¡No tocar!

por Robert Sheckley
de «Galaxy Science Fiction», abril de 1954

Uno de los colaboradores fundamentales de «Galaxy» durante la primera época de la revista fue el sorprendentemente prolífico Robert Sheckley, autor que aportó considerable vigor y brillantez a la ciencia ficción. Numerosos críticos afirman que el género está falto de humor, pero escritores como Eric Frank Russell, Harry Harrison y Robert Sheckley han demostrado la ridícula falsedad de tal afirmación.

Robert Sheckley nació en Brooklyn el 16 de julio de 1928 y creció en New Jersey. Se especializó en lengua inglesa en la Universidad de Nueva York, y adquirió sólidos conocimientos en todos los aspectos de la literatura inglesa. Ha confesado que Henry Kuttner es su autor favorito en cuanto a ciencia ficción se refiere, por lo que resulta doblemente apropiado que ambos escritores aparezcan en esta selección.

Para ganarse la vida, Sheckley comenzó escribiendo de todo un poco; dos de sus cuentos fueron publicados por la revista del centro donde cursaba sus estudios. Luego vendió una fantasía breve, Final Examination (Examen final), a «Imagination» (mayo de 1952) y otra obra suya, Fear in the Night (Miedo en la noche), apareció casi al mismo tiempo en una revista ajena al género: «Today's Woman».

Esta última fantasía narra cómo un marido utiliza el miedo de su esposa hacia las serpientes atormentándola mientras duerme. Ya pueden imaginarse mí sorpresa al leer muchos años después The Web (La tela de araña), por Dick Harrington, en el número de septiembre de 1969 de «London Mystery Magazine»: ¡es una copia exacta del cuento de Sheckley! (Con la única diferencia de que las serpientes han sido sustituidas por arañas.) La influencia de Sheckley llega a todas partes…

Fin 1953, el año del auge de la ciencia ficción, Sheckley aparecía prácticamente en todas las publicaciones, renunciando pronto a otros empleos para dedicarse por completo a escribir. No obstante, la pasión de Sheckley por los viajes fue motivo de que los directores perdieran su rastro con mucha frecuencia. A lo largo de los años cincuenta escribió regularmente una ciencia ficción sólida, bien argumentada, incorporándose después al campo del suspense y terror. Fue uno de los primeros escritores en colaborar regularmente con «Playboy», revista que contribuyó a cimentar su carrera.

En la actualidad, Sheckley es una de las firmas más respetadas dentro de la ciencia ficción, aunque aparece muy de vez en cuando. Nada mejor, por consiguiente, que reeditar una de sus primeras obras clásicas para subrayar la contribución de Sheckley al género.

El detector de masas de la nave brilló rosa, y luego rojo. Agee, medio dormido ante los controles mientras Víctor preparaba la comida, alzó rápidamente la vista.

—Planeta detectado —anunció, en medio del siseo de aire escapándose.

El capitán Barnett asintió. Terminó de preparar un parche caliente, y lo apretó contra el viejo casco del «Endeavour». El silbido del aire se redujo a un tenue gemido, pero no desapareció por completo. Siempre pasaba igual.

Cuando Barnett se aproximó, el planeta empezaba a asomarse tras el borde de un pequeño sol rojizo. Su colorido verde destacaba en la negra noche espacial y ambos hombres tuvieron el mismo pensamiento. Pero fue Barnett, ceñudo, el que lo expresó en palabras:

—Me pregunto si contendrá algo que valga la pena.

Agee alzó esperanzado sus descoloridas cejas. Los dos hombres contemplaron los registros de los aparatos de medida.

Jamás habrían localizado el planeta si hubieran conducido la «Endeavour» a través de las rutas meridionales de la Galaxia. Pero la policía de la Confederación poblaba cada vez en mayor número tales rutas y Barnett prefirió evitar un posible encuentro.

La «Endeavour» estaba registrada como nave comercial…, pero la única carga que transportaba estaba formada por varias botellas de un ácido extremadamente potente, empleado para abrir cajas fuertes, y tres bombas atómicas de tamaño mediano. Las autoridades no miraban con buenos ojos tales productos y siempre intentaban detener a los tripulantes con la excusa de algún antiguo delito: un asesinato en la Luna, latrocinio en Omega, allanamiento de morada en Samia II… Crímenes antiguos, casi olvidados, que la policía se empeñaba tercamente en sacar a la luz.

Para mayor complicación, la «Endeavour» se veía superada en armamento por los más modernos cruceros de la policía. En resumen, se habían visto obligados a tomar una ruta poco normal para llegar hasta Nueva Atenas, donde se había descubierto un gran filón de uranio.

—Nada de importancia —comentó Agee, examinando las lecturas.

—Podríamos pasar de largo —dijo Barnett.

Las lecturas carecían de interés. Describían un planeta más pequeño que la Tierra, no existente en los mapas, y cuyo único valor comercial residía en su atmósfera oxigenada.

Sobrevolando el planeta, el detector de metales pesados empezó a funcionar.

—Hay algún material ahí abajo —dijo Agee, interpretando rápidamente las lecturas—. Puro. ¡Muy puro! ¡Y está en la misma superficie!

Miró a Barnett y éste asintió. La nave viró hacia el planeta. Víctor llegó de la parte trasera; un pequeño gorro de lana pretendía cubrir la calvicie de su cabezota. Miró por encima del hombro de Barnett mientras Agee maniobraba para que la nave descendiera describiendo una apretada espiral. A ochocientos metros de la superficie, los tres tripulantes distinguieron un depósito de metal pesado.

Se trataba de una nave espacial, descansando sobre su cola en un claro natural.

—Esto es interesante —dijo Barnett. Hizo una seña para que Agee se acercara más.

Y Agee lo hizo con gran habilidad. Su edad sobrepasaba la de retiro obligado para los pilotos, pero esto no le afectaba en absoluto. Barnett, que le había encontrado desamparado y sin un céntimo, no dudó en contratarle. Al capitán le agradaba ayudar al prójimo, siempre que le pareciera conveniente y provechoso el hacerlo. Los dos hombres sostenían el mismo criterio respecto a la propiedad privada, pero diferían de vez en cuando sobre las formas de hacerse con ella. Agee prefería los asuntos seguros. Barnett, por otra parte, poseía más atrevimiento del apropiado para un miembro de una especie relativamente tan frágil como el Homo sapiens.

Cerca de la superficie del planeta, constataron que la extraña nave era más grande que la «Endeavour». El casco resplandecía como si fuera nuevo y todos sus rasgos les eran desconocidos.

—¿Habíais visto algo parecido? —preguntó Barnett.

Agee buscó un símil entre sus numerosos recuerdos.

—Se parece a las naves que hacen en Cefeo, aunque no son tan aplanadas. Estamos muy apartados; tal vez esa nave ni siquiera pertenezca a la Confederación.

Víctor examinó atentamente la nave, con la boca abierta de asombro. Respiró ruidosamente.

—Podríamos usar una nave como ésta, ¿eh, capitán?

La repentina sonrisa de Barnett fue como una grieta abriéndose en un bloque de granito.

—Víctor —dijo—, en tu sencillez has llegado al meollo del asunto. Claro que sí, podemos usarla. Aterricemos y hablemos con su patrón.

Antes de abrocharse el cinturón de seguridad, Víctor se aseguró de que las armas congelantes estuvieran a plena carga.

Ya en tierra firme, lanzaron una bengala naranja y verde de parlamento, pero no hubo respuesta de la nave extraña. La atmósfera planetaria demostró ser respirable y la temperatura ambiente alcanzaba los veintidós grados centígrados. Aguardaron algunos minutos y salieron de la nave con las armas bajo el brazo.

Los tres hombres lucían fingidas sonrisas mientras recorrieron los cincuenta metros que separaban las dos naves.

La nave era espléndida. Su resplandeciente casco plateado apenas mostraba impactos de meteoritos. La compuerta se hallaba abierta y se escuchaba un tenue zumbido, indicando que los generadores estaban recargándose.

—¿Hay alguien aquí? —gritó Víctor a través de la compuerta.

Su voz resonó huecamente por la nave. No hubo respuesta. Seguía oyéndose el suave zumbido de los generadores mezclado con el susurro de la hierba en la pradera.

—¿Adónde creéis que habrán ido? —preguntó Agee.

—A tomar el fresco, seguramente —repuso Barnett—. Supongo que no esperaban visitas.

Víctor se sentó cómodamente en la hierba, en tanto Barnett y Agee recorrían el contorno de la nave, admirando sus grandes toberas.

—¿Crees que podrías pilotarla? —preguntó Barnett.

—No veo por qué no —dijo Agee—. En primer lugar, el sistema motriz es convencional. Los servomecanismos no importan; todo ser que respira oxígeno utiliza controles similares. Podría manejarlos, sólo es cuestión de tiempo.

—Viene alguien —dijo Víctor.

Volvieron corriendo a la parte delantera de la nave. A trescientos metros de distancia había un bosque desigual del que acababa de salir una figura dirigiéndose a los tres hombres.

Agee y Víctor sacaron las pistolas simultáneamente.

Los binoculares de Barnett resolvieron la diminuta figura en una forma rectangular, medio metro de altura y unos treinta centímetros de anchura. El extraño tenía un grueso inferior a cinco centímetros y no poseía cabeza.

Barnett arrugó la frente. Jamás había visto un rectángulo flotando sobre la hierba.

Ajustó los binoculares, observando que el extra terrestre tenía algo de humano: cuatro extremidades. Dos de ellas, casi ocultas entre la alta hierba de la pradera, tenían funciones motoras, y las otras dos, rígidas, se proyectaban en el aire, Barnett advirtió, justo en el centro, una boca y un minúsculo par de ojos. La criatura no portaba traje o casco de ningún tipo.

—Un aspecto estrafalario —murmuró Agee, ajustando la apertura de su arma—. ¿Suponéis que será el único que hay?

—Así lo espero —contestó Barnett, extrayendo su propia pistola.

—Alcance aproximado, doscientos metros. —Agee niveló su arma, y luego alzó la vista—. ¿Deseas hablar con él primero, capitán?

—¿Hay algo qué decir? —respondió Barnett, sonriendo forzadamente—. Pero aguarda a que esté más cerca, no quiero que fallemos.

Agee asintió y mantuvo al extraño en su punto de mira.

Kalen se había detenido en aquel pequeño y desierto mundo confiando en obtener unas cuantas toneladas de eroi, un mineral altamente apreciado por el pueblo mabogiano. Pero no había tenido suerte. La bomba de tetnita seguía en su bolsa corporal, al lado de una olvidada nuez kerla. Debería volver a Mabog con lastre en vez de carga.

«Bien —pensó al salir del bosque—, ya tendré más suerte la próxima…»

Se sorprendió al ver una nave espacial, delgada y extrañamente puntiaguda, muy cerca de la suya. No había esperado encontrar a nadie en aquel planeta diminuto y fatal.

¡Y los nativos le aguardaban delante de su propia compuerta! Kalen advirtió al instante que los extraños tenían un aspecto, mabogíanoide. Existía una especie muy parecida a ellos en la Unión Mabogiapa, pero sus naves eran totalmente distintas. Podía tratarse perfectamente, intuyó, de representantes de la gran civilización que, según los rumores, habitaba la periferia de la Galaxia.

Siguió avanzando, ansioso por llegar hasta ellos.

Pero los extraños no se movían. ¿Por qué no venían a su encuentro? Le habían visto, los tres estaban señalándole.

Apresuró el paso, comprendiendo que desconocía sus costumbres. Al menos, esperaba que no lo fastidiaran con prolongadas ceremonias. Sólo una hora en aquel mundo hostil y ya estaba agotado, hambriento y deseoso por bañarse.

Algo intensamente frío lo empujó hacia atrás. Miró a su alrededor con recelo.

¿Se trataba de alguna propiedad desconocida del planeta?

Prosiguió su avance. Sintió una segunda punzada que congeló la capa externa de su piel.

La situación era grave. Los mabogianos estaban entre las formas vitales más rudas de la Galaxia, pero tenían sus límites. Kalen pensó en la fuente del problema.

¡Los alienígenas estaban disparando contra él!

Sus centros cerebrales se negaron en principio a admitir la evidencia sensorial. Kalen, sabía que era un asesinato porque había observado esta perversión, paralizado por el horror, entre ciertas formas animales degradadas. Y también, claro está, en los libros de psicología anómala, que documentaban todos los casos de asesinato premeditado ocurridos en la historia de Mabog.

¡Pero que una cosa así tuviera que sucederle a él! Kalen no podía creerlo.

Otra punzada. Kalen se detuvo, tratando de convencerse de que se trataba de un suceso real. No podía comprender que criaturas con el suficiente sentido de cooperación como para pilotar una nave espacial fueran capaces de asesinar.

¡Y ni siquiera lo conocían!

Casi demasiado tarde, Kalen dio media vuelta y corrió hacia el bosque. Los tres extraños dispararon entonces al unísono, cubriendo de escarcha la hierba que se hallaba a su alrededor. La superficie de su piel estaba completamente helada. La constitución mabogiana no soportaba el frío, aquel frío que Kalen sentía deslizarse hacia sus órganos internos.

Pero aún no podía creerlo.

Kalen llegó al bosque. Recibió dos nuevos impactos antes de lograr ocultarse tras un árbol. Su sistema interno actuaba desesperadamente para devolver el calor al organismo. Apesadumbrado en extremo, dejó que la oscuridad lo cubriera.

—Era un estúpido —observó Agee, enfundando la pistola.

—Estúpido y fuerte —dijo Barnett—. Ningún ser que respira oxígeno puede resistir tanto. —Sonrió satisfecho y dio un golpecito al casco plateado de la nave—. La llamaremos «Endeavour II».

—¡Tres hurras por el capitán! —gritó Víctor entusiásticamente.

—Ahorrad vuestras energías —dijo Barnett—. Os harán falta. —Observó el cielo—. Nos quedan cuatro horas de luz. Víctor, traslada la comida, el oxígeno y las herramientas a la «Endeavour II» y desarma las pilas de nuestra nave. Algún día volveremos para rescatar a nuestra vieja compañera. Pero quiero despegar antes de que se ponga el sol.

Víctor salió disparado. Barnett y Agee penetraron en la nave.

La mitad trasera de la «Endeavour II» estaba llena de generadores, motores, convertidores, servomecanismos y depósitos de combustible y oxígeno. Luego había un enorme contenedor que ocupaba casi la otra mitad de espacio. En su interior había nueces de todas las formas y colores, con tamaños que iban desde cinco centímetros de diámetro hasta dos veces el volumen de una cabeza humana. Sólo quedaban dos compartimientos en la proa de la nave.

El primero parecía haber sido el cuarto de la tripulación, puesto que era el único espacio habitable que existía, pero estaba vacío. No había literas de desaceleración, ni sillas o mesas… Sólo un suelo de metal pulimentado. En las paredes y techo se veían pequeñas aberturas, aunque su utilidad era difícil de imaginar.

Este compartimiento se correspondía con el segundo, la cabina del piloto. Era muy reducida, apenas suficiente para un hombre, y el panel de mandos, situado bajo la ventana de observación, formaba una masa compacta con los instrumentos.

—Todo tuyo —dijo Barnett—. Veamos lo que eres capaz de hacer.

Agee asintió, buscó una silla y finalmente se puso en cuclillas delante del panel para empezar a estudiar el conjunto.

Víctor tardó varias horas en mudar todos los pertrechos a la «Endeavour II». Por su parte, Agee seguía sin tocar nada, tratando de averiguar el funcionamiento a partir del tamaño, color, forma y localización de los instrumentos. No resultaba fácil, ni siquiera suponiendo sistemas nerviosos y modelos mentales similares. ¿Iba el sistema auxiliar de aceleración de izquierda a derecha? Si no era así, debería olvidarse de su anterior coordinación de vuelo. ¿Significaba peligro la luz roja para los diseñadores de la nave? En ese caso, aquel interruptor grande serviría tal vez para vaciar los depósitos de combustible. Pero el color rojo podía significar también combustible muy caliente, y en tal caso el interruptor quizá controlara el flujo normal de energía.

Por todo lo que sabía, su objetivo podría consistir en sobrecargar las pilas en caso de ataque enemigo.

Agee retuvo todo esto en mente mientras estudiaba los controles. No estaba demasiado preocupado. En primer lugar, las naves espaciales eran bestias macizas, prácticamente indestructibles desde el interior. Y en segundo lugar, creía haber averiguado el funcionamiento general.

Barnett asomó la cabeza por la puerta, con Víctor a su espalda.

—¿Estás listo? —preguntó el capitán.

Agee repasó el panel de mandos.

—Supongo que sí —dijo. Tocó suavemente una palanca—. Esto debería controlar las compuertas.

Se volvió. Víctor y Barnett esperando, sudando, en la desapacible habitación. Escucharon el suave deslizamiento de metal lubricado: las compuertas se estaban cerrando.

Agee sonrió por un instante y sopló sobre las yemas de sus dedos en espera de suerte.

—Este es el mando para regular el oxígeno.

Apretó un interruptor. Un humo amarillento empezó a brotar del techo.

—Impurezas en el sistema —murmuró Agee, ajustando uno de los mandos. Víctor tosió.

—¡Apágalo! —gritó Barnett.

El humo se vertía en espesas oleadas, tardando muy poco en llenar las dos salas.

—¡Apágalo!

—¡No puedo verlo!

Agee se precipitó hacia el interruptor, falló y apretó un botón situado más abajo. Los generadores iniciaron una violenta vibración. Chispas azuladas danzaron a lo largo del tablero de mandos, saltando hasta la pared.

Agee se apartó dando tumbos del panel y se derrumbó. Víctor se encontraba ya en la puerta que daba al contenedor, tratando de abatirla a puñetazos. Barnett se tapó la boca con la mano y se lanzó hacia el tablero de mandos. Buscó el interruptor, totalmente a ciegas, sintiendo que la nave giraba vertiginosamente a su alrededor.

Víctor cayó sobre la cubierta, sin dejar de dar golpes, aunque ahora más débiles.

Barnett apretó un botón, el primero que encontró. Los generadores se detuvieron al instante y el capitán advirtió que una fría brisa acariciaba su rostro. Enjugándose las lágrimas, alzó la vista.

La casualidad había hecho que el capitán cerrara las aberturas del techo, cortando así la salida de gas. Además, se habían abierto las compuertas, también por puro azar, y el gas amarillento iba siendo sustituido por el frío aire nocturno del planeta. La atmósfera de la nave no tardó mucho en hacerse respirable.

Víctor se puso en pie, tambaleándose, pero Agee permaneció inmóvil. Barnett se apresuró a hacerle la respiración artificial, maldiciendo en voz baja. Por fin, los párpados de Agee se agitaron y su pecho recuperó el movimiento. Pocos minutos después, se sentó y meneó la cabeza.

—¿Qué era todo eso? —preguntó Victor.

—Me temo —comentó Barnett— que nuestro amigo extraterrestre lo consideraba como una atmósfera respirable.

—No puede ser, capitán —dijo Agee, negando con la cabeza—. Estaba allí afuera, en un mundo de oxígeno, caminando sin casco alguno…

—Las exigencias de oxígeno varían tremendamente —apuntó Barnett—. Aceptémoslo: la apariencia física de nuestro amigo era muy distinta de la nuestra.

—Eso no es nada bueno —dijo Agee.

Los tres hombres se miraron unos a otros. En el silencio que siguió oyeron un sonido débil, siniestro.

—¿Qué ha sido eso? —chilló Victor, sacando rápidamente la pistola.

—¡Silencio! —gritó Barnett.

Escucharon. Barnett tenía erizado el vello de su cuello mientras trataba de identificar el sonido.

Venía de lejos y parecía ser originado por algo metálico que golpeaba otro objeto duro y no metálico.

Los tres hombres se asomaron a la puerta. Los últimos destellos de la puesta de sol les permitieron ver que la puerta principal de la «Endeavour I» estaba abierta. El sonido provenía de la nave.

—Es imposible —dijo Agee—. Las pistolas congelantes…

—No lo mataron —terminó Barnett.

—Eso no me gusta nada —gruñó Agee—. Malo, muy malo.

Victor continuaba aferrando su pistola.

—Capitán —dijo—, ¿y si yo llegara hasta allí…?

—Él no te permitiría llegar ni a tres metros de la compuerta. No, dejadme pensar. ¿Quedó algo a bordo que pudiera servirle? ¿Las pilas?

—Tengo las conexiones, capitán —dijo Victor.

—Bien, entonces no hay nada que…

—Él ácido —interrumpió Agee—. Es un material poderoso, pero no creo que pueda hacer mucho con eso.

—Nada —dijo Barnett—. Estamos aquí y aquí seguiremos. Pero hemos de despegar ahora mismo.

Agee observó el tablero de mandos. Media hora, más tarde, ya entendía la mayoría de mecanismos. Era una trampa astutamente tendida, una trampa explosiva cuyos hilos invisibles conducían a la destrucción.

No era una trampa intencionada, por supuesto. Una astronave era, por fuerza, una máquina que permitía viajar y vivir en ella. Los controles reproducían, pues, las condiciones vitales del extraño y cubrían sus necesidades.

Cosa que podría serles fatal.

—Me gustaría saber de qué tipo de planeta vino —dijo Agee, no muy satisfecho.

Si conocieran el medio ambiente del alienígena podrían anticipar las funciones de su nave. Pero sólo sabían que respiraba un gas amarillo y venenoso.

—Todo va bien —dijo Barnett, aunque sin demasiada seguridad—. Haz funcionar el mecanismo propulsor y dejaremos tranquilo lo demás.

Agee se volvió hacia los controles.

Barnett habría deseado saber lo que el extraterrestre estaba fraguando. Contempló la mole de su antigua nave a la luz del crepúsculo y escuchó el sonido incomprensible de metal golpeando algo que no era metálico.

Kalen se sorprendió al verse con vida. Pero, tal como afirmaba un dicho de su especie, a un mabogiano se le mata en el acto o no se le mata nunca. Y no le habían matado…, por el momento.

Medio aturdido, Kalen se sentó, recostándose contra un árbol. El solitario sol rojizo del planeta estaba ya muy bajo sobre el horizonte y la brisa de oxígeno venenoso se arremolinaba a su alrededor. Una rápida comprobación le aseguró que sus pulmones seguían herméticos. El gas amarillo, vital para él, seguía sustentándolo pese a que el prolongado uso lo había viciado.

Aun así, le resultaba imposible comprender la situación. Su nave reposaba tranquilamente a unos cientos de metros de distancia. La menguante luz rojiza destellaba en el casco y, por un momento, Kalen estuvo convencido de que no había alienígenas. Lo había imaginado todo. Volvería a su nave y…

Uno de los extraños, cargado de cosas diversas, entró en la nave de Kalen. Las compuertas se cerraron al cabo de un instante.

Todo era real Kalen hizo un esfuerzo mental para volver a la cruda realidad.

Su necesidad de comida y aire era apremiante. La capa exterior de su piel estaba seca y agrietada, exigiendo una limpieza nutritiva. Pero la comida, el aire y los purificadores se encontraban en la nave que había perdido. No tenía más que una solitaria nuez kerla roja y la bomba de tetnita en su bolsa corporal.

Si pudiera abrir la nuez y comérsela, recuperaría un poco de fuerza. Pero ¿cómo abrirla?

¡De qué modo tan absoluto había dependido de la maquinaria! ¡Era sorprendente! Se veía forzado a encontrar alguna manera de hacer las operaciones más sencillas, vulgares y rutinarias; el tipo de cosas que su nave efectuaba automáticamente, sin que el operador tuviera que preocuparse por ellas.

Kalen advirtió que los extraños habían abandonado su nave, al menos así lo parecía. ¿Por qué? No importaba. Allí, en la pradera, moriría antes del amanecer. Su única posibilidad de supervivencia residía en el interior de la nave extraña.

Se deslizó poco a poco por entre la hierba, deteniéndose sólo cuando una punzada de vértigo le sobrecogía. No apartó la vista de su nave. Si los alienígenas lo descubrían ahora, estaría perdido. Pero no sucedió nada. Después de una eternidad arrastrándose, llegó hasta la nave de los otros y penetró en ella.

A la difusa luz del crepúsculo, vio que el vehículo espacial era muy viejo. Las paredes, demasiado delgadas, habían sido reparadas una y otra vez con parches. Todo sugería una utilización prolongada y rigurosa.

Comprendió perfectamente por qué se habían apoderado de su propia nave.

Una segunda oleada de vértigo le hizo estremecerse. De tal modo exigía su organismo una atención inmediata.

El primer problema parecía constituirlo el alimento. Extrajo la nuez kerla de su bolsa. Era redonda, de casi diez centímetros de diámetro, y con una cascara de cinco centímetros de grosor. Las nueces de esta clase formaban el principal ingrediente en la dieta de un astronauta mabogiano. Eran energía empaquetada y, sin abrirlas, duraban una eternidad.

Apoyó la nuez contra la pared y la golpeó con una barra de acero que había encontrado. El metal rebotó, emitiendo un sonido hueco, como el de un tambor. La nuez seguía intacta.

Kalen se preguntó si los extraños podrían escuchar el ruido.

Pero debía arriesgarse. Asegurándose firmemente en el suelo, dio un nuevo golpe. Al cabo de quince minutos estaba agotado y la barra se había curvado casi en ángulo recto.

La nuez no tenía ni una grieta.

Era incapaz de abrirla sin un cascanueces, un dispositivo indispensable en toda nave mabogiana. A nadie se le ocurriría siquiera abrir una nuez de otra forma.

Constituía una prueba aterradora de su impotencia.

Alzó la barra para probar una vez más y advirtió que sus miembros se endurecían. Soltó la barra y examinó su situación.

La capa externa de su piel, congelada, dificultaba sus movimientos. La piel estaba endureciéndose, convirtiéndose lentamente en una masa impenetrable. Cuando el proceso terminara, Kalen quedaría inmóvil, congelado, derecho o sentado hasta que muriera de asfixia.

Apartó de su mente una oleada de desesperación y trató de pensar. Su piel necesitaba cuidados urgentes, eso era más importante que la comida. Cuando estuviera a bordo de su nave, se lavaría y bañaría, ablandando la piel y curándola. Le parecía poco probable que los extraños tuvieran limpiadores adecuados.

La única alternativa consistía en arrancar la capa exterior de su piel. La segunda capa estaría muy tierna durante algunos días, pero al menos podría moverse.

Apoyándose en sus ateridos miembros, Kalen buscó un mudador… hasta comprender que los extraños no tendrían siquiera aquel aparato tan básico. Seguía dependiendo de sí mismo.

Cogió la barra de acero, la dobló hasta formar un gancho e insertó la punta bajo un pliegue de la piel. Tiró hacia arriba con todas sus fuerzas.

Su piel no cedió.

Luego se colocó entre un generador y la pared, haciendo cuña, e insertó el gancho de otra manera. Pero sus brazos no eran lo bastante largos para permitirle hacer palanca, y el duro pellejo permaneció intacto.

Una tras otra, fue ensayando una docena de posiciones. Todas en vano. Falto de ayuda mecánica, era incapaz de situarse con la necesaria rigidez.

Pesaroso, Kalen volvió a dejar la barra. No podía hacer nada, nada en absoluto. Fue entonces cuando se acordó de la bomba de tetnita que llevaba en la bolsa.

Una parte primitiva de su mente, cuya existencia había desconocido hasta entonces, decía que existía una solución muy fácil. Colocaría la bomba bajo el casco de su nave sin que lo vieran los extraños. La pequeña explosión lanzaría la nave a diez metros de altura, como mucho, sin dañarla en demasía. Pero los extraños morirían inevitablemente.

Kalen estaba horrorizado. ¿Cómo podía pensar en algo así? La ética mabogiana que impregnaba todas y cada una de las fibras de su ser prohibía atentar contra la vida inteligente, fuera cual fuese el motivo. En cualquier circunstancia.

«¿Pero no lo justifica esta circunstancia? —musitó la porción primitiva de su mente—. Los extraños están enfermos. Harías, un favor al universo si te encargaras de ellos, y, sólo incidentalmente, te ayudarías a ti mismo. No lo veas como un asesinato. Considéralo como una extirpación.»

Extrajo la bomba de su bolsa corporal y la observó. Luego la apartó de su vista, asqueado. «¡No!», gritó en sus adentros, con menos convicción.

Se negó a seguir pensando. Cansado, con las extremidades casi rígidas, empezó a examinar la nave de los extraños, en busca de algo que salvara su vida.

Agee se hallaba en la cabina del piloto, acuclillado, harto de hacer anotaciones con un rotulador en torno a los interruptores. Le dolían, los pulmones y había estado trabajando toda la noche. En el exterior de la nave, el alba ofrecía una triste tonalidad grisácea y el viento helado se arremolinaba en torno a la «Endeavour II». La nave estaba iluminada, y fría, porque Agee no quería tocar los controles térmicos.

Víctor entró en el compartimiento de la tripulación, tambaleándose bajo el peso de una caja.

—¿Barnett? —llamó Agee.

—Ahora viene —dijo Víctor.

El capitán deseaba tener todos los pertrechos a mano, pero la sala de tripulantes era muy pequeña y ya había ocupado la mayor parte del espacio disponible.

Buscando un lugar donde colocar la caja, Víctor advirtió una puerta en la pared. Apretó el pulsador. La puerta se deslizó suavemente hacia el techo, descubriendo otro compartimiento del tamaño de una alacena. A Víctor le pareció un lugar ideal como almacen.

Ignorando las cascaras rojas que había en el suelo, metió su carga en el hueco.

Al instante, el techo de la pequeña habitación empezó a descender. Víctor lanzó un aullido que se escuchó por toda la nave. Intentó ponerse erguido, y aplastó su cabeza contra el techo. Cayó de bruces, aturdido.

Agee salió corriendo de la cabina de mandos y Barnett entró a toda velocidad en la habitación. El capitán agarró por las piernas a Víctor, intentando sacarle de allí, pero el accidentado pesaba demasiado. Además, Barnett resbalaba sobre el liso suelo metálico.

Con extraña serenidad, Agee levantó la caja. El techo se detuvo momentáneamente.

Capitán y piloto tiraron de las piernas de Víctor, sacándole de aquel hueco en el momento preciso. La pesada caja se astilló y poco después fue aplastada como si fuera un trozo de madera de balsa.

El techo de la pequeña habitación, descendiendo por una guía metálica lubricada, comprimió la caja hasta reducir su grosor a quince centímetros. Luego se oyó un clic en el mecanismo y el techo volvió a su lugar silenciosamente.

Víctor se sentó y se frotó la cabeza.

—Capitán —dijo quejumbroso—, ¿no podemos recuperar nuestra nave?

Agee también dudaba de aquella aventura. Miró aquella trampa casi mortal, que volvía a parecerse a un armario empotrado con cascaras rojas aplastadas en el suelo.

—Parece una nave gafe —dijo preocupado—. Quizá Víctor tenga razón.

—¿Queréis renunciar a ella? —preguntó Barnett.

Agee se removió incómodo y asintió.

—El problema es que no sabemos lo que hará dentro de un momento —dijo, sin mirar a Barnett—. Es muy arriesgado, capitán.

—¿Te das cuenta de lo que dejarías aquí? —insistió Barnett—. Sólo su casco ya vale una fortuna. ¿Has visto los motores? Nada puede pararla en este lado de la Tierra. Puede atravesar un planeta y salir por el otro lado sin un rasguño en la pintura. ¡Y queréis renunciar a ella!

—No tendrá ningún valor sí nos mata —objetó Agee.

Víctor asintió en silencio. Barnett miró a los dos tripulantes.

—Ahora escuchadme bien —exigió el capitán—. No vamos a renunciar a esta nave. No es gafe. Es una nave extraña, repleta de extraños aparatos. Todo lo que debemos hacer es no tocar nada hasta llegar a puerto. ¿Habéis entendido?

Agee deseaba comentar algo sobre armarios que se convertían en prensas hidráulicas. Le parecía una señal poco prometedora para el futuro. Pero el rostro de Barnett le obligó a resignarse.

—¿Has marcado todos los mandos operacionales? —preguntó Barnett.

—Me faltan unos pocos —contestó Agee.

—Bien. Acaba y ésos serán los únicos que tocaremos. Si no nos metemos con el resto de la nave, ella no se meterá con nosotros. No hay ningún peligro, basta con no tocar nada.

Barnett enjugó el sudor de su rostro, se recostó contra la pared y desabrochó la chaqueta.

En el mismo momento, surgieron dos bandas metálicas por aberturas situadas a ambos lados del capitán, rodeando su cintura y estómago.

Barnett miró a los dos hombres por un instante, y se lanzó hacia adelante con todas sus fuerzas. Las bandas no cedieron. Se escuchó un extraño sonido en las paredes y apareció un filamento de alambre muy fino. Tocó estimativamente la chaqueta de Barnett y volvió a esconderse en la pared.

Agee y Victor observaban la escena sin saber qué hacer.

—Desconéctalo —apremió Barnett.

Agee se precipitó hacia la cabina de mandos, mientras Victor seguía mirando fijamente a su capitán. De la pared brotó un brazo metálico rematado por una reluciente hoja de casi diez centímetros de longitud.

¡Páralo! —chilló Barnett.

Victor entró repentinamente en acción y tiró del brazo metálico, tratando de arrancarlo del muro. El metal se retorció y Victor salió despedido pugnando por no caer al suelo.

La hoja, con la precisión de un cirujano, rasgó la chaqueta de Barnett de arriba abajo, sin rozar la camisa que había debajo. A continuación, el brazo desapareció de la vista.

Agee movía todos los mandos; los generadores zumbaban, las puertas se abrían y cerraban, los estabilizadores funcionaban intermitentemente, las luces fluctuaban… El mecanismo que controlaba a Barnett seguía su proceso.

El delgado filamento volvió a salir. Tocó la camisa de Barnett y se detuvo un instante. El mecanismo interno emitió alarmantes sonidos. El filamento volvió a tocar la camisa de Barnett, como si dudara de su función en este caso.

—¡No puedo desconectarlo! —gritó Agee desde la cabina—. ¡Debe de ser totalmente automático!

El filamento se deslizó en la pared. Desapareció, dejando paso por segunda vez a la cuchilla.

Víctor acababa de encontrar una gruesa llave inglesa. Corrió hacia el capitán, levantó la herramienta por encima de su cabeza y la descargó contra el brazo metálico, pasando a un centímetro escaso del rostro de Barnett.

El brazo ni siquiera sufrió una mella. Muy despacio, cortó la camisa de Barnett, dejándole desnudo hasta la cintura.

Barnett no había sufrido daño alguno, pero sus ojos giraron desesperadamente de un lado a otro mientras aparecía el filamento. Víctor se mordió los nudillos y se apartó. Agee cerró los ojos.

El filamento tocó la cálida carne de Barnett, emitió un ruidito de aprobación y se introdujo en la pared. Las bandas se abrieron y Barnett cayó de rodillas sobre el suelo.

Nadie habló durante bastantes minutos. No había nada que decir. Barnett tenía la mirada fija, perdida. Victor empezó a hacer crujir sus nudillos hasta que Agee le dio un codazo.

El viejo piloto pensaba en una razón lógica por la que el mecanismo hubiera roto las ropas de Barnett y se hubiera detenido al llegar a la carne. ¿Sería la forma habitual de desnudarse del extraterrestre? Era absurdo. Tan absurdo como aquel armario-prensa.

En cierta forma, Agee se alegraba de lo sucedido. Había sido una lección para Barnett. Ahora abandonarían aquella monstruosidad gafe y pensarían una forma de recuperar su propia nave.

—Dame una camisa —dijo Barnett. Victor obedeció a toda prisa. Barnett se puso la prenda, cuidando de no tocar las paredes—. ¿Cuánto tardarás en poder despegar? —preguntó en tono inseguro.

—¿Qué?

—Ya me has oído.

—¿No has tenido suficiente?

—No. ¿Cuándo podemos despegar?

—Necesito otra, hora más —refunfuñó Agee.

¿Y qué otra cosa podía decir? El capitán era demasiado para él.

De mala gana, Agee volvió a la cabina de mandos.

Barnett se puso un suéter sobre la camisa y una chaqueta sobre el suéter. La habitación estaba helada y Barnett no podía evitar los temblores.

Kalen estaba inmóvil en la cubierta de la nave extraña. ¡Qué locura! Había gastado las pocas fuerzas que le quedaban en tratar de arrancar su congelada piel externa, cada vez más endurecida. Y él debilitándose por momentos. ¿Valía la pena moverse? Mejor descansar y sentir cómo sus fuegos internos iban achicándose.

No tardó mucho en soñar con las montañas de Mabog y el gran puerto de Canthanope, donde se detenían los comerciantes interestelares con sus extraños cargamentos. Kalen estaba allí, en el crepúsculo, mirando cómo los dos inmensos soles se escondían tras los techos planos… Pero ¿por qué se estaban poniendo juntos, en el sur, el sol azul y el amarillo? ¿Cómo podían ponerse los dos al sur? Una imposibilidad física… Tal vez su padre pudiera explicarlo, porque todo estaba oscureciendo rápidamente.

Se apartó de aquella fantasía y contempló fijamente la desagradable luz del amanecer. Un astronauta mabogiano no podía morir así. Volvería a intentarlo.

Después de media hora de lenta y penosa búsqueda, Kalen encontró una caja metálica, cerrada, en la parte trasera de la nave. Era evidente que los extraños se habían olvidado de ella. Forzó la tapa. Dentro había varias botellas, cuidadosamente colocadas y protegidas contra los golpes, Kalen cogió una y la examinó.

Tenía etiqueta con un gran símbolo de color blanco. No existía motivo alguno para que él pudiera conocer el símbolo, pero le resultaba ligeramente familiar. Estrujó su memoria, tratando de recordar dónde lo había visto.

Y lo recordó, aunque de forma muy vaga. Era una representación de un cráneo humanoide. Existía una raza humanoide en la Unión Mabogiana y había visto réplicas de sus cráneos en un museo.

Pero ¿para qué habían puesto una cosa así en una botella?

Un cráneo comunicaba una emoción de reverencia, así lo sentía Kalen. Eso debía de ser lo que habían pretendido los fabricantes. Abrió la botella y olió el contenido.

El olor era interesante. Le recordaba…

¡Una solución para limpiar la piel!

Sin pensarlo más, Kalen vertió todo el contenido de la botella sobre su cuerpo y esperó los resultados, casi sin atreverse a pensar en ilusiones. Si lograra, que su piel volviera a la normalidad…

¡Sí, el líquido de la botella marcada con un cráneo era un suave limpiador! Y también tenía un aroma agradable.

Vertió otra botella sobre su endurecida piel y notó cómo el fluido nutritivo se filtraba. Su cuerpo, totalmente desnutrido, exigía ansiosamente más alimentación. Vació otra botella.

Durante un largo rato Kalen permaneció relajado, limitándose a sentir cómo aquel fluido restaurador iba empapándose en su cuerpo. La piel se suavizó, adquirió flexibilidad. La energía volvió a nacer en su interior, dándole una nueva voluntad de vivir.

¡Viviría!

Después del baño, Kalen examinó los mandos de la nave, esperando poder pilotar aquella vieja jaula y volver a Mabog. Existían problemas inmediatos. Por alguna razón desconocida, los controles de pilotaje no estaban aislados en otro compartimiento. ¿Por qué? Aquellas extrañas criaturas no podían haber convertido toda su nave en una cámara de desaceleración. ¡Era imposible! No había suficiente espacio de almacenaje para contener el fluido.

Era sorprendente; aunque, en realidad, todo lo que había allí lo era. Podía superar esa dificultad. Pero al inspeccionar los motores, Kalen vio que faltaba una conexión vital en las pilas. No servían para nada.

Sólo tenía una alternativa. Debía volver a su propia nave.

Pero ¿cómo?

Paseó por la cubierta, muy inquieto. La ética mabogiana prohibía matar vida inteligente y no había objeciones posibles. Bajo ninguna circunstancia, ni siquiera para salvar la propia vida, se podía matar. Se trataba de una forma inteligente y había rendido un gran servicio a Mabog. Respetándola estrictamente, los mabogianos habían evitado la guerra durante tres mil años y habían llevado a la especie a un estadio superior de civilización, cosa que habría sido imposible si hubieran permitido que se produjeran excepciones. Las objeciones podían minar el más sólido de los principios.

Kalen no podía ser un apóstata.

Pero ¿iba a resignarse a morir aquí, sin hacer nada?

Bajó la vista y, sorprendido, observó que el charco de solución limpiadora había abierto un agujero en la cubierta. ¡Vaya nave tan frágil! ¡Hasta una simple solución limpiadora podía dañarla! Y los mismos tripulantes debían de ser muy débiles…

Una bomba de tetnita sería suficiente.

Se asomó a la compuerta. No vio a nadie vigilando y supuso que todos estarían muy ocupados preparando el despegue. Resultaría fácil deslizarse entre la hierba, hasta llegar a la nave.

Y ningún mabogiano se enteraría nunca de lo sucedido.

Cuando Kalen se dio cuenta, se encontraba ya a medio camino de su nave. ¡Qué extraño! Su cuerpo actuaba sin que su mente fuera consciente de ello.

Extrajo la bomba y se arrastró para recorrer unos metros más.

Después de todo, ¿qué consecuencias podía tener aquel asesinato?

—¿Aún no estás listo? —preguntó Barnett. Eran las doce de la mañana.

—Creo que sí —respondió Agee. Observó el tablero de mandos, lleno de anotaciones—. No puedo estarlo más.

—Victor y yo nos ataremos en el compartimiento de la tripulación. Despega bajo aceleración mínima.

Barnett se dirigió a la sala de la tripulación. Agee se apretó las correas que había preparado con anterioridad y se frotó las manos nerviosamente. Creía haber señalado todos los controles esenciales. Todo iría bien. Por lo menos, así lo esperaba.

Pensaba en el armario-prensa y la hoja que había salido de la pared. Nadie sabía cuál sería la próxima locura de la nave.

—¡Estamos preparados! —avisó Barnett.

—Bien. Quedan diez segundos —replicó Agee.

Cerró herméticamente las compuertas. La puerta de la cabina se cerró automáticamente, aislándole de la otra sala. Con una ligera sensación de claustrofobia, Agee activó las pilas. Todo iba bien hasta el momento.

Había una mancha de aceite en la cubierta. Agee supuso que procedía de alguna conexión aflojada y no le prestó más atención. Las superficies de control funcionaban a la perfección. Perforó una ruta en el computador de la nave y activó los controles de vuelo.

Algo lamía sus botas. Miró el suelo y se sorprendió: el aceite, espeso y pestilente, alcanzaba una altura de casi diez centímetros sobre la cubierta. ¡Vaya escape! Agee no comprendía por qué una nave tan bien construida como aquélla podía tener un fallo así. Se desató y buscó a tientas el escape.

Lo encontró. Había cuatro pequeñas aberturas en la cubierta y cada una de ellas expulsaba un flujo suave y constante de aceite.

Agee apretó el botón que abría la puerta de la cabina, pero la puerta siguió cerrada. Dominando el pánico, examinó atentamente la puerta.

Debía abrirse:

Pero no se abría.

El aceite alcanzó casi sus rodillas. Agee sonrió. ¡Qué estúpido había sido! La cabina se cerraba herméticamente desde el tablero de mandos. Apretó el mando correspondiente y regresó a la puerta.

Pero no sucedió nada. Agee tiró de la puerta con toda su fuerza, pero no logró moverla. Volvió al tablero de mandos atravesando aquella bañera de aceite. Aquel fluido no estaba cuando encontraron la nave. Por lo tanto, en alguna parte tenía que haber un desagüe.

El aceite le llegaba a la cintura cuando lo encontró. El aceite desapareció rápidamente y la puerta se abrió.

—¿Qué ocurre? —preguntó Barnett.

Agee se lo explicó.

—Así es como lo hace —dijo Barnett tranquilamente—. Me alegra saberlo.

—¿Así es como hace el qué? —preguntó Agee, notando que Barnett se lo tomaba todo muy a la ligera.

—Así es como soporta la aceleración de despegue. Es algo que me intrigaba. Él no disponía a bordo de cualquier cosa que pareciera una litera o cama. Ni sillas, ni nada donde poder atarse. Él flota en un baño de aceite, que empieza a brotar automáticamente cuando la nave está lista para el despegue.

—¿Y por qué no se abría la puerta? —inquirió Agee.

—¿No es evidente? —Barnett sonrió pacientemente—. Él no quería que el aceite llenara toda la nave. Y tampoco deseaba que se le escapara por accidente.

—No podemos despegar —insistió Agee.

—¿Por qué no?

—Porque no respiro bien en aceite. Brota en cuanto conecto las pilas y no hay forma de impedirlo.

—Usa tu cabeza. Mantén siempre abierto el interruptor del desagüe. El aceite saldrá tan deprisa como vaya apareciendo.

—Sí, no lo había pensado —admitió de mala gana Agee.

—Adelante, pues.

—Antes quiero cambiarme de ropa.

—No. Aparta esta maldita nave del suelo.

—Pero, capitán…

—Despega —ordenó Barnett—. Ese extraño puede estar tramando algo.

Agee se encogió de hombros, volvió a la cabina y se ciñó el cinturón de seguridad.

—¿Preparados? —preguntó a los otros.

—Sí, despega.

Fijó el circuito del desagüe. El aceite fue brotando y desapareciendo al mismo tiempo, sin pasar nunca de las suelas de sus zapatos. Agee activó los controles sin más problemas.

—Nos vamos.

Dispuso aceleración mínima y sopló las yemas de sus dedos para darse suerte. Apretó el botón de despegue.

Muy apenado, Kalen observó la partida de su nave. Aún sostenía en sus manos la bomba de tetnita.

Había llegado a la nave e incluso había permanecido algunos segundos bajo ella. Y luego había vuelto a la otra nave, incapaz de hacer estallar la bomba. Era imposible vencer en unas cuantas horas siglos de condicionamiento.

De condicionamiento… y algo más.

Pocos individuos asesinan por placer, sea cual lucre la especie a la que pertenezcan. Hay razones muy adecuadas para matar, pero no satisfarían a ningún filósofo.

Porque, una vez se aceptan, surgen más razones, muchas más. Y el asesinato, una vez aceptado, resulta difícil de contener. Lleva irremediablemente a la guerra y, de ésta, a la aniquilación.

Kalen pensó que aquel asesinato afectaría de algún modo el destino de su especie. Su negativa final a cometerlo había sido casi un problema de supervivencia de ésta.

Pero no por eso se sentía mejor.

Contempló su nave, reducida a un punto en el cielo. Los extraños se alejaban a una velocidad ridícula por su lentitud. No se le ocurrió ningún motivo que lo justificara, a menos que ellos lo hicieran expresamente pensando en él.

Eran lo bastante sádicos como para eso, no había duda.

Kalen volvió a la nave. Su voluntad de vivir era tan fuerte como siempre. No pensaba resignarse. Se aferraría a la vida tanto como pudiera, confiando en que otra nave llegara al planeta aunque sólo hubiera una posibilidad entre un millón.

Mirando a su alrededor, pensó que podría preparar un sustituto de su aire con el limpiador marcado con un cráneo. Esto le permitiría vivir uno o dos días. Entonces, si pudiera abrir la nuez kerla…

Creyó oír un ruido fuera y se precipitó a la compuerta. El cielo estaba vacío, su nave se había esfumado y él estaba solo.

Volvió a la nave extraña y emprendió la tarea esencial de permanecer con vida.

Al recobrar la conciencia, Agee advirtió que había podido reducir a la mitad la aceleración, justo antes de perder el conocimiento. Este simple detalle le había salvado la vida.

Y la aceleración que indicaba el cuadrante estaba justo por encima del cero, ¡pero seguía siendo insoportable! Agee abrió la puerta y se arrastró hacia la otra sala.

Barnett y Víctor habían perdido sus ligaduras en el despegue. El segundo estaba recuperando el conocimiento en aquel momento y el capitán se levantó de entre una pila de cajas rotas.

—¿Piensas que estás volando en un circo? —se lamentó—. Te ordené aceleración mínima.

—Despegué bajo aceleración mínima —repuso Agee—. Entra y compruébalo por ti mismo.

Barnett se metió en la cabina y volvió a salir enseguida.

—Malo —dijo—. Nuestro amigo extraterrestre opera esta nave con una aceleración triple de la nuestra.

—A sí parece.

—No había pensado en eso —dijo Barnett, muy pensativo—. Debe de provenir de un planeta muy denso. Un lugar del que debes despegar a gran velocidad o de lo contrario no puedes hacerlo en absoluto.

—¿Qué es lo que me ha golpeado? —gruñó Víctor, restregándose la cabeza.

Había ruidos metálicos en las paredes. La nave estaba a pleno funcionamiento y los servomecanismos se conectaban automáticamente.

—Hace más calor, ¿verdad? —preguntó Víctor.

—Sí, y el ambiente es más denso —contestó Agee—. Está aumentando la presión.

Agee volvió a la sala de mandos. Barnett y Víctor le aguardaron con ansiedad en la puerta.

—No puedo hacer nada —dijo Agee, secándose el sudor que se deslizaba por su rostro—. La temperatura y la presión son automáticas. Deben recuperar la «normalidad» en cuanto la nave despega.

—Maldita sea, será mejor que hagas algo —dijo Barnett—, o vamos a freímos aquí dentro.

—No puedo hacer nada.

—Debe haber algún tipo de regulador térmico…

—¡Claro! —dijo Agee, señalando—. El regulador está al mínimo.

—¿Cuál crees que será su temperatura normal? —preguntó Barnett.

—No me gustaría saberlo. Esta nave está construida con aleaciones de elevadas temperaturas de fusión. Está hecha para resistir diez veces la presión de una nave terrestre. Considera las dos cosas…

—¡Debes hacer algo! —gritó Barnett. Se quitó la chaqueta y el jersey. La temperatura aumentaba rápidamente y el suelo estaba demasiado caliente como para permanecer sobre él.

—¡Desconéctalo! —chilló Víctor.

—Un momento —dijo Agee—. Yo no he construido la nave, lo sabéis perfectamente. ¿Cómo puedo…?

—¡Hazlo! —aulló Víctor, sacudiendo a Agee como sí fuera un muñeco de trapo—. ¡Hazlo!

—¡Suéltame! —Agee estuvo a punto de sacar la pistola. Luego, en un arranque de inspiración, desconectó los motores de la nave.

El ruido interior de las paredes cesó. La sala empezó a enfriarse.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Víctor.

—La temperatura y la presión se reducen cuando corto la energía —contestó Agee—. Estamos a salvo, mientras no pongamos en marcha los motores.

—¿Cuánto tardaremos en llegar a un puerto? —preguntó Barnett.

—Unos tres años —calculó Agee—. Nos encontramos muy alejados.

—¿No hay forma alguna de desconectar esos servomecanismos?

—Están montados en las entrañas de la nave. Necesitaríamos todo un taller y expertos. Y aun así, no sería fácil hacerlo.

Barnett guardó silencio durante un largo rato.

—Bien —dijo finalmente.

—¿Qué?

—Estamos vencidos. Debemos, regresar al planeta y coger nuestra nave.

Agee dejó escapar un suspiro de alivio y preparó un nuevo programa para el computador de la nave.

—¿Creéis que el alienígena nos la devolverá? —inquirió Víctor.

—Seguro que sí —dijo Barnett—, si es que no está muerto. Estará ansioso de recuperar su propia nave. Y tendrá que abandonar la nuestra para hacerlo.

—Claro. Pero en cuanto vuelva a esta nave…

—Sabotearemos los controles. Esto lo retrasará.

—Sólo un rato —intervino Agee—. Pero despegará tarde o temprano, y enfurecido. Nunca podremos correr más que él.

—No hará falta —dijo Barnett—. Todo lo que tenemos que hacer es despegar primero. Tiene un casco muy potente, pero no creo que soporte tres bombas atómicas.

—No había pensado en eso —admitió Agee, esbozando una suave sonrisa.

—Es lo único lógico —dijo Barnett, satisfecho—. Las aleaciones del casco seguirán, teniendo algún valor. Ahora, volvamos allí, pero sin freírnos, si es posible.

Agee conectó los motores. Hizo que la nave describiera una curva cerrada, con el máximo de gravedad que podían soportar. Los servomecanismos entraron en funcionamiento y la temperatura subió con rapidez. Una vez completada la curva, Agee dirigió a la «Endeavour II» en la dirección adecuada y paró los motores.

Recorrieron así la mayor parte del trayecto. Pero al llegar al planeta, Agee tuvo que activar los motores para poder seguir una espiral de desaceleración y lograr aterrizar.

Apenas pudieron salir de la nave. La piel de los tres hombres estaba ampollada y sus botas chamuscadas. No tuvieron tiempo de sabotear los controles. Se ocultaron entre los árboles y esperaron.

—Quizás haya muerto —dijo Agee, esperanzado.

Vieron una pequeña figura que salía de la «Endeavour I». El alienígena se movía muy despacio, pero se movía.

—Supongamos que se ha construido algún arma —dijo Víctor—. Supongamos que nos persiga.

—Supongamos que cierras el pico —dijo Barnett.

El extraño fue directamente a su propia nave. Entró y cerró las compuertas.

—Bien —dijo Barnett, poniéndose en pie—. Será mejor que despeguemos al instante. Agee, hazte cargo de los mandos. Yo conectaré las pilas. Víctor, tú asegurarás las compuertas. ¡Vamos!

Corrieron por la llanura y, en cuestión de segundos, llegaron hasta la abierta compuerta de la «Endeavour I».

Aunque hubiera querido darse prisa habría sido imposible. Kalen no tenía fuerza suficiente para pilotar su nave. Pero sabía que estaba a salvo, allí dentro. Ninguno de los extraños podría atravesar las compuertas herméticamente cerradas.

Encontró un tanque de aire de repuesto en la parte trasera y lo abrió. La nave se llenó con un rico y restaurador gas amarillento. Kalen estuvo respirándolo durante mucho rato.

Luego cogió tres nueces kerla, las mayores que pudo encontrar, se dirigió a la cocina y dejó que el cascanueces las abriera.

Se sintió mucho mejor después de comer. El mudador le cortó la capa exterior de piel. La segunda capa también estaba muerta, y el mudador prosiguió su trabajo. Después se detuvo ante la tercera, que estaba perfectamente.

Se sentía casi como nuevo cuando entró en la cabina de mandos. Los extraños habían padecido una locura temporal, era evidente. No había otro modo de explicar por qué habían regresado y le habían devuelto la nave.

Por consiguiente, iría ante las autoridades e informaría de la situación del planeta. Luego encontrarían y curarían a los extraños, de una vez por todas.

Kalen estaba muy contento. No se había apartado de la ética mabogiana y eso era lo más importante. Le habría resultado muy fácil dejar la bomba de tetnita en la nave de ellos, preparada y programada. Podía haber destrozado sus motores. Y había estado tentado de hacerlo.

Pero no lo había hecho. No había hecho nada de nada.

A excepción de algunas cosas esenciales para preservar su vida.

Kalen activó los controles y descubrió que todo funcionaba perfectamente. El fluido de aceleración empezó a verterse al conectar las pilas.

Victor fue el primero en llegar a la compuerta y se precipitó en ella. Al momento, fue lanzado hacia atrás.

—¿Qué pasa? —preguntó Barnett.

—Algo me ha golpeado —respondió Víctor.

Observaron el interior con grandes precauciones.

Era una trampa mortal perfecta. Cables de las baterías acumuladoras habían sido empalmados hasta la compuerta. Si Víctor hubiera tocado el costado de la nave, habría muerto al instante, electrocutado.

Cortocircuitaron el sistema y entraron en la nave.

Todo era una confusión. Todo objeto movible había sido arrancado y esparcido. En un ángulo había una barra de acero doblada. El ácido de gran potencia había sido vertido por la cubierta, corroyéndola en varios puntos. El casco de la vieja «Endeavour I» estaba perforado.

—¡Nunca pensé que él nos saboteara a nosotros! —dijo Agee.

Prosiguieron su examen. En la parte trasera había otra trampa mortal. La puerta del compartimiento de carga había sido astutamente conectada al pequeño, motor de arranque. Sí alguien la tocaba, la puerta se cerraría de golpe contra la pared, aplastando al hombre que estuviera allí.

Y había otros montajes con objetivos nada aparentes.

—¿Podernos arreglarlo todo? —preguntó Barnett.

Agee se encogió de hombros.

—La mayoría de nuestras herramientas se encuentran en la «Endeavour II» —dijo—. Supongo que nos llevará un año tapar los agujeros. Pero, aun así, no sé si el casco lo soportará.

Salieron a la llanura. La nave alienígena despegó.

—¡Vaya monstruo! —exclamó Barnett, mirando el casco de su nave, carcomido por el ácido.

—Es imposible saber lo que hará un extraterrestre —dijo Agee.

—El único extraterrestre bueno es el que está muerto —opinó Víctor.

La «Endeavour I» era ahora tan incomprensible y peligrosa como la «Endeavour II».

Y la «Endeavour II» se había ido.