LA ECONOMÍA UTILITARISTA DEL LIBRE MERCADO
La economía emerge tímidamente como ciencia o disciplina independiente en el siglo XIX. Desde entonces, su desarrollo ha coincidido, por desgracia, con el predominio del utilitarismo en el campo de la filosofía. Por consiguiente, la filosofía social de los economistas, ya sea el credo del laissez-faire del siglo XIX o el estatismo del siglo XX, se ha fundamentado, casi invariablemente, en la filosofía social utilitarista. Todavía hoy día, muchas de las discusiones de la economía política giran en torno a las repercusiones de los «costes sociales» y de los «beneficios sociales» a la hora de tomar decisiones sobre los programas públicos.
No podemos abordar aquí la crítica del utilitarismo como teoría ética[1]. Nuestro interés se centra en el análisis de algunos intentos por emplear la ética utilitarista para proporcionar bases aceptables a la ideología del laissez-faire. Nuestra breve crítica se concentrará, por tanto, en el utilitarismo en cuanto que ha sido empleado como fundamento de una filosofía política libertaria o cuasi-libertaria[2].
En síntesis, la filosofía social utilitarista afirma que es «buena» política aquella que consigue «el mayor bien para el mayor número»: en la que cada persona vale por uno al formar dicho número y en la que por «bien» se entiende la más completa satisfacción de los deseos puramente subjetivos de los individuos en la sociedad. Los utilitaristas, al igual que los economistas (véase más abajo), parecen opinar de sí mismos que son «científicos» y «neutrales» o «libres de juicios valorativos» y parten del supuesto de que su doctrina les permite asumir posturas virtualmente independientes de los valores. Suponen, además, que, por su parte, no imponen sus propios valores y que se limitan sencillamente a recomendar la máxima satisfacción posible de los deseos y de las necesidades de la masa de la población.
Pero esta doctrina tiene poco de científica y, desde luego, no es neutral. Para empezar, ¿por qué el «mayor número»? ¿Por qué es éticamente mejor seguir los deseos de la mayoría que los de la minoría? ¿Qué es lo que tiene de excepcional el «mayor número»?[3] Imaginemos que en una determinada sociedad la mayoría aborrece y vilipendia a los pelirrojos y que les gustaría enormemente acabar con ellos; imaginemos además que en cada periodo concreto sólo existe un corto número de pelirrojos. ¿Deberemos decir, en tales circunstancias, que es «bueno» para la inmensa mayoría degollar a los pocos individuos de rojizos cabellos? Y si no, ¿por qué no? Así, pues, a la hora de la verdad el utilitarismo no ofrece argumentos convincentes en favor de la libertad y del laissez-faire. Como subraya irónicamente Felix Adler,
los utilitaristas declaran solemnemente que el objetivo social es la mayor felicidad para el mayor número, pero no consiguen dar a entender por qué la felicidad del mayor número ha de ser más estimable que la de aquellos a quienes acontece pertenecer al número menor[4].
En segundo lugar, ¿cómo justificar que cada persona cuente por uno? ¿Por qué no algún sistema de ponderación? También aquí parece que tropezamos con un artículo de fe del utilitarismo poco investigado y, por tanto, poco científico.
En tercer lugar, ¿por qué ha de ser «bueno» sólo la satisfacción de los deseos subjetivos y emotivos de cada persona? ¿Por qué no ha de admitirse una crítica suprasubjetiva de tales deseos? El utilitarismo asume implícitamente que estos deseos subjetivos tienen carácter absoluto y que las técnicas sociales tienen el deber de hacer cuanto esté en su mano para satisfacerlos del mejor modo posible. Ahora bien, la común experiencia humana enseña que estos deseos individuales no son ni absolutos ni inmutables. No están herméticamente precintados contra la persuasión, sea racional o de cualquier otro tipo. La experiencia personal o la capacidad de convicción de otros individuos pueden inducir al pueblo —y de hecho así lo hacen— a que cambie sus valores. Pero ¿cómo podría ocurrir semejante cosa si todos los deseos y valores individuales son datos inmutables, no sometidos, por consiguiente, a alteraciones subjetivas en virtud de la persuasión intrasubjetiva de otros? Y si estos deseos no son inmutables, si pueden cambiar en virtud de los argumentos convincentes de un razonamiento moral, es preciso concluir que existen principios morales intersubjetivos mediante los cuales se puede razonar e influir sobre otras personas.
Resulta bastante extraño que mientras los utilitaristas dan por supuesto que la moralidad, lo bueno, es puramente subjetivo, y sólo atañe a cada individuo, admitan por otro lado que estos deseos subjetivos puedan sumarse, restarse y ponderarse a través de los diferentes individuos de la sociedad. Admiten, en efecto, que es posible sumar, restar y medir los costes y beneficios individuales subjetivos (en términos económicos, las «utilidades») hasta llegar a una «utilidad» o un «coste social neto» que permite a estos utilitaristas aconsejar a favor o en contra de una determinada política social[5]. La moderna economía del bienestar se siente particularmente inclinada a llegar a estimaciones (a veces presentadas como cantidades presuntamente exactas) sobre los «costes» y las «utilidades» sociales. Pero de lo que la economía nos informa correctamente no es de que los principios morales son subjetivos, sino de que lo verdaderamente subjetivo son las utilidades y los costes: las utilidades individuales son puramente subjetivas y ordinales y, por tanto, resulta ser de todo punto ilegítimo sumarlas y ponderarlas para llegar a una especie de valoración de las utilidades y los costes «sociales».
Los economistas utilitaristas se muestran más impacientes y ansiosos aún que sus colegas filósofos por hacer declaraciones «científicas» y «neutrales» o «sin juicios de valores» sobre los temas de la política pública. Pero si la ética es puramente arbitraria y subjetiva, ¿cómo pueden estos economistas tomar posiciones políticas? Este capítulo se propone explorar las vías a través de las cuales presumen los economistas utilitaristas del libre mercado poder favorecer el libre mercado, pero procurando al mismo tiempo abstenerse de adoptar posiciones éticas[6].
Una de las más importantes variables utilitaristas es el principio de la unanimidad, basado en el criterio del «óptimo de Pareto», según el cual una política es «buena» si a alguno o algunos les va «mejor» (en términos de bienes capaces de satisfacer las necesidades) con dicha política y a ninguno le va «peor». Una versión estricta del óptimo de Pareto implica unanimidad: toda persona aceptará una acción gubernamental con la que cree que le irá mejor o, en todo caso, no peor. En los últimos años, el profesor James Buchanan ha subrayado con energía este principio de la unanimidad como base de un mercado libre con acuerdos voluntarios y contractuales. Este principio ofrece grandes atractivos a los economistas «sin juicios valorativos» y deseosos de emitir juicios políticos, porque, con mucha mayor razón que en el caso de la simple mayoría, un economista puede defender con seguridad una economía favorablemente acogida por todos los miembros de una comunidad. Pero aunque a primera vista este principio de la unanimidad es atrayente para los libertarios, lleva en su propio núcleo una grieta vital e irreparable: que la bondad de los contratos libres o de los cambios —aprobados por unanimidad— respecto de la situación actual depende enteramente de la bondad o de la justicia de esta situación en sí misma considerada. Ahora bien, ni el óptimo de Pareto ni su variante del principio de unanimidad pueden decirnos nada sobre la bondad o la justicia de este status quo, ya que se centran tan sólo en el tema de los cambios frente a esta situación, es decir, en el punto cero[7]. Yno es esto todo: la exigencia de que los cambios cuenten con aprobación unánime congela forzosamente el status quo actual. Si esta situación es injusta o represora, el principio de unanimidad se convierte en un grave obstáculo a la justicia y la libertad, no en un baluarte en el que apoyarse. Los economistas que invocan el principio de unanimidad como un pronunciamiento al parecer neutral a favor de la libertad están emitiendo un juicio de valor masivo y absolutamente intolerable en apoyo de la congelación del status quo.
La variante —generalmente aceptada— del óptimo de Pareto conocida como «principio de la compensación» exhibe todas las deficiencias del estricto principio de la unanimidad y añade algunas nuevas de su propia cosecha. Según este principio, una política pública es «buena» si los que salen ganando (en capacidad de satisfacción de sus necesidades) con ella pueden compensar a los que salen perdiendo y obtener además ganancias netas. Por consiguiente, aunque en un primer momento hay quienes pierden capacidad de satisfacción a causa de esta política, ya no los habría cuando se lleva a cabo la compensación. Ahora bien, este principio da por supuesto que es conceptualmente posible sumar y restar las satisfacciones de diferentes personas y medir, por tanto, sus pérdidas y ganancias; y asume también que pueden calcularse con precisión las pérdidas y ganancias individuales. Pero la economía nos informa que las «utilidades», y, por consiguiente, también las ganancias y pérdidas de «utilidad», son conceptos psíquicos puramente subjetivos, que los observadores exteriores no pueden medir y si siquiera estimar. Así, pues, no es posible sumarlas, restarlas, ponderarlas o compararlas con las de otros, y mucho menos pueden descubrirse las compensaciones precisas. Los economistas concuerdan, en general, en medir las pérdidas psíquicas de «utilidad» mediante el precio monetario de un activo o de una propiedad. Así, por ejemplo, si el humo de las locomotoras de un ferrocarril daña una granja, los compensacionistas suponen que puede calcularse el daño sufrido por el granjero mediante el precio de mercado de la finca. Pero semejante supuesto ignora el hecho de que puede muy bien ocurrir que nuestro granjero sienta hacia su granja un afecto muy superior al precio de mercado. E ignora asimismo que es imposible descubrir qué apego podía sentir el propietario por su tierra. No tiene sentido preguntárselo al granjero mismo, porque éste podría jurar que no hay dinero en el mundo con que pagarle: pero podría estar mintiendo. Ni el gobierno ni los observadores exteriores disponen de medios para descubrir la verdad[8]. Bastaría, además, la presencia de un solo anarquista militante en la sociedad, cuyas reivindicaciones psíquicas por la desutilidad anímica que le produce la mera existencia y las acciones del gobierno sean tales que no pueden ser compensadas, para echar por tierra la defensa que el principio de compensación hace de las actividades gubernamentales, fueran las que fueren. Y a buen seguro que hay más de un anarquista de este talante.
Un ejemplo de gran importancia —pero no atípico— de las falacias y de la injusta lealtad del principio de compensación hacia el status quo lo proporcionó el debate registrado en el Parlamento británico a comienzos del siglo XIX sobre la abolición de la esclavitud. Aquellos primeros partidarios del principio de compensación sostenían que debería indemnizarse a los dueños por las pérdidas de sus inversiones en esclavos. Acerca de este punto, Benjamin Pearson, miembro de la libertaria Escuela de Manchester, declaró que «en mi opinión son los esclavos quienes deberían ser indemnizados»[9]. ¡Justamente! Hay aquí un impresionante argumento a favor de la necesidad de disponer —cuando se invoca la política pública— de algún sistema ético, de algún concepto de justicia. Aquellos de entre nuestros moralistas que sostienen que la esclavitud es delictiva e injusta deberán oponerse siempre y con firmeza a la idea de compensar a los dueños de esclavos y tendrían más bien que exigir de estos dueños compensaciones por los años en que han mantenido oprimidos a sus esclavos. En cambio, los economistas «neutrales» y «sin juicios valorativos», apoyados en los principios de unanimidad y compensación, ponen implícitamente su inconsistente y arbitrario imprimátur (fruto de un juicio de valor) sobre el injusto status quo.
En un fascinante intercambio de opiniones con un crítico del principio de unanimidad, el profesor Buchanan admitía que «defiendo el status quo… no porque me guste, que no me gusta… Mi defensa se deriva de mi desgana, más aún, de mi incapacidad de hablar de cambios, salvo los que son contractuales por su propia naturaleza. Puedo, por supuesto, renunciar a mis propias ‘nociones’… Pero, sencillamente, esto me supone un esfuerzo inútil…». Resulta trágico que Buchanan, admitiendo que su idea de la ética es una «noción» puramente subjetiva y arbitraria, esté dispuesto a promulgar lo que sólo puede ser, por su propia naturaleza, una noción no menos subjetiva y arbitraria: la defensa del status quo. Concede que este proceder «me permite dar un modesto paso hacia los juicios o las hipótesis normativas, a saber, me permite sugerir que los cambios pueden ser potencialmente gratos para todos. Los cambios eficientes de Pareto deben incluir, por supuesto, compensaciones. El criterio, en mi esquema, es el acuerdo». Pero ¿dónde encuentra su justificación este «modesto paso»? ¿Qué niveles ha de alcanzar el acuerdo cuando se trata de cambiar un status quo posiblemente injusto? ¿No será, tal vez, este modesto paso, una «noción» arbitraria para Buchanan? Y si está dispuesto a llegar a este insatisfactorio límite, ¿por qué no avanzar todavía un paso más y cuestionarse el status quo?
Buchanan afirma que
nuestro auténtico objetivo es… tratar de encontrar, localizar, inventar esquemas que puedan recabar unánime o cuasi unánime consenso y proponerlos. [¿Hay algo en el ancho mundo que consiga «cuasiunanimidad»?] Dado que las personas difieren en muchas cosas, estos esquemas pueden ser muy limitados, lo que les permitirá comprender a ustedes que son pocos los cambios posibles. Y esto implica una defensa indirecta del status quo. El status quo no tiene ninguna propiedad, salvo que existe y que es todo lo que hay. La idea en la que siempre insisto es que partimos precisamente de este punto, y de ningún otro[10].
Ha transcurrido ya mucho tiempo desde aquella noble sentencia de Lord Acton: «El liberalismo aspira a lo que debe ser, no a lo que es»[11]. Ha tenido aquí la última palabra una crítica de Buchanan, aunque alejada de un libertario o de un liberal del libre mercado: «Por mi parte, no me opongo radicalmente a la búsqueda de soluciones contractuales; pero, a mi entender, estas soluciones no se deben proyectar en un vacío que permita a la estructura de poder del status quo mantenerse sin necesidad de someterse a análisis y especificaciones»[12].
Volvamos ahora a la postura de Ludwig von Mises en el conjunto de los temas relativos a la praxeología, los juicios de valor y la defensa de la política pública. El caso de Mises es de singular interés porque ha sido, entre todos los economistas del siglo XX, el más intransigente y apasionado partidario del laissez-faire, el más riguroso e inflexible defensor de la economía libre de juicios valorativos y el más firme adversario de todo tipo de ética objetiva. ¿Cómo intentó conciliar estas dos posiciones?[14]
Básicamente, Mises ofreció dos soluciones, muy diferentes entre sí, a este problema. La primera configura una variante del principio de la unanimidad, cuyo rasgo esencial consiste en afirmar que un economista no puede decir per se si unos determinados programas gubernamentales son «buenos» o «malos». No obstante, si una determinada política lleva a resultados que, como explica la praxeología, todos los partidarios de dicha política concuerdan en que son malos, entonces el economista neutral tiene justificación suficiente para calificar de «mala» una tal política. En este sentido, Mises escribe:
Un economista investiga si una medida a puede producir el resultado p, para cuya consecución ha sido recomendada, y descubre que el resultado de a no es p sino g, que todos, incluidos los partidarios de la medida a, consideran indeseable. Si nuestro economista expone el resultado de su investigación afirmando que a es una mala medida, no está emitiendo juicios de valor. Se limita a decir que desde el punto de vista de quienes desean alcanzar el objetivo p la medida a es inadecuada[15].
Y en otro pasaje:
El economista no dice que… la interferencia del gobierno en los precios de un artículo… es improcedente, mala o inviable. Lo que dice es que tales interferencias no mejoran sino que empeoran las condiciones, desde el punto de vista tanto del gobierno como de quienes respaldan las interferencias[16].
Hay aquí, sin duda, una ingeniosa tentativa para permitir que los economistas puedan decidir si algo es «bueno» o «malo» sin necesidad de emitir juicios valorativos. Se supone, en efecto, que el economista es solamente un praxeólogo, un técnico, que expone a sus lectores u oyentes lo que ellos deben considerar que es una «mala» política tras haberles manifestado todas sus consecuencias. Pero, aunque ingenioso, el intento es un fracaso total. ¿Cómo llega a saber Mises qué es lo que los partidarios de esta política concreta consideran deseable? ¿Cómo puede conocer sus pautas de valor ahora o las que seguirán más adelante, cuando se vean las consecuencias de las medidas políticas? Una de las grandes aportaciones de la economía praxeológica es que los economistas han advertido que no conocen ninguna escala de valor salvo las preferencias que cada persona muestra a través de sus acciones concretas. El propio Mises subrayaba que «no debe olvidarse que la escala de valores o de deseos sólo se manifiesta a través de las acciones reales. Estas escalas no tienen una existencia independiente de la conducta real de los individuos. La única fuente de donde mana nuestro conocimiento de estas escalas es la observación de las acciones humanas. Todas y cada una de las acciones se hallan en perfecto acuerdo con la escala de valores o deseos, porque no son sino un instrumento para la interpretación de la acción humana»[17]. Si se admite este análisis de Mises, ¿cómo puede conocer el economista que existen realmente motivos para recomendar diversas medidas políticas, o cómo valorarán los ciudadanos sus consecuencias?
Así, pues, Mises puede, en cuanto economista, mostrar que el control de precios (para usar su mismo ejemplo) desembocará en una imprevista escasez de la oferta de bienes a los consumidores. Pero ¿cómo puede nuestro autor saber que algunos de los partidarios del control de precios no desean precisamente esta escasez? Puede haber socialistas deseosos de recurrir a los controles de precios como paso previo hacia el colectivismo total. Puede haber igualitaristas que prefieren la insuficiencia para que los ricos no puedan emplear su dinero en comprar más productos que los pobres. Puede haber nihilistas impacientes por asistir al espectáculo de la escasez. O puede haber entre la numerosa legión de los intelectuales de nuestros días quienes se lamenten sin cesar ante la «excesiva opulencia» de nuestra sociedad o ante el enorme «derroche» de productos energéticos. Todos ellos pueden sentirse encantados de que los bienes escaseen. Y hay todavía otros que pueden mostrarse favorables al control precisamente porque saben que provoca escasez, porque así ellos, o sus aliados políticos, disfrutarán de puestos de trabajo bien remunerados o de la capacidad de controlar los precios desde sus burocráticos sillones. Existen estas posibilidades y otras muchas, y ninguna de ellas es conciliable con la afirmación de Mises, en cuanto economista sin juicios valorativos, de que todos los partidarios del control de precios —o de cualesquiera otras intervenciones gubernamentales— deben admitir, tras haber estudiado economía, que esta medida es mala. De hecho, si Mises concede que puede haber al menos un partidario del control de precios o de cualquier otra medida intervencionista que, incluso reconociendo sus consecuencias económicas, está aún, por la razón que fuere, a favor del mismo, entonces, en cuanto praxeólogo y economista, no puede seguir calificando ninguna de tales medidas de «buena» o de «mala», de «adecuada» ni de «inadecuada», sin insertar dentro de su política económica afirmaciones que constituyen verdaderos juicios de valor que el propio Mises declara ser inadmisibles en un científico de la acción humana[18]. Dejaría de ser, en efecto, un informador o un reportero técnico de todos los defensores de una determinada política para convertirse en abogado que toma parte activa a favor de uno de los bandos de un conflicto de valores.
Los partidarios de políticas «inadecuadas» pueden aducir otra razón fundamental para negarse a cambiar de opinión a pesar de haber oído o reconocido la cadena praxeológica de sus consecuencias. La praxeología puede, en efecto, mostrar que todos los tipos y especies de intervenciones gubernamentales generan resultados que detesta la mayoría de los ciudadanos. No obstante (y esto es una cualificación vital), muchas de estas consecuencias tardan tiempo, algunas de hecho mucho tiempo, en producirse. Ningún economista se ha esforzado tanto como Ludwig von Mises en poner bajo clara luz la universalidad de la preferencia temporal en los asuntos humanos, la regla praxeológica según la cual todos desean alcanzar una satisfacción dada cuanto antes. Y, por supuesto, en su condición de científico sin juicios valorativos, no puede pretender criticar la tasa o la proporción de preferencia temporal de cada persona, no puede decir, por ejemplo, que la de A es «demasiado elevada» o la de B «demasiado baja». Pero, en tal caso, y a la vista de la alta preferencia temporal, los ciudadanos de una comunidad pueden replicar al praxeólogo: «Tal vez esta elevada tasa de política de subsidios lleve al ocaso del capital; tal vez el control de precios genere escasez, pero no me preocupa. Como tengo una elevada preferencia temporal, estimo en más los subsidios a corto plazo, o la satisfacción inmediata de la compra de bienes ahora mismo a precios más baratos que la perspectiva de sufrir las consecuencias futuras». Y Mises, en cuanto científico sin juicios de valor y contrario a todo concepto de ética objetiva, no puede tachar de «mala» semejante posición. No hay modo alguno de que pueda afirmar la superioridad de las reflexiones y las políticas a largo plazo sobre las del plazo corto sin desautorizar los valores de alta preferencia temporal de la gente; y no puede, en buena lógica, hacer tal cosa sin renunciar a su propia ética subjetiva.
A este respecto, uno de los argumentos básicos aducidos por Mises en favor del libre mercado reza que, en el mercado, existe «armonía entre los intereses justamente entendidos de todos los miembros de la sociedad de mercado». De la anterior discusión se desprende claramente que Mises sólo puede hablar de «intereses» tras haber analizado las consecuencias praxeológicas tanto de la actividad del mercado como de las intervenciones gubernamentales. Se refiere también, y más en particular, a los intereses de la gente «a largo plazo», ya que, como él mismo constata, «en lugar de ‘intereses rectamente entendidos’ podríamos decir también ‘intereses a largo plazo’»[19]. Pero ¿qué ocurre con las personas de alta preferencia temporal, que se inclinan más por sus intereses a corto plazo? ¿En virtud de qué puede afirmarse que el largo plazo es mejor que el corto? ¿Por qué los intereses «rectamente entendidos» han de ser necesariamente a largo plazo?[20] Vemos, pues, que la tentativa de Mises por defender el laissez-faire, pero manteniéndose a la vez alejado de los juicios valorativos, asumiendo que todos los partidarios de la intervención del gobierno abandonarán sus posiciones cuando conozcan sus consecuencias, carece totalmente de fundamento.
En su intento por conciliar su apasionada defensa del laissez-faire con la postura científica de mantenerse ajeno a juicios valorativos, Mises se ha adentrado también por otra senda totalmente diferente. Se trata de una posición mucho más compatible con la praxeología, que consiste en reconocer que el economista, en cuanto tal, sólo puede describir las concatenaciones de causa y efecto, pero no puede comprometerse en juicios de valor ni defender la política pública. Esta senda conduce a Mises a conceder que el economista, en cuanto científico, no puede abogar por el laissez-faire, pero sí puede hacerlo como ciudadano. Así, pues, Mises propone, en su condición de ciudadano, un sistema de valores que resulta ser singularmente insuficiente. En realidad, se ve atrapado en un dilema. Como praxeólogo, advierte que no puede (en su condición de economista científico) emitir juicios de valor ni abogar por una determinada política; pero tampoco puede renunciar, sin más, a tener y difundir sus opiniones valorativas. Y así, en cuanto utilitarista (de hecho Mises, al igual que la mayoría de los economistas, es utilitarista en las cuestiones éticas y kantiano en las epistemológicas), lo que hace es enunciar un solo estricto juicio de valor: que desea satisfacer los objetivos de la mayoría de la gente (por fortuna, en esta formulación renuncia a presumir de conocer los objetivos de todos los ciudadanos).
Mises explica esta segunda variante en los siguientes términos:
El liberalismo [del laissez-faire] es una doctrina política… Y, en cuanto tal (y al contrario que la ciencia económica) no es neutral respecto a los valores y los fines últimos perseguidos por la acción. La doctrina liberal asume que todos los hombres, o al menos la mayoría de ellos, intentan conseguir ciertos objetivos y les proporciona información sobre los medios aconsejables para la realización de sus proyectos. Los paladines de las doctrinas liberales son plenamente conscientes del hecho de que sus enseñanzas sólo tienen validez para quienes confían en sus principios de valoración. Mientras que la praxeología y, por consiguiente, también la economía, emplean el término felicidad y supresión de la insatisfacción en un sentido puramente formal, el liberalismo le da una significación concreta. Presupone que la gente prefiere la vida a la muerte, la salud a la enfermedad,… la abundancia a la pobreza. Y enseña a los hombres a actuar de acuerdo con estas valoraciones[21].
En esta segunda variante, Mises ha sabido superar con éxito la contradicción intrínseca de ser un praxeólogo neutral y recomendar a la vez el laissez-faire. Afirma que los economistas no pueden hacer suya esta recomendación en cuanto tales, pero sí en cuanto «ciudadanos» que quieren emitir sus propios y personales juicios de valor. Pero no quiere limitarse a un simple juicio valorativo ad hoc; es de suponer que advierte que la valoración de un intelectual debe ofrecer alguna especie de sistema ético que justifique sus juicios. Pero desde el punto de vista utilitarista el sistema de Mises resulta singularmente desangelado: precisamente en cuanto valoración del laissez-faire liberal, quiere emitir el único juicio de valor que le une a la mayoría del pueblo, en favor de la paz, la prosperidad y la abundancia comunes. De este modo, dado que Mises es contrario a la ética objetiva y le resulta incómodo emitir, incluso como ciudadano, juicios de valor, reduce tales juicios a su nivel más bajo posible. Fiel a su posición utilitarista, su juicio valorativo se limita a declarar que es deseable que se alcancen los objetivos subjetivamente deseados por la mayoría de los ciudadanos.
Un análisis crítico puede detectar varios puntos discutibles en esta posición. En primer lugar, aunque es cierto que la praxeología puede demostrar que el laissez-faire llevaría a la armonía, la prosperidad y la abundancia, mientras que las injerencias gubernamentales generan conflictos y empobrecimiento[22], y aunque es probablemente verdad que la mayoría de la gente siente mayor estima por el primero, no lo es, en cambio, que sean éstos los únicos objetivos o valores de los ciudadanos. Este gran analista de la jerarquía en la escala de valores y de utilidades marginales decrecientes debería haber tenido más clara conciencia de que se trata de valores y objetivos que compiten entre sí. La mayoría de la gente puede preferir, por ejemplo, ya sea por envidia o por una errónea teoría de la justicia, una mayor igualdad de las rentas que la que puede alcanzarse en el libre mercado. De acuerdo con los intelectuales arriba mencionados, hay muchas personas dispuestas a aceptar una menor afluencia de bienes con el objetivo de ir reduciendo poco a poco nuestra presuntamente «excesiva» abundancia. Hay otros, ya citados en las líneas anteriores, que pueden inclinarse por dilapidar a corto plazo el capital de los ricos o de los hombres de negocios, aun admitiendo —pero minusvalorando— sus nocivos efectos a largo plazo, porque tienen una elevada preferencia temporal. Probablemente serán muy pocas las personas de estos grupos dispuestas a llevar tan lejos las medidas gubernamentales que se desemboque en el empobrecimiento y la destrucción total, aunque tal vez esto pueda llegar a ocurrir. Pero una coalición mayoritaria de dichos grupos podría optar por alguna reducción de la riqueza y la prosperidad en beneficio de estos o de otros valores. Podrían muy bien decidir que merece la pena sacrificar un poco de riqueza y de producción eficiente a causa del elevado coste de oportunidad de no ser capaces de disfrutar de una suavización de la envidia o de la codicia del poder o de la sumisión al poder o, por ejemplo, de la emoción de la «unidad nacional» que se puede producir a consecuencia de una crisis económica (de corta duración).
¿Qué puede replicar Mises si la mayoría de los ciudadanos, tras haber considerado todas las consecuencias praxeológicas, opta por un poco —o, para nuestro caso, incluso por un drástico aumento— de estatismo, con el propósito de alcanzar algunos de los objetivos que compiten entre sí? En cuanto utilitarista, no puede discutir sobre la naturaleza ética de los objetivos que aquellos ciudadanos han elegido, ya que debe circunscribirse al único juicio de valor de que está a favor de que la mayoría alcance las metas por las que han optado. El único contraargumento que puede aducir, dentro de su propio entramado, es señalar que la intervención del gobierno tiene un efecto acumulativo y que en el futuro la economía tendrá que dirigirse o hacia el libre mercado o hacia el socialismo total que, como la praxeología enseña, desembocará en el caos o en el empobrecimiento brutal, al menos en las sociedades industriales. Pero tampoco esto es una respuesta plenamente satisfactoria. Aunque muchos o casi todos los programas del intervencionismo estatal —y más en concreto el control de precios— son, sin duda, acumulativos, otros no lo son. Además, el impacto acumulativo tarda tanto en producirse que las preferencias temporales de la mayoría pueden sentirse inclinadas a ignorar este efecto, aun teniendo claro conocimiento de sus consecuencias. ¿Y qué, entonces?
Mises intentó recurrir al argumento acumulativo para replicar a la afirmación de que la mayoría de la gente prefiere medidas igualitarias aun advirtiendo que se producen a expensas de su propia riqueza. Observó, en efecto, que el «fondo de reserva» estuvo a punto de agotarse en Europa y que, por consiguiente, cualquier ulterior medida igualitarista habría tenido una incidencia directa en los bolsillos de las masas a través de un aumento de la presión fiscal. Y daba por descontado que entonces se percibirían con mayor claridad las consecuencias y la masa de la población no soportaría por más tiempo medidas intervencionistas[23]. Pero, en primer lugar, esto no constituye un sólido argumento ni a favor ni en contra de las medidas igualitaristas previas. Y, en segundo lugar, tal vez pueda convencerse a las masas, pero no existe una seguridad apodíctica de que así sea. Es un hecho indudable que las masas han respaldado en el pasado, y con mucha probabilidad respaldarán también en el futuro, medidas igualitaristas o de signo parecido para alcanzar otros de sus objetivos, aun a sabiendas de que de este modo disminuirán sus rentas y sus riquezas. De ahí que, en su inteligente crítica a la posición de Mises, Dean Rappard puntualice:
¿Estará el elector británico a favor de una fiscalidad confiscatoria sobre las grandes fortunas con la esperanza, ante todo, de que esto redundará en su ventaja material, o con la seguridad de que esta fiscalidad tiende a reducir las desagradables e irritantes desigualdades sociales? En términos generales, ¿no es a menudo, en nuestras modernas democracias, el impulso hacia la igualdad más fuerte que el deseo de mejorar la suerte material?
Y ya en su propio país, Suiza, Rappard señalaba que la mayoría urbana industrial y comercial de la nación había aprobado repetidas veces, en plebiscitos populares, medidas para subvencionar a la minoría campesina, en un deliberado esfuerzo por retrasar la industrialización y, con ello, el aumento de sus propias rentas.
Señalaba asimismo que la mayoría urbana no actuaba así movida «por la absurda creencia de que de este modo aumentaban sus rentas reales». Al contrario, los partidos políticos sacrificaban «de una manera plenamente deliberada y expresa el bienestar material inmediato de sus miembros para impedir, o al menos para retrasar de algún modo, la industrialización total del país. Una Suiza más agrícola, aunque más pobre, encarna los deseos prevalentes de la población suiza actual»[24]. La cuestión a destacar es que Mises, tanto en su condición de praxeólogo como de liberal utilitarista, no tiene nada que objetar contra estas medidas estatales, una vez que la mayoría de la población ha asumido sus consecuencias praxeológicas y las ha elegido en beneficio de otros objetivos distintos de los de la riqueza y la prosperidad.
Hay, además, otros tipos de intervención estatal que tienen poco o ningún efecto acumulativo y cuya repercusión en la disminución de la producción o de la prosperidad es mínima. Supongamos —y se trata de un supuesto no demasiado inverosímil a la luz de la historia humana— que la mayor parte de una sociedad dada odia y vilipendia a los pelirrojos. Y supongamos además que son muy pocos los de rojizos cabellos. Acto seguido, la gran mayoría de la sociedad decide que sería mucho mejor matar a todos los pelirrojos. Nos hallamos en la situación siguiente: el asesinato de pelirrojos goza de alta estima en las escalas de valor de la gran mayoría de la población. Por otra parte, los pelirrojos son poco numerosos, de modo que su desaparición acarrearía escasas pérdidas de producción en el mercado. ¿En virtud de qué podría Mises rechazar la anterior propuesta, ni como praxeólogo ni como utilitarista liberal? Aunque doy por hecho que la rechazaría.
Mises acomete un nuevo intento para afianzar su posición, pero también esta vez con escaso éxito. Al analizar los argumentos que pretenden justificar la intervención estatal porque favorece la igualdad o por razones morales, los rechaza como «cháchara emocional». Tras insistir en que «la praxeología y la economía… son neutrales respecto a todo tipo de preceptos morales» y aseverar que «es un hecho histórico, del que no debe existir la menor duda en ninguna teoría económica, que la inmensa mayoría de los hombres prefiere una abundante oferta de bienes materiales a otra menos abundante», concluye reafirmándose en que «a quien no está de acuerdo con las enseñanzas de la economía se le debe refutar mediante un discurso racional, no mediante… el recurso a arbitrarios y presuntos criterios éticos»[25].
En mi opinión, las cosas no discurrirán así. Mises tiene que reconocer que nadie puede decidir sobre ningún tipo de política, sea la que fuere, sin emitir antes un juicio moral o una valoración última sobre ella. Y si esto es así, y si, de acuerdo con Mises, todos los juicios de valor y todos los criterios éticos son, en última instancia, arbitrarios, ¿por qué puede denunciar como «arbitrarios» estos concretos juicios éticos? Además, difícilmente puede Mises estar en lo cierto cuando desecha estos juicios como «emocionales» si se tiene presente que para él, en cuanto utilitarista, la razón no puede determinar los principios éticos últimos. De donde se deduce que sólo las emociones subjetivas pueden llevar a cabo esta tarea. No tiene sentido que Mises invite a sus críticos a usar «argumentos racionales» negando al mismo tiempo que pueda recurrirse a la razón para fijar los valores éticos definitivos. Y, en fin, Mises también tiene que rechazar como no menos «arbitraria» y «emocional» la postura del hombre inclinado, en virtud de estos principios últimos, a favor del mercado libre si tiene en cuenta, antes de adoptar su decisión ética última, las leyes de la praxeología. Ya antes hemos visto que con mucha frecuencia la mayoría de los ciudadanos persiguen —al menos hasta cierto punto— otros objetivos que van más allá de su simple bienestar material.
Así, pues, aunque la teoría económica praxeológica resulta ser de gran utilidad para proporcionar datos y conocimientos en orden a estructurar una política económica, no basta, por sí sola, para conferir a los economistas la capacidad de formular declaraciones válidas ni para promover una política pública, del signo que sea. Más en concreto, ni la economía praxeológica ni el liberalismo utilitarista de Ludwig von Mises son suficientes para defender con eficacia la causa del laissez-faire y de la economía de libre mercado. Para ganar este pleito es preciso desbordar el campo de lo económico y lo utilitarista y establecer una ética objetiva que afirme el valor determinante de la libertad y condene moralmente todas las formas del estatismo, desde el igualitarismo hasta el «asesinato de pelirrojos» y todos los restantes objetivos dictados por el ansia de poder y la satisfacción de la envidia. Para aportar plenos y convincentes argumentos en favor de la libertad no es preciso convertirse en esclavo metodológico de cualquier objetivo que pueda parecer deseable a la mayoría de los ciudadanos.