Vuelan muy alto

por Ross Rocklynne
de «Amazing Stories», junio de 1952

En abril de 1968, «Galaxy» ofreció Touch of the Moon (Contacto con la Luna) de Ross Rocklynne. El relato trataba de las relaciones entre hombres que vivían en la Luna y hombres que vivían en la Tierra, y tal vez muchos lectores pensaron que su autor era un neófito. Nada más lejos de la realidad. Rocklynne había, sido un eminente escritor de ciencia ficción desde mediada la década de 1930, pero abandonó el género en la de 1950 para emprender otros derroteros.

Ross L. Rocklynne nació el 21 de febrero de 1913. F. Orlin Tremaine compró su primer relato, Man of iron (El hombre de hierro) sobre un hombre que podía atravesar el metal sólido. Apareció en «Astounding» en agosto de 1935. Poco después inició su memorable serie sobre el teniente Colbie y el maestro de criminales Edward Deveral. Estos relatos entran en la categoría de problemas científicos, en los que una dificultad aparentemente insoluble es superada mediante la estricta aplicación de una o más reglas científicas. En tres de tales narraciones, los protagonistas se ven atrapados convenientemente en el centro hueco del hipotético planeta Vulcano, en un profundo pozo de Júpiter y, por último, resbalando de un lado a otro de una superficie reflectante, cóncava, casi sin rozamiento y de varios kilómetros de longitud.

Esta serie permitió a Rocklynne hacerse un nombre, reforzando su posición con otra posterior que se inició con Into the Darkness (Hacia la oscuridad) («Astonishing», junio de 1940), en la que el héroe era una nebulosa en espiral (!). Sucumbió (¡ay!) por un tiempo a la tentación de escribir obras apresuradas y productivas para las revistas de Ray Palmer, pero en los primeros años de la década de 1950 recuperó su antigua forma. They Fly So High, el cuento que pueden leer a continuación, representó de hecho la resurrección de la serie Colbie-Deverel, pero con nuevos personajes. Rocklynne interrumpió esta sucesión de relatos al abandonar el campo de la ciencia ficción.

En la actualidad sigue escribiendo regularmente.

Sentado en la cocina de la galopante astronave, Dornley tuvo una extraña impresión. En realidad, el doctor Waldo Skutch, su prisionero, no parecía preocupado por el hecho de que le hubiera detenido en Calisto a punta de pistola.

—Iba a ofrecerle otra taza de café, señor —la Academia Espacial había enseñado a Dornley a ser educado, aunque estuviera delante de criminales peligrosos—, pero usted no parece estar nervioso o preocupado, ¿verdad?

Era la mejor manera de plantear la cuestión. Además, August Dornley intuía que su prisionero estaba dotado de una mente inquisitiva. Skutch, según las autoridades, estaba planeando acabar con toda la especie humana. ¿Por qué? ¿Dónde estaba ubicada su base criminal? ¿Cuál era la naturaleza del arsenal secreto de nuevas armas que él estaba almacenando? Buenas preguntas. Había que descubrir las respuestas ganando la confianza de Skutch.

—¿Nervioso? —replicó Skutch, traspasando a Dornley con la palidez y rareza de sus ojos, sobre los que pendían mechones de pelo gris—. ¿Preocupado? Mi apreciado y jovencísimo teniente Dornley, la preocupación es un sentimiento especial de la especie humana, un innecesario demonio mental al que profesan un gran cariño. La preocupación pertenece al futuro. Yo, Skutch, vivo en el presente. —Tocó su voluminoso pecho con un largo y curvado pulgar.

—¿No se considera miembro de la especie humana, señor? —Era una pregunta que sin lugar a duda formularía algún fiscal inteligente cuando Skutch compareciera a juicio.

—Pertenezco a la especie humana. Mi constitución física lo demuestra, por desgracia. Pero mientras funcione mi mente, las posibilidades de que me haga inhumano son excelentes, ¡muy excelentes! —Skutch dejó la taza de café para tocar su amplia frente, sobre la que colgaba el desgreñado y burdo cabello gris—. Cerebros, joven, cerebros. Ustedes pertenecen a la especie humana y se sienten orgullosos, no hay duda. Pero… ¿qué han hecho con sus cerebros?

Dornley no estaba dispuesto a que aquel viejo de ojos extravagantes le irritara. Sonrió.

—Pasé por la Academia Espacial en un tiempo récord y obtuve grandes honores —dijo—. De no haber demostrado algún tipo de mérito especial, me habrían enviado al frente en una de las naves de guerra. En lugar de eso, me clasificaron apto para Servicio Especial.

—¡Y ese uso de sus cerebros es el que les enorgullece.

—Bien, veamos —insistió Dornley, algo mosqueado—. Le seguí hasta Caliste. Le engañé, haciendo que abandonara la nave. Luego dispuse una trampa, un cañón disparando al azar, y le sorprendí por la espalda. Si nos ponemos a discutir sobre cerebros…

Skutch echó hacia atrás la desigual mole que era su cabeza y prorrumpió en carcajadas, o más bien apagados alaridos de júbilo. Por fin, se contuvo.

—¿Piensa que yo ignoraba la imposibilidad de evitar mi captura? —preguntó—. Ahora, permítame preguntarle qué sucedió con su nave.

El rostro de Dornley, saludablemente curtido, mostró un rubor.

—Usted la destrozó —admitió—. ¿Y qué? Estamos utilizando la suya.

Bruscamente, Skutch se inclinó sobre la mesa, apoyándose en los codos, sin apartar la mirada de Dornley.

—Ustedes tienen cerebros —dijo con el mismo tono suave que había empleado hasta el momento—. Pero no les han enseñado a pensar. Piense, joven, piense. Yo, Skutch, no me preocupo por el futuro. Pero eso no significa que no evalúe las posibilidades y probabilidades del futuro. Y bien, ¿es usted capaz de pensar?

Al principio, Dornley se había sentido provocado. Pero ahora estaba claramente alarmado. Su educación le obligó a sentarse con toda tranquilidad…, mientras su mano asía la culata de la termopistola Biow.

—Debo suponer —expuso con prudencia— que la nave es una trampa.

De pronto se levantó, inclinando su enjuto cuerpo sobre la silla para poder contemplar las ventanillas circulares de la galera. Júpiter mostraba una vasta sección de su triste perímetro. Agrandó la abertura. Júpiter brincó hacia atrás, ofreciéndose a la vista como una naranja moteada de gran tamaño. Las estrellas se condensaban a su alrededor. Dornley varió las coordenadas de la visión en ciento ochenta grados. Jápeto se hallaba detrás, a veinte minutos. Los otros satélites brillaban difusamente.

Las ventanillas de visión no mostraban señales luminosas. No había otras naves en la zona. El ataque estaba excluido, tanto como la posibilidad de rescate.

Desconectó el mecanismo y se encaró tranquilamente con Skutch.

—Entonces —dijo—, la trampa está en la misma nave. Tal vez un explosivo que usted mezcló con el combustible de antemano, programado para explotar al cabo de cierto tiempo…, a menos que usted estuviera libre y pudiera evitarlo. —El sudor goteaba de sus axilas—. Deduzco también que es demasiado tarde para hacer nada, o de lo contrario no me habría dado ninguna pista.

—Ahora está usted pensando —afirmó Skutch, sonriendo abiertamente—. Pero no lo bastante. Usted piensa que soy incapaz de preparar mi propia muerte. Pues bien, se equivoca. Mi trabajo se desarrolla a la perfección tal como van las cosas. Está en manos expertas. No me echarán de menos por mucho tiempo. De modo que estoy resuelto a dejar que la nave explote, con todos nosotros dentro, a menos que usted actúe rápidamente.

Dornley contó hasta diez para no excitarse.

—Admite usted, por fin, que está conspirando contra la humanidad. Esto no concuerda mucho con la imagen idealizada de ser superior que usted mismo se ha forjado, doctor Skutch. La Tierra usa la ciencia para la guerra, una guerra inevitable y que es preciso ganar. Lo que usted planea es utilizar la ciencia, una ciencia superior, para superar al vencedor y al vencido. ¿Me equivoco? ¿Estoy pensando?

Dornley pronunció las últimas palabras con un sarcasmo consumado. Sus largas piernas dieron media vuelta, y el teniente se dirigió rápidamente hacia la popa de la nave. Regresó portando en sus manos dos trajes presurizados y empaquetados de un tipo extremadamente resistente, capaz de soportar quince mil atmósferas.

—Sí, está pensando —dijo Skutch. Su mirada ceñuda observó a Dornley mientras éste rasgaba los envoltorios—. Pero lo hace con la mitad inferior de su cuerpo.

Dornley apretó los labios, esforzándose en ignorar al prisionero.

—¡Ciencia! ¡Bah! —Skutch estuvo a punto de escupir—. La ciencia es un juguete, una niñería. Y yo soy un criminal porque abandoné mi forzada tarea de fabricar juguetes. Me persiguen porque se teme que estoy conspirando contra la autoridad. Me juzgarán, condenarán y obligarán a concebir juguetes más ingeniosos. Seré juzgado por hombres que no son sino autómatas inconscientes, hombres que ejecutan las ideas de otros hombres.

Guardó silencio. De los envoltorios surgieron trajes presurízados, gruesos, pesados, semejando cadáveres hinchados. Skutch los observó con gran interés.

—Tal vez nos falte tiempo —indicó gravemente—. ¿Bastarán cinco minutos?

Dornley trabajó con el doble de rapidez. Sudoroso, comprobó las válvulas y controles del oxígeno, examinó las clavijas de las unidades de gravedad, se aseguró de que las unidades de alimentación y agua funcionaran y estuvieran llenas… Skutch observaba y aprobaba toda aquella actividad.

—Puede pensar —afirmó con un movimiento de su enorme cabeza—. Pero aquí, sin que me estimule un espíritu de revancha, es posible que usted disponga de un excelente ejemplo sobre cómo un individuo libre puede manipular el universo. Yo Skutch, estoy manipulando al teniente, esta nave, los hechos…, pese a encontrarme encadenado a esta mesa. ¿Qué no daría usted por lograr algo parecido?

—Lo daría todo si usted se callara —dijo Dornley con firmeza. Skutch contrajo sus débiles hombros—. Póngase este traje.

Dornley liberó a su prisionero, le ayudó a calarse el traje, y abrió el visor, hecho de un material sólido, transparente y de extremada luminosidad. Skutch sintió un momentáneo ahogo, por lo que Dornley reajustó la entrada de oxígeno. Treinta y nueve segundos más tarde, ambos hombres salieron despedidos de la cámara presurizada y Skutch, esposado a Dornley, felicitaba a éste por su rápido trabajo. Otros diez segundos más, y el tenue casco negro de la nave empezó a llenarse de agujeros. Los dos hombres vieron brotar espantosas llamaradas a través de los boquetes y las destrozadas troneras. Gases amarillentos fluyeron con violencia y se expandieron velozmente hasta hacerse invisibles. Las numerosas brechas del casco aumentaron un poco más su tamaño y eso fue todo. Empezaron a alejarse y alejarse, movidos por su propia velocidad, hasta que la nave abandonada desapareció.

Dornley estaba deprimido y silencioso. El, por su experiencia insuficiente, era el culpable de haber caído en una trampa. Skutch era un viejo diablo y, al parecer, entendía la naturaleza humana. Observando aquel Júpiter gigantesco situado debajo de ellos —el inmenso planeta determinaba lo que era «abajo»—. Dornley estaba casi convencido de que habría sido mejor tener una muerte rápida dentro de la nave.

—Júpiter —murmuró Skutch. Dornley escuchó aquella voz rimbombante deformada por el radiorreceptor—. Júpiter, el gigante del sistema, criatura poderosa, un ser anciano. Júpiter, amigo mío, yo te saludo. Pronto nos encontraremos.

Dornley no dijo nada.

—Usted no debe saber que Júpiter vive, ¿verdad? —prosiguió Skutch.

Dornley volvió la cabeza hasta encararse con Skutch. Estaba seguro de contemplar a un viejo chiflado. Pero Skutch sonreía burlona, ampliamente, y el bigote grisáceo sobresalía de su boca semejando el de un tigre.

—Le he atrapado, joven. Al parecer, es usted mucho peor de lo que esperaba. Usted afirmará, llanamente, que Júpiter no vive. Su mente está trabada, atada al dogma. Otras mentes le dicen qué debe pensar. Tal vez debería descartarle. —Suspiró profunda, calculadoramente.

—Júpiter no vive —dijo llanamente Dornley.

—¿Lo veis? —El brazo libre de Skutch se alzó hacia las frías estrellas—. Si al menos hubiera dicho: «Me faltan datos para emitir una opinión. Júpiter puede estar vivo…»

—Aterrizaron hombres en Júpiter —explicó Dornley con una tenue sonrisa en sus labios—. Levantaron Ciudad Júpiter cerca de la Mancha Roja. No han detectado un simple latido de corazón o respiración. Pero debo admitirlo: podría estar vivo en otros aspectos.

—Bien, bien —celebró Skutch—. Está mostrando signos de mejoría. Entiéndame, joven. A veces hago afirmaciones tajantes que desconozco si son ciertas o no. Lo único que pretendo con ellas es poner a prueba a las personas.

—¿Qué personas?

Todas —respondió Skutch con solemnidad—. Usted no conoce todavía mi trabajo fundamental. Estoy creando, tal como usted diría con su actual nivel de comprensión, un arma definitiva, un arma tan poderosa que nadie podrá resistirla. Por ella me condenarían y sentenciarían a muerte si el Tribunal Terrestre me atrapara, cosa que no sucederá. Estamos cayendo.

Sí, caían. La poderosa atracción del planeta había vencido por fin el momento centrífugo de los dos hombres. El contador ajustado a la muñeca del traje presurizado de Dornley, midiendo con precisión las variaciones en la gravedad planetaria y de los satélites, les indicaba una aceleración con la que alcanzarían la atmósfera del planeta en ocho horas. Nada bueno. Cada hora, como mínimo, deberían ajustar las unidades gravitatorias de los trajes para menguar la velocidad.

Dornley, atado a su extraño compañero, miró hacia abajo para contemplar la inmensa naranja, amarilla y roja, que era aquel monstruo del firmamento. Errantes pensamientos de temor emergieron en la superficie de su mente. Debería estar chillando de terror. Estaban solos allí, separados de todo, viviendo con una finalidad igual a muerte. Su corazón latió más deprisa, su respiración se agitó. Se vio a sí mismo como un joven inexperto, con una vida larga y satisfactoria por delante, una vida que no debía truncarse aún. Sudaba.

—Doctor Skutch —dijo roncamente—, ¿cómo se las arregla para no tener miedo?

—¿Miedo? —La voz de Skutch fue de sorpresa, pero luego se volvió suave y amable—. Le comprendo, joven. Está preocupado. Piensa que no viviremos. ¿Y por qué?

La pregunta era un cuidadoso sondeo. Dornley humedeció sus labios.

—Es obvio —contestó—. Júpiter ha atrapado a otras personas antes. Naves incapaces de superar la gravedad. Enviaron señales de socorro que fueron recogidas. Ninguna nave de rescate pudo llegar a tiempo. Y nosotros ni siquiera hemos enviado equipo.

—¡Aja! —Los dientes de Skutch resonaron triunfalmente—. Llegamos al centro de las calamidades humanas. El hombre mira el pasado, y planea el futuro de acuerdo con ello. Es decir, el futuro es una copia en papel carbón del pasado. Definitivamente, esto no es así, joven. Su cerebro, sin duda excelente, emplea identificaciones. ¡Qué cosa tan peligrosa! Entiéndalo: ningún hecho es idéntico a otro. Lo que nos ocurre ahora no tiene relación alguna con todo lo que pudiera haber sucedido a cualquier otra persona. Es una situación nueva. Podemos hacer con ella lo que deseemos, sin permitir que hechos pasados nos den órdenes. ¿Comprende?

—Tiene sentido —dijo Dornley cansinamente—. Pero esta situación continúa ahuyentando mis días de vida.

—Mi apreciado teniente Dornley —intervino Skutch con aspereza— eso se debe a que usted no está, si me permite decirlo, vivo. No existe. ¡Mire a su alrededor! —Su brazo libre describió un arco amplio, entusiasta, comprehensivo—. ¿Le gustaría estar muerto como la mayor parte de la humanidad? ¡Aquí tiene belleza! ¡Aquí tiene majestad! ¡Aquí tiene profundas, misteriosas, pavorosas ideas con las que porfiar! Aquí hay alegría, no terror. Joven, ¡le ordeno que viva!

De haber estado sentado, Dornley se habría levantado de golpe ante la severidad de la voz de Skutch. Sintió una especie de campanas sonando en su cabeza, y miró alrededor. Era maravilloso, tuvo que admitirlo, si olvidaba sus preocupaciones. Skutch le observaba a través del visor. Sonrió generosamente.

—Así está mejor —dijo—. Joven, le haré una sugerencia. Duerma. Me aseguraré de ajustar nuestra velocidad de caída de forma que no atravesemos la atmósfera con la suficiente rapidez como para producir calor.

Dornley se dispuso a dormir, como si Skutch hubiera hecho uso de una sugestión positiva. Durmió largo tiempo, firme, pesadamente. Al despertar, lo hizo forzado por la atmósfera cada vez más densa que él y Skutch atravesaban girando sobre sí mismos. Skutch murmuró algo, no sabía dónde estaban los controles de estabilización. Dornley los encontró por él, y muy pronto el rotar de los giroscopios hizo que siguieran cayendo con los pies por delante.

La luz era escasa. La luminosidad de las estrellas no podía penetrar aquella corteza de gases, increíblemente gruesa, que cubría Júpiter. Un resplandor rojizo, procedente de la Gran Mancha Roja, en el centro del planeta, suministraba toda la iluminación. Dornley conectó la unidad detectora, situada en la parte delantera del traje, y leyó la medición. Mil novecientos kilómetros por recorrer antes de alcanzar la superficie. Dijo algo a Skutch, que murmuró con poca firmeza, y se calló para permitir que durmiera.

La vela pudo haber sido terrorífica, pero algo de la extraña filosofía de Skutch había penetrado en Dornley, y sin duda mantendría su ánimo durante algún tiempo. Frunció la frente. Una experiencia rara, un hombre raro, que trabajaba en un arma definitiva, y que disponía de conspiradores colaborando con él, admitidos por él mismo.

Algo no encajaba. ¿El qué? Ninguna respuesta.

Caían. ¿Así que se trataba de una situación nueva?, pensó Dornley. Hum. El planeta mortal seguía siendo el mismo. O quizá no. El viejo Júpiter era un individuo multifacético, repleto de misterios, desconocido en un noventa y nueve por ciento.

Dos veces y media la gravedad terrestre. ¡Quince mil veces la presión atmosférica de la Tierra!

Dornley hizo una mueca en la densa oscuridad.

—Júpiter, anciano —dijo a manera de oración—, permítenos caer sin problemas. Y si salimos de ésta, y puedo llevar a Skutch donde le corresponde, te prometo…

Podría ir a misa todos los domingos, pero a Júpiter le daría igual.

Ochocientos kilómetros. Dornley no se arriesgaba a quitar sus ojos de los medidores. Ciento sesenta kilómetros. Tenía los ojos fijos en ellos. Quince kilómetros. Trató de despertar a Skutch. Tres kilómetros. Skutch no despertaba. Trescientos metros.

—¡Skutch! —chilló Dornley.

Cien metros. Las lecturas fraccionales no funcionaban. Ocho metros por debajo, su rayo detector localizó una superficie líquida, reluciente. Dornley, sin tiempo para actuar correctamente, no pudo conmutar el reactor de gravedad de Skutch y sólo consiguió manipular el suyo. La disminución gravitatoria fue insuficiente. Chocaron violentamente y se sumergieron.

Se sumergieron.

«Gracias, viejo Júpiter.»

Skutch murmuraba mientras ambos flotaban boca arriba. Pero ésta no era la mejor descripción del proceso. En realidad, estaban siendo elevados. No llegaron a la superficie. La superficie estaba bajo ellos.

En cualquier caso, el movimiento cesó. El rayo detector de Dornley seguía conectado, iluminando lo que al principio pareció ser una caverna circular, uniforme, emanando una brillante radiación verdosa. Por supuesto, la radiación provenía de la dispersada luz del rayo.

Skutch volvió a gruñir. Dornley intentó moverse. Se hallaba tendido de espaldas, apretado contra Skutch. Igual que un tornillo de banco. Su casco le oprimía, apenas podía mover la cabeza. Un brazo reposaba en su pecho y se cuidó de mantenerlo en esa posición. Sus piernas estaban pegadas una a otra, comprimidas contra las de Skutch. El otro brazo estaba apretujado al de Skutch. Extraño.

Silencio.

—¿Y bien, joven? —sonó la voz de Skutch—. ¿Está pensando?

Dornley estaba pensando, con cierta impersonalidad. Pensaba en dos hombres solitarios en un planeta inhabitado. Inhabitado si se exceptuaba una inaccesible ciudad cubierta por una cúpula y situada en el centro del planeta. Dos hombres pensando imposibles, en términos de esperanza, evasión y rescate.

Así que debía pensar. Lo que debería hacer sería extender su brazo libre y ajustar a cero la entrada de oxígeno del gran doctor Waldo Skutch.

—Me defrauda usted, teniente —sonó el lamento de Skutch—. Una mente libre ya habría diagnosticado la situación y estaría ideando soluciones. El hombre libre manipula el mundo, el mundo manipula al esclavo. ¿Es usted esclavo de su propio pesimismo? Ése es el problema fundamental, y no si usted vivirá o no. No obstante, haré que su mente esclavizada empiece a funcionar. La «caverna», como usted ya la ha denominado impropiamente, no es una caverna. Escuche el viento de Júpiter.

Fuera, en alguna parte, sonaba el viento, un trueno plañidero y borrascoso que subía, bajaba, aumentaba, disminuía. La llamativamente verdosa «caverna» se expandió y contrajo al unísono, a veces incluso un metro.

—¿Lo ve? —dijo Skutch riendo entre dientes—. Júpiter respira. ¡Hemos caído en su boca y estamos envueltos en una burbuja de saliva! La imaginación podría sacar mucho partido a esto. Pero aferrémonos a los hechos, al menos a lo que la mente humana entiende por hechos.

»Quince mil atmósferas de presión sobre un lago de extraño metal líquido. Una sola distorsión ocurre en la superficie del lago. Podría afirmarse que una tensión superficial, miles de veces superior a la que podría pensarse posible, va a producirse casi de fijo. ¿Está pensando ahora?

La voz de Skutch era esperanzadora. El doctor era igual que un hombre que habiendo dispuesto una bomba está convencido de que saldrá agua.

—¡Infiernos! —murmuró Dornley con rebeldía.

El teniente pensaba en dos agujas atadas sobre una película superficial de agua. ¿Cómo hace uno para liberar las dos agujas de forma que puedan flotar tranquilamente durante un rato con cierto grado de libertad? Tal vez removiendo el agua a su alrededor. No así, con exactitud…

—No se preocupe —dijo a Skutch—, no estoy exactamente muerto. Tengo un brazo libre. Y, también, una idea.

Con algunos esfuerzos, alcanzó el reóstato de la unidad gravitatoria de Skutch; con el suyo no tuvo problema alguno. Giró por completo ambos reóstatos. Al instante, sus pesos aumentaron y los dos hombres se hundieron bajo la superficie de la materia líquida, quedando en una especie de hueco de gran profundidad.

—Esté preparado —advirtió a Skutch.

Giró ambos reóstatos hasta el cero, lo que equivalía a media gravedad. La respiración de Dornley cesó mientras la curvatura de la superficie del lago recuperó su posición, lanzando a los dos hombres casi dos metros por los aires.

Hubo un sonido de algo rompiéndose. Cuando Dornley pudo darse cuenta, se hallaba sentado con las piernas cruzadas a dos metros de Skutch. Este había caído de espaldas, de nuevo desvalido, brazos y piernas unidos a la fuerza. Pero se reía satisfecho, y dijo a Dornley que cuando recorriera aquel trecho podría ayudarle a quedar igualmente sentado.

Dornley estuvo a punto de aclarar que pretendía seguir en el mismo sitio, pero advirtió que la superficie entre ambos, reforzada, estaba atrayéndoles sin remedio. Bien, de todos modos las esposas se habían roto al hacerse quebradizas bajo aquel frío glacial, y Dornley tenía libre el brazo, con lo que se había ganado mucho.

Un momento más tarde, los dos hombres estaban sentados uno frente al otro.

Dornley miró alrededor, ahora con mayor interés.

—Sí, es una burbuja —admitió—. Grandes redondeces. Yo diría que hay una gran filtración en el lecho del lago. El viento provoca cambios en la presión exterior. Se trata de un excelente principio aerodinámico válido para cualquier planeta. La burbuja se hace mayor o menor en consecuencia.

Una sección de la burbuja se convirtió en un muro liso.

—Interesante —comentó Dornley, tan fascinado que olvidó momentáneamente su preocupación por el futuro—. Otra burbuja de mayor tamaño se topó con ella.

Skutch le observaba con una sonrisa muy amistosa, pero Dornley no dijo nada, quedándose mudo por primera vez.

Dornley sacó la Biow térmica de su pistolera y, tras un instante de vacilación, disparó a la unión de las dos burbujas. El color verde se hizo más brillante en un punto, pero la burbuja no se rompió, por lo que Dornley aumentó un poco la temperatura. El segundo disparo provocó un estallido atronador… y algo más. Dornley y Skutch fueron sacudidos de un lado a otro. Cuando volvió la calma, se encontraron de nuevo en estrecho contacto, y una burbuja cuatro veces mayor se arqueaba sobre ellos. Al parecer, las dos burbujas se habían fundido en una sola.

Dornley hizo una mueca; Skutch volvió a mostrar su sonrisa característica.

—¿Lo ve? —Skutch extendió las manos como si el mismo principio de la vida acabase de ser explicado—. Jugamos con los juguetes, pero no permitimos que los juguetes jueguen con nosotros…, a menos que lo queramos así. De este modo, los hombres libres gobiernan todo lo que está dentro y fuera de ellos. Y ahora, mi querido teniente, estoy seguro de que habrá determinado nuestro siguiente paso, el medio para huir de este lago. Alzó sus pobladas cejas.

Dornley le observó pensativamente. Se le estaban ocurriendo ciertas ideas, ideas muy consistentes e intuitivas.

—No lo he determinado —expuso.

El peludo rostro sonrió generosamente detrás del visor. Skutch extendió la mano.

—Déjeme su arma, joven —exigió.

En lugar de hacer tal cosa, Dornley alzó el arma y apuntó al pecho del traje presurizado del doctor.

—Doctor Skutch —dijo en tono casual—, si aumentara la intensidad calorífica de esta pistola térmica, si la dispusiera al máximo, tardaría cinco minutos en abrir un agujero en su traje, abriendo camino a quince mil atmósferas de presión.

Una amarga sorpresa desencajó las facciones de Skutch.

—¿Por qué? —preguntó en un gruñido.

—He sido un buen chico, doctor Skutch. No perdí los nervios cuando usted empezó a…, uh…, manipularme. Le traté como a un prisionero de guerra, con cortesía, con gran cortesía. Créame, seguiré siendo cortés. Pero todavía soy miembro del Servicio, y tengo un deber que cumplir. No somos amigos.

Skutch se tranquilizó visiblemente, desapareciendo su mirada de tigre.

—¡Oh, se trata de eso! —replicó, contrayendo los hombros en un gesto despreciativo—. El deber. La cortesía. Tópicos. Vuelven los pensamientos de otros hombres. No significan nada.

—Eso no es todo —dijo Dornley con resolución—. Tengo determinados pensamientos respecto a usted. Uno de ellos es que está conspirando no sólo para derribar al Gobierno terrestre, sino también, en un momento dado, para acabar con los gobiernos de todos los demás planetas. Los planetas del enemigo.

—¡El enemigo! —Skutch alzó sus manos hacia dioses invisibles—. ¡Vuelve a las andadas! ¿El enemigo de quién? No su enemigo. El enemigo de los grandes cerebros que piensan por él. Joven, ¿es que no ha aprendido nada de mí, nada?

Dornley advirtió que su capacidad para pensar se descomponía por momentos.

—Además —comentó con fingida tranquilidad—, usted tiene una base, un cuartel general, y multitud de hombres a sus órdenes. Esto ya se sospechaba, pero hasta ahora nadie había determinado con certeza su localización. Esa base, estoy convencido, se halla en este planeta. ¡Y no muy lejos de aquí! De lo contrario, ¿porqué estaba usted tan optimista?

»Tal como usted mismo ha admitido en mi presencia, usted, un genio científico, está trabajando con sus hombres en un arma tan poderosa que ninguna potencia podrá oponerse a ella. Le creo capaz de esto.

»Doctor Skutch, yo también puedo ser optimista, en ciertas condiciones, pero sé que no podemos llegar hasta Ciudad Júpiter. Y no puedo consentirle que huya a su cuartel general, aunque yo muera.

»Estoy convencido de que debería matarle ahora.

—¿Y por qué no lo hace? —gruñó Skutch.

Dornley estaba sudando.

—No cree ni en la mitad de lo que está diciendo —prosiguió Skutch, mostrando cierto hastío en su voz—. Por eso no dispara, teniente. Espera que yo le ofrezca pruebas. Y se las daré. Mi base está cerca de aquí…, tan sólo a cinco mil kilómetros. Piense. Y dispongo de muchos hombres, y mujeres, y niños, a mis órdenes. ¡Y estoy creando una superarma destructiva! Dígame, teniente, ¿le gustaría ver funcionando mi superarma?

Dornley apretó los dientes.

—Me gustaría, pero…

—¡Excelente! —Skutch recuperó parte de su vivacidad. Luego su mirada se hizo brillante y penetrante—. Teniente, ¿tiene muchas pertenencias?

La conversación seguía un derrotero incontrolable. Dornley se sintió atrapado.

—Nada —dijo cansadamente—. Estoy en el Servicio. Unos cuantos papeles, viejas cartas, ropa de civil, algunos libros… Eso es todo. ¿Porqué?

—¿No está casado? ¿No tiene hijos? ¿No tiene obligaciones familiares de ningún tipo? —Ante las respuestas negativas de Dornley, Skutch exclama—: ¡Excelente, excelente! Teniente, ¿le gustaría hacer un viaje hasta mi base, mi supuesto cuartel general, y contemplar los rayos de mi arma mortal mientras actúan?

Dornley estaba desmoronándose. Temía que alguna equivocación le llevara a una posición aún peor, pero ¿peor desde el punto de vista de quién? Estaba harto de pensar. Bien, debía responder la pregunta. Desde el punto de vista del deber, los juramentos, los hombres que controlaban hombres que controlaban hombres que controlaban hombres, que a su vez extraían sus ideas y convicciones de documentos oficiales escritos por la última generación, o de hombres muertos hacía diez generaciones, que habían escrito libros y creado tradiciones, reglas… Un enredo de formalismo, protocolo y falsedades axiomáticas que tuvo un mal principio. Guerra, pobreza, dolor, violencia, ciencia, más ciencia, una ciencia mejor, superciencia, guerra, pobreza… Ciencia superalucinante…

La vida era un error. Sí, un error evidente en cierta forma. Se hallaba en una posición en la que estaba obligado a matar a Skutch. Pero no podía hacerlo. ¿Cuál era la alternativa? Debía ir con Skutch. También esto era una obligación. ¡Ve con Skutch! Averiguar, por fin, lo que pretendía. Examinar aquella supuesta superarma, en su base, junto a la gente que trabajaba para él. Y luego… Meneó la cabeza en señal de arrepentimiento.

—No puedo matarle, doctor —dijo—. Iré con usted, si es que podemos. Si no me gusta lo que veo, le prometo que me iré y no diré nada. Esto traiciona mi juramento, pero así lo haré.

—Pero… ¿y si le gusta lo que ve? —inquirió tentativamente Skutch.

—¿Le gustaría que me quedara? ¿Qué renunciara a la Tierra?

—¡Bah! —Skutch se echó hacia atrás—. Usted jamás tuvo una «Tierra», fue la Tierra la que le tuvo a usted. No, no, joven. Volverá. Todos nosotros volveremos algún día…, si lo deseamos. Pero no por mucho tiempo.

Dornley esbozó una sonrisa fugaz, cansina. Pero no dijo nada. Skutch emitió un prolongado suspiro.

—En cuanto a ir a tierra «firme» —dijo Dornley mirando su pistola…, resultará fácil. Un punto calorífico reducirá la tensión y nos empujará en dirección opuesta.

Dornley destruyó la burbuja y su tenue vibración de un solo disparo. El glóbulo desapareció en medio de un estruendo, deshaciéndose en gruesas gotas de lluvia. Dornley aguardó hasta que él y Skutch volvieron a oscilar uno junto al otro y se tomó el tiempo suficiente para acostumbrarse al viento, tan poderoso como una corriente submarina. Luego abrió al máximo la abertura de la pistola, obteniendo una gran superficie de acción para el rayo calorífico. Lo desplazó a lo largo de la película superficial que se encontraba a su izquierda, reduciendo la tensión en la cuantía adecuada.

Sometidas a una tensión superficial más elevada, las membranas situadas a la derecha de Dornley se contrajeron sin cesar, alejando suavemente a los dos hombres de la superficie expuesta al calor. Dornley conectó los estabilizadores para asegurarse de que no emprendían un movimiento en círculo.

Al cabo de una hora apareció lo que podía describirse, muy aproximadamente, como una «playa». Pero las potentes fuerzas de cohesión curvaban la orilla del lago, alzándola a casi cuatro metros de altura. Dornley, desconfiado, examinó el obstáculo. En apariencia, la fuerza de la membrana, siempre contrayéndose, bastaba para superar la atracción gravitatoria. Los dos hombres se precipitaron hacia arriba y se detuvieron. Skutch se aferró al borde rocoso de la playa y se liberó. Dornley quedó en el mismo borde, por lo que el doctor tuvo que agarrarle por las axilas y alzarle.

Habían logrado salir de allí. Vientos cargados de amoníaco y metano se movían perezosamente alrededor de los dos hombres.

Dornley miró inquisitivamente a Skutch y éste le hizo una seña, indicándole que se sentara.

—Vendrán a buscarnos —dijo el doctor con satisfacción.

—¿Saben que estamos aquí? —Dornley no podía creerlo.

—¿Por qué no? —Una vez más, Skutch le obsequió con su impresionante sonrisa—. La ciencia no es un fin, sino una herramienta. —Cogió dos rocas apizarradas y las golpeó una contra otra—. Los sonidos viajan, no son estáticos. Los instrumentos detectan las vibraciones. Vendrán a por nosotros. Poseemos medios para trasladarnos por el planeta.

Silencio. Luego Dornley vio que Skutch le miraba fijamente, tramando algo.

—Vivirás con nosotros —dijo lentamente Skutch—. Aprenderás. Habrá mujeres allí, chicas que se enamorarán de ti…, si lo desean. No te faltará nada. Pero debes aprender.

»Cuando yo diga que Júpiter vive, tu contestarás que tal vez, y tratarás de averiguar el porqué de mi afirmación. Cuando yo diga que los manzanos crecerán en un vaso de agua, tú investigarás el concepto. Volverás a examinar toda tradición, todo formalismo, toda idea que haya sido introducida en tu mente y que te hayan forzado a aceptar. Siempre preguntarás por qué debes hacer esto o lo otro. ¿Quién lo ha dicho? Te liberarás de cientos de ideas falsas; tú las utilizarás a ellas, y no al revés. Examinarás tus temores, tus faltas, tus recelos, tus envidias… Y al final, tales sentimientos no te dominarán, serás tú el que los domine. Ninguna idea, nada, nadie volverá a utilizarte. A menos que tú lo quieras.

Skutch se meció sobre sus caderas, con las manos apoyadas en las rodillas, mostrando su sonrisa feroz.

—¿Te asusta la perspectiva? —prosiguió—. No lo consientas, joven. Ya he utilizado mi arma secreta contigo. Sus rayos han penetrado profundamente en tu cuerpo. Puedes comprobar lo fácil que resulta hacer estallar las burbujas personales. Nunca volverás a ser el mismo.

»Pero ni nosotros, ni los que vengan detrás en los próximos mil años, estaremos dispuestos para la misma humanidad.

El viento soplaba lentamente. Pasaban las horas. Dornley permaneció sentado, preguntándose qué podía rechazar y qué podía aceptar.