LA LEY NATURAL Y LA RAZÓN
A los intelectuales que se consideran a sí mismos «científicos», la expresión «la naturaleza humana» les produce el mismo efecto que el trapo rojo a un toro. «¡El hombre no tiene naturaleza!» es el moderno lema en torno al cual se aglutinan las opiniones. Es típica del sentimiento de los filósofos políticos de nuestros días la afirmación hecha hace algunos años por una distinguida politóloga, en una reunión de la American Political Science Association, de que el concepto de «naturaleza del hombre» es puramente teológico, y debe renunciarse a él en todo debate científico[1].
En la disputa sobre la naturaleza humana y sobre el concepto, aún más amplio y más controvertido, de «ley natural» ambos bandos han proclamado repetidas veces que la ley natural y la teología están inexplicablemente entrelazadas. De ahí que muchos de los defensores de la ley natural, en los círculos científicos o filosóficos, hayan infligido un grave daño a su propia causa al dar por supuesto que los métodos racionales y filosóficos no pueden, por sí solos, fijar dicha ley y que es necesaria la fe teológica para defender la validez de este concepto. Afirmación acogida con jubilosa conformidad por los seguidores de la teoría opuesta: si se considera que es necesaria la fe en lo sobrenatural para poder creer en la ley natural, debe expulsarse del discurso científico secular este concepto y transferirlo a la esfera arcana de los estudios teológicos. En consecuencia, se ha abandonado prácticamente la idea de una ley natural fundada en la razón y en la investigación racional[2].
Así, pues, quien sostenga que existe una ley natural fundamentada en la razón tendrá que enfrentarse a la hostilidad simultánea de los dos campos: el primer grupo creerá que en su postura anida un antagonismo frente a la religión; el segundo sospechará que Dios y el misticismo se han colado por la puerta trasera. Respecto de los primeros, bastará decir que su opinión refleja una posición agustiniana extrema, según la cual el único instrumento legítimo para investigar la naturaleza humana y los fines propios del hombre es la fe, no la razón. Dicho en breves palabras, en esta tradición fideísta la filosofía queda totalmente desplazada por la teología[3]. La tradición tomista ha defendido exactamente lo contrario: reclama la independencia de la filosofía frente a la teología y afirma que la razón humana posee la capacidad de comprender y descubrir las leyes, tanto físicas como morales, del orden natural. Si la creencia en la existencia de un orden sistemático de leyes naturales puesto al alcance de la razón humana es per se antirreligiosa, entonces fueron antirreligiosos santo Tomás de Aquino, la Escolástica tardía y el devoto jurista protestante Hugo Grocio. La afirmación de que existe un orden de la ley natural deja, en definitiva, abierto el problema de si ha sido —o no— Dios quien lo ha creado. Y la declaración de que la razón humana tiene capacidad para descubrir el orden natural deja asimismo abierto el problema de si ha sido —o no— Dios quien ha concedido al hombre esta facultad.
La aseveración de que existe un orden de leyes naturales accesible a la razón no es, en sí misma, ni pro ni antirreligiosa[4].
Como son muchas las personas que se muestran sorprendidas ante estas ideas, parece indicado intentar profundizar algo más en este punto de vista tomista. La afirmación de la absoluta independencia entre el tema de la existencia de la ley natural y el de la existencia de Dios había sido sustentada por Tomás de Aquino de una manera más implícita que explícita pero, al igual que otras muchas implicaciones del tomismo, fue desarrollada por Suárez y otros brillantes escolásticos españoles de finales del siglo XVI. El jesuita Suárez subrayaba que eran numerosos los escolásticos que opinaban que la ley moral natural, la ley que dicta lo que es bueno y lo que es malo para el hombre, no depende de la voluntad de Dios. De hecho, algunos de ellos llegaron a afirmar que incluso en el caso de que Dios no existiera, o no hiciera uso de su razón, o no juzgara la rectitud de las cosas, si hay en el hombre un dictado de la recta razón que le guía, tendría la misma naturaleza de ley que tiene ahora[5].
O, como declara un moderno filósofo tomista:
Si la palabra «natural» quiere decir algo, se refiere a la naturaleza del hombre, y cuando se la emplea unida a la de «ley», «natural» debe referirse a un orden que se manifiesta en las inclinaciones de la naturaleza humana, y a ninguna otra cosa. Por tanto, considerado en sí mismo, no hay nada religioso o teológico en la «ley natural» del Aquinate[6].
El jurista protestante holandés Hugo Grocio declaró en De iure belli ac pacis (1625):
Cuanto hemos venido diciendo es válido incluso aunque admitiéramos lo que no puede admitirse sin cometer la mayor de las maldades, a saber, que Dios no existe…
Y en otro pasaje:
Aunque el poder de Dios es sin medida, puede decirse que hay ciertas cosas a las que no se extiende este poder. Del mismo modo que Dios no puede hacer que dos por dos no sean cuatro, tampoco puede hacer que lo intrínsecamente malo no sea malo[7].
D’Entrèves concluye que:
la definición de ley natural [de Grocio] no tiene nada de revolucionario. Cuando afirma que la ley natural es el conjunto de normas que el hombre es capaz de descubrir por medio de su razón, no hace otra cosa sino atenerse a la noción escolástica del fundamento racional de la ética. En realidad, su objetivo era restablecer dicha noción, que había quedado oscurecida a causa del agustinismo extremo de algunos protestantes, que desconfiaban de la razón. Cuando declara que estas normas son válidas por sí mismas, con independencia de que sean —o no sean— queridas por Dios, repite un aserto que ya habían hecho antes que él algunos escolásticos…[8]
Grocio se proponía, según D’Entrèves, «construir un sistema de leyes capaz de lograr asentimiento en una época en la que la controversia teológica iba perdiendo poco a poco esta capacidad de convicción». Él y sus sucesores —Pufendorf, Burlamaqui y Vattel— acometieron la tarea de elaborar un conjunto independiente de leyes naturales en un contexto puramente secular y de acuerdo con sus particulares intereses, que no eran, contrariamente a los de los escolásticos, primordialmente teológicos[9]. En realidad, los racionalistas del siglo XVIII, aunque declarados enemigos de los escolásticos en numerosas cuestiones, estaban profundamente influidos, en todo aquello que su racionalismo tenía de legítimo, por la tradición escolástica[10].
Pero no debe interpretarse erróneamente esta afirmación: en la tradición tomista son leyes naturales tanto las físicas como las éticas. Y el instrumento con que el hombre descubre estas leyes es la razón —no la fe, ni la intuición, ni la gracia, la revelación o cosas parecidas[11]—. En la atmósfera contemporánea, de estricta dicotomía entre ley natural y razón —especialmente entre las personas de mentalidad «conservadora», dominadas por sentimientos irracionalistas— nunca se insistirá demasiado en este aspecto. En palabras del padre Copleston, eminente historiador de la filosofía, santo Tomás de Aquino «acentuaba el puesto y la función de la razón en la conducta moral. Compartía con Aristóteles el punto de vista de que es la posesión de la razón lo que distingue a los hombres de los animales», lo que «les capacita para actuar de forma deliberada, en orden a un fin conscientemente percibido, y lo que les eleva por encima del nivel de la conducta meramente instintiva.»[12]
El Aquinatense no sólo advirtió que el hombre actúa siempre buscando un fin, sino que, dando un paso más, demostró que la razón puede percibir estos fines como objetivamente buenos o malos. Para él, pues, según Copleston, «hay espacio para el concepto de ‘recta razón’, es decir, de la razón que guía los actos humanos para alcanzar el bien objetivo del hombre». Es, pues, conducta moral la que es regida por la recta razón: «Cuando se dice que la conducta moral es conducta racional, lo que se pretende afirmar es que se trata de una conducta guiada de acuerdo con la recta razón, la razón que aprehende el bien objetivo para el hombre y dicta los medios para alcanzarlo.»[13]
Según esto, en la filosofía de la ley natural la razón no se ve condenada, como ocurre en la moderna filosofía posterior a Hume, a ser simple esclava de las pasiones, limitada a llegar penosamente al descubrimiento de los medios para alcanzar unos fines arbitrariamente elegidos. Estos fines se eligen, en efecto, mediante el uso de la razón; es la «recta razón» la que dicta al hombre los objetivos que le son propios y los medios para conseguirlos. En la teoría tomista o teoría de la ley natural, la ley general de la moralidad humana es un caso particular del sistema de la ley natural por el que se rigen todos los seres del universo, cada uno de ellos según su propia naturaleza y sus propios fines. «Para él [Tomás de Aquino] la ley moral… es un caso particular de los principios generales según los cuales todas las cosas finitas se mueven hacia sus fines mediante el desarrollo de sus potencialidades.»[14] Se da aquí una diferencia esencial entre las criaturas inanimadas, o incluso los seres vivos no humanos, y el hombre; los primeros se ven compelidos a actuar de acuerdo con los fines que les dicta su naturaleza, mientras que el hombre, «animal racional», posee la razón para descubrir estos fines y el libre albedrío para elegirlos[15].
En el contexto de una penetrante crítica al relativismo de los valores de la teoría política del profesor Arnold Brecht, Leo Strauss dio una incisiva respuesta a la pregunta sobre qué doctrina, si la de la ley natural o la de sus críticos, debe considerarse verdaderamente racional. En contraste, en efecto, con la ley natural, las ciencias sociales positivas… se caracterizan por el abandono de la razón o por una huida de la razón…
De acuerdo con la interpretación positivista del relativismo dominante en las actuales ciencias sociales… la razón puede decirnos qué medios concretos son adecuados para unos determinados fines, pero no nos puede decir cuáles de los fines asequibles deben preferirse a otros, igualmente alcanzables. La razón no puede decirnos que debemos elegir fines asequibles; si alguien «ama a quien desea lo imposible», la razón puede decirle que actúa de forma irracional, pero no puede decirle que tiene el deber de actuar racionalmente, o que una actuación irracional es mala o ruin. Si la conducta racional consiste en elegir los medios rectos para rectos fines, entonces lo que el relativismo enseña en realidad es que no es posible esta conducta racional[16].
El moderno filósofo tomista padre John Toohey ha insistido recientemente en el puesto singular que ocupa la razón en la filosofía de la ley natural. Toohey ha definido la sana filosofía en los siguientes términos: «La filosofía, en el sentido en que se entiende esta palabra cuando se contrapone la Escolástica a otras filosofías, es un intento por parte de la razón humana de dar, por sí misma, y con sus solas fuerzas, una explicación fundamental de la naturaleza de las cosas»[17].