CAPÍTULO 28

ROBERT NOZICK Y LA CONCEPCIÓN INMACULADA DEL ESTADO[1]

El libro Anarchy, State, and Utopia (Nueva York: Basic Books, 1974) [tr. esp. de R. Tamayo, FCE, México 1988]) es una variante tipo «mano invisible» del intento contractual lockeano por justificar la existencia del Estado, o al menos del Estado mínimo, limitado a las funciones de protección. Partiendo de una situación natural anarquista de libre mercado, Nozick describe al Estado como emergiendo en virtud de un proceso guiado por una mano invisible que no viola ningún derecho, primero bajo la forma de una agencia protectora dominante, luego como un «Estado ultramínimo» y, finalmente, como Estado mínimo.

Antes de embarcarnos en una crítica detallada de las varias fases de Nozick, será conveniente analizar algunas de las graves falacias de su concepción, cada una de las cuales bastaría para echar por tierra su intento de justificación del Estado.

Primero, a pesar de su tentativa (6-9) por seguir las huellas de la evolución del Estado, importa mucho comprobar si la ingeniosa construcción lógica de nuestro autor está respaldada por la realidad histórica, es decir, si todos los Estados, o al menos la mayoría de ellos, han surgido de hecho al modo nozickiano. Constituye ya de por sí un grave defecto que, al analizar una institución perfectamente anclada en el tejido histórico, Nozick no haga ni una sola mención o referencia a la historia de los Estados actuales. La verdad es que no existe ni una sola prueba de que algún Estado haya sido fundado y haya evolucionado de acuerdo con el esquema propuesto por Nozick. Ocurre más bien lo contrario, esto es, que hay indicios suficientes de que las cosas evolucionaron de otra manera: de que todos los Estados sobre los que existen datos surgieron en virtud de un proceso de violencia, conquista y explotación: en suma, por caminos de los que el propio Nozick tendría que admitir que violan los derechos individuales. Como escribió Thomas Paine, en Common Sense, a propósito del origen de las monarquías y del Estado:

Si levantamos las negras tapas de la antigüedad y rastreamos hasta su primera aparición, no encontraremos en su inicio nada mejor que el principal matón de alguna turbulenta cuadrilla cuyas salvajes maneras o superior astucia le valieron el título de jefe de una pandilla de salteadores y que, al aumentar su poder y extender el campo de sus depredaciones, atemorizó a la gente pacífica e inerme para que compraran su salvación a cambio de frecuentes tributos[2].

Nótese que el «contrato» implícito en la descripción de Paine tenía el carácter de un «chantaje de protección» coactivo, nada en lo que los libertarios puedan ver algo ni remotamente parecido a un acuerdo voluntario.

Dado que la argumentación aducida por Nozick para justificar la existencia de los Estados —asumiendo que no pasan de ser Estados mínimos— se apoya en su presuntamente inmaculada concepción, y dado que no existe ningún Estado de esta especie, se concluye que ninguno de ellos tiene justificación, ni siquiera en el caso de que en un momento posterior se reduzcan a Estados mínimos. Avanzando un paso más, podemos decir que en el mejor de los casos el modelo de Nozick sólo puede justificar al Estado que haya evolucionado realmente según su esquema de la mano invisible. Le incumbe, por tanto, a Nozick unirse a los anarquistas para reclamar la abolición de todos los Estados actuales y sentarse luego cómodamente a esperar que actúe aquella mano invisible de que nos habla. El único Estado mínimo que, como mucho, puede justificar Nozick es el que avanza hacia la futura sociedad anarco-capitalista.

En segundo lugar, incluso admitiendo que algún Estado contemporáneo haya tenido tal supuesta concepción inmaculada, esto no basta para justificar su existencia actual. Todas las teorías del Estado basadas en el contrato social adolecen de una falacia endémica radical, a saber, que los contratos basados en promesas son vinculantes y de ejecución forzosa. En el supuesto (en sí mismo heroico, como es obvio) de que todos los individuos entreguen, en un estado de naturaleza, todos o algunos de sus derechos al Estado, los teóricos del contrato social entienden que tal pacto es vinculante ya para siempre. Pero una correcta teoría contractual —denominada por Williamson Evers teoría de «transferencia de títulos»— sostiene que el único contrato válido (y, por tanto, vinculante) es aquel en el que se hace entrega de algo que sea filosóficamente enajenable y que sólo tienen este carácter específico los títulos de propiedad, de modo que pueda cederse a otras personas su posesión. Pero hay otros atributos humanos, concretamente la autoposesión de su voluntad y de su cuerpo, además de los derechos a la persona y a la propiedad, que surgen de dicha autoposesión, que son «inalienables» y no pueden, por tanto, ser entregados en virtud de un contrato vinculante. Si, pues, nadie puede ceder su voluntad, su cuerpo o sus derechos en un contrato de forzosa ejecución, tampoco puede, a fortiori, ceder las personas o los derechos de sus descendientes. A esto se referían los Padres Fundadores cuando afirmaban que el concepto de «derechos» es «inalienable» o, como decía George Mason en su Declaración de Derechos de Virginia:

… todos los hombres son, en virtud de su naturaleza, iguales e independientes, y tienen ciertos derechos naturales innatos de los que, cuando entran en una sociedad, no pueden ser privados por ningún convenio ni de los que se puede despojar a su posteridad[3].

Hemos visto, pues, 1) que ninguno de los Estados actuales ha tenido una concepción inmaculada, sino exactamente todo lo contrario; 2) que, por consiguiente, el único Estado mínimo que tal vez pudiera encontrar justificación es el que surgiría tras el establecimiento de un mundo anarquista de mercado libre; 3) que, por ende, y en virtud de su propio razonamiento, Nozick debería convertirse en anarquista y pararse a esperar que actúe la invisible mano nozickiana, y 4) que incluso en el caso de que algún Estado hubiera tenido un origen sin mancilla, las falacias de la teoría del contrato social implican que ninguno de los Estados actuales, ni siquiera los mínimos, puede tener justificación.

Pasemos ahora al análisis de las diversas etapas nozickianas, y más en particular a la presunta necesidad y la moralidad de los caminos por los que estas diferentes etapas avanzaron a partir de los estadios precedentes. Nozick comienza por asumir que toda agencia protectora anarquista se comporta moralmente, sin agresividad, esto es, «intenta, de buena fe, actuar dentro de los límites de la ley natural de Locke» (pag. 17).

En primer lugar, Nozick da por supuesto que cada agencia protectora exigiría de cada uno de sus clientes la renuncia al derecho a medidas de represalia privada contra la agresión, y que se negaría a protegerles frente a las contrarrepresalias (15). Tal vez sí, tal vez no. Esto dependería de las diferentes agencias protectoras existentes en el mercado y, desde luego, no es de por sí evidente. Es posible, pero no probable, que deseen verse superadas por la competencia de otras agencias que no ponen tales restricciones a sus clientes.

A continuación, Nozick pasa a estudiar las disputas entre los clientes de diferentes agencias de protección. Describe tres posibles escenarios. Dos de ellos (y parte del tercero) implican batallas físicas entre las agencias. Para empezar, ya la existencia misma de tales escenarios contradice el supuesto nozickiano de la buena fe, de la conducta no ofensiva de cada una de las agencias, puesto que si hay combates al menos una de ellas lleva a cabo una agresión. Además, desde el punto de vista económico, sería absurdo esperar que las agencias se combatan físicamente entre sí; tan belicosos procedimientos podrían alejar a los clientes y serían, por añadidura, demasiado costosos. Resulta disparatado pensar que, en el mercado, las agencias protectoras no se pongan de acuerdo antes de que las personas privadas apelen a los tribunales o a juntas de arbitraje a las que tendrían que acudir para resolver una disputa. De hecho, una parte sustancial de los servicios de protección o de asistencia jurídica que las agencias o los tribunales privados pueden ofrecer a sus clientes es que pueden llegar a acuerdos para presentar sus alegaciones ante ciertos tribunales de apelación o ciertos árbitros o grupos de arbitraje.

Volvamos ya al tercero y esencial escenario de Nozick. De él escribe que «las dos agencias… acuerdan resolver por medios pacíficos los casos en los que tienen opiniones divergentes. Convienen en nombrar un tercer juez o tribunal, al que acudirán cuando tengan puntos de vista dispares, y cuyas decisiones acatarán. (Pueden también fijar normas que determinen qué agencias tienen jurisdicción y en qué circunstancias)» (pag. 16). Hasta aquí todo va bien. Pero se da a continuación un salto gigantesco: «Surge, pues, un sistema de tribunales de apelación que concierta las reglas… Aunque son varias las agencias que actúan, existe un sistema judicial federal unificado del que todos son miembros». Me permito señalar que este «pues» es de todo punto ilegítimo y que el resto es un non sequitur[4]. El hecho de que cada una de las agencias de seguridad acuerde con todas las restantes someter sus disputas a cortes de apelación o de arbitraje particulares no implica «un sistema judicial federal unificado». Al contrario, podría ocurrir, y probablemente ocurriría, que habría que elegir cientos, tal vez miles, de árbitros o jueces de apelación, sin que se tuviera que considerar que forman parte de un «sistema judicial». No es necesario, por ejemplo, prever o establecer un Tribunal Supremo unificado para dirimir los pleitos. Dado que todo litigio tiene dos partes, y sólo dos, únicamente es necesaria una tercera parte, llámese juez o árbitro. En el momento actual hay en los Estados Unidos más de 23.000 árbitros profesionales, y serían probablemente varios miles más si se aboliera el actual sistema público de tribunales. Cada uno de estos árbitros podría desempeñar la función de apelación o arbitraje.

Nozick afirma que de la anarquía emerge inevitablemente, como guiada por una mano invisible, una agencia de seguridad dominante en cada área territorial, que incluiría prácticamente a todas las personas residentes en la zona. Pero ya hemos visto que carece de validez el soporte principal de esta conclusión. Y carecen también de valor los restantes argumentos de Nozick en favor de esta deducción. Escribió, por ejemplo, que «a diferencia de otros bienes que se evalúan en términos comparativos, no puede existir una competencia máxima entre los diversos servicios de protección» (pag. 17). ¿Por qué no puede existir (afirmación sin duda muy fuerte)? En primer lugar, según Nozick, porque «la naturaleza del servicio haría que las diferentes agencias… desencadenasen un violento conflicto entre cada una de ellas» en lugar de competir por los clientes. Pero, como ya hemos visto, el supuesto de este conflicto no es correcto. Para empezar, porque, de acuerdo con el propio razonamiento de Nozick, las agencias no actuarán agresivamente y, luego, porque, según su tercer escenario, cada una de ellas establecerá acuerdos con las restantes para una solución pacífica de los conflictos. El segundo argumento de Nozick en favor de esta aseveración es que «dado que el valor de lo que es inferior al producto máximo disminuye de una manera inversamente proporcional al número de los que buscan dicho producto, los clientes no se contentarán siempre con el bien menor y las compañías competidoras se verán atrapadas en una espiral decreciente». Pero, ¿por qué? Nozick lanza aquí afirmaciones sobre la economía de un mercado de protección que carecen de todo fundamento. ¿Por qué hay una «economía de escala» en el negocio de la protección que en opinión de Nozick lleva inevitablemente a un monopolio cuasi-natural en cada área geográfica? No hay para ello razones evidentes. Al contrario, todos los hechos —y aquí tienen tanta y tan directa importancia los acontecimientos de la historia del pasado como los de la presente— señalan claramente la otra dirección. Hay, como acabamos de indicar, varias docenas de millares de árbitros profesionales en Estados Unidos; hay asimismo decenas de miles de abogados y jueces y un amplio número de agencias de seguridad privadas que proporcionan guardias, vigilantes nocturnos, etc., sin que se perciba la presencia de ningún tipo de monopolio geográfico natural en ninguno de estos campos. ¿Por qué habría de surgir de las agencias de seguridad bajo el anarquismo?

Si contemplamos las aproximaciones a los tribunales anarquistas y a los sistemas de protección en la historia, descubrimos un gran número de pruebas de la falsedad de la afirmación de Nozick. Durante cientos de años, las ferias de Champaña fueron el mayor mercado internacional de Europa; un buen número de tribunales, formados por comerciantes, nobles, eclesiásticos, etc., competían por ganarse a los clientes; de aquí no sólo no surgió un agencia dominante sino que tampoco se sintió la necesidad de tribunales de apelación. Durante mil años, hasta la conquista de Cromwell, la antigua Irlanda disfrutó de un sistema de numerosos juristas y escuelas jurídicas y de múltiples agencias de protección que competían dentro de unas concretas áreas geográficas, sin que ninguna de ellas llegara a alcanzar una posición de dominio. Tras la caída del Imperio Romano, diversas tribus bárbaras que coexistieron en un mismo espacio sentenciaban pacíficamente sus disputas dentro de cada área; los individuos de las diversas tribus se amparaban en su propia ley, y las sentencias se acordaban, en tribunales pacíficos, entre aquellas leyes y tribunales. En nuestros días de moderna tecnología y de transportes y comunicaciones a bajo coste, resultaría aún más fácil competir por encima de las fronteras geográficas. Agencias de protección como «Metropolitan», «Equitable», «Prudential» podrían fácilmente abrir sucursales en amplios espacios geográficos.

Las posibilidades para llegar a un monopolio natural parecen ser mayores en el campo de los seguros que en el de la protección, porque una amplia concentración de los primeros tendería a reducir las primas. Y, sin embargo, es un hecho patente que se registra una gran competencia entre las diversas compañías aseguradoras y que aún sería mayor de no existir las limitaciones de las regulaciones estatales.

Así, pues, la afirmación de Nozick de que en cada área geográfica acabará por imponerse una agencia dominante ofrece un claro ejemplo de ilegítima tentativa por decidir a priori lo que hará el mercado libre, una tentativa que revela un conocimiento muy superficial de la historia de las realidades y de las instituciones concretas. Cabe imaginar, por supuesto, la posibilidad de que en una determinada zona geográfica se instale una agencia de protección dominante, pero no es muy probable. Y, como señala Roy Childs en su crítica a Nozick, incluso aunque surgiera, difícilmente llegaría a constituir un «sistema federal unificado». Childs indica también, y con razón, que aglutinar todos los servicios de protección y denominarlos un monopolio unificado tendría tan poca justificación como agrupar a todos los cultivadores y productores de alimentos que actúan en el mercado y afirmar que tienen un «sistema» o «monopolio» de producción alimentaria[5].

Ley y Estado son, además, dos magnitudes conceptual e históricamente separables. En una sociedad de mercado anarquista habría ley, pero no Estado. La forma concreta de las instituciones legales anarquistas —jueces, árbitros, métodos de procedimiento para resolver los conflictos, etc.— se desarrollaría en virtud del proceso de la mano invisible del mercado, si bien todas las agencias judiciales deberían acordar y asumir un código civil básico (con la exigencia de que nadie invada las personas y las propiedades de terceros). También, y de igual manera, todos los jueces competidores tendrían que ponerse de acuerdo sobre el modo de aplicar y ampliar los principios básicos de las leyes consuetudinarias o de la legislación común[6]. Pero esto último, insistamos, implicaría que no existe un sistema legal unificado ni una agencia de protección dominante. Las agencias que transgredieran el código libertario básico serían claramente ilegales y agresoras. El propio Nozick concede que, al carecer de legitimidad, es muy probable que no existiera en una sociedad anarquista este tipo de agencias fuera de la ley (17).

Pero sigamos admitiendo que, por improbable que parezca, llega a instalarse una agencia de protección dominante. ¿Qué haríamos en tal caso para avanzar hacia el Estado ultramínimo de Nozick sin violar los derechos de nadie? En las pp. 55-56 de su libro, Nozick describe la situación en que se encuentra la agencia protectora dominante cuando otras agencias privadas toman temeraria y poco fiablemente, mediante procedimientos más o menos discutibles, represalias contra sus clientes. ¿Tiene dicha agencia dominante derecho a defender a sus protegidos contra estas temerarias acciones? Nozick afirma que le asiste el derecho a prohibir procedimientos que ponen en peligro la seguridad de sus clientes, y que esta prohibición establece, por sí misma, el «Estado ultramínimo», en el que una agencia obliga coactivamente a todas las restantes a respetar los derechos individuales.

Pero afloran aquí, ya desde el inicio, dos problemas. En primer lugar, ¿qué ha ocurrido para llegar al estadio de la solución pacífica de los conflictos del tercer escenario? ¿Cómo se ponen de acuerdo la agencia dominante y las restantes agencias privadas para arbitrar o sustanciar sus litigios, a ser posible ya antes de que se produzcan? ¡Ah! Volvemos a tropezar aquí con la curiosa cláusula nozickiana del «así, pues», que incorpora los referidos acuerdos voluntarios a un «sistema judicial federal unificado». En suma, siempre que la agencia dominante y las privadas diriman sus disputas por anticipado, Nozick se cree autorizado a llamarlo «una sola agencia», porque, por definición, para él no puede darse un arreglo pacífico de las disputas si no se produce un movimiento de avance hacia el monopolio preceptivo del Estado ultramínimo.

Pero supongamos también, para prolongar la línea de este razonamiento, que admitimos la definición nozickiana de «una sola agencia», pasando por alto que se da aquí una petición de principio. ¿Actúa esta agencia dominante dentro de justos límites al declarar ilegales a sus competidores? Por supuesto que no, aunque con ello intente evitar luchas sangrientas. Son numerosos los casos en que las agencias privadas pueden impartir justicia entre sus propios clientes, que no tienen nada que ver con los clientes de la agencia dominante. ¿En qué imaginable derecho puede apoyarse la agencia dominante para declarar ilegales los arbitrajes pacíficos entre clientes de agencias privadas que no tienen ninguna repercusión en sus clientes propios? La respuesta es: en ninguno. Por tanto, cuando declara ilegales a sus competidores, está violando los derechos de éstos y de sus clientes actuales o potenciales. Además, como Roy Childs destaca, esta decisión de reforzar su monopolio tiene muy poco que ver con la mano invisible: es una decisión consciente, claramente visible. Y así se la debe tratar[7].

La agencia dominante, afirma Nozick, tiene el derecho a prohibir o paralizar las actividades «temerarias» emprendidas por las agencias privadas. Pero ¿qué decir de éstas últimas? ¿No les asiste un igual derecho a bloquear las actividades temerarias de la agencia dominante? ¿Y no sobrevendría entonces una guerra de todos contra todos, echando por tierra el tercer escenario y produciendo, inevitablemente, agresiones contra derechos en el curso de los enfrentamientos? ¿Dónde quedan aquellas actividades morales del estado de naturaleza que, según Nozick, se dan a lo largo del proceso? Además, como Chils señala, ¿qué decir del riesgo que implica la implantación forzosa de una sola agencia de protección? En palabras de este autor: «¿Cómo controlar su poder? ¿Qué ocurre si asume en el futuro nuevos poderes? Dado que es un monopolio, es ella, y solamente ella, la que juzga y sentencia los litigios sobre sus funciones. Como los procesos judiciales esmerados y detallados son costosos, existen todos los motivos del mundo para suponer que las cosas discurrirán con menos esmero cuando no hay competencia, aparte el hecho de que sólo la agencia dominante puede juzgar la legitimidad de sus propios procedimientos, como Nozick declara de manera expresa»[8]. Las agencias competidoras, ya sea real o sólo potencial su competencia, no sólo aseguran una protección de alta calidad a precios más bajos que los del monopolio obligatorio, sino que proporcionan además auténticos controles y equilibrios de mercado contra cualquier otra agencia que esté a punto de caer en la tentación de actuar ilegalmente, es decir, de atacar a las personas o las propiedades de terceros, sean o no clientes suyos. Si una agencia, entre otras muchas, actúa fuera de la ley, existen otras en su entorno que le presentarán batalla y acudirán en defensa de los derechos de sus clientes. Pero ¿cómo proteger a alguien contra el Estado, sea mínimo o ultramínimo? Si se nos permite invocar aquí de nuevo la memoria histórica, los terroríficos anales de los crímenes y asesinatos cometidos por el Estado a lo largo de los tiempos dan muy poco margen de confianza a la pretensión de que no es peligrosa la naturaleza de las actividades estatales. Me permito afirmar que los peligros de la tiranía del Estado son mucho más inquietantes que los que se pueden derivar de un par de procedimientos poco fiables de las agencias de defensa de la competencia.

Y no es esto todo. Una vez que se permite ir más allá de lo que exige la estricta defensa frente a un acto patente de agresión actual, puede utilizarse la fuerza contra algo o alguien por sus actividades «peligrosas»; y entonces el cielo es el límite y ya no existen en realidad restricciones para los ataques a los derechos de terceros. Si se admite que el «temor» de alguien ante las actividades «peligrosas» de otros es motivo suficiente para emprender acciones coactivas, toda tiranía queda justificada y el «Estado mínimo» de Nozick se convierte rápidamente en un «Estado máximo». Afirmo que no existe en la teoría nozickiana una frontera que impida seguir avanzando desde el Estado ultramínimo al máximo y totalitario. No existen limitaciones para las llamadas detenciones o restricciones preventivas. Y, por supuesto, la sugerencia de Nozick, más bien grotesca, de ofrecer «compensaciones» bajo la forma de «reuniones en centros de rehabilitación» es de todo punto insuficiente para evitar el espectro del totalitarismo (142 ss). Un par de ejemplos: Tal vez el grupo social donde más extendida está la delincuencia en los Estados Unidos sea, en la actualidad, entre los adolescentes de raza negra. El riesgo de comisión de delitos es mucho mayor entre los miembros de este grupo social que en cualquier otra edad, clase o color. ¿Por qué no encarcelar a todos estos muchachos, hasta que alcancen aquella edad en que el riesgo disminuye? Doy por supuesto que los «compensaríamos» proporcionándoles alimentos sanos, vestidos, patios de recreo y enseñándoles a realizar actividades útiles en los «puntos de reunión» de los campos en que se encuentran arrestados. Y si no lo hacemos, ¿por qué no? Otro ejemplo: El argumento más importante aducido en pro de la Prohibición fue el hecho, innegable, de que los actos delictivos, las negligencias, las infracciones de tráfico son significativamente más numerosos bajo la influencia del alcohol que cuando las personas están sobrias. Siendo así, ¿por qué no prohibir las bebidas alcohólicas, reduciendo de este modo el riesgo y el temor y «compensando» tal vez a las infortunadas víctimas de la ley con la oferta de saludables zumos de frutas financiados con los impuestos? ¿O aquel infame plan del doctor Arnold Hutschneker de «identificar» a los presuntos criminales futuros ya en la escuela para encerrarlos y proceder a los adecuados lavados de cerebro? Y si no se hace, ¿por qué no? Asumo que a este ¿por qué no? sólo puede dársele una respuesta, que no debería resultar novedosa para los libertarios que parecen creer en los derechos individuales inalienables, a saber, que no existe ningún derecho a coaccionar a nadie, salvo que esté perpetrando en este momento y directamente un acto abierto de agresión contra otros derechos. Cualquier renuncia a este criterio, para incluir la coacción contra «riesgos» remotos, es dar el visto bueno a agresiones intolerables contra los derechos de otras personas. Y es, además, pasaporte hacia el despotismo sin restricciones. Todo Estado fundamentado sobre estos principios ha sido concebido no de manera inmaculada, es decir, sin interferir en los derechos de nadie, sino mediante salvaje violación.

Por tanto, incluso en el caso de que los riesgos fueran calculables, incluso admitiendo que Nozick pudiera proporcionarnos un punto claro y nítido a partir del cual los actos son ya «demasiado» peligrosos, su rito del paso de la agencia dominante al Estado ultramínimo sería agresivo, invasor e ilegítimo. Pero es que, además, como Childs ha señalado, no existe método alguno para medir y cuantificar la probabilidad de tales «riesgos», y mucho menos aún el miedo que suscitan (pues ambas cosas son puramente subjetivas)[9]. Los únicos peligros que pueden medirse se basan en esas raras situaciones —como la lotería o la ruleta— en las que los eventos acontecen al azar, son estrictamente homogéneos y se repiten numerosas veces. Pero tales condiciones carecen de aplicación para la inmensa mayoría de las actividades humanas, de modo que no existe una medida clara del riesgo.

Esto nos lleva al concepto —extremadamente útil— de Williamson Evers sobre la «adecuada asunción de riesgos». Vivimos en un mundo de inevitables e inconmensurables variantes de incertidumbres y riesgos. En una sociedad libre, con plena posesión de derechos individuales, es cada ciudadano concreto el que decide la asunción de los riesgos que le parecen adecuados respecto de su persona y de las propiedades que posee con justos títulos. Nadie tiene derecho a coaccionar a ningún otro para que reduzca sus riesgos; hacer tal cosa sería agresión e invasión, que debería ser justamente bloqueada y castigada por el sistema legal. Todo el mundo puede, por supuesto, en una sociedad libre, tomar las precauciones que desee para reducir su nivel de riesgo, mientras no invada los derechos o las propiedades de terceros. Puede, por ejemplo, suscribir pólizas de seguro, coberturas contra cambios de precios, fianzas de cumplimiento de contrato, etc. Pero todo esto es voluntario y en ninguna de estas acciones hay imposiciones ni monopolios forzosos. Como Roy Childs afirma, toda intervención coactiva en la provisión del mercado frente a los riesgos aleja la provisión social para riesgos del nivel óptimo y, por tanto, aumenta dichos riesgos para el conjunto de la sociedad[10].

Un ejemplo de agresión contra los derechos de propiedad que cuenta con la aprobación de Nozick (55n) es el relativo a un terrateniente privado rodeado de otros propietarios hostiles que no le permiten el paso. A la réplica libertaria de que todo propietario razonable debería haber comprado primero a los propietarios que le rodean el derecho de acceso, opone el caso de que se halla cercado por tan numeroso grupo de enemigos que es incapaz de trasladarse a ninguna parte. Pero el problema reside en que no hay aquí tan sólo una cuestión de propiedad de la tierra. Supongamos que, no sólo en una sociedad libre, sino también en la actual, una persona concita hasta tal punto la animadversión de todos los demás ciudadanos que nadie quiere entrar en tratos con él, ni permitirle el acceso a su propiedad. La única respuesta posible es que tiene que asumir sus propios riesgos. Todo intento por romper mediante coacción física este boicot voluntario es agresión ilícita contra los derechos de los boicoteadores. Este sujeto haría mucho mejor en buscarse amigos o, como último recurso, comprarse aliados con la mayor rapidez posible.

¿Cómo pasa Nozick desde el Estado «ultramínimo» al «mínimo»? Sostiene que el Estado ultramínimo está moralmente obligado a «compensar» a los compradores a quienes se les prohíbe acudir a los servicios de agencias privadas proporcionándoles sus propios servicios de protección —y a convertirse, por tanto, en una especie de «vigilante nocturno», es decir, en Estado mínimo[11]—. En primer lugar, esta decisión es enteramente deliberada y visible, de modo que no se puede atribuir tranquilamente todo el proceso a una mano invisible. Pero además —y esto es más importante— el principio de compensación de Nozick es, precisamente en su configuración filosófica, todavía peor, si esto es posible, que su teoría del riesgo. Para empezar, la compensación, en la doctrina del castigo, es simplemente un método que intenta indemnizar a la víctima de un delito; bajo ningún concepto se la puede entender como aprobación moral del delito en sí. Nozick se pregunta (57) si los derechos de propiedad significan que se le permite a la gente llevar a cabo acciones invasoras «en el supuesto de que se compense a las personas cuyos límites se han cruzado». Frente a su opinión, la respuesta debe ser negativa en todos los casos. Como Randy Barnett señala en su crítica a Nozick, «en contra del principio de compensación de Nozick, deben prohibirse todas las violaciones de derechos. Esto es lo que significa derecho». Y «si bien el pago voluntario del precio de una compra permite hacer intercambios, la compensación no convierte en permisible ni justifica una agresión».[12] Los derechos jamás deben ser transgredidos. Y punto. La compensación es simplemente un método de restitución, indemnización o castigo una vez realizada la acción. Jamás se me debe permitir invadir arrogantemente el hogar de otro y romper su mobiliario sólo porque estoy dispuesto a «compensarle» después[13].

En segundo lugar, no hay modo de saber, en cada caso, qué compensación se supone que se debe dar. La teoría de Nozick depende de que las escalas de utilidad de la gente sean constantes, mensurables y cognoscibles para los observadores exteriores. Y ninguna de estas condiciones se cumple en nuestro caso[14]. La teoría austriaca del valor subjetivo nos indica que las escalas de utilidad de las personas están siempre sujetas a cambios y que ningún observador exterior puede medirlas ni conocerlas. Si compro un periódico por 15 centavos, todo lo que podemos saber sobre mi escala de valores es que, en el momento en que efectué la compra, el periódico valía más para mí que los 15 centavos. Eso es todo. Pero esta evaluación puede cambiar mañana y ninguna otra sección de mi escala de valores está al alcance del conocimiento de los demás. (Una cuestión menor: el aparatoso uso que hace Nozick del concepto de la «curva de indiferencia» no sólo no es necesario en nuestro caso sino que añade, además, algunas falacias nuevas. Por definición, en las acciones o los intercambios que lleva a cabo una persona nunca se manifiesta la indiferencia, que sigue siendo, por tanto, incognoscible y sin contenido objetivo. Una curva de indiferencia postula, además, dos ejes de productos; y, ¿cuáles son estos ejes en la curva alegada por Nozick?)[15] Ahora bien, si no hay modo de conocer lo que una persona quiere hacer tanto fuera como antes de un cambio concreto, tampoco existen modos por los que un observador exterior, por ejemplo, el Estado mínimo, puede descubrir cuánta compensación se necesita. La Escuela de Chicago intenta resolver esta dificultad asumiendo sencillamente que la pérdida de utilidad de una persona debe medirse por su precio monetario. Así, si alguien rasga un cuadro de mi propiedad, y tasadores externos estiman que podría haberlo vendido por 2.000 dólares, éste es el montante de mi compensación. Pero, primero, nadie sabe realmente qué suma podría haber recibido en el mercado, ya que los precios cambian de un día para otro; y segundo, y más importante, mi afecto por esta tabla puede muy bien ser ampliamente superior a su valor monetario. No existe modo alguno de que nadie pueda fijar desde fuera el valor de este afecto psíquico. Y de nada sirve que me pregunten, porque nada hay que me impida mentir solemnemente para aumentar mi «indemnización»[16].

Por otro lado, Nozick no habla para nada de las indemnizaciones que la agencia dominante debería conceder a sus propios clientes por bloquear sus oportunidades de efectuar sus compras en agencias de la competencia. Estas oportunidades han sido eliminadas por la fuerza. Debe tenerse en cuenta, además, que dichos clientes obtendrían beneficios del simple hecho de que la competencia controlaría los posibles impulsos tiránicos de la agencia dominante. Pero ¿cómo puede determinarse el alcance de esta indemnización? Además, si Nozick pasa por alto las compensaciones que la agencia dominante ha de ofrecer a sus desvalidos clientes, ¿qué tendrían que decir los anarquistas que creen firmemente en el estado anarquista de la naturaleza? ¿Qué decir de su trauma al contemplar el surgimiento nada inmaculado del Estado? ¿Se les debe indemnizar por el horror que les produce contemplar la instalación del Estado? Y, ¿cuánto habría que pagarles? La verdad es que la existencia de un solo ferviente anarquista que no pudiera ser indemnizado por el trauma psíquico que le causa la implantación de una estructura estatal sería suficiente para desbaratar el presunto modelo no agresivo de Nozick sobre los orígenes del Estado mínimo. Ninguna compensación sería suficiente para aliviar el dolor de este anarquista total.

Esto nos lleva a otra de las deficiencias del esquema de Nozick: al hecho curioso de que la indemnización abonada por la agencia dominante no se paga al contado, sino de acuerdo con el alcance de sus a veces dudosos servicios a los clientes de otras agencias. Y, sin embargo, los partidarios del principio de la indemnización han demostrado que el pago al contado —que deja a los receptores en libertad para comprar lo que deseen— es mucho mejor, desde su punto de vista, que las compensaciones en especie. Y, sin embargo, cuando Nozick postula la ampliación de la protección como una forma de compensación pasa por alto esta alternativa de pago al contado. En realidad, para los anarquistas dicha forma de indemnización —el establecimiento mismo del Estado— es una auténtica ironía repulsiva. Como Child puntualiza con vigorosas pinceladas: lo que Nozick «desea es prohibirnos el retorno a cualquiera de las numerosas agencias competidoras, salvo la agencia protectora dominante. Y desea ofrecérnoslo como indemnización por las actividades que nos prohíbe. Se pasa de generoso. Quiere darnos nada menos que el Estado. Permítanme que sea el primero en rechazar públicamente tan generosa oferta. Pero… la cuestión es que no podemos rechazarla. Nos la encasquetan, lo queramos o no, tanto si deseamos como si rechazamos al Estado como compensación».[17] No hay, por otra parte, justificación ninguna —ni siquiera en el planteamiento de Nozick— para que el Estado mínimo indemnice a todos de una misma y uniforme manera. No es, por supuesto, nada probable que coincidan las escalas de valores de todos y cada uno de los ciudadanos. Pero ¿cómo describir en tal caso las diferencias y pagar las diversas compensaciones?

Incluso limitándonos a las personas compensadas según la propuesta de Nozick —es decir, a los antiguos o actuales posibles clientes de las agencias competidoras— ¿quiénes son? ¿Cómo descubrirlos? Porque, en palabras del propio Nozick, sólo tienen derecho a indemnización estos actuales o potenciales clientes de la competencia. Ahora bien, ¿cómo distinguir, si la indemnización ha de ser adecuada, entre los que se han visto privados de sus deseadas agencias privadas y merecen, por tanto, una compensación, y los que de ninguna manera querrían verse protegidos por ellas, es decir, entre quienes tienen derecho a la indemnización y aquellos otros que no lo tienen? Al ignorar estas distinciones, el Estado mínimo de Nozick no puede otorgar indemnizaciones adecuadas en los propios términos nozickianos.

Childs menciona otro destacado aspecto de la forma de compensación prescrita por Nozick: las calamitosas consecuencias que se le derivan al Estado mínimo del hecho de que el pago de las indemnizaciones aumenta inevitablemente los costes y, en consecuencia, los precios que carga la agencia dominante. En palabras de este autor:

Si el Estado mínimo ha de proteger a todos y cada uno, incluso a los que no pueden pagar, y si ha de indemnizar a todos aquellos a quienes prohíbe acciones peligrosas, quiere decirse que tendrá que pasar a sus clientes originales una factura más abultada que en el caso del Estado ultramínimo. Y esto incrementará, ipso facto, el número de los que, a causa de sus curvas de demanda, habrían deseado elegir agencias no dominantes… antes que una agencia dominante orientada hacia el Estado ultramínimo orientado a su vez al Estado mínimo. ¿Deberá el Estado mínimo protegerlos sin cargas o deberá indemnizarlos por la prohibición de dirigirse a otras agencias?

Si ocurre esto último, deberá, una vez más, o bien elevar los precios que carga sobre sus clientes, o bien reducir sus prestaciones. En ambos casos, habrá personas que —dada la naturaleza y la forma de sus curvas de demanda— habrían preferido elegir agencias no dominantes en lugar de la dominante. ¿Habrá que compensarlas? Si la respuesta es afirmativa, el proceso conduce a un punto en el que ya sólo un puñado de fanáticos ricos defenderán la existencia de un Estado mínimo y estarán dispuestos a pagar servicios drásticamente reducidos. Si ocurre así, hay razones para creer que muy pronto el Estado mínimo será arrojado al invisible cubo de la basura de la historia que, me atrevo a sugerir, tiene ampliamente merecido[18].

Hay, en este capítulo de las indemnizaciones, una cuestión tangencial pero muy importante: adoptando la poco afortunada «salvedad» lockiana sobre los derechos de propiedad derivados de la colonización de una tierra hasta entonces no cultivada, Nozick declara que nadie puede apropiarse de dicha tierra si como consecuencia la población restante que desea acceder a ella se encuentra «en peor situación» (pág. 178 ss). Pero, insistamos una vez más, ¿cómo sabemos que se hallan peor? De hecho, la cláusula de excepción de Locke puede conducir a la ilegitimación de todas las propiedades de la tierra, porque siempre podrá decirse que la disminución de tierras disponibles pone en peor situación a todos cuantos desean poseer terrenos en propiedad. En realidad, carecemos de medios para conocer, y más aún para cuantificar, a quienes están peor, o no lo están. Pero incluso aunque los tuviéramos, puedo dar por supuesto que también esto forma parte de su personal asunción de riesgos. A todas las personas se les debe reconocer el derecho a añadir a sus propiedades las tierras —o los recursos— antes no explotados. Si esto empeora la situación de los últimos llegados, debe consignarse bajo el epígrafe de la asunción de riesgos inevitable en este mundo nuestro, libre e inestable. En la actualidad ya no hay la gran frontera en los Estados Unidos y carece de sentido lamentarlo. Podemos considerar que tenemos todo el «acceso» que deseemos a aquellos recursos, pagando su precio en el mercado. Pero incluso en el caso de que sus dueños no quieran venderlos o alquilarlos, están en su derecho en una sociedad libre. También aliquando dormitat Locke[19].

Llegamos así a otro punto también de fundamental importancia: cuando Nozick sostiene que pueden declararse ilegales las actividades peligrosas de alguien a condición de ofrecerle una indemnización, se apoya en su argumento de que nadie tiene derecho a emprender actividades e intercambios «no productivos» (que implican riesgo) y que, por consiguiente, es lícito prohibirlos[20]. Concede que si fueran lícitas las actividades peligrosas de terceros, no tendrían validez ni la prohibición ni la indemnización y que nos veríamos entonces «precisados a negociar o entrar en tratos con ellos si no acceden a renunciar a la actividad peligrosa en cuestión. Pero ¿por qué no podemos ofrecerles un incentivo, o contratarlos a nuestro servicio, o sobornarlos, para impedir que lleven a cabo su acción?» (págs. 83-84). En resumen, de no ser por su falsa teoría sobre las actividades «no productivas» ilegítimas, Nozick tendría que admitir que la gente tiene derecho a emprender estas actividades, caerían por tierra los principios de la prohibición del riesgo y la indemnización y no tendría justificación ni su Estado ultramínimo ni el mínimo.

Las anteriores reflexiones nos sitúan ante lo que podría denominarse el principio de la «muerte súbita» de Nozick. Su criterio del intercambio «productivo» consiste en que cada una de las partes está mejor que si la otra no existiera. Un intercambio es «no productivo» cuando una de las partes estaría mejor si la otra se muriera de repente[21]. En efecto: «si le pago a usted para que no me perjudique, no obtengo de usted ningún beneficio que no tendría ya si usted no existiera en absoluto o no tuviera nada que ver conmigo» (84). El «principio de indemnización» de Nozick afirma que puede prohibirse una actividad «no productiva» a condición de que se indemnice al afectado por los beneficios a que debe renunciar al imponerle la prohibición.

Veamos cómo aplica Nozick sus criterios de «no productividad» y de indemnización al problema del chantaje[22]. Trata de justificar la ilicitud de esta práctica afirmando que deben declararse ilegales los contratos «no productivos», y que el contrato de chantaje es uno de ellos, porque el chantajeado se encuentra en peor situación como consecuencia de la existencia del chantajista (84-86). Resumiendo: si el chantajista Gómez se muriera de repente, Pérez (el chantajeado) estaría mucho mejor. Pero expongamos la situación desde otro punto de vista: Pérez paga a Gómez no para encontrarse mejor, sino para no encontrarse peor. Este segundo contrato sería productivo, dado que Pérez se encuentra mejor haciendo el intercambio que no haciéndolo.

Con esta teoría Nozick entra en aguas muy pantanosas, como él mismo reconoce en parte (aunque no del todo). Admite, por ejemplo, que su argumentación para declarar ilegal el chantaje podría obligarle a tener que considerar también ilegal el siguiente contrato: Moreno propone a su vecino de al lado, Rubio, lo siguiente: «Tengo la intención de construir, en tal y tal sitio de mi propiedad, un edificio de color rosa (que sabe que Rubio detesta). Pero no lo construiré si usted me paga una cantidad de dinero». Nozick admite que, según su esquema, se trataría de un acto ilegal, ya que Rubio tendría que pagar a Moreno par no verse en peor situación, lo que convierte a este contrato en «no productivo». En esencia, Rubio estaría mejor si Moreno se muriera de repente. A un libertario le resulta difícil cuadrar esta ilicitud con una teoría admisible de los derechos de propiedad, y mucho menos aún con la que se ha expuesto y defendido en este libro. Además, y en analogía con el anterior ejemplo del chantaje, Nozick declara que, incluso en su esquema, sería legal que Rubio, al enterarse del proyecto de Moreno, saliera a su encuentro y le hiciera saber que estaba dispuesto a pagarle una cierta suma para que no siguiera adelante. Pero ¿en razón de qué el intercambio es ahora «productivo»? ¿Sólo porque es Rubio quien hace la oferta[23]? ¿Es que cambia la situación, según quién sea el ofertante? ¿No estaría Rubio mejor si se produce la muerte súbita de Moreno? Y, una vez más, y siguiendo la analogía, ¿consideraría Nozick ilegal que Moreno rechace el ofrecimiento de Rubio y le pidiera más dinero? ¿Por qué habría de ser ilegal? O, de nuevo, ¿consideraría Nozick ilegal que Moreno maniobre sutilmente para que llegue a oídos de Rubio su proyecto de un edificio rosa, digamos, por ejemplo, que poniendo un anuncio en la prensa sobre su proyecto de construcción y enviando una copia a Rubio, y deje después que las cosas sigan su curso? ¿No podría entenderse que esta iniciativa es un acto de cortesía? ¿Por qué habría de ser ilegal semejante anuncio? Es claro que cuanto más analizamos las consecuencias de la teoría de Nozick más endeble se torna su defensa.

Pero es que, además, Nozick no ha reparado bien en las múltiples implicaciones de su principio de la «muerte súbita». Si, como parece, lo que intenta decir es que A coacciona indebidamente a B y que B estaría mejor si A falleciera repentinamente, consideremos el siguiente caso: Moreno y Rubio compiten en una subasta por un cuadro que ambos desean. Ya no quedan más pujas que las suyas. ¿No estaría Moreno en mejor situación si Rubio cae fulminado por una muerte súbita? ¿Podría decirse entonces que Rubio le coacciona ilícitamente y que, por tanto, debería declararse ilegal su participación en la subasta? O, per contra, ¿no sería Moreno el que coaccionaba a Rubio y sería, por consiguiente, ilegal su puja? Y si no, ¿por qué no? O bien supongamos que Moreno y Rubio rivalizan por la mano de la misma joven. ¿No estaría en mejor situación cada uno de ellos si su rival se muriera de repente, y no debería por tanto declararse ilegal la participación de ambos en el cortejo de la muchacha? Las ramificaciones son prácticamente ilimitadas.

Nozick se hunde cada vez más, y por su propio pie, en la fangosa ciénaga cuando añade que el intercambio de los chantajes no es «productivo» porque al declararle ilegal no se encuentra peor una de las partes (el chantajeado). Pero esto, por supuesto, no es verdad: como el profesor Block señala, declarar ilegal el contrato de chantaje significa que el chantajista no tiene ya ningún incentivo que le mueva a no divulgar en el entorno del chantajeado su hasta entonces secreta información. No obstante, tras haber afirmado por dos veces que la víctima no estaría «en peor situación» por declarar ilícito el intercambio de chantaje, concede inmediata e ilógicamente que «la gente valora el silencio del chantajista y le paga». En este caso, si se le prohíbe al chantajista poner precio a su silencio, no necesita mantenerlo y esta prohibición pondría en peor situación al chantajeado dispuesto a pagar. Nozick añade, aunque sin probar su afirmación, que «permanecer silencioso no es una actividad productiva». ¿Por qué no? Al parecer, porque «su víctima estaría mejor si el chantajista no existiera…». Nueva vuelta al principio de la «muerte súbita». Pero también aquí, dando marcha atrás en su razonamiento, añade —de forma incongruente respecto de su afirmación de que el silencio del chantajista no es productivo— que «desde el punto de vista que aquí asumimos, el vendedor del silencio sólo puede cobrar legítimamente la parte a la que renuncia por mantenerse callado…, incluyendo los pagos que otros pudieran hacerle por divulgar su información». Y prosigue que aunque un chantajista puede cargar la suma que conseguiría por revelar lo que sabe, «no puede cargar el mejor precio que podría conseguir del comprador de su silencio» (85-86).

Así, pues, Nozick, con su incoherente parloteo entre declarar ilegítimo el chantaje o admitirlo al precio que el chantajista puede conseguir por su venta de la información, se ha hundido en el lodo de un inaceptable concepto del «precio justo». ¿Por qué sólo es lícito cargar el precio que pagaría un tercero? ¿Por qué no cargar el precio que el chantajeado está dispuesto a pagar? En primer lugar, ambas transacciones son voluntarias y están comprendidas dentro de los límites de los derechos de propiedad de las dos partes. En segundo lugar, nadie sabe, ni teórica ni prácticamente, qué precio podría conseguir el chantajista por su secreto en el mercado. Nadie es capaz de predecir un precio de mercado antes de producirse de hecho el intercambio. En tercer lugar, puede ocurrir que el chantajista no obtenga sólo dinero en el intercambio; puede conseguir también satisfacción psíquica —tal vez siente antipatía hacia el chantajeado— o disfrute vendiendo secretos y, por consiguiente, puede «devengar» por su venta a un tercero algo más que una simple suma de dinero. Aquí Nozick traiciona su propia causa cuando admite que el chantajista «que disfruta vendiendo secretos puede poner un precio diferente» (86n). Pero, en tal caso, ¿qué agencia externa ejecutiva legal será capaz de descubrir el alcance del disfrute del chantajista y, por consiguiente, el precio que puede cargar legalmente a su «víctima»? En términos más generales, es imposible, desde el punto de vista conceptual, descubrir la existencia o el alcance de su placer subjetivo ni de cualesquiera otros factores psíquicos que puedan entrar en su escala de valores y, por tanto, en sus intercambios.

Tenemos en cuarto lugar, y enfrentándonos a la peor de las posibilidades de Nozick, el caso del chantajista que no encuentra ningún precio monetario por su secreto. Si el chantaje quedara prohibido, ya fuera totalmente o de acuerdo con la versión del «precio justo» de Nozick, el frustrado chantajista sencillamente divulgaría su secreto gratis, es decir, regalaría la información (el «chismoso» o «charlatán» de Block). Al hacerlo, se limitaría sencillamente a ejercer su derecho a usar su cuerpo, en este caso su libertad de expresión. No existe un «precio justo» para restringir este derecho, porque no tiene un valor objetivamente mensurable[24]. Para el chantajista, este valor es de naturaleza subjetiva y no es justo cercenar sus derechos. Y, además, en este caso la víctima «protegida» se encontrará con toda seguridad en peor situación, como resultado de la prohibición del chantaje[25].

Debemos, pues, concluir, con la teoría económica moderna posterior a la Edad Media, que el único precio justo es, en todo tipo de transacciones, el libremente acordado entre las partes. Además, y de manera más generalizada, debemos también sumarnos a la moderna teoría económica etiquetando como «productivos» todos los intercambios voluntarios y admitiendo que ambos contratantes están en mejor situación tras el intercambio. Todo bien o servicio voluntariamente comprado por un usuario o un consumidor le beneficia y es, por consiguiente, productivo desde su punto de vista. De ahí que fallen en su misma base todas las tentativas de Nozick por justificar la ilegalización del chantaje o su reducción a una especie de precio adecuado (del mismo modo que en el caso de otros contratos en los que se vende la inactividad de una persona). Y esto significa que falla asimismo su intento por justificar la prohibición de todas las actividades «no productivas» —las que implican riesgos— y que falla también, en fin, ya por esta sola razón, su conato de justificación de su Estado ultramínimo (y mínimo).

Al aplicar esta teoría a las actividades arriesgadas «no productivas» y generadoras de temor de las agencias privadas aducidas por Nozick para justificar la implantación del monopolio coactivo del Estado ultramínimo, nuestro autor se concentra en su afirmación de los «derechos procesales» de todas y cada una de las personas que, a su entender, consisten en «el derecho a que su culpa sea determinada a través del menos peligroso de los procedimientos conocidos para fijar culpabilidades, esto es, por el que tenga la menor probabilidad de declarar culpable a un inocente» (96). Vemos, pues, que a los habituales derechos naturales sustantivos —el uso de la propia persona y de las propiedades justamente adquiridas, sin recurrir a la violencia— Nozick añade unos presuntos «derechos procesales», es decir, el derecho a unos determinados procesos para fijar la culpabilidad o la inocencia. Ahora bien, una de las diferencias fundamentales entre los «derechos» genuinos y los espurios es que los primeros no requieren una acción positiva de parte de nadie, salvo la no-interferencia. El derecho a la persona y a las propiedades no depende del tiempo o del espacio, ni del número o la riqueza de otras personas de la sociedad. Crusoe puede tener este derecho frente a Viernes, como lo puede tener cualquier persona en las sociedades industriales avanzadas. Es, en cambio, espurio, por citar un ejemplo, el pretendido derecho a un «salario existencial», ya que su cumplimiento exige acciones positivas por parte de otras personas, además de la presencia de gente suficiente, con suficiente renta o riqueza para satisfacer aquella exigencia. Por tanto, este presunto «derecho» no es independiente del tiempo y lugar, ni del número o la situación de otros individuos de la comunidad. El derecho a un proceso que implique los menores riesgos exige la acción positiva de bastantes personas especializadas para poder atenderlo. Y esto significa que no es un derecho auténtico. Además, no puede deducirse un tal derecho a partir del derecho básico a la posesión de sí mismo. En cambio, todos los individuos poseen el derecho absoluto a defender su persona y sus propiedades frente a las invasiones. No le asiste, en cambio, un tal derecho a un delincuente respecto de bienes ilícitamente adquiridos. El procedimiento que cada grupo humano prefiere adoptar para defender sus derechos —por ejemplo, mediante la autodefensa personal, o recurriendo a los tribunales o a las instituciones de arbitraje— depende de las concepciones y del talante de los individuos afectados. El libre mercado tenderá probablemente a inducir a la mayoría de la población a optar por la autodefensa a través de instituciones privadas y de agencias de protección cuyos métodos resulten más atrayentes para los ciudadanos. En suma, la gente prefiere guiarse, en sus decisiones, por el método más práctico para conseguir determinar quién es, en cada caso concreto, culpable o inocente. Pero todo esto se relaciona con el descubrimiento utilitarista del mercado como el medio más eficiente para llegar a la autodefensa y no implica conceptos falaces tales como «derechos procesales»[26].

Finalmente, en un deslumbrante tour de force, Roy Childs, tras haber puesto de relieve que cada una de las etapas del Estado nozickiano va acompañada más de una visible decisión que de una «mano invisible», demuestra la falsedad radical de la argumentación de Nozick haciendo ver que la mano invisible —tal como la entiende el mismo Nozick— conduciría en línea recta desde el Estado mínimo al anarquismo. Escribe Childs:

Admitamos la existencia del Estado mínimo. Surge una agencia que copia los procedimientos de dicho Estado y le permite tomar parte en sus juicios, procesos, etc. En esta situación, no puede alegarse que tal agencia sea más «peligrosa» que el Estado. Pero si todavía resulta ser demasiado peligrosa, contamos con razones suficientes para afirmar que también el Estado lo es y para prohibir sus actividades, a condición de que indemnicemos a quienes salen perjudicados por esta prohibición. Si avanzamos por este camino, desembocamos en la anarquía.

Si no, la «agencia dominante» o tendente al Estado mínimo se ve envuelta en la competencia contra otra agencia supuestamente vigilada. Pero veamos: la segunda agencia competidora espiada y oprimida descubre que puede cargar precios más bajos por sus servicios dado que el Estado mínimo tiene que indemnizar a quienes podrían haber acudido a agencias que utilizan procedimientos arriesgados. Y tiene, además, que pagar los costes de espiar a la nueva agencia.

Pero como la obligación de conceder estas indemnizaciones es sólo moral, es probable que no se concederán en una situación de grave crisis económica. Y esto pone en marcha dos procesos: las personas a las que se indemniza porque podían haber elegido otras agencias antes que al Estado se apresurarán a inscribirse en una agencia independiente, confirmando así a la vez sus antiguas preferencias. Y se da a la vez un paso decisivo: el antes espléndido Estado mínimo se convierte —una vez interrumpidas las indemnizaciones— en un humilde Estado ultramínimo.

Pero ya el proceso es imparable. La agencia independiente debe consolidar, y consolida de hecho, su buena reputación para arrebatar clientes al Estado mínimo. Ofrece una gran variedad de servicios, juega con diferentes precios y consigue, en general, convertirse en una alternativa más atractiva, permitiendo a la vez que el Estado la vigile en todo momento y controle sus métodos y procedimientos. Otros nobles empresarios siguen su ejemplo. Pronto, el antes humilde Estado ultramínimo pasa a ser una mera agencia dominante, que descubre que las otras agencias han conseguido prestar valiosos servicios con procedimientos limpios, no arriesgados. Deja entonces de espiarlas, porque prefiere concertar acuerdos menos costosos. Pero, al carecer de competidores, sus ejecutivos se han tornado, por desgracia, indolentes y perezosos. Sus cálculos sobre las personas que deben proteger, con qué medios, con qué asignación de recursos y qué objetivos… se ven negativamente afectados porque ellos mismos se han distanciado de un sistema de precios de mercado auténticamente competitivo. La agencia dominante crece de una manera ineficaz comparada con las nuevas agencias, dinámicas y perfeccionadas.

Y pronto… ¡he aquí los resultados! La agencia protectora dominante pasa a ser una más entre otras varias en una red legal de mercado. El siniestro Estado mínimo se ve reducido, en virtud de una serie de pasos moralmente permisibles que no violan los derechos de nadie, a simple agencia entre otras. En resumen, la mano invisible devuelve el golpe[27].

Algunos breves pero importantes apuntes para concluir. Nozick, de acuerdo en esto con todos los teorizadores del laissez-faire partidarios del Estado mínimo, carece de una teoría fiscal: de cuál deba ser su alcance, quién debe pagar los impuestos, de qué clase deben ser, etc. De hecho, en la progresión nozickiana de las etapas hacia el Estado mínimo se menciona muy pocas veces el tema de la fiscalidad. Se diría que este Estado mínimo nozickiano sólo podría exigir impuestos a los clientes que tenía antes de convertirse en Estado, pero no a los clientes de las agencias competidoras. Pero es claro que el Estado actual obliga a contribuir a todos los ciudadanos, con independencia de por quién deseen ser protegidos. En realidad, es tarea difícil ver por qué debería intentar descubrir y distinguir estos grupos hipotéticamente diferentes.

Al igual que sus colegas partidarios del gobierno limitado, Nozick analiza la «protección» —al menos la aportada por su Estado mínimo— como un colectivo global. Pero ¿cuánta protección debe darse, y a costa de qué recursos? ¿Y con qué criterios decidirlo? Después de todo, podemos imaginar que se destine la práctica totalidad del producto nacional a proporcionar a todas y cada una de las personas un vehículo blindado y guardias armados; pero podemos asimismo imaginar que hay un solo policía y un juez para toda una región. ¿Quién decide el nivel de protección y en virtud de qué criterios? En el mercado privado todos los bienes y servicios se producen a partir de las demandas relativas y de los costes que implican para los clientes. Pero este criterio no tiene aplicación en el caso de los niveles de protección del Estado mínimo o de cualquier otro Estado.

Por otra parte, como Childs indica, el Estado mínimo que Nozick intenta justificar es un Estado poseído por una firma privada dominante. En la teoría de Nozick no hay explicaciones ni justificaciones en favor de la moderna forma de las votaciones, de la democracia, de frenos y equilibrios en la Constitución, etc[28].

Hay, en fin, en el libro de Nozick una deficiencia que invade y empapa todo el debate en torno a los derechos y el gobierno, a saber que, como intuicionista kantiano, no ofrece ninguna teoría de los derechos. Simplemente se les intuye bajo un aspecto emocional, no están arraigados en la ley natural, es decir, en la naturaleza del hombre y del universo. En el fondo, Nozick no aporta ningún argumento objetivo a favor de la existencia de derechos.

Para concluir: 1) ninguno de los Estados existentes ha tenido una concepción inmaculada y, por consiguiente, y en virtud de su propio razonamiento, Nozick debería proclamar primero el anarquismo y luego esperar a ver el desarrollo de su Estado; 2) incluso en el caso de que algún Estado hubiera tenido esta concepción inmaculada, los derechos individuales son inalienables y, por consiguiente, no puede justificarse la existencia de ningún Estado; 3) carecen de valor todas y cada una de las etapas del proceso nozickiano de la mano invisible: todo el proceso, considerado en su conjunto, es claramente deliberado y visible, y tanto el principio del riesgo como el de la indemnización son falacias y pasaporte hacia un despotismo ilimitado; 4) no existe justificación, ni siquiera aceptando los términos de Nozick, para que una agencia de protección dominante declare ilegales los procedimientos de agencias privadas que no perjudican a sus propios clientes; este camino no puede, por tanto, llevar a un Estado ultra-mínimo; 5) carece de validez la teoría nozickiana de los intercambios «no productivos», de modo que ya por esta sola razón queda desvirtuada la prohibición de las actividades arriesgadas y, en consecuencia, el Estado ultramínimo; 6) en contra de la opinión de Nozick, no existen «derechos procesales» ni tampoco, por tanto, un camino que lleve de su teoría del riesgo y de los intercambios no productivos al monopolio forzoso del Estado ultramínimo; 7) no existe —en virtud precisamente del razonamiento de Nozick— justificación para la imposición de tributos por parte del Estado mínimo; 8) no hay, en la teoría de Nozick, argumentos que apoyen el sistema de elecciones y los procedimientos democráticos de ningún Estado; 9) el Estado mínimo de Nozick justificaría, según sus propios razonamientos, la creación del Estado máximo, y 10) el proceso de la «mano invisible», entendido en los propios términos de Nozick, haría retroceder a la sociedad desde el Estado mínimo al anarquismo.

Se desploma, pues, en todas y cada una de sus secciones, la tentativa más destacada llevada a cabo en este siglo por rechazar el anarquismo y justificar la construcción del Estado.