CAPÍTULO 15

LOS «DERECHOS HUMANOS» COMO DERECHOS DE PROPIEDAD[1]

En términos generales, los liberales prefieren reservar el concepto de «derechos» para algunos determinados derechos «humanos» tales como la libertad de expresión, pero no lo aplican a la propiedad privada[2]. Y, sin embargo, y muy por el contrario, esta idea de los «derechos» sólo tiene sentido entendida cabalmente como derechos de propiedad. No es sólo que no son derechos humanos los que no son también derechos de propiedad, sino que los primeros pierden su valor incondicional y su claridad y se convierten en algo borroso y vulnerable cuando no se utilizan los segundos como norma y criterio.

En primer lugar, los derechos de propiedad se identifican con los derechos humanos en dos sentidos: uno, que la propiedad sólo puede atribuirse a los seres humanos, de modo que una persona tiene derechos de propiedad precisamente porque es un ser humano. Y dos, que el derecho de la persona sobre su propio cuerpo, su libertad personal, es tanto un derecho de propiedad sobre su persona como un «derecho humano». Pero, lo que es aún más importante para nuestro análisis, cuando los derechos humanos no pueden traducirse en términos de derechos de propiedad, se tornan vagos e incluso contradictorios y empujan a los liberales a debilitarlos y situarlos del lado del «interés público» o del «bien común». Como he dicho en otro lugar:

… Tomemos como ejemplo el «derecho humano» a la libertad de expresión. Se supone que esta libertad significa el derecho de cada persona a decir lo que le place. Pero se pasa por alto una pregunta: ¿dónde? ¿Dónde puede un hombre ejercer este derecho? No, ciertamente, en una propiedad que deba comenzar por invadir. En suma, tiene este derecho solamente en su propiedad, o en la de alguien que se lo permita, mediante concesión o por contrato de alquiler. No existe, pues, de hecho, una cosa aparte llamada «derecho de libre expresión»: es tan sólo un derecho de propiedad del hombre: el derecho a hacer lo que quiere con sus posesiones o a concertar acuerdos voluntarios con otros poseedores de propiedades[3].

Resumiendo, lo que las personas tienen no es «derecho a la libre expresión», sino el derecho a alquilar un local y dirigirse a la gente que cruza sus puertas. No tienen «derecho a la libertad de prensa», sino a escribir o publicar un folleto y venderlo a quienes quieran libremente comprarlo (o a regalárselo a quienes quieran voluntariamente aceptarlo). Así, pues, lo que tienen, en cada uno de estos casos, es derecho de propiedad, incluido el derecho de libre contrato y transferencia, que es parte constitutiva de los mencionados derechos de propiedad. No hay «derechos de libre expresión» o libertad de prensa extras, más allá de los derechos de propiedad que una persona puede tener en cada caso concreto.

Además, si se lleva a cabo el análisis en términos de «derecho a la libertad de expresión» en vez de derechos de propiedad, se genera una confusión y un debilitamiento del genuino concepto de derechos. El ejemplo más célebre es el de la aseveración del juez Holmes de que nadie tiene derecho a gritar falsamente «¡fuego!» en un teatro atestado, de donde se deduce que no puede ser absoluto el derecho a la libre expresión, sino que se le debe atemperar y mitigar en virtud de consideraciones sobre el «interés común»[4]. Pero si estudiamos el problema bajo el prisma de los derechos de propiedad, veremos que no es necesario atemperar en nada el carácter absoluto de los derechos[5].

Cabe suponer que quien lanza el grito de «¡fuego!» no es ni un cliente habitual ni el dueño del teatro. Si lo lanzara el propietario, estaría violando los derechos de propiedad de los espectadores al tranquilo disfrute de una representación para la que han comenzado por pagar el precio de entrada. Y si es un espectador, estará violando los derechos de propiedad tanto de los restantes espectadores de la función como los del propietario del local, porque no respeta los términos en que se le ha concedido la asistencia al espectáculo. Estos términos incluyen, con toda seguridad, la no violación de los derechos de propiedad del dueño del teatro y de los restantes espectadores, interrumpiendo la representación puesta en escena. En ambos casos se le puede perseguir como violador de derechos de propiedad. Podemos ver, pues, que si nos concentramos en los aspectos incluidos en los derechos de propiedad, el caso de Holmes no implica en modo alguno la necesidad de mitigar la naturaleza absoluta de los derechos de propiedad.

El juez Hugo Black, conocido partidario «absolutista» de la «libertad de expresión», puso en claro, en una mordaz crítica al argumento de Holmes sobre el grito de «¡fuego!» en un teatro atestado, que su defensa de la libertad de expresión se fundamenta en los derechos de la propiedad privada. Afirmaba, en efecto:

Fui con usted al teatro la pasada noche. Me pasó por la cabeza la idea de que si nos pusiéramos a dar vueltas alrededor del escenario —dijéramos algo o no— podríamos ser detenidos. Y a nadie se le habría ocurrido alegar que la Primera Enmienda garantiza a todos y cada uno de los ciudadanos el libre desplazamiento a cualquier lugar del mundo que se le antoje, o a decir lo que desee. Comprar las entradas para una función de teatro no significa que compre también el derecho a hablar en el local. Tenemos en este país un sistema de propiedad protegido por la Constitución. Tenemos un sistema de propiedad que significa que una persona no tiene derecho a hacer lo que le plazca y donde le plazca. Me sentiría, por ejemplo, un tanto a disgusto si alguien intentara entrar en mi casa para decirme que le asiste el derecho constitucional a pronunciar un discurso contra el Tribunal Supremo. Estoy de acuerdo en reconocer el derecho de los ciudadanos a hablar en contra del Tribunal, pero no deseo que pronuncie su discurso precisamente en mi casa.

Hay un admirable aforismo a propósito de este grito de «¡fuego!» en un teatro atestado. No necesita usted lanzar el grito para quedar detenido. Si una persona provoca un desorden allí, los demás le echarán fuera no por lo que ha gritado, sino porque ha gritado. Le echarán no por sus opiniones, sino porque piensan que no debe tener otras opiniones sino las que desean escuchar aquí. Y de ahí mi respuesta: no por lo que grita, sino porque grita[6].

En este mismo sentido, el politólogo francés Bertrand de Jouvenel pedía, hace algunos años, una cierta atemperación de la libertad de expresión y de reunión a través de lo que él denominaba «el problema del presidente»: el problema de asignar tiempo y espacio en una reunión o en un periódico o ante los micrófonos cuando los escritores o los oradores creen poder acogerse a la «libertad de expresión» para utilizar este medio[7]. Lo que Jouvenel contemplaba era nuestra solución a su «problema del presidente», refundiendo el concepto de derechos en términos de derechos de propiedad más que en los de libertad de expresión o de reunión.

En primer lugar, podemos observar que en cada uno de los ejemplos de De Jouvenel (un hombre que asiste a una asamblea o escribe una «carta al director» de un periódico o que desea intervenir en una discusión radiofónica) el escaso tiempo o escaso espacio que se ofrece es libre, en el sentido de que no cuesta dinero. Y esto nos lleva al centro mismo de lo que en economía se denomina «problema de la racionalización». Se trata de asignar un recurso escaso y valioso, ya se trate del tiempo en la tribuna o ante el micrófono o del espacio en la página de un periódico. Dado que el uso del recurso es libre (sin costes), la demanda de este tiempo o de este espacio supera con mucho a la oferta y deben, por consiguiente, ponerse en marcha mecanismos de distribución de esta «escasez». Como en todos los casos de escasez y de colas para la compra a causa de precios bajos o nulos, los demandantes insatisfechos experimentan un sentimiento de frustración y de resentimiento al no poder usar un recurso al que se creen con derecho.

Si no se asigna un recurso escaso por la vía de los precios, sus propietarios tendrán que recurrir a otros métodos de asignación. Obsérvese que todos los casos aducidos por De Jouvenel podrían solucionarse mediante el sistema de precios, si tal es la voluntad del propietario. El presidente de la asamblea podría admitir pujas monetarias por las escasas plazas en la tribuna de oradores y cederlas a los mejores postores. Y lo mismo podría hacer el propietario de una emisora de radio respecto de quienes desean intervenir en la discusión de un programa. (En realidad, esto es lo que hacen cuando venden espacios radiofónicos a sus patrocinadores). No se producirían entonces escaseces ni surgirían resentimientos por una promesa no cumplida («igualdad de acceso» del público a la columna de un periódico, a la tribuna de oradores o al micrófono).

Pero, yendo más allá de la cuestión de los precios, subyace aquí un problema más profundo, en el sentido de que ya sea vía precios o en virtud de cualquier otro criterio, en todos los casos es siempre el propietario quien debe asignar el recurso. Es el dueño de la emisora o del programa (o sus agentes) quien alquila —o regala— el tiempo del modo que quiere; y es el propietario del periódico, o su director responsable, quien asigna el espacio para las cartas de los lectores del modo que estima conveniente; y es el «propietario» de la asamblea, o la persona a la que designa como presidente, quien distribuye el tiempo en la tribuna según su personal decisión.

El hecho de que sea, en definitiva, el propietario de los recursos quien les asigna un destino concreto nos da la clave para la correcta solución del «problema del presidente» expuesto por De Jouvenel. El lector que escribe una carta al periódico no es dueño del periódico; no tiene, por consiguiente, derecho a un espacio en la publicación; puede tan sólo solicitarlo, y es derecho absoluto del propietario atender o rechazar la solicitud. El hombre que pide el uso de la palabra en una asamblea no tiene derecho a ello; sólo puede presentar una petición, sobre la que decide el propietario o su representante, el presidente. La solución consiste, pues, en reformular el significado del «derecho a la libre expresión» o la «libertad de reunión». En vez de usar el confuso y —como De Jouvenel ha demostrado— impracticable concepto de algo así como una igualdad de derechos sobre el tiempo o el espacio, debemos centrar nuestra atención en el derecho de la propiedad privada. Sólo cuando se contemple el «derecho a la libre expresión» como una subdivisión de los derechos de propiedad se convierte en un concepto válido, práctico y absoluto.

Así parece haberlo visto el mismo De Jouvenel en el caso del «derecho a ser escuchado». Dice este autor que existe «un sentido en el que el derecho a la libertad de expresión puede ser ejercido por todos y cada uno, el derecho a ser escuchado», a hablar e intentar convencer a la gente con la que uno se encuentra, a reunirla en un local y «constituir una asamblea» de la que se es propietario. De Jouvenel se acerca aquí a la solución correcta, pero sin alcanzarla del todo. Lo que en realidad nos dice es que «el derecho a la libre expresión» sólo es válido y ejercitable cuando se le utiliza en el sentido de derecho a hablar a la gente, de tratar de persuadirles, de alquilar un local y dirigirse a los ciudadanos que quieran escucharle, etc. Pero este sentido del derecho a la libertad de expresión es, de hecho, parte constitutiva del derecho general de la persona a su propiedad. (Y en el supuesto, obviamente, de que no olvidemos que las restantes personas tienen el derecho a no escuchar si no lo desean). El derecho de propiedad comprende, en efecto, el derecho a la propiedad de sí y a concertar acuerdos e intercambios voluntarios con los dueños de otras propiedades. El «captador de oyentes» de De Jouvenel que alquila un local y se dirige a su asamblea no está ejerciendo un diáfano «derecho a la libre expresión» sino una parte de un derecho general de propiedad. De Jouvenel está casi a punto de reconocerlo así cuando considera el caso de dos hombres, a quienes llamaremos «Primus» y «Secundus»:

Primus… ha conseguido organizar, con fatiga y esfuerzo, un congreso del que es el verdadero artífice. Llega un extraño, Secundus, y reclama su derecho a dirigirse a los congresistas, esgrimiendo el argumento del derecho a la libertad de expresión. ¿Está Primus obligado a cederle el sitial? Lo dudo. Puede replicar a Secundus: «Este congreso lo he organizado yo. Organiza tú otro».

Exactamente. En síntesis, Primus es el propietario de la reunión; ha alquilado el local, ha convocado a los congresistas y ha fijado sus condiciones; aquellos a quienes no les guste son libres de escuchar o de marcharse. Primus tiene un derecho de propiedad en la reunión que le permite hacer uso de la palabra cuando lo desee. Secundus no tiene ningún derecho, tampoco el de dirigirse a la asamblea.

En general, estos problemas que parecen requerir una cierta suavización de los derechos se generan allí donde no está bien definido el locus de la propiedad, en pocas palabras, allí donde estos derechos están embrollados. Muchos de los problemas de la «libertad de expresión» se presentan, precisamente, en las vías públicas propiedad del Estado. ¿Deben las autoridades permitir una manifestación pública que interrumpirá el tráfico, o consentir que las calles aparezcan cubiertas de hojas volanderas? Una defectuosa delimitación de los derechos de propiedad ha permitido surgir en nuestros días estos y otros parecidos problemas, que parecen sugerir que la «libertad de expresión» no es absoluta. Las calles caen, de ordinario, bajo el dominio de las autoridades públicas, que actúan, en este caso, como «el presidente». Por tanto, y al igual que los dueños de otras propiedades, deben enfrentarse al problema de la asignación de recursos escasos. Un mitin político en la calle quiere —digámoslo así— colapsar el tráfico; por tanto, la decisión de las autoridades no afecta al derecho a la libertad de expresión sino a la asignación del espacio público a cargo de sus dueños.

No puede ignorarse que no habría tal problema si las calles fueran propiedad privada de personas o de empresas concretas, como ocurriría en una sociedad libertaria. En este caso, las calles podrían —igual que cualquier otra propiedad— ser alquiladas o regaladas a otros individuos o grupos privados para celebrar reuniones. No se tendría, en una organización social plenamente libertaria, más «derecho» a usar una calle para llevar a cabo una manifestación que el que se tiene para utilizar un local de propiedad privada. En ambos casos, el único derecho es el de la propiedad sobre su dinero, que puede destinarse al alquiler de un recurso, si su dueño quiere. Pero mientras las calles sigan siendo de dominio público, es decir, de propiedad estatal, serán insolubles el problema y sus conflictos inherentes. Esta propiedad estatal significa, en efecto, que todos los restantes derechos, incluido el de libre expresión y reunión, distribución de folletos, etc., se verán estorbados y restringidos por la omnipresente necesidad de cruzar y utilizar las calles propiedad del Estado, unas calles que, además, el propio Estado puede bloquear o limitar del modo que le plazca. Si las autoridades permiten una manifestación, quedará bloqueado el tráfico; si prohíben la manifestación para garantizar la circulación, se oponen a la libertad de acceso a las vías públicas. En ambos casos, y sea cual fuere la opción elegida, se verán recortados los «derechos» de algunos contribuyentes.

El otro punto en el que también están mal definidos los derechos y el lugar de la propiedad —y surgen, por ende, conflictos insolubles— es el relativo a las asambleas o reuniones oficiales o gubernamentales (y sus respectivos «presidentes»). Como ya hemos señalado, allí donde un hombre o un grupo alquila un local y nombra un presidente, la propiedad recae claramente en Primus y en su modo de proceder. Pero ¿qué ocurre en las asambleas públicas u oficiales? ¿Quién es su propietario? No se sabe realmente y, por consiguiente, no existen modos satisfactorios, es decir, no arbitrarios, para resolver quién tiene derecho al uso de la palabra y quién no, qué es lo que debe decirse y qué no. Cierto que este tipo de asambleas o reuniones de las instancias oficiales tienen sus propias normas de funcionamiento, pero ¿qué ocurre cuando tales normas no cuentan con el respaldo de un amplio sector de la ciudadanía? No existen soluciones válidas para esta situación, porque aquí no está claramente definido el lugar del derecho de propiedad. En el caso opuesto de los periódicos o de las emisiones radiofónicas, es evidente que el remitente de una «carta al director» o el deseoso de tomar parte en un debate radiado son peticionarios y que el editor o el productor son los dueños a quienes compete tomar la decisión. Pero cuando se trata de asambleas oficiales, no sabemos quién es el dueño. El hombre que pide ser escuchado en un mitin ciudadano está reclamando ser un propietario parcial, pero no ha fijado ningún tipo de derechos de propiedad mediante compra, herencia o descubrimiento, como hacen todos los propietarios en todas las restantes áreas.

Volviendo al caso de las calles, existen otros engorrosos problemas que quedarían totalmente clarificados en una sociedad libertaria en la que toda la propiedad es privada y tiene dueños concretos. En la sociedad actual, por ejemplo, se registra un permanente conflicto entre el «derecho» de los contribuyentes a tener acceso a las calles de titularidad pública y los deseos de los residentes de disfrutar de un entorno urbano tranquilo, sin presencias tenidas por indeseables. En la ciudad de Nueva York se están dando actualmente presiones neuróticas por parte de los vecinos de algunas zonas para impedir que McDonald abra establecimientos de comidas en su área, y más de una vez han conseguido utilizar el poder municipal para impedir que se instalen estos centros en sus barrios. Hay aquí, por supuesto, claras violaciones de derechos de McDonald sobre las propiedades que ha comprado. Pero los residentes tienen un punto a su favor: la suciedad y la presencia de elementos «poco recomendables» en las calles atraídos por los establecimientos de comidas McDonald. En síntesis, lo que los residentes cuestionan no es el derecho de propiedad de McDonald, sino lo que ellos consideran un «mal» uso de las calles de dominio público. Ahora bien, es seguro que estos «elementos poco recomendables» tienen, como contribuyentes y como ciudadanos, derecho a pasear por esas calles y, naturalmente, a reunirse en ellas, si así lo desean, con independencia de los establecimientos McDonald. En la sociedad libertaria, en la que las calles serían de titularidad privada, el conflicto se resolvería sin violación alguna de los derechos de propiedad de nadie. Los propietarios de las calles decidirían quiénes pueden acceder a ellas y qué indeseables deberían quedar excluidos si los dueños así lo quieren.

Los propietarios decididos a mantener alejados a los «indeseables» tendrían que pagar, por supuesto, un precio, compuesto por varios factores: el de los salarios entregados a los vigilantes, el de la reducción de ganancias de los establecimientos comerciales de su zona y el de la disminución de las visitas a sus hogares. La sociedad libertaria establecería, como es lógico, diversas pautas de circulación, con algunas calles (y sectores) abiertas a todos los ciudadanos y otras con diferentes niveles de acceso restringido.

La propiedad privada de las calles resolvería también el problema del «derecho humano» a la libertad de inmigración. No analizamos aquí el tema de las barreras puestas a la inmigración, ni tampoco del «derecho humano» a emigrar, sino de los derechos de los dueños de las propiedades a venderlas o alquilarlas a los inmigrantes. ¿Cómo puede haber un derecho humano a emigrar a la propiedad de alguien que nadie tiene derecho a dañar? En resumen, si Primus quiere emigrar del país que sea a los Estados Unidos, no podemos afirmar que le asiste un derecho absoluto a asentarse en cualquier zona, porque podría ocurrir que sus propietarios no deseen que se instale en ella. Por otra parte, puede haber, y sin duda los hay, otros propietarios deseosos de aprovechar la oportunidad de alquilar o vender sus posesiones a Primus, y la legislación actual invade sus derechos si se lo impide.

La sociedad libertaria podría resolver en su totalidad el «problema de la inmigración» aplicando la matriz de los derechos absolutos de propiedad. La gente sólo tiene, en definitiva, el derecho a desplazarse a las tierras y propiedades que sus dueños quieran venderles o alquilarles. En una sociedad libre sólo tendrían, en un primer momento, derecho a recorrer las calles cuyos propietarios se lo permitieran y a alojarse en casas cuyos dueños les quisieran vender o arrendar. También aquí, y exactamente igual que en el caso de la circulación diaria por las calles, surgirían sin duda diversos y variables esquemas de acceso a la inmigración.