CAPÍTULO 2

LA LEY NATURAL COMO «CIENCIA»

Resulta verdaderamente desconcertante que sea tan elevado el número de filósofos actuales que tratan con desdén el término «naturaleza», como si fuera una inyección de misticismo y de concepciones sobrenaturales. Una manzana, cuando se desprende de la rama, cae al suelo. Todos lo vemos, y todos admitimos que es algo que está en la naturaleza de la manzana (y de todos los objetos del mundo). Dos átomos de hidrógeno combinados con uno de oxígeno forman una molécula de agua —fenómeno exclusivamente debido a la naturaleza del hidrógeno, del oxígeno y del agua—. No hay nada de arcano o de místico en tales observaciones. ¿Por qué, entonces, esos reparos en torno al concepto de «naturaleza»? El mundo se compone de miríadas de cosas, de entes observables. Se trata, evidentemente, de un hecho al alcance de cualquier observador. Dado que el universo no es una realidad homogénea, una entidad aislada, se sigue que cada una de estas cosas diferentes posee diferentes atributos, pues en caso contrario todas ellas serían la misma cosa. Ahora bien, si A, B, C, etc., tienen diferentes atributos, debe concluirse que tienen diferentes naturalezas[1],[2]. Y se concluye igualmente que cuando estas cosas diferentes se encuentran e interaccionan, se producirá un resultado específicamente delimitable y definible. En síntesis: unas causas específicas y delimitables tienen efectos asimismo delimitables y específicos[3]. La conducta que se observa en cada uno de estos seres es la ley de su naturaleza, una ley que incluye cuanto acontece como resultado de sus interacciones. Al complejo que podemos construir sobre estas leyes se le puede denominar la estructura de la ley natural. ¿Qué hay de «místico» en todo ello?[4]

En el campo de las leyes puramente físicas, este concepto se diferencia de ordinario de la moderna terminología positivista sólo en los altos niveles filosóficos, pero cuando se le aplica al hombre se torna más controvertido. Ahora bien, si las manzanas, las piedras y las rosas tienen sus naturalezas específicas, ¿ha de ser el hombre el único ser que no puede tener la suya? Y si el hombre tiene una naturaleza, ¿por qué no ha de ser accesible a la observación y la reflexión racional? Si todas las cosas tienen su naturaleza, entonces es seguro que la naturaleza humana está abierta a la inspección. El brusco rechazo, habitual en nuestros días, del concepto de naturaleza del hombre es, por consiguiente, arbitrario y apriorístico.

Una de las desdeñosas críticas que suelen aducir los adversarios de la ley natural dice: «¿Es que hay alguien capaz de fijar las supuestas verdades sobre el hombre?». La respuesta no es alguien, sino algo: la razón humana. La razón humana es objetiva, es decir, puede ser utilizada por todos los hombres para extraer verdades acerca del mundo. Preguntar qué es la naturaleza humana es ya una invitación a la respuesta: ¡Ve, estudia y descubre! Es algo así como si alguien afirmara que la naturaleza del cobre está abierta a la investigación racional y un crítico le desafiara a «demostrarlo» inmediatamente, exponiendo al instante todas las leyes descubiertas sobre este metal.

Otra objeción muy generalizada es que los teóricos de la ley natural mantienen opiniones muy dispares entre sí y que, por consiguiente, deben descartarse todas las teorías sobre esta materia. Esta objeción resulta particularmente curiosa cuando procede, como ocurre a menudo, de economistas utilitaristas. La economía es una ciencia notoriamente sujeta a encendidas polémicas, pero a poca gente se le ha ocurrido pedir, sin más dilaciones, que se prescinda de ella. Pero es que, además, no pueden aducirse las diferencias de opinión como motivo suficiente para rechazar todos los aspectos de un debate. Las personas responsables utilizan su razón para analizar los diversos puntos controvertidos y formarse su propio parecer[5]. No se limitan a decir a priori que se trata de un fastidio que se da en todas partes. El hecho de que el hombre esté dotado de razón no quiere decir que no puede cometer errores. Incluso las ciencias «estrictas», como la física o la química, han incurrido en errores y mantenido enconadas controversias[6]. Nadie es omnisciente o infalible —una ley, dicho sea de paso, de la naturaleza humana—.

La ética de la ley natural establece que, para todos los seres vivientes, es «bueno» lo que significa satisfacción de lo que es mejor para ese tipo concreto de criatura. Por consiguiente, la «bondad» está referida a la naturaleza de la criatura en cuestión. El profesor Cropsey escribe: «La doctrina clásica [de la ley natural] es que la excelencia de cada ser depende del grado en que es capaz de hacer las cosas para las que su especie está naturalmente dotada… ¿Por qué es un bien natural?…[Porque] no hay medio ni tampoco razón para impedir que seamos nosotros mismos los que distinguimos entre animales útiles e inútiles, por poner un ejemplo; y… el criterio más empírico y… más racional de lo que es utilizable, o el límite de la actividad de las cosas, está marcado por su misma naturaleza. No juzgamos que los elefantes son buenos porque son seres naturales o porque la naturaleza es moralmente buena —con independencia de lo que con esto se quiera significar—. Juzgamos que un elefante concreto es bueno a la luz de lo que puede hacer de acuerdo con su naturaleza»[7]. En el caso de los seres humanos, la ética de la ley natural establece que puede determinarse lo que es bueno o malo para el hombre según que le permita o le impida realizar lo que es mejor para la naturaleza humana[8].

La ley natural aclara, pues, qué es mejor para el hombre —qué fines se deben perseguir por ser los más acordes con su naturaleza y los que mejor tienden a realizarla—. En un sentido profundo, la ley natural proporciona al hombre una «ciencia de la felicidad» y le muestra los caminos que llevan a la dicha real. En cambio, la praxeología o la economía —y lo mismo cabe decir de la filosofía utilitarista con la que aquella ciencia tiene estrechas relaciones— analizan la «felicidad» en un sentido puramente formal, como logro de las metas que la gente suele poner —por las razones que sean— en los peldaños más elevados de su escala de valores. La satisfacción de estos fines depara al hombre su «utilidad» o «satisfacción» o «felicidad»[9]. El valor, entendido como valorización o utilidad, es puramente subjetivo y lo fija cada individuo. Este proceder resulta perfectamente adecuado en la ciencia formal de la praxeología o en la teoría económica, pero no necesariamente en todos los demás campos. Por lo que respecta a la ética de la ley natural, se ha comprobado que los fines pueden ser buenos o malos para el hombre en diversos grados. El valor es aquí objetivo —determinado por la ley natural del ser humano— y la «felicidad» humana es entendida en su sentido racional, es decir, en atención a su contenido.

Como el padre Kenealy subraya: «Esta filosofía afirma que existe de hecho un orden moral objetivo al alcance de la inteligencia humana, de acuerdo con el cual están las sociedades humanas obligadas en conciencia a configurarse y del que dependen la paz y la felicidad de las personas y la convivencia nacional e internacional»[10]. El eminente jurista inglés sir William Blackstone resumía la ley natural y su relación con la felicidad humana en los siguientes términos: «Es el fundamento de lo que llamamos ética, o ley natural…, demuestra que esta o aquella acción tiende a la felicidad humana y concluye, por consiguiente, que la realización de la misma es una parte de la ley natural; o, por el contrario, que esta o aquella acción destruye la verdadera felicidad humana y está, por ende, prohibida por dicha ley»[11].

El psicólogo Leonard Carmichael ha señalado, aunque sin recurrir a la terminología de la ley natural, que el hombre puede establecer mediante métodos científicos una ética objetiva, absoluta, basada en la investigación biológica y psicológica:

dado que el hombre tiene una constitución inalterable y multisecular, genéticamente determinada en sus aspectos anatómico, fisiológico y psicológico, hay razones para creer que al menos algunos de los «valores» que reconoce como buenos o como malos han sido descubiertos o han emergido en virtud de la convivencia de los seres humanos, durante miles de años, y en diferentes sociedades. ¿Hay alguna razón que impida pensar que estos valores, una vez identificados y contrastados, están esencialmente fijados y son inalterables? Es, por ejemplo, probable que el asesinato de un adulto, dictado por el capricho y sin más motivo que la simple diversión de quien lo perpetra, reconocido en el pasado y, de forma generalizada, como un mal, tenga siempre esta calificación. Este asesinato acarrea consecuencias individual y socialmente desastrosas. O tomando otro ejemplo, menos cruel, del mundo de la estética, el hombre parece siempre dispuesto a reconocer de manera especial el equilibrio de dos colores complementarios, porque el ojo humano tiene, desde su nacimiento, esta constitución específica[12].

Una objeción filosófica común contra la ética de la ley natural es que confunde, si es que no identifica, la autenticidad de los hechos con la de los valores. Para los propósitos de nuestra breve discusión bastará con citar aquí la réplica de John Wild:

Podemos subrayar, para responder [a esta objeción] que sus puntos de vista [los de la ley natural] no identifican el valor con la existencia, sino con el cumplimiento de las tendencias determinadas por la estructura de los seres vivientes. Y que tampoco identifica el mal con la inexistencia, sino con un modo de existencia en el que las tendencias naturales pueden verse pervertidas y privadas de realización… El joven planeta cuya vegetación se marchita por falta de luz no es inexistente. Existe, pero de una manera insana o precaria. Existe, pero con una capacidad natural sólo en parte realizada…

Esta objeción metafísica se basa en la hipótesis comúnmente aceptada de que la existencia es algo ya completo y terminado… [Pero] el bien consiste en la realización del ser…[13]

Tras haber afirmado que puede determinarse la ética, tanto en los hombres como en todos los seres restantes, mediante la investigación de las tendencias verificables en ellos, Wild se plantea una pregunta de crucial importancia para toda ética no teológica: «¿Por qué tengo conciencia de que estos principios son obligatorios para mí?». ¿Por qué se incorporan a la escala subjetiva de valores de la persona estas tendencias universales de la naturaleza humana? Porque

las necesidades reales que subyacen en todas las conductas son comunes a todos los hombres. Los valores fundados en ellas son universales. Por tanto, si no cometo errores al llevar a cabo el análisis tendencial de la naturaleza humana y si me comprendo bien a mí mismo, debo considerar la tendencia como un modelo a seguir y debo sentirla subjetivamente como un imperativo que impulsa a la acción[14].

Los filósofos modernos dan por sentado que ha sido David Hume quien ha demolido la teoría de la ley natural. Esta tarea de demolición habría tenido dos líneas de ataque: la insistencia en la ya antes mencionada dicotomía «hecho-valor», que impide deducir el valor a partir del hecho[15]; y su afirmación de que la razón es, y sólo puede ser, esclava de las pasiones. Brevemente, frente al punto de vista de la ley natural, según el cual la razón humana es capaz de descubrir y perseguir los fines propios del hombre, Hume sostenía que, en definitiva, son sólo las emociones las que fijan los fines humanos y que el papel de la razón consiste en ser criada y ayudante de las emociones. (Se adhieren a este punto de vista de Hume los sociólogos modernos, empezando por Max Weber). En esta opinión se asume que son las emociones de las personas el dato primario y no sujeto a análisis.

El profesor Hesselberg ha mostrado, sin embargo, que en el decurso de sus propias discusiones, Hume se vio forzado a reintroducir en su filosofía social, y más concretamente en su teoría de la justicia, el concepto de ley natural, haciendo verdadera la ironía de Étienne Gilson: «La ley natural acaba siempre por enterrar a sus enterradores». Cuanto a Hume, en palabras de Hesselberg, «reconoció y admitió que el orden… social es un prerrequisito indispensable para el bienestar y la felicidad del hombre: y esto es la constatación de un hecho…». El hombre debe, en efecto, mantener el orden social. Y prosigue Hesselberg:

Ahora bien, no es posible el orden social a menos que el hombre sea capaz de comprender en qué consiste y cuáles son sus ventajas, y concebir, por tanto, las normas de conducta necesarias para su implantación y conservación, en concreto, el respeto hacia las demás personas y sus posesiones legítimas, que constituye la sustancia de la justicia… Pero la justicia es un producto de la razón, no de las pasiones. La justicia es el fundamento necesario del orden social; y el orden social es necesario para el bienestar y la felicidad del hombre. Siendo esto así, son las normas de la justicia las que deben controlar y regular las pasiones, y no a la inversa[16].

Hesselberg concluye que «por consiguiente, la tesis originaria de Hume sobre la primacía de las pasiones parece ser completamente insostenible en el ámbito de su teoría social y política y… se vio forzado a reintroducir la razón como factor cognitivo-normativo en las relaciones sociales humanas»[17].

De hecho, al estudiar la justicia y la importancia de los derechos de la propiedad privada, Hume tuvo que consignar que es la razón la que puede establecer esta ética social: «La naturaleza proporciona un remedio cuando juzga y comprende lo que hay de irregular e inconveniente en los afectos»; en síntesis, que la razón puede ser superior a las pasiones.[18],[19]

Hemos podido ver, a lo largo de nuestro análisis, que la doctrina de la ley natural —es decir, la opinión que sostiene que puede establecerse, a través de la razón, una ética objetiva— ha tenido que hacer frente, en el mundo moderno, a dos poderosos grupos de adversarios, ambos deseosos de denigrar la capacidad de la razón humana para decidir su propio destino. Están, por un lado, los fideístas, que creen que el hombre sólo puede llegar al conocimiento de la ética en virtud de una revelación sobrenatural y, por el otro, los escépticos, que afirman que el hombre debe extraer su ética de su arbitrario capricho o de sus emociones. Podemos recapitular lo dicho citando la severa pero penetrante opinión del profesor Grant sobre la

extraña alianza contemporánea entre quienes, en nombre del escepticismo (probablemente de origen científico) dudan de la capacidad de la razón humana y los que denigran esta capacidad en nombre de la religión revelada. Basta con estudiar el pensamiento de Occam para advertir cuán de antiguo viene tan extraña alianza. Puede verse en Occam cómo el nominalismo filosófico, incapaz de enfrentarse al problema de la certeza práctica, lo resuelve a través de la hipótesis arbitraria de la revelación.

La voluntad, separada del intelecto (y así es preciso que sea en el nominalismo), sólo puede alcanzar la certeza a través de estas arbitrarias suposiciones…

El hecho históricamente interesante es que estas dos tesis antirracionalistas —la del escepticismo liberal y la del revelacionismo protestante— han podido brotar de dos concepciones originariamente opuestas del hombre. La dependencia protestante respecto de la revelación ha surgido como consecuencia de su gran pesimismo acerca de la naturaleza humana… Los valores directamente aprehendidos del liberalismo originaron un gran optimismo… En definitiva, ¿no es la tradición dominante en Norteamérica un protestantismo transformado por la tecnología pragmática y las aspiraciones liberales[20]?