertaria. El supremo objetivo político no significa, por supuesto, que sea el «objetivo supremo» del hombre en general. De hecho, cada individuo alberga una amplia variedad de objetivos personales y una diferente jerarquía respecto a la importancia de estos objetivos en su escala personal de valores. La filosofía política es una subdivisión de la filosofía ética, que se dedica especialmente a las realidades políticas, es decir, a la función correcta de la violencia en la vida humana (y, por consiguiente, a la explanación de conceptos tales como delito y propiedad). Es cierto que en un mundo libertario cada individuo tendría libertad para buscar y perseguir sus propios objetivos, para «perseguir la felicidad», según la acertada frase de Jefferson.
Cabría pensar que el libertario, la persona comprometida con el «sistema natural de la libertad» (en expresión de Adam Smith) defiende, casi por definición, el objetivo de la libertad como la más elevada meta política. Pero a menudo no ocurre así. Muchos libertarios anteponen con frecuencia el deseo de la autoafirmación, o el testimonio a favor de la verdad de la excelencia de la libertad, al objetivo del triunfo de la libertad en el mundo real. A buen seguro, como veremos más adelante, nunca llegará la victoria de la libertad salvo que se sitúe la meta de esta victoria en el mundo real por encima de otras consideraciones más estéticas, y también más pasivas.
Cuando se afirma que la libertad ha de ser la suprema meta política, ¿qué razones pueden aducirse a favor de este objetivo? La lectura de esta obra debería haber puesto ya en claro que, primero y ante todo, la libertad es un principio moral, enraizado en la misma naturaleza del hombre. Es, en concreto, un principio de justicia, que pide la eliminación de la violencia ofensiva en los asuntos humanos. Por tanto, para que el objetivo libertario esté bien fundamentado y sea adecuadamente perseguido debe ser anhelado con el espíritu de una total entrega a la justicia. Pero, para poseer esta entrega y esta dedicación a lo largo de lo que puede resultar ser un áspero y prolongado camino, el libertario debe sentir auténtica pasión por la justicia, una emoción derivada de y canalizada por su percepción racional de lo que la justicia natural exige[3]. La justicia, no endebles discursos dictados por la mera utilidad, debe ser la fuerza motivadora, si se quiere alcanzar la libertad[4].
Si la libertad es la suprema meta política, se desprende que se la debe perseguir con los medios más eficaces, es decir, con aquellos que con mayor premura y seguridad permiten alcanzar este objetivo. Y esto significa que el libertario debe ser «abolicionista», es decir, debe implantar el objetivo de alcanzar la libertad con la mayor rapidez posible. Si vacila en el tema del abolicionismo, deja de ser partidario de la libertad como suprema meta política. En síntesis, el libertario debe ser un abolicionista que suprimiría, instantáneamente si le fuera posible, todas las invasiones contra la libertad. Siguiendo al liberal clásico Leonard Read, que, al día siguiente de la Segunda Guerra Mundial exigía la abolición inmediata y total de los controles de precios y salarios, podemos tomar esta abolición como punto de referencia, como el criterio de «botón de aceleración». Read declaró que «si hubiera en esta tribuna un botón cuya pulsación eliminara al instante todos los controles de precios y salarios, pondría ahora mismo mi dedo en él». El libertario debe ser, pues, la persona que pulsaría —si existiera— el botón de la eliminación instantánea de todas las invasiones contra la libertad, no sólo aquellas, dicho sea de paso, que un utilitarista opina que se deberían suprimir[5].
Significativamente, los antilibertarios, y, en general, los antirradicales, insisten en que este abolicionismo no es «realista». Al formular esta acusación confunden irremediablemente la meta deseada con la estrategia a seguir para alcanzarla. Es de fundamental importancia establecer una clara y nítida distinción entre la meta última en sí y la estrategia pensada para llegar a ella. En síntesis, debe formularse el objetivo ya antes de que entren en escena las cuestiones relacionadas con la estrategia o con el «realismo». El hecho de que no existe, ni es probable que llegue a existir nunca, el mágico botón carece de importancia respecto a que el abolicionismo sea deseable en y por sí mismo. Podemos estar de acuerdo, por ejemplo, en el objetivo de la libertad y en que el abolicionismo es deseable en nombre de la libertad. Pero esto no significa que creamos que esta abolición vaya a ser alcanzada en un futuro más o menos cercano. Las metas libertarias —incluida la abolición inmediata de las invasiones contra la libertad— son «realistas» en el sentido de que podrían implantarse si un número suficiente de personas conviniera en ello y en que, si se implantaran, el sistema libertario resultante no sería irreal o «utópico» porque —al contrario que otros objetivos, como la «eliminación de la pobreza»— su implantación depende por entero de la voluntad de los hombres. Si, por ejemplo, todas y cada una de las personas convinieran súbita e inmediatamente en que la libertad es el valor más deseable, podría alcanzarse al instante la libertad total[6]. Es, por supuesto, cuestión enteramente distinta la estrategia calculada sobre cómo debe trazarse la senda que lleve a dicha libertad[7].
No era irrealista Willian Lloyd Garrison, libertario abolicionista de la esclavitud, cuando, en los años 1830, alzó el estandarte del objetivo de la emancipación inmediata de los esclavos. Su meta era auténticamente moral y auténticamente libertaria, y no se preguntaba si era realista o si contaba con probabilidades de triunfo. El realismo de la estrategia de Garrison se expresaba en el hecho de que no esperaba que llegaría de inmediato, y como llovido del cielo, el final de la esclavitud. Como él mismo distinguía cuidadosamente: «Urge la abolición inmediata y con el mayor rigor posible, pero, por desgracia, será una abolición gradual. Nunca hemos dicho que la esclavitud será destruida de un solo golpe; lo que siempre hemos asegurado es que así debería ser».[8] De otra manera, como el propio Garrison advertía tajantemente, «el gradualismo en la teoría es la perpetuidad en la práctica».
El gradualismo en la teoría minusvalúa, en efecto, el objetivo preeminente de la libertad misma; no implica una simple estrategia, sino una oposición al objetivo en sí y, en consecuencia, resulta inadmisible como parte de una estrategia hacia la libertad. La razón es que una vez que se renuncia al abolicionismo inmediato, se admite que se trata de un objetivo de segundo o de tercer rango, en beneficio de otras consideraciones antilibertarias, ahora situadas en un nivel más elevado que la libertad. Supongamos, en efecto, que un abolicionista de la esclavitud declara: «Defiendo el fin de la esclavitud, pero sólo dentro de cinco años». Esto implicaría que durante un espacio de tres o de cuatro años, y a fortiori de inmediato, la abolición sería mala, y que, por consiguiente, es mejor que la situación se mantenga durante algún tiempo. Pero esto significaría que se han abandonado las reflexiones sobre la justicia y que el objetivo abolicionista (o libertario) ha dejado de ocupar el nivel más elevado en la escala de los valores políticos. Querría decir, en definitiva, que también los libertarios propugnan la prolongación del crimen y de la injusticia.
Por consiguiente, la estrategia de la libertad no debe incluir ningún tipo de medios que infravaloren o contradigan el objetivo mismo, tal como hace, y con toda claridad, el gradualismo en la teoría. ¿Estamos diciendo algo así como que «el fin justifica los medios»? Es ésta una acusación muy común, pero totalmente falsa, a menudo dirigida contra cualquier grupo que propugne cambios sociales fundamentales o radicales. Pues, ¿qué otra cosa sino un fin podría justificar cualquier medio? El genuino concepto de medio implica que su actividad es simplemente instrumental, ordenada a un fin. Si alguien tiene hambre y se come un bocadillo para calmarla, la acción de comer es simplemente un medio para alcanzar un fin; su única justificación surge de que es utilizada por el consumidor para conseguir un objetivo. ¿Por qué, si no, se come alguien un bocadillo o, prolongando la argumentación, compra los ingredientes? Lejos de ser una doctrina siniestra, el principio de que el fin justifica los medios es una simple verdad filosófica, implícita en la relación que se da entre «los medios» y «el fin».
¿Qué decir de los críticos que afirman que la verdadera significación del lema «el fin justifica los medios» es que unos «malos medios» pueden o quieren llevar a «malos fines»? Lo que dicen, en realidad, es que los medios en cuestión violarán otros fines que estos críticos consideran más importantes o más valiosos que los del grupo que critican. Supongamos que los comunistas consideran que el asesinato está justificado si lleva a la dictadura de la vanguardia del partido del proletariado. Lo que los críticos de este asesinato (o de quienes lo defienden) están afirmando en realidad no es que el «fin no justifica los medios», sino que el asesino ha violado un fin más valioso (por decir lo mínimo), a saber, el fin de «no matarás», o no cometerás agresiones contra las personas. Estas críticas son, por supuesto, absolutamente correctas desde el punto de vista libertario.
Así, pues, el fin libertario, la victoria de la libertad, justifica el empleo de los medios más rápidos posibles para alcanzar el objetivo; pero tales medios no pueden entrar en colisión y contradicción, ni por tanto, infravalorar, el objetivo mismo. Acabamos de ver que la teoría del gradualismo sería uno de estos medios contradictorios. Sería asimismo un medio contradictorio llevar a cabo una agresión (un asesinato o un robo) contra la persona o la justa propiedad de otro para alcanzar el objetivo libertario de la no agresión. El empleo de la agresión quebrantaría directamente el objetivo mismo de la no agresión.
Si el libertario debe reclamar la abolición inmediata del Estado en cuanto maquinaria organizada de agresión, y si la teoría del gradualismo entra en contradicción con el fin predominante (y, por tanto, irrenunciable), ¿qué otra postura estratégica puede adoptar este libertario en un mundo en el que el Estado sigue manteniendo una sólida presencia? ¿Deberá ceñirse a proclamar la abolición inmediata? ¿Son ilegítimas las demandas transaccionales, los pasos progresivos hacia la libertad en la práctica? Por supuesto que no, ya que esto significaría, en el terreno de las realidades concretas, la renuncia a la esperanza de conseguir el objetivo final. Incumbe, pues, a los libertarios implantar su meta con la máxima rapidez posible, empujar firmemente la política en dirección a este objetivo. Se trata, sin duda, de una difícil trayectoria, porque acecha siempre el peligro de perder de vista, o de subestimar, el fin último y definitivo de la libertad. Pero esta evolución, dada la situación del mundo en el pasado reciente y en el futuro inmediato, es de vital importancia si quiere alcanzarse alguna vez la victoria de la libertad. Las demandas transaccionales deben estructurarse de tal modo que a) apoyen siempre el objetivo último de la libertad como la meta deseada de todo el proceso transaccional y b) no se den nunca pasos, ni se utilicen medios, que entren en colisión, explícita o implícita, con este objetivo.
Consideremos, por ejemplo, que un grupo de libertarios presenta una demanda transaccional, a saber, que el presupuesto gubernamental se reduzca un 10 por ciento anual durante diez años, al cabo de los cuales el gobierno acabará por desaparecer. Semejante estrategia puede tener un valor heurístico o estratégico, a condición de que quienes la proponen dejen claro como la luz del día que se trata de demandas mínimas y de que no habría nada de malo —de hecho sería bueno— en avivar el paso y proceder a una reducción del 25 por ciento durante cuatro años, o todavía mejor, reducirlo al instante en un 100 por cien. El peligro, directo o indirecto, que puede presentarse es que se entienda que una reducción superior al 10 por ciento sea mala o indeseable.
Un peligro parecido, pero de mayor alcance, plantea la idea de algunos libertarios de llevar adelante un programa comprehensivo y planificado de transición a la libertad total, en el siguiente sentido: el Año 1 debe revocarse la ley A, modificarse la ley B, recortarse el 20 por ciento de los impuestos según la ley C, etc. El año 2 debe anularse la ley D, rebajar en un nuevo 10 por ciento los impuestos de la ley C, etc. Este plan comprehensivo es mucho más erróneo y más engañoso que el simple recorte del presupuesto, porque implica, por ejemplo, que la ley Dno debe ser anulada hasta que no se programe el segundo año de este plan.
Se caería así, masivamente, en la trampa del gradualismo filosófico, o del gradualismo en teoría. Estos planificadores aspirantes a libertarios caen de hecho en una postura, o así lo parece, de oposición a un paso más acelerado hacia la libertad.
Hay, además, otra grave deficiencia en este concepto de un programa comprensivo planificado hacia la libertad. Un paso cuidadoso y bien calculado que abarque de verdad la esencia total del programa implica que el Estado no es en realidad enemigo del género humano, que es posible o incluso deseable utilizarlo para la ingeniería de una marcha medida y planificada hacia la libertad. Por otro lado, la idea de que el Estado es el enemigo permanente del género humano conduce a una visión estratégica enteramente diferente, en virtud de la cual los libertarios promueven y aceptan con prontitud todo tipo de reducciones del poder y de las actividades estatales en todos los frentes. Este tipo de reducción significa, en todo momento, una disminución de los crímenes y de las agresiones, un descenso de la perversidad parasitaria con que el poder del Estado impera sobre el poder social y lo confisca.
Los libertarios pueden, por ejemplo, presionar a favor de una reducción drástica o una revisión de los impuestos; pero no deberían hacerlo si proponen al mismo tiempo su sustitución por impuestos sobre las ventas o alguna otra forma contributiva. La reducción o, mejor aún, la abolición de los impuestos es siempre una disminución no contradictoria del poder del Estado y un paso hacia la libertad; pero su sustitución por impuestos nuevos o incrementados, del tipo que fueren, consigue exactamente lo contrario, porque significa una imposición adicional del Estado en otro frente. La imposición de nuevas contribuciones es un medio que contradice el objetivo libertario.
De igual modo, en esta etapa de permanentes déficit federales, todos nos enfrentamos al siguiente problema: ¿Debemos aceptar un recorte de los impuestos, aunque esto signifique un aumento del déficit? Los conservadores se oponen invariablemente a esta idea, en virtud de su particular perspectiva de que el objetivo supremo es un presupuesto equilibrado, o incluso votan en contra si la disminución de la fiscalidad no va acompañada de un recorte igual o mayor de los gastos del gobierno. Pero dado que la fiscalidad es un acto agresivo pernicioso, cualquier retraso en el rápido recorte de los impuestos minusvalora y contradice el objetivo libertario. El momento de oponerse a los gastos del gobierno se produce cuando se discuten y se votan los presupuestos del Estado. Es entonces cuando los libertarios deben reclamar con decisión drásticas reducciones. Es preciso restringir la actividad gubernamental siempre, cuando y dondequiera esto sea posible. Debe insistirse en la oposición a todo tipo de impuestos —y de gastos— porque son contrarios a los principios y los objetivos libertarios.
¿Significa esto que los libertarios no pueden fijar prioridades, que no pueden concentrar sus energías en aquellas cuestiones políticas a las que otorgan la máxima importancia? Evidentemente no, ya que, dado que el tiempo y las energías individuales son limitadas, nadie puede dedicar el mismo tiempo a todos y cada uno de los aspectos concretos del credo libertario total. Un orador o un escritor de temas políticos debe forzosamente establecer prioridades que, en definitiva, dependen en muy buena parte de los problemas concretos y de las circunstancias del momento. Así, aunque es cierto que un libertario de nuestros días debe reclamar la privatización de las empresas eléctricas, es muy poco probable que considere más prioritaria esta cuestión que el servicio militar obligatorio o la modificación de los impuestos. Deberá, pues, utilizar sus capacidades intelectuales estratégicas y su conocimiento de los problemas actuales para determinar sus prioridades en el ámbito de la política. Es, por otro lado, cosa clara que si alguien vive en una pequeña isla, invadida por frecuentes nieblas y en gran medida dependiente del transporte marítimo, colocará en el primer lugar de sus preocupaciones, en su agenda política libertaria, el tema de las centrales eléctricas. Si, además, por alguna razón, se presenta hoy la oportunidad de privatizar en su región el sector de la producción de energía eléctrica, un libertario no dejaría a buen seguro de aprovechar la oportunidad.
Concluimos, pues, este apartado sobre el problema de la estrategia afirmando que la suprema meta política es la victoria total de la libertad, que la base de este objetivo es la pasión moral por la justicia, que esta meta debe ser perseguida con los medios más rápidos y eficaces de que se pueda disponer, que jamás debe perderse de vista este objetivo y debe aspirarse a su implantación con la mayor premura posible y, en fin, que los medios elegidos para ello nunca pueden entrar en colisión o en contradicción con la meta final, ya sea mediante la invocación del gradualismo, o empleando y justificando agresiones a la libertad, defendiendo programas de planificación, dejando pasar las oportunidades de reducir el poder del Estado o permitiendo que lo aumente en algún sector.
El mundo está regido —al menos a largo plazo— por las ideas. Y es claro que el libertarismo sólo cuenta con la probabilidad de alzarse con el triunfo si difunde su ideario y consigue que sea asumido por un número significativamente amplio de ciudadanos. De ahí que la «educación» —todos los tipos de educación, desde las más abstrusas teorías sistemáticas hasta los dispositivos capaces de cautivar la atención y el interés de potenciales conversos— sea condición necesaria para la victoria de la libertad. La educación es, de hecho, una de las piezas básicas en la teoría estratégica del liberalismo clásico. Pero debe destacarse que las ideas no flotan libremente en el vacío; sólo tienen capacidad de influir en la medida en que son adoptadas y propuestas por los ciudadanos. Así, pues, para que acabe de imponerse la idea de la libertad debe existir un grupo activo de libertarios totalmente entregados a esta causa, gente bien formada e informada en el ideario de la libertad y dispuesta a difundir este mensaje. En suma, debe crearse un activo y autoconsciente movimiento libertario. Podría creerse que estamos enunciando una perogrullada, pero se advierte una curiosa renuencia por parte de muchos libertarios a considerarse a sí mismos como parte de un movimiento deliberado y permanente o de implicarse en sus actividades. Pero consideremos esto: ¿ha habido alguna disciplina, algún conjunto de ideas del pasado, ya se trate del budismo o de un medicamento moderno, capaz de avanzar por sí solo y de conseguir aceptación sin la presencia de «cuadros» decididos de budistas o de médicos?
La mención de los médicos señala otro de los requisitos para que un movimiento sea coronado por el éxito: la presencia de profesionales, de personas que dedican todo su tiempo y sus preocupaciones a la causa o la doctrina en cuestión. En los siglos XVII y XVIII, cuando hizo su aparición la medicina moderna como nueva ciencia, surgió un número suficiente de sociedades científicas, integradas en buena parte por aficionados, que hoy llamaríamos «Amigos de la Medicina», que crearon una atmósfera de estímulo y de apoyo a los nuevos conocimientos. A buen seguro, no habría avanzado gran cosa la medicina de no haber habido médicos profesionales, hombres que dedicaron toda su atención y todo su tiempo a la nueva disciplina y consagraron toda su capacidad y sus energías a su fomento y a sus nuevos avances. La medicina seguiría siendo todavía hoy día simple pasatiempo de aficionados de no haberse desarrollado la profesión de médico. Y, sin embargo, y a pesar del espectacular crecimiento de estas ideas y de este movimiento en los últimos años, son pocos los libertarios que reconocen la enorme necesidad del desarrollo de la libertad como una profesión, como el núcleo central para el progreso tanto de los conceptos teóricos como de la situación de la libertad en el mundo real.
Toda nueva idea y toda nueva disciplina se inician forzosamente a partir de una o de unas pocas personas y se difunde hacia un núcleo más amplio de conversos y de partidarios. Incluso en su pleamar, y dada la enorme diversidad de intereses y de capacidades de los seres humanos, el movimiento libertario está ineludiblemente vinculado a una minoría de cuadros profesionales. No hay aquí nada de «siniestro» ni de antidemocrático, pues cuando postulamos un grupo de «vanguardia» de libertarios lo entendemos en el mismo sentido en que se habla de una vanguardia de budistas o de médicos. Confiamos en que esta vanguardia conseguirá que una mayoría o una influyente minoría de la población se adhiera (si no se consagra totalmente) a la ideología libertaria. La existencia de una mayoría libertaria entre los revolucionarios norteamericanos y en la Inglaterra del siglo XIX demuestra que no es imposible tal proeza.
Mientras tanto, en la senda hacia el objetivo, podemos imaginarnos la adopción del libertarismo a modo de una escalera o pirámide, con varios individuos o grupos de individuos en los diferentes peldaños ascendiendo hacia la altura, desde el colectivismo o el estatalismo hasta la cumbre pura de la libertad. Si los libertarios no consiguen «despertar la conciencia del pueblo» para que alcance el escalón más alto de esta libertad pura, pueden al menos proponerse la meta, menor pero no menos importante, de ayudar a unos cuantos a subir algunos peldaños más. Con este propósito, pueden descubrir que es provechoso formar coaliciones con no libertarios para unas concretas y determinadas actividades ad hoc. Por tanto, un libertario puede, de acuerdo con sus prioridades y con su situación social, dedicarse a estas actividades de «frente común» con los conservadores para modificar los impuestos, o con los libertarios civiles para rechazar el servicio militar obligatorio o la ilegalización de la pornografía o de los discursos «subversivos». Al comprometerse en estos frentes unidos a favor de unos temas concretos, pueden conseguir un doble propósito: a) multiplicar considerablemente su propia capacidad de influencia para trabajar en beneficio de un objetivo libertario específico, dado que logran movilizar a muchos no libertarios para cooperar a tal fin; y b) «despertar la conciencia» de sus colegas de coalición para mostrarles que el libertarismo es un sistema interconectado completo y que la consecución plena de su objetivo particular requiere la adopción del esquema libertario total. Los libertarios pueden, por tanto, señalar a los conservadores que los derechos de propiedad en el mercado libre sólo pueden ser maximizados y auténticamente salvaguardados si se defienden o se restauran las libertades cívicas; y pueden asimismo mostrar a los libertarios civiles la relación inversa. Es de esperar que estas indicaciones ayuden a algunos de estos aliados ad hoc a subir muchos peldaños de la escalera libertaria.
Los marxistas han descubierto que a lo largo del avance de todo movimiento dedicado al cambio social, es decir, a transformar la realidad social de acuerdo con un sistema ideal, pueden surgir dos tipos contrapuestos de «desviaciones» respecto de la línea estratégica adecuada: lo que estos mismos marxistas han denominado «oportunismo de derechas» y «sectarismo de izquierdas». Estas desviaciones, a menudo atractivas a primera vista, son tan fundamentales que podemos elevar a la categoría de norma teórica la afirmación de que una de ellas, o tal vez las dos, surgirán inevitablemente para perturbar un movimiento en las diferentes fases de su evolución. Nuestra teoría no puede determinar cuál de las dos triunfará en un movimiento particular. El resultado dependerá de la concepción estratégica subjetiva de grupos comprometidos en el movimiento. Las consecuencias últimas se inscriben en el ámbito de la libre voluntad y de la capacidad de persuasión.
El oportunismo de derechas, al buscar beneficios inmediatos, está dispuesto a abandonar la meta social última y a hundirse en ganancias menores y a corto plazo que a veces entran en colisión con el fin último. En el movimiento libertario, los oportunistas están más dispuestos a sumarse al establishment del Estado que a luchar contra él, más proclives a renunciar al fin último a cambio de beneficios a corto plazo. Declaran, por ejemplo, que «aunque todo el mundo sabe que los impuestos son necesarios, la situación económica requiere una reducción de la carga impositiva del 2 por ciento». El sectarismo de izquierdas, por su parte, husmea «inmoralidad» y «traición a los principios» en toda utilización de la inteligencia estratégica para conseguir demandas transaccionales en la senda hacia la libertad, incluso en aquellas que ayudan a conseguir el fin último y no lo contradicen. Los sectarios proclaman por doquier «principios morales» y «libertarios», también en lo que no es sino simple estrategia, movimiento táctico o cuestión de organización. Tales sectarios estarían probablemente dispuestos a condenar como abandono de los principios el más mínimo intento para ir más allá de la simple reiteración del objetivo ideal social y seleccionar y analizar de forma más específica las cuestiones políticas de más urgente prioridad. Proporciona un ejemplo clásico de ultrasectarismo en acción dentro del movimiento marxista el Partido Social del Trabajo, que se enfrenta a cualquier tema político, sea el que fuere, únicamente con la monótona reiteración del eslogan «el socialismo, y sólo el socialismo, resolverá el problema». El libertario sectario censura a un locutor de televisión o a un candidato político que, ante la necesidad de elegir temas prioritarios, insiste en la reforma del sistema fiscal o en la supresión del servicio militar obligatorio y «se desentiende» del objetivo de la privatización del sector eléctrico.
Debería ser evidente que ambas posturas, tanto la del oportunismo de derechas como la del sectarismo de izquierdas, son por un igual nocivas para la tarea de la implantación del objetivo social último. El primero renuncia, en efecto, a este objetivo para conseguir beneficios a corto plazo, privando además de eficacia a tales ganancias. El segundo, envuelto en el manto de la «pureza», frustra su propio fin último al denunciar todos y cada uno de los pasos estratégicos necesarios para alcanzarlo.
Resulta singularmente curioso que, a veces, un mismo individuo pasa alternativamente de una a otra desviación, desdeñando en cada caso el correcto sendero rectilíneo. Así, el sectario de izquierdas, desesperado al cabo de años de inútil reiteración de su pureza sin registrar progresos en el mundo real, puede caer de un salto en la más densa espesura del oportunismo de derechas y reclamar algún avance a corto plazo, incluso a costa del fin último. O el oportunista de derechas, crecientemente disgustado por las contemporizaciones —personales o de sus colegas— de su integridad intelectual o de sus objetivos últimos, puede caer en el sectarismo de izquierdas y censurar todo tipo de prioridades estratégicas encaminadas a los mencionados objetivos. De este modo, ambas opuestas desviaciones se alimentan y refuerzan mutuamente y ambas resultan por un igual nocivas para la tarea principal de alcanzar, de manera eficaz, el objetivo libertario.
Los marxistas han sabido advertir que son necesarias dos baterías de condiciones para que se alce con la victoria cualquier programa que implique un cambio social radical: se trata de las denominadas condiciones «objetivas» y «subjetivas». Estas segundas se resumen en la existencia de un movimiento consciente y deliberado consagrado al triunfo de un ideal social concreto. Ya se ha tocado este aspecto en las líneas anteriores. Las condiciones objetivas se refieren a la existencia real de una «situación de crisis» en el sistema vigente lo bastante fuerte como para que todos los ciudadanos la perciban y además la perciban como fallo del sistema. Los ciudadanos de un país no sienten interés por explorar los defectos del sistema por el que se rigen mientras tengan la sensación de que funciona aceptablemente bien. Y los pocos interesados tienden a contemplar el problema en su conjunto como abstracto y sin trascendencia para su existencia cotidiana y, por consiguiente, no como un imperativo para pasar a la acción, hasta tanto no estalle la crisis que perciben. Es este estallido el que incita a la búsqueda inmediata de nuevas alternativas sociales —y es entonces cuando los cuadros del movimiento alternativo (las «condiciones subjetivas») deben ser capaces de ofrecerlas— para relacionar la crisis con los fallos inherentes al sistema mismo y para señalar cómo el sistema alternativo resolverá la crisis actual y se anticipará a las que puedan producirse en el futuro. Es de esperar que el cuadro alternativo se haya hecho ya con una hoja de servicios según la cual ya habían previsto la crisis actual y habían prevenido contra ella.
Si examinamos las revoluciones del mundo moderno, descubrimos que todas ellas a) fueron utilizadas por un cuadro de ideólogos al parecer proféticos del sistema alternativo, y b) fueron precipitadas por un colapso del sistema existente. En la Revolución Americana, un amplio cuadro y masas de libertarios decididos estaban preparados para hacer frente a los abusos de Gran Bretaña en su intento por poner fin al sistema de «saludable incumplimiento» de las colonias y volver a imponer las cadenas del Imperio Británico. En la Revolución Francesa, los filósofos libertarios habían puesto a punto la ideología con la que enfrentarse al repentino aumento del fardo absolutista sobre el país como consecuencia de la crisis fiscal del gobierno. En Rusia, en 1917, el desastre bélico provocó el colapso del régimen zarista desde dentro, un colapso para el que se habían venido preparando los ideólogos radicales. En la Italia y la Alemania de la postguerra de la I Guerra Mundial, las crisis económicas y las derrotas militares habían creado las condiciones para el triunfo de las alternativas del fascismo y del nacionalsocialismo. En China, en 1949, la combinación de una guerra prolongada y devastadora y la crisis económica provocada por una inflación galopante y el control de precios puso la victoria en manos de los rebeldes comunistas.
Tanto los marxistas como los libertarios llegan, por caminos absolutamente diferentes y hasta opuestos, a la convicción de que las contradicciones internas del sistema actual (para los primeros, el «capitalismo», para los segundos el estatalismo y las injerencias del Estado) conducen a un inevitable colapso a largo plazo. En contraste con el conservadurismo, incapaz de ver, con desesperanza, otra cosa que no sea la desaparición a largo plazo de los «valores occidentales» de siglos pasados en un ininterrumpido proceso de declive, tanto el marxismo como el libertarismo poseen credos profundamente optimistas, al menos para el largo plazo. El problema es, para algunos, cuánto tiempo habrá que esperar para que este largo plazo llegue. Los marxistas, al menos los del mundo occidental, han tenido que enfrentarse al aplazamiento indefinido de sus expectativas. Los libertarios han tenido que asistir, en el siglo XX, al espectáculo del tránsito desde un sistema decimonónico cuasilibertario a otro mucho más estatalizado y colectivista que, desde varios puntos de vista, significa un retroceso al mundo despótico vigente antes de las revoluciones liberales clásicas de los siglos XVII y XVIII.
Existen, de todas formas, buenas y suficientes razones para que los libertarios se sientan optimistas tanto respecto del corto como del largo plazo y pueden incluso alimentar la fe de que tal vez esté ya llamando a la puerta la victoria de la libertad.
En primer lugar, ¿por qué pueden sentirse optimistas los libertarios precisamente en el largo plazo? Después de todo, los anales de la historia pasada son —una civilización tras otra— la crónica de las más variadas formas de despotismo, estancamiento y totalitarismo. ¿No sería posible que el gran empuje hacia la libertad posterior al siglo XVII fuera tan sólo el brillo fugaz de un poderoso relámpago en el horizonte, seguido de la recaída en la gris y permanente penumbra del despotismo? Con todo, esta desesperanza, aparentemente comprensible, pasa por alto un aspecto esencial: las nuevas e irreversibles condiciones introducidas a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX por la Revolución, derivada a su vez de las clásicas revoluciones políticas liberales. Los países agrícolas de la era preindustrial se hallaban estancados por tiempo indefinible en niveles de mera subsistencia; los reyes déspotas, los aristócratas y los miembros más altos de la jerarquía social podían cargar al campesinado con impuestos que apenas les dejaba lo indispensable para sobrevivir. Mientras las clases privilegiadas disfrutaban de una existencia exquisita gracias a los excedentes, los campesinos, situados en los niveles ínfimos, seguían trabajando durante siglos hasta la extenuación. Aquel sistema era profundamente inmoral y explotador, pero «funcionaba», en el sentido de que era capaz de mantenerse indefinidamente (a condición de que el Estado no actuara con excesiva avidez y no matara la gallina de los huevos de oro).
Pero, por fortuna para la causa de la libertad, las ciencias económicas han mostrado que una economía industrial moderna no puede sobrevivir indefinidamente bajo tan draconianas condiciones. Esta economía moderna requiere la división del trabajo y una vasta red de intercambios de libre mercado, una red que sólo puede florecer en climas de libertad. Una vez dado el paso de las masas humanas a esta economía industrial y a los modernos estándares de vida exigidos por dicha industria, resulta de todo punto inevitable a largo plazo el triunfo de la economía de libre mercado y el final del estatalismo.
El siglo XIX, y más especialmente el siglo XX, han contemplado varias formas de regresión al estatalismo de la era preindustrial. Estas formas (en concreto el socialismo y las diversas ramas del «capitalismo de Estado»), en claro contraste con el conservadurismo francamente antiindustrial y reaccionario de las primeras décadas del siglo XIX europeo, intentaron preservar e incluso ampliar la economía industrial pero rehuyendo las exigencias políticas (libertad y libre mercado) necesarias a largo plazo para su supervivencia[9]. La planificación estatal, la burocracia, los controles, la alta y paralizadora fiscalidad, la inflación del papel moneda, todo esto debía provocar el colapso irremediable del sistema económico estatalista.
Si, pues, el mundo se halla inexorablemente abocado a la industrialización y a sus pertinentes niveles de vida, y si la industrialización precisa libertad, entonces el libertario debe sentirse optimista respecto al largo plazo: para él, llegará sin falta el triunfo en el futuro. Pero ¿qué decir del optimismo en el corto plazo, en el momento actual? Acontece afortunadamente ser verdad que las varias formas de estatalismo impuestas en el mundo occidental durante la primera mitad del siglo XX se hallan ahora en proceso de descomposición. El largo plazo está a la vuelta de la esquina. Durante medio siglo, la intervención del Estado ha podido llevar a cabo sus depredaciones sin provocar evidentes crisis y trastornos porque la industrialización cuasilaissez-faire del siglo XIX había creado un gran colchón amortiguador frente a aquellas depredaciones. El gobierno podía imponer contribuciones o inflación al sistema sin cosechar, al parecer, malos frutos. Pero hoy en día el estatalismo ha llegado tan lejos y se ha mantenido durante tan largo tiempo en el poder que el colchón —o su espesor— está tocando el límite de sus posibilidades. Como ha señalado el economista Ludwig von Mises, el «fondo de reserva» creado por el laissez-faire se ha «agotado»; el gobierno provoca ahora reacciones negativas instantáneas que son ya evidentes para los inicialmente indiferentes e incluso para muchos de los más ardientes defensores del estatalismo.
En los países socialistas de Europa Oriental los propios comunistas están advirtiendo con creciente claridad que la planificación centralizada sencillamente no funciona, sobre todo en el ámbito de la economía industrial. De ahí el rápido abandono, en los últimos años, de este tipo de planificación y el retorno hacia el mercado libre en todas aquellas naciones, y de forma especial en Yugoslavia. También en el mundo occidental ha entrado por doquier en un periodo de crisis el capitalismo de Estado, como se advierte en el hecho de que los poderes públicos han consumido, en el sentido literal de la palabra, todo su dinero: la presión fiscal en constante aumento paralizará sin remedio las industrias y los incentivos, mientras que la creciente creación de moneda (ya sea directamente o a través del sistema bancario controlado por los gobiernos) llevará a desastrosos incrementos de la inflación. Son, por tanto, cada vez más altas y más numerosas las voces que hablan de la «necesidad de rebajar las expectativas depositadas en los gobiernos», incluso en los Estados que antes fueron sus más ardientes campeones. En Alemania Occidental, el Partido Social Demócrata ha abandonado hace ya mucho tiempo su apelación al socialismo. En Gran Bretaña, aquejada de una economía paralizada por los impuestos y de una irritante inflación, el partido «tory», durante años en manos de estatalistas convencidos, está ahora dirigido por la facción orientada al mercado libre, mientras que el Partido Laborista ha comenzado a retirarse de las posiciones de un caos planificado de estatalismo galopante.
Es en los Estados Unidos donde las condiciones resultan ser particularmente esperanzadoras. Aquí, durante los últimos años, han coincido a) el hundimiento sistemático generalizado del estatalismo en los programas económicos y en los principios que rigen la política exterior y las materias sociomorales y b) un aumento firme y sostenido del movimiento libertario y de la difusión de las ideas libertarias entre la población, los forjadores de opinión y los ciudadanos corrientes. Examinemos cada una de estas series de factores, que son condiciones necesarias para el triunfo de la libertad.
Es bastante sorprendente que pueda señalarse una fecha prácticamente concreta del colapso sistemático del estatalismo en los Estados Unidos: los años 1973-1974. El fracaso se hizo particularmente notorio en la esfera económica: desde finales de 1973 y hasta 1975, Norteamérica experimentó una depresión inflacionista; en esta etapa, la mayor recesión del mundo de la postguerra coincidió con una inflación de precios cada vez más acentuada. Al cabo de 40 años de políticas keynesianas de las que se suponía que «afinaban» la economía y eliminaban los ciclos de inflación y depresión, los Estados Unidos tuvieron que enfrentarse a ambos fenómenos simultáneamente —una situación que no puede ser explicada por la teoría económica ortodoxa—. Los economistas ortodoxos quedaron sumergidos en la más confusa perplejidad y tanto los especialistas como los profanos comenzaron a mencionar con creciente insistencia la necesidad de volver a la alternativa «austriaca» del libre mercado, tanto en el ámbito de los paradigmas teóricos como en el de los programas políticos. La concesión del Premio Nobel de 1974 a F. A. Hayek por su teoría austriaca —largo tiempo sepultada en el olvido— de los ciclos económicos fue una especie de señal indicadora de las nuevas corrientes que comenzaban a reaparecer en la superficie al cabo de décadas de abandono. Y aunque la economía se recuperaba de la depresión, no había llegado a su fin la crisis económica, dado que la inflación pisaba el acelerador y se mantenían en niveles altos las tasas de desempleo. Tan sólo un programa de libre mercado, con renuncia a la inflación monetaria y reducción de los gastos gubernamentales, podía resolver la crisis.
El parcial incumplimiento de pago del gobierno de la ciudad de Nueva York en 1975 y la aprobación de la Proposición 13 en California en 1978 pusieron bajo cruda luz, en todo el país, el hecho de que se habían agotado los fondos de reserva locales y estatales y que el gobierno se veía, al final, compelido a iniciar drásticos recortes en sus actividades y sus gastos. Unos impuestos más elevados expulsarían de determinadas áreas a los negocios y a los ciudadanos de la clase media; por consiguiente, la única vía de escape para solucionar los impagos era imponer reducciones radicales de gastos. (Si se llega a la situación de impago el resultado es el mismo, o incluso más severo, porque se les cerraría a los gobiernos estatales y locales el acceso al mercado de obligaciones de renta fija en el futuro).
Se veía, pues, con creciente claridad que la combinación de décadas de altos y paralizadores impuestos sobre la renta, el ahorro y la inversión y de inflaciones que distorsionaban los cálculos empresariales había provocado una escasez cada vez más acentuada de capital y generado el inminente peligro de que se agotara el stock de equipo en capital tan vital para los Estados Unidos. Se advirtió rápidamente que la reducción de impuestos se había convertido en un ineludible imperativo económico. También se percibió la irremediable necesidad de disminuir los gastos gubernamentales para evitar el «efecto de expulsión» de los préstamos y las inversiones privadas en los mercados de capital como consecuencia de los cuantiosos déficit del Gobierno Federal.
Hay una razón que refuerza de forma particular la esperanza de que el público y los forjadores de opinión se inclinen por la solución propiamente libertaria para esta grave y persistente crisis económica, a saber, el hecho de que es de todos bien sabido que ha sido el Estado quien ha controlado y manipulado la economía durante los últimos cuarenta años. Cuando los programas crediticios e intervencionistas del gobierno provocaron la Gran Depresión de los años 30, predominaba en la opinión pública el mito de que los años 20 habían sido la era del laissez-faire, de modo que parecía lógico denunciar el «fracaso del capitalismo» y afirmar que la prosperidad y el progreso económico exigían un salto gigantesco hacia el estatalismo y el control del Estado.
Se han ensayado todas las variantes del estatalismo y todas han fracasado. En los inicios del siglo XX, los hombres de negocios, los políticos y los intelectuales a todo lo ancho y largo del mundo occidental comenzaban a dirigir las miradas hacia un sistema «nuevo» de economía mixta, de dirección del Estado, en sustitución del relativo laissez-faire de la centuria anterior. Se probaron todas aquellas nuevas y al parecer excitantes panaceas, tales como el socialismo, el Estado corporativo, el Estado de Bienestar, etc. Y todas fallaron. La invocación del socialismo o de la planificación centralizada del Estado se ha convertido, en nuestros días, en la demanda de un sistema viejo, gastado y fracasado. ¿Qué nos queda por ensayar, sino la libertad?
Una crisis similar se ha registrado también, estos últimos años, en el frente social. El sistema de la escuela pública, parte sacrosanta en el pasado de la herencia norteamericana, está hoy sujeto a una severa y acelerada crítica popular de todo el espectro ideológico. Se ve ahora claramente a) que las escuelas públicas no educan adecuadamente a sus alumnos; b) que son caras, derrochadoras y exigen elevados impuestos, y c) que el uniformismo del sistema de la enseñanza pública genera profundos e irresolubles conflictos sociales sobre temas educativos vitales tales como integración frente a segregación, métodos progresistas frente a métodos tradicionales, religión frente a laicismo, educación sexual y contenido ideológico de la enseñanza. Sea cual fuere la decisión que el sistema educativo público adopte en estas áreas, se habrán causados graves e irreparables daños a la mayoría o a una gran minoría de padres y niños. Además, se está advirtiendo con creciente claridad que la legislación sobre la asistencia obligatoria a la escuela mete a la fuerza a niños infelices o carentes de motivaciones en una cárcel que no les reforma ni a ellos ni a sus padres.
En el ámbito de los problemas morales existe una creciente convicción de que el prohibicionismo rampante de la política gubernamental —no sólo en el ámbito del alcohol, sino en cuestiones tales como la pornografía, la prostitución, las prácticas sexuales entre «adultos por mutuo acuerdo», las drogas y el aborto constituyen una invasión inmoral e injustificada del derecho de cada individuo a hacer sus propias elecciones morales y no puede, por consiguiente, ser impuesto en la práctica—. Los intentos por implantarlo sólo acarrearán desgracias y un Estado auténticamente policial. Es ya hora de que se reconozca que el prohibicionismo en estas áreas que conciernen a la moralidad personal es tan totalmente injusto e ineficaz como lo fue en el ámbito de las bebidas alcohólicas.
Ha aumentado también, como derivación del Watergate, la conciencia de los peligros que encierran las acciones y actividades habituales de los gobiernos para la libertad y la privacidad individual, para la libertad de disentir de las autoridades gubernamentales. También aquí podemos confiar en que surja una fuerte presión pública que mantenga al gobierno alejado de la vieja tentación de invadir la privacidad y reprimir a los disidentes.
Tal vez el mejor de todos los signos y la más favorable señal del derrumbamiento de la mística del Estado sea la proporcionada por las revelaciones del caso Watergate de 1973-74. Watergate promovió un cambio radical en la actitud de todos y cada uno —con independencia de su ideología explícita— frente al gobierno mismo. Watergate alertó, en efecto, al público sobre las invasiones gubernamentales en sus libertades personales. Y, lo que es más importante, al llevar al Presidente ante los tribunales, se desacraliza para siempre un cargo hasta entonces considerado poco menos que como un soberano por el pueblo de Norteamérica. Y, lo que tiene aún mayor relevancia, se desacraliza también, a la vez, y en gran medida, el gobierno mismo. Ya nadie confía en ningún político ni en ningún funcionario; ahora se contempla al gobierno con permanente recelo y hostilidad, retornando a aquella sana desconfianza frente a los gobernantes que había caracterizado al pueblo y a los revolucionarios norteamericanos del siglo XVIII. A consecuencia del Watergate, nadie querría arriesgarse hoy día a entonar que «nosotros somos el gobierno» y que, por consiguiente, todos los funcionarios elegidos pueden actuar correcta y legítimamente. Para el triunfo de la libertad, la condición más vital es la desacralización, las deslegitimación del gobierno a los ojos del pueblo. Y Watergate lo consiguió.
Así, pues, han comenzado a aparecer en los últimos años las condiciones objetivas para el triunfo de la libertad, al menos en Estados Unidos. Además, esta crisis del sistema es de tal índole que ahora es el gobierno el que figura como culpable. Sólo se la puede aligerar mediante una vuelta decidida hacia la libertad. Lo que ahora se necesita básicamente es que vayan en aumento las «condiciones subjetivas», las ideas libertarias y, más en particular, el movimiento consagrado al libertarismo para promover la difusión de estas ideas en el foro público. No es, sin duda, pura coincidencia que haya sido cabalmente en estos años —desde 1971, y con mayor firmeza desde 1973— cuando estas condiciones han registrado sus más poderosos avances en este siglo. Es indudable que el colapso del estatalismo ha espoleado a muchos ciudadanos a convertirse —en parte o del todo— en libertarios, de suerte que las condiciones objetivas contribuyen a generar las subjetivas. Además, al menos en los Estados Unidos, nunca se ha perdido enteramente la espléndida herencia de libertad y de ideas libertarias que se remontan hasta los tiempos revolucionarios. Los libertarios de nuestros días tienen, pues, una sólida base histórica sobre la que construir.
La rápida expansión de las ideas y del movimiento libertario en los últimos años ha penetrado en numerosos campos del mundo universitario, sobre todo entre los jóvenes, y en algunas áreas del periodismo, los medios de comunicación, los negocios y la política. Dada la persistencia de las condiciones objetivas, parece claro que esta eclosión del libertarismo en nuevos e inesperados puntos no es una moda pasajera inducida por los medios de comunicación, sino la respuesta, en inevitable progresión, a las condiciones de la realidad objetiva, tal como son percibidas por la población. Dado que existe la libre voluntad, nadie puede predecir con certeza que esta línea ascendente del talante libertario se consolide en breve espacio de tiempo en América y que presione sin vacilaciones hacia la victoria total del programa libertario. Pero es indudable que tanto la teoría como el análisis de las actuales condiciones históricas llevan a la conclusión de que son sumamente estimulantes las perspectivas que se abren ante la libertad, también a corto plazo.