CAPÍTULO 24

LAS RELACIONES INTERESTATALES

Cada Estado se ha hecho con el monopolio de la fuerza en un determinado territorio, de dimensiones variables según las diferentes vicisitudes históricas. Puede definirse la política exterior o las relaciones exteriores como las relaciones existentes entre un Estado concreto, A, y otros Estados, B, C y D y los habitantes de cada uno de ellos. En un mundo moral ideal no existirían los Estados y, por consiguiente, tampoco habría política exterior. Pero una vez dada la presencia de diferentes Estados, ¿existen principios morales que los libertarios puedan asumir como criterios para dicha política? La respuesta a esta pregunta presenta grandes parecidos con los criterios morales libertarios relativos a la «política interior» del Estado, inspirados en el objetivo de reducir a su mínima expresión posible el grado de coacción ejercido por los Estados sobre las personas concretas.

Antes de entrar en el análisis de las actividades entre los diferentes Estados, retornemos por un instante al mundo sin Estados puramente libertario, en el que los individuos y las agencias de protección privadas por ellos contratadas circunscriben el recurso a la fuerza estrictamente a la defensa de sus personas y sus propiedades frente a la violencia. Supongamos que en este universo Pérez descubre que él o sus propiedades están sufriendo agresiones por parte de Gómez. Es lícito, como ya hemos visto, que Pérez rechace esta invasión utilizando una violencia defensiva. Pero ahora la pregunta es: ¿Entra dentro del campo de derechos de Pérez llevar a cabo un acto de violencia agresiva contra terceras partes inocentes en el curso de su legítima defensa contra Gómez? Evidentemente, la respuesta es no. En efecto, la norma que prohíbe ejercer violencia contra las personas inocentes o contra sus propiedades tiene un valor absoluto; debe ser respetada con independencia de los motivos subjetivos que pudieran aducirse para justificar la agresión. Es malo, y delictivo, violar la propiedad o la persona de otro, incluso aunque se sea un Robin Hood o se esté hambriento o se trate de rechazar el ataque de un tercero. Podemos comprender bien y simpatizar con los motivos que aparecen en situaciones extremas. Podemos (o mejor, pueden las víctimas, o sus herederos) mitigar más tarde el castigo si el culpable es llevado ante los tribunales, pero lo que no podemos es evitar el veredicto de que la agresión constituye un hecho delictivo que las víctimas tienen derecho a repeler, recurriendo a la violencia si es preciso. Resumiendo, si A, bajo la presión de una agresión o una amenaza de B, recurre a la violencia contra C, comprendemos que la «mayor» responsabilidad recae sobre B, pero seguimos tachando de agresión la acción de A contra C, una agresión que éste tiene absoluto derecho a repeler con el uso de la fuerza.

Para describir la situación con pinceladas más concretas: si Pérez descubre que Gómez ha estado robando sus propiedades, le asiste el derecho a repelerle e intentar atraparle; pero a lo que no tiene derecho es a rechazarle bombardeando un edificio y causando la muerte de ciudadanos inocentes, o a intentar detenerle disparando con su ametralladora sobre un grupo de personas que no son culpables de nada. Si lo hace, es tan (o más) criminal agresor como el propio Gómez.

Estos mismos criterios deben aplicarse en el caso de que tanto Pérez como Gómez cuenten con cómplices, es decir, si estalla una «guerra» entre Pérez y sus secuaces y Gómez y sus guardaespaldas. Si Gómez, al frente de un grupo de hombres, ataca a Pérez, y éste y sus guardaespaldas persiguen a la banda del primero hasta su guarida, podemos muy bien aplaudir la valentía de Pérez; también podemos, junto con otros miembros de la comunidad interesados en repeler la agresión, apoyar financiera o personalmente su causa. Pero Pérez y sus hombres no tienen derecho —como tampoco lo tuvo Gómez— a agredir a ningún otro en el curso de su «guerra justa». No tienen derecho a robar las propiedades de otros para financiar su empresa, ni forzar a otros, mediante el uso de la violencia, a sumarse a su cuadrilla, ni a matar a otros durante las operaciones para rendir a las fuerzas de Gómez. Si hicieran alguna de estas cosas serían tan criminales como Gómez y estarían sujetos a cuantos castigos hay dispuestos contra la delincuencia. De hecho, si el delito de Gómez fue el robo y Pérez recurre al alistamiento forzoso para apresarle o mata, en el curso de la persecución, a personas inocentes, es más criminal que el primero, ya que matar o esclavizar es indudablemente mayor delito que robar.

Supongamos ahora que Pérez, en el transcurso de su «guerra justa» contra los saqueos de Gómez, da muerte a algunas personas inocentes.

Y supongamos que aduce en defensa de estos asesinatos que se atuvo simplemente al eslogan «libertad o muerte». Se advierte de inmediato lo absurdo de esta «defensa», ya que la cuestión no es si Pérez estaba dispuesto a arriesgar su vida en su guerra defensiva contra Gómez; el punto debatido es si, por alcanzar una meta legítima, estaba dispuesto a matar a personas inocentes. La acción obedecía en realidad al eslogan, absolutamente inadmisible, de «Mi libertad o la muerte de otros». Un grito de guerra a todas luces mucho menos noble.

Así, pues, la guerra, incluso cuando es justa y defensiva, sólo es lícita si la violencia se dirige única y exclusivamente contra los delincuentes. Podemos juzgar por nosotros mismos cuántos de los conflictos librados a lo largo de la historia se han atenido a este criterio.

Se ha defendido muchas veces, especialmente entre las filas conservadoras, la idea de que el desarrollo de las mortíferas armas modernas de destrucción masiva (armas nucleares y bacteriológicas, cohetes, etc.) sólo presenta una diferencia de grado, no de especie, respecto a las armas más simples de las etapas anteriores. Nuestra respuesta es que cuando este grado afecta a numerosas vidas humanas nos hallamos ante una diferencia verdaderamente enorme. Pero la réplica genuinamente libertaria es que mientras que el arco y la flecha o el rifle pueden apuntar directa y únicamente a los delincuentes verdaderos y concretos, no lo pueden hacer las modernas armas nucleares. Y aquí sí que hay una fundamental diferencia de especie. Claro está que también el arco y la flecha se pueden utilizar con propósitos agresivos, pero sigue siendo cierto que se les puede asestar sólo contra los agresores. Y no ocurre así, en cambio, con las armas nucleares ni con las bombas «convencionales», lanzadas desde el aire. Se trata de ingenios que buscan, en sí mismos, la destrucción masiva. (La única excepción sería el caso, verdaderamente raro, de que todos los habitantes de una gran área geográfica fueran criminales). Debemos concluir, por tanto, que el uso de armas nucleares o parecidas, o la amenaza de su utilización, es un crimen contra la humanidad para el que no puede haber justificación[1].

Esta es la razón de que no tenga ya validez el viejo cliché de que, a la hora de elegir entre la paz y la guerra, el elemento determinante no son las armas, sino la voluntad de usarlas. La característica básica de las armas nucleares es precisamente la circunstancia de que no es posible hacer un uso selectivo de las mismas, no pueden ser utilizadas según los esquemas libertarios. Por consiguiente, debe condenarse ya su simple existencia y el desarme nuclear se convierte en un bien que debe ser buscado en razón de sí mismo. De hecho, el desarme es, desde todos los puntos de vista de la libertad, la más alta de todas las metas políticas del mundo moderno. Precisamente porque el asesinato es un crimen más odioso que el latrocinio, el asesinato masivo —de tal alcance que puede llegar a amenazar a la civilización humana y a la supervivencia misma de la humanidad— es el peor de cuantos crímenes cabe imaginar. Y ocurre que, en nuestros días, se trata de un crimen perfectamente posible. ¿Es que los libertarios han de mostrarse indignados por los controles de los precios o por el impuesto sobre la renta mientras se encogen de hombros o defienden incluso positivamente el crimen último y definitivo del asesinato masivo?

Si la guerra nuclear es totalmente ilegítima incluso para los individuos que se defienden contra una agresión criminal, lo es mucho más aún la guerra nuclear —e incluso la convencional— entre los Estados.

Introduzcamos ya a estos Estados en nuestro análisis. Dado que cada Estado concreto reclama para sí el monopolio de la violencia sobre un área territorial, se dice que hay «paz» dentro de este territorio mientras no se oponga resistencia a las depredaciones y extorsiones estatales, es decir, mientras la violencia siga siendo unidireccional, mientras vaya desde el Estado hacia el pueblo, de arriba abajo. Los conflictos abiertos en esta zona sólo surgen en los casos de «revolución», cuando el pueblo opone resistencia al empleo de la violencia ejercida por el Estado contra él. Ambos casos, tanto el pacífico de ausencia de resistencia frente al Estado como el de abierta resistencia revolucionaria, pueden ser calificados de «violencia vertical»: desde el Estado contra sus ciudadanos o a la inversa.

En el mundo actual, cada región del planeta está gobernada por una organización estatal. Hay, pues, un cierto número de Estados diseminados por la superficie de la tierra, y cada uno de ellos ejerce el monopolio de la violencia sobre su propio territorio. No existe un super-Estado que detente el monopolio de la violencia sobre todas las regiones. Nos hallamos, pues, ante una situación de «anarquía» entre los diferentes Estados[2].

Por tanto, salvo las revoluciones, que sólo ocurren esporádicamente, la violencia abierta y los conflictos bilaterales en el mundo sólo se dan entre dos o más Estados. Esto es lo que se denomina «guerra internacional» o «violencia horizontal».

Existen diferencias de fundamental importancia entre las guerras entre Estados por una parte y las revoluciones contra el Estado o los conflictos entre las personas privadas por la otra. En las revoluciones, el conflicto estalla dentro de un mismo territorio, ya que tanto los secuaces del Estado como los revolucionarios moran en la misma zona. Las guerras entre diferentes Estados se libran, por el contrario, entre dos grupos, cada uno de los cuales detenta el monopolio sobre su propia área geográfica, es decir, se libra entre moradores de diferentes lugares. De esta diferencia se derivan algunas importantes consecuencias:

1) En las guerras entre diferentes Estados es mucho más fuerte la tentación de recurrir al uso de armas de destrucción masiva. Si la espiral armamentista en un conflicto intraterritorial adquiere proporciones demasiado grandes, cada una de las partes en conflicto intentará aumentar la capacidad de las armas dirigidas contra el adversario. Ni un grupo revolucionario ni un Estado en lucha contra la revolución pueden recurrir al empleo de armas nucleares. Pero cuando cada uno de los bandos combatientes ocupa distintos territorios, es enorme el campo de aplicación para las armas modernas y puede entrar en liza todo el arsenal de la devastación masiva.

2) La segunda consecuencia lógica es que mientras que a los revolucionarios les resulta posible fijar sus blancos y circunscribir sus acciones a los enemigos de su Estado, evitando de este modo las agresiones contra la población inocente, esta concreción es más difícil en las guerras interestatales. Esta situación era ya evidente incluso con las armas antiguas, pero con las modernas resulta de todo punto imposible esta delimitación de objetivos.

3) Si se tiene en cuenta, además, que cada Estado puede movilizar a todos los habitantes y todos los recursos de su territorio, el Estado oponente puede considerar que todos los ciudadanos del primero son, al menos transitoriamente, sus enemigos y considerarlos objetivos bélicos. De donde se desprende como consecuencia casi inevitable de las guerras entre Estados que cada bando combatiente perpetre agresiones contra la población inocente —contra las personas privadas— del bando contrario. Esta poco menos que forzosa conclusión se convierte en certeza absoluta cuando se utilizan las armas modernas de destrucción masiva.

Si una de las características específicas de las guerras interestatales es la interterritorialidad, otro de sus atributos únicos es que cada uno de los Estados beligerantes vive a expensas de los impuestos de sus súbditos. Por consiguiente, toda guerra de un Estado contra otro implica un aumento y ampliación de la agresión de la fiscalidad contra el propio pueblo. Los gastos derivados de los conflictos entre personas privadas pueden ser, en general, voluntariamente sufragados por las partes en litigio. También las revoluciones pueden ser a menudo financiadas y sostenidas mediante aportaciones voluntarias de los ciudadanos. Pero las guerras de unos Estados contra otros sólo pueden ser costeadas mediante agresiones contra los contribuyentes.

En consecuencia, todas las guerras interestatales implican un aumento de la presión de los impuestos de los Estados beligerantes y casi todas ellas (todas, en las guerras modernas) acarrean máximos niveles de agresión (asesinatos) contra la población civil inocente del Estado adversario. Las revoluciones, en cambio, cuentan a menudo con financiación voluntaria y pueden circunscribir sus actos de violencia a los gobernantes. Y, en fin, los conflictos privados pueden reducir el círculo de su violencia a los delincuentes reales. Debemos, pues, concluir que mientras algunas revoluciones y algunos conflictos privados pueden ser legítimos, deben condenarse siempre las guerras entre Estados.

Algunos libertarios podrían aducir la siguiente objeción: «Aunque también nosotros deploramos la utilización de los impuestos para afrontar los gastos de la guerra y rechazamos el monopolio estatal de los servicios de la defensa, hemos de admitir que esta situación existe y que, mientras las cosas sean así, tenemos que apoyar al Estado en las guerras defensivas justas». Pero a la luz de las anteriores reflexiones, puede replicarse a este argumento como sigue: «Sí; el Estado existe, y mientras sea así, la actitud de los libertarios debería consistir en decirle: ‘Muy bien: existes. Pero mientras existas reduce al menos tus actividades a las áreas en las que impones tu monopolio’». En suma, los libertarios están interesados en reducir a su mínimo posible las áreas de agresión del Estado contra las personas privadas, sean «nacionales» o «extranjeras». Y el único medio para conseguirlo, en los asuntos internacionales, es que los ciudadanos de cada país presionen sobre sus respectivos gobiernos para que circunscriban sus actividades a los campos que tienen monopolizados y no lleven a cabo agresiones contra los monopolios de otros Estados y, más en particular, contra los ciudadanos sobre los que gobiernan. Resumiendo, el objetivo de los libertarios es confinar a todos los Estados existentes al menor nivel posible de invasión de las personas y las propiedades. Y esto implica, entre otras cosas, el rechazo total de la guerra. Los pueblos deben presionar sobre «sus» respectivos Estados para que no ataquen a otro Estado y —si el conflicto ya ha estallado— para que negocien la paz o declaren el alto el fuego con la mayor rapidez físicamente posible.

Supongamos ahora que tenemos la rara fortuna de que contamos con un Estado que está tratando de defender de verdad la propiedad de cada uno de sus ciudadanos. El ciudadano A del país A viaja por o invierte en el país B y este Estado B ataca su persona o confisca sus bienes. Nuestro libertario crítico argüirá que se da aquí un caso claro y patente en el que el Estado A debe amenazar con la guerra, e incluso hacerla, contra el Estado B para defender la propiedad de «su» ciudadano. Dado —se argumenta— que el Estado se ha reservado para sí el monopolio de la defensa de sus ciudadanos, tiene la obligación de acudir en su ayuda incluso, si es necesario, mediante acciones bélicas. Y los libertarios deben apoyar este tipo de guerra justa.

Pero el contraargumento aduce que el monopolio de la violencia y, por tanto, de la defensa, de cada Estado se limita a su propio territorio. No tiene este monopolio, ni mucho menos la capacidad de hacerlo efectivo, sobre otros Estados. De donde se sigue que si un habitante del país A se desplaza a o invierte en el país B, los libertarios tienen que jugar sus cartas con el Estado monopolista de este segundo país, y sería inmoral y criminal que el Estado A aumentara la presión fiscal sobre sus ciudadanos para hacer la guerra y matar a numerosas personas inocentes del país B en defensa de las propiedades del viajante o del inversor[3].

Debe también señalarse que no hay defensa posible contra las armas nucleares (la «defensa» actual se basa en la amenaza de «destrucción mutua asegurada») y que, por tanto, los Estados no pueden poner en práctica ningún tipo de defensa internacional mientras tales armas existan.

El objetivo libertario debe consistir, por tanto, y fueran cuales fueren las causas específicas de un conflicto, en presionar sobre los Estados para que no desencadenen guerras contra otros Estados y, si han estallado, para que hagan cuanto esté en su mano para que cesen y negocien un alto el fuego y un tratado de paz con la mayor celeridad de que sean capaces. Esta meta estaba ya, dicho sea de paso, inscrita en las antiguas leyes internacionales de los siglos XVIII y XIX, que proponían el ideal de que ningún Estado debería invadir el territorio de otro, lo que hoy día llamamos «coexistencia pacífica» de los pueblos.

Supongamos, con todo, que a pesar de la oposición libertaria, se ha desencadenado una guerra y que los Estados beligerantes no están negociando la paz. ¿Cuál debería ser, en estas circunstancias, la actitud de los libertarios? Evidentemente, reducir en la mayor medida posible el alcance de los ataques contra la población civil inocente. Las viejas leyes internacionales disponían de dos excelentes instrumentos para conseguirlo: las «leyes para tiempo de guerra» y las «leyes de neutralidad» o «derecho de neutralidad». Estas segundas perseguían el objetivo de confinar las acciones bélicas a los Estados combatientes, para que no se produjeran agresiones contra terceros países, y más en concreto contra los ciudadanos de otras naciones. De ahí la importancia de los venerables y olvidados principios americanos de «libertad de los mares» y las severas limitaciones impuestas a los derechos de los países beligerantes de reprimir el comercio neutral con el país enemigo. En síntesis, la postura libertaria consiste en inducir a los contendientes a respetar plenamente los derechos de los ciudadanos neutrales.

Las «leyes para tiempo de guerra» fueron diseñadas para limitar todo lo posible la violación de los derechos de la población civil de los países beligerantes. Como señala el jurista británico F. J. P. Veale:

El principio fundamental de este código era que las hostilidades entre pueblos civilizados deben limitarse estrictamente a las fuerzas armadas que entran en combate… Establecía una distinción entre combatientes y no combatientes, y afirmaba que el objetivo único de los primeros era luchar entre sí y que, por consiguiente, los segundos debían quedar excluidos del área de las operaciones militares[4].

Al condenar todas las guerras, fuera cual fuere su causa, los libertarios no ignoran que pueden darse diversos grados de culpabilidad entre los diversos Estados beligerantes de una guerra concreta. Pero su idea básica es la condena de todos cuantos participan en ella. Su política se encamina, por tanto, a ejercer presión sobre todos los Estados para que no emprendan acciones bélicas, para detenerlas si las han iniciado y para reducir el alcance de los daños que se le derivan a la población civil de uno y otro bando y a los ciudadanos neutrales cuando se prolongan las hostilidades.

Uno de los corolarios de la política libertaria de la coexistencia pacífica y de la no intervención entre los diferentes Estados es la abstención rigurosa de proporcionar cualquier tipo de apoyo externo a los Estados contendientes. Toda ayuda proporcionada por el Estado A al Estado B, 1) incrementa la opresión fiscal contra la población de A y 2) agrava la represión de B sobre su propio pueblo.

Veamos cómo se aplica la teoría libertaria al problema del imperialismo. Puede definirse el imperialismo como la agresión y subsiguiente imposición del gobierno del Estado A contra la población del país B, que queda, a partir de ahora, sometida al dominio de una potencia extranjera. Este dominio puede ejercerse bien directamente sobre B o bien indirectamente, convirtiéndole en un Estado satélite de A. La rebelión de los ciudadanos de B contra el dominio imperialista de A (de forma directa contra A, o indirecta contra su Estado satélite B) es, desde luego, legítima, siempre en el supuesto de que los revolucionarios abran fuego sólo contra los gobernantes. Los conservadores —y algunos libertarios— han sostenido a menudo que debe tolerarse el imperialismo occidental sobre los países subdesarrollados porque respeta los derechos de propiedad en mucha mayor medida que cualquiera de los regímenes nativos sucesores. Pero, para empezar, juzgar lo que puede venir a continuación del status quo es puro ejercicio especulativo, mientras que la opresión de los actuales dominadores imperialistas sobre la población de B es demasiado real y culpable. Y, en segundo lugar, este análisis pasa por alto los perjuicios que el imperialismo causa a los contribuyentes occidentales, obligados a pagar la factura de las guerras de conquista y luego la del mantenimiento de la burocracia imperialista. Ya sólo por esta segunda razón deben los libertarios condenar el imperialismo[5].

¿Significa esta oposición a todas las guerras entre diferentes Estados que los libertarios jamás pueden aprobar los cambios de fronteras geográficas y que abandonan, por consiguiente, el mundo al helado terror de injustos regímenes territoriales? Por supuesto que no. Supongamos que un hipotético Estado Waldavia ataca a Ruritania y se apodera de la parte occidental de su territorio. Los ruritanios occidentales anhelan reunirse con sus hermanos ruritanios de las restantes regiones (tal vez porque desean seguir hablando su lengua ruritana sin ser molestados). ¿Cómo conseguirlo? Existe, obviamente, el camino de las negociaciones pacíficas entre los dos poderes. Pero sigamos imaginando que los imperialistas waldavianos mantienen una postura inflexible. En este caso, los libertarios de Waldavia pueden presionar sobre su Estado para que abandone, en nombre de la justicia, los territorios conquistados. Pero supongamos también que esta presión no consigue ningún efecto. ¿Qué hacer entonces? Debemos seguir insistiendo en que la guerra desencadenada por Waldavia contra el Estado de Ruritania no es legítima. Los caminos legítimos que ahora se abren para conseguir una modificación de las fronteras geográficas son 1) la insurrección revolucionaria del pueblo oprimido de Ruritania occidental, y 2) la ayuda de grupos ruritanos privados (o, para nuestro caso, de amigos de la causa ruritana en otros países) a los rebeldes occidentales, ya sea bajo la forma de armamento o de alistamiento personal.

Debemos mencionar, finalmente, la tiranía interior, compañera inseparable de las guerras entre Estados; una tiranía que de ordinario se prolonga durante mucho tiempo después del cese de las hostilidades. Randolph Bourne advirtió que «la guerra es la salud del Estado»[6]. Precisamente a través de las guerras es como consigue el Estado hacerse con sus propiedades: hinchando su poder, su tamaño, su arrogancia, su dominio absoluto sobre la economía y la sociedad. La raíz mítica que capacita al Estado para engordar con la guerra es el bulo de que a través de ella defiende a sus súbditos. La realidad es exactamente todo lo contrario. Pero si es cierto que la guerra es la salud del Estado, no es menos cierto que configura también su mayor peligro. Un Estado sólo puede «morir» por una derrota militar o una revolución. En la guerra moviliza frenéticamente a los ciudadanos para que luchen por él contra otro Estado, bajo el pretexto de que es él quien lucha por ellos. La sociedad se militariza y estataliza, se convierte en rebaño, intenta matar enemigos, desarraigando y reprimiendo toda disidencia respecto al esfuerzo de la guerra oficial, traicionando alegremente la verdad en beneficio de un supuesto bien público. La sociedad pasa a ser un grupo armado, con los valores y la moral —en expresión de Albert Jay Nock— de un «ejército en marcha»[7].