EL RANGO MORAL DE LAS RELACIONES CON EL ESTADO
Si, pues, el Estado es la vasta maquinaria de la delincuencia y de la agresión institucionalizadas, la «organización de los medios políticos» con el objetivo de enriquecerse, esto quiere decir que nos hallamos ante una organización criminal y que, por consiguiente, su categoría moral es radicalmente distinta de la de cualquiera de los legítimos dueños de propiedades que hemos venido analizando en este volumen. Quiere decir asimismo que es también radicalmente diferente el rango moral de los contratos con este Estado y de las promesas hechas a él o por él. Significa, por poner un ejemplo, que nadie tiene la obligación moral de obedecerle (salvo en el caso de que se limite simplemente a afirmar el derecho a la justa propiedad privada frente a las agresiones). En cuanto que es una organización criminal, cuyas rentas e ingresos proceden de impuestos delictivos, el Estado no puede poseer ningún justo derecho de propiedad. De donde se concluye que no puede ser ni inmoral ni injusto negarse a pagar los impuestos del Estado, ni adueñarse de sus propiedades (porque son propiedades en manos de agresores), ni rechazar sus órdenes, ni quebrantar los contratos hechos con él (ya que no puede ser injusto romper pactos con criminales). En el terreno de la moral, y desde el punto de vista de una auténtica filosofía política, «robar» al Estado significa arrancar la propiedad a unas manos criminales. Es, en cierto sentido, «colonizar» la propiedad, con la única diferencia de que en lugar de colonizar tierras no cultivadas, ahora se aleja a la propiedad del sector delictivo de la sociedad: un bien positivo.
Puede admitirse una excepción parcial en los casos en los que el robo del Estado afecta claramente a una persona concreta. Supongamos que las autoridades han confiscado joyas pertenecientes a López. Si luego Pérez se las roba al Estado no comete ningún delito, según la teoría libertaria. No obstante, las joyas no son suyas y López tendría justificación suficiente para recuperarlas incluso por la fuerza. En la mayoría de los casos, las confiscaciones del Estado adoptan la forma de impuestos, que se mezclan con otros y van a parar a un depósito común, de modo que es imposible señalar quiénes son los dueños concretos y específicos de unas propiedades determinadas. ¿Quién es el auténtico dueño de un pantano o de un edificio de Correos? En tales circunstancias, que son la mayoría, el robo al Estado o la «colonización» por parte de Pérez, además de no ser delictiva, le conferiría un justo título de propiedad obtenido precisamente en virtud de dicha colonización.
También es, a fortiori, moralmente lícito engañar al Estado. Del mismo modo que nadie está legítimamente obligado a decir la verdad a un ladrón que pregunta si hay objetos de valor en casa, tampoco lo está un ciudadano a responder a estas preguntas del Estado, por ejemplo, al rellenar los impresos del impuesto sobre la renta.
Lo dicho no significa, por supuesto, que aconsejemos ni menos que exijamos la desobediencia civil, ni incitamos a la rebelión fiscal ni a robar y mentir al Estado. Estas actitudes son poco recomendables, sobre todo si se tiene en cuenta que el aparato estatal dispone de una force majeure. Lo que pretendemos decir es que estas acciones son justas y moralmente lícitas. Las relaciones con el Estado deben guiarse por consideraciones de simple prudencia y pragmatismo, que implican que los individuos deben tratar con el Estado como con un enemigo que es, por el momento, más poderoso.
Hay no pocos libertarios que, aun estando de acuerdo en que las acciones e intervenciones estatales son, de ordinario, inmorales o delictivas, dan muestras de confusión en este tema específico de las relaciones con el Estado. Está aquí involucrado el problema de los impagos o incumplimientos de las deudas de la Administración Pública. Un buen número de libertarios entiende que el Estado está moralmente obligado a pagar sus deudas y que deben evitarse, por consiguiente, los impagos o incumplimientos. El problema radica en que estos libertarios analizan la cuestión desde la tesis, perfectamente adecuada, de que las personas y las instituciones privadas deben cumplir sus contratos y pagar sus deudas. Pero el dinero que tiene el Estado no le pertenece, y pretender que salde sus deudas significa una mayor coacción sobre los contribuyentes para pagar a los obligacionistas. Ahora bien, un libertario nunca admitirá la licitud de una tal coacción. El aumento de los impuestos no sólo implica un paralelo aumento de la coacción y de las agresiones contra la propiedad privada, sino que los a primera vista inocentes obligacionistas aparecen bajo un luz muy diferente cuando se descubre que la compra de obligaciones del Estado equivale a una simple inversión en el futuro botín del robo o de la contribución. Y, en cuanto codiciosos inversores en un futuro latrocinio, la moral de los obligacionistas es muy otra de la que generalmente se supone[1].
Otra cuestión que también debe ser analizada bajo nueva luz es la concerniente al incumplimiento de los contratos con el Estado. Ya en páginas anteriores hemos expuesto nuestro punto de vista de que dado que los contratos obligatorios son en realidad transferencias de títulos y no simples promesas, está plenamente justificada, en una sociedad libre, la negativa al servicio militar, lo que no impide la existencia de contratos voluntarios de alistamiento en el ejército por periodos más largos. Pero dejando aquí aparte la teoría contractual que quiera seguirse, estas reflexiones sólo son aplicables a los ejércitos privados de los mercados libres. Si se admite que los ejércitos de los Estados son agresores criminales —tanto en sus acciones como en los medios empleados para mantenerlos—, resulta ser moralmente lícito abandonarlos en cualquier momento, sean cuales fueren los plazos de alistamiento. Este comportamiento forma parte de los derechos morales individuales, sin entrar aquí, una vez más, en la cuestión —enteramente diferente— de si es prudente llevar a cabo esta acción.
Analicemos en esta perspectiva el problema del cohecho de los funcionarios gubernamentales. Ya hemos visto antes que en una sociedad o un mercado libre, el sobornante actúa legítimamente, mientras que el sobornado merece ser llevado a los tribunales por defraudar a un tercero (por ejemplo, a su empleador). Pero ¿qué decir de los empleados del gobierno? Hay que distinguir aquí entre el soborno «ofensivo» y el «defensivo». El primero debe ser tenido por incorrecto e ilícito y el segundo por adecuado y legítimo. Contemplemos un «soborno ofensivo» típico: un jefe de la mafia soborna a funcionarios de la policía para que impidan que otros competidores tengan acceso a los garitos y casas de juego de una determinada zona. Por tanto, el mafioso actúa en colaboración con el gobierno para coaccionar a los propietarios de los garitos que le hacen la competencia. El mafioso de nuestro caso es el iniciador y cómplice de las agresiones gubernamentales contra sus competidores. El «soborno defensivo» ofrece un cariz moral radicalmente diferente. Aquí Jiménez, por poner un ejemplo, al advertir que en una zona determinada han sido declarados ilegales algunos garitos, soborna a la policía para que haga una excepción con el suyo: una respuesta perfectamente legítima en una situación desafortunada.
De hecho, el soborno defensivo desempeña un importante papel social en todo el ancho mundo. En numerosos países no funciona el motor de los negocios sin el lubricante de los cohechos. En este sentido, deberían evitarse las acciones paralizadoras y las reglamentaciones y exacciones destructivas. Un «gobierno corrupto» no es necesariamente un mal asunto. Comparado con los «gobiernos incorruptos», cuyos funcionarios imponen la ley a rajatabla, la «corrupción» permite al menos el florecimiento parcial de transacciones y de acciones voluntarias en el seno de la sociedad. Por supuesto, en ningún caso están justificadas ni las regulaciones o prohibiciones ni los rígidos funcionarios, porque no deberían existir ni éstos ni las aquéllas[2].
Tanto las leyes como la opinión pública reconocen que, en algunas áreas, existe una radical diferencia entre las personas privadas y los funcionarios públicos. Así, no se da ni debe aplicarse a estos últimos el «derecho a la privacidad» individual, o el derecho a guardar silencio, pues sus archivos y actividades deberían estar abiertos al conocimiento y la valoración públicos. Se aducen, para negar a los funcionarios del gobierno el derecho a la privacidad, dos argumentos democráticos que, aunque no son estrictamente libertarios, poseen un innegable valor: a) que en los sistemas democráticos los ciudadanos sólo pueden intervenir y decidir en los asuntos públicos y elegir a los empleados del Estado si tienen un acabado conocimiento de las operaciones gubernamentales; y b) que dado que son los contribuyentes quienes pagan las facturas del gobierno, les asiste el derecho a saber qué hacen los gobernantes. Los libertarios añadirían un tercer argumento, a saber, que dado que el gobierno es una institución agresiva contra los derechos y las personas de sus ciudadanos, la total revelación de sus actividades es lo mínimo que los súbditos pueden reclamar de y arrebatar al Estado para poder utilizarlo con el propósito de contrarrestar o reducir los poderes estatales.
Otra de las áreas en que la legislación actual distingue entre los derechos de los ciudadanos privados y los de los funcionarios públicos es la relativa a la difamación. Hemos defendido en páginas anteriores la tesis de que son inadmisibles las leyes contra la difamación. Pero incluso admitiendo esta legislación, importa mucho distinguir entre la difamación contra los ciudadanos privados y la que tiene en el punto de mira a los empleados o a las agencias públicas. En el siglo XIX pudimos desembarazarnos, por fortuna, de la perniciosa legislación civil sobre los «libelos sediciosos», que había venido siendo utilizada como garrote para reprimir prácticamente todo tipo de críticas contra los gobernantes. En nuestros días, estas leyes antilibelo han perdido felizmente una gran parte de su rigor cuando se las aplica no sólo al gobierno per se, sino también a los políticos y a los funcionarios del Estado.
Son muchos los libertarios anarquistas que consideran inmoral votar o comprometerse en acciones políticas, argumentando que al participar de este modo en las actividades estatales los libertarios ponen su imprimatur ético sobre el aparato del Estado. Pero toda decisión, para que sea moral, ha de ser libre, y el Estado ha situado a los ciudadanos en una sociedad cuyo entorno es esclavizador, en una matriz general de coacción. El Estado, desgraciadamente, existe, y el pueblo debe comenzar por esta matriz, para intentar poner remedio a su situación. Como Lysander Spooner subraya, en un entorno de coacción estatal el hecho de votar no implica un consentimiento voluntario[3]. La verdad es que si el Estado nos permite elegir periódicamente a los gobernantes, aunque limitando la opción a unos cuantos candidatos, no debería considerarse inmoral utilizar esta limitada posibilidad de elección para intentar reducir o eliminar el poder del Estado[4].
Así, pues, el Estado no es simplemente una parte de la sociedad. El esfuerzo principal de esta sección del libro se destina a demostrar que el Estado no es —en contra de lo que parece opinar la mayoría de los economistas utilitaristas del libre mercado— una institución social legítima, con tendencia a la ineptitud y la ineficiencia en la mayor parte de sus actividades. Muy al contrario, el Estado es una institución intrínsecamente ilegítima de agresión articulada, de crimen organizado y regularizado contra las personas y las propiedades de sus súbditos. Lejos de ser necesario para la sociedad, es una institución profundamente antisocial, que vive parasitariamente de las actividades productivas de los ciudadanos privados. En el aspecto moral, debe ser considerado (como ya se puso en claro en la II Parte) como ilegítimo y situado extramuros del sistema legal libertario normal que delimita y asegura los derechos y las justas propiedades de los ciudadanos privados. Así, pues, desde el punto de vista de la justicia y de la moralidad, el Estado no puede poseer propiedades ni exigir obediencia ni obligar al cumplimiento de los contratos cerrados con él ni tiene tan siquiera derecho a existir.
El argumento generalmente aducido en defensa del Estado sostiene que el hombre es un «animal social» que tiene que vivir en sociedad, que los individualistas y libertarios creen en la existencia de «individuos atomizados», no influidos por ni relacionados con sus semejantes. Pero ningún libertario ha defendido nunca la idea de que los individuos sean átomos; muy al contrario, todos ellos han reconocido la necesidad y las enormes ventajas de la vida en sociedad y de la participación en la división social del trabajo. El gran non sequitur en que han incurrido los defensores del Estado, incluidos los filósofos clásicos aristotélicos y tomistas, es deducir de la necesidad de la sociedad la del Estado[5]. Ocurre, como ya se ha señalado en líneas precedentes, justamente lo contrario: el Estado es un instrumento antisocial, que paraliza los intercambios voluntarios, la creatividad individual y la división del trabajo. La sociedad es el marco adecuado para las interrelaciones individuales voluntarias, a través de los pacíficos intercambios del mercado. Podemos, en este punto, mencionar la penetrante distinción de Albert Jay Nock entre el «poder social» —los frutos de los intercambios voluntarios en la economía y la civilización— y el «poder del Estado», la interferencia coactiva y la explotación de estos frutos a cargo de las autoridades públicas. Nock muestra, bajo esta luz, que la historia humana es básicamente una carrera entre ambos poderes, el estatal y el social, entre los beneficiosos frutos de la producción y la creatividad pacífica y voluntaria por un lado y la plaga paralizadora y parasitaria del poder del Estado sobre el proceso social voluntario y productivo[6]. Todos los servicios de los que de ordinario se piensa que requieren la presencia del Estado —desde la acuñación de moneda a la protección policial o la promulgación de leyes en defensa de los derechos de las personas y de las propiedades— pueden ser proporcionados con mayor eficiencia, y, por supuesto, con mayor moralidad, por personas privadas. La naturaleza del hombre no exige en ningún sentido la existencia del Estado. Todo lo contrario.