por Theodore Sturgeon
de «Astounding Science Fiction», abril de 1946
Puesto que el presente estudio se inicia en abril de 1946, parece adecuado seleccionar una narración del número de «Astounding», la revista principal que apareció en aquella fecha. Memorial (Monumento conmemorativo) no sólo refleja la reacción inmediata a la bomba nuclear, sino que, además, está escrita por uno de los mayores talentos de la ciencia ficción.
Theodore Sturgeon nació en Staten Island, Nueva York, el martes 26 de febrero de 1918, siendo su verdadero nombre el de Edward Hamilton Waldo. Su madre contrajo matrimonio por segunda vez y fue entonces cuando adoptó el apellido de su padrastro, convirtiéndose oficialmente en Theodore Sturgeon. En su juventud, Sturgeon era un devoto del ejercicio gimnástico y soñó con trabajar en el circo, pero en 1933 contrajo una fiebre reumática que dilató su corazón y acabó con sus aspiraciones. El desalentado Sturgeon empezó a leer. Dos años más tarde cambió su vida en tierra por la marítima, y fue entonces cuando empezó a escribir. Al principio vendió unos cuarenta relatos que, por mediación de las agencias especializadas, fueron publicados en multitud de periódicos estadounidenses, pero ninguno de ellos tenía nada que ver con la fantasía. En 1939, Sturgeon descubrió el primer número de «Unknown», y, a partir de él, al director de la revista, John W. Campbell. Sturgeon hizo su presentación en «Astounding» (septiembre de 1939) con Ether Breater (Respirador de éter), festiva visión sobre los seres etéreos que interfieren las emisiones televisivas. Su primer auténtico éxito se produjo con It (Ello) («Unknown» agosto de 1940) relato en que una criatura viscosa y repugnante, reactiva el esqueleto de un hombre muerto. Más tarde apareció Killdozer! (El bulldozer asesino) («Astounding», noviembre 1944), su famoso relato sobre la inteligencia extraterrestre que se apodera de un bulldozer. Adaptada por el propio Sturgeon, esta novela pudo verse en las pantallas de televisión en la década de 1970, constituyendo un episodio de la serie estadounidense Sunday Mystery Movie.
En la década de 1940, y sobre todo en la de 1950, la obra de Sturgeon le estableció firmemente en la jerarquía de la ciencia ficción, y su inclusión en la serie antes mencionada era forzosa. En la actualidad su producción literaria pasa por altibajos. Alterna su talento en la crítica de libros, tanto dentro como fuera del género de la ciencia ficción. Por fortuna, nunca ha desertado del género y es de esperar que la agudeza de su mente pueda ofrecernos todavía gran cantidad de sorpresas.
El Foso, en el año 5000, había cambiado muy poco con el transcurso de los siglos. Seguía siendo un monumento conmemorativo erigido por la irritación ante el uso irracional de la energía. Gracias a él, la guerra organizada era algo ya olvidado. Gracias a él, el mundo estaba libre de la polución industrial. Nadie escuchaba ya los silbidos y estallidos de las bombas ni el ritmo machacón de los desfiles militares. La Tierra, tras una larguísima espera, estaba en paz.
Acercarse al foso significaba una muerte lenta, segura. Se lo temía y respetaba, y así sería por muchos siglos, más. Por la noche emanaba de él un centelleo rojizo y estaba circundado por una franja de tierra, desierta y desigual, que se extendía más allá del horizonte. Un resplandor azul, fantasmagórico, flotaba sobre aquella zona. Allí no había nada vivo, no podía haberlo.
Con un monumento que conmemoraba de tal modo la guerra, sólo podía existir paz. La Tierra nunca olvidaría el horror que la guerra puede desatar.
Así lo había soñado Grenfell
Grenfell devolvió a Jack la hoja de papel mecanografiada.
—Sí, eso es, Jack —dijo—. Ésa es mi idea, y… me gustaría saber expresaría así.
Se recostó en el desordenado banco de trabajo. Su rostro, extrañamente asimétrico, tenía un aspecto curioso.
—¿Por qué será que siempre hace falta una persona inútil para expresar adecuadamente una abstracción? —preguntó.
Jack Roway sonrió irónicamente mientras introducía la hoja de papel en el bolsillo de su camisa.
—Una pregunta interesante, Grenfell —dijo—, porque se trata de tu expresión, las palabras son tuyas. Casi al pie de la letra. Me he limitado a eliminar todas las palabras innecesarias, como hum y eh, que pronunciaste mientras me lo explicabas, y a reunir todos los efectos que citaste sin mencionar las causas tecnológicas. Resultado: crees que yo lo hice, pero fuiste tú. Piensas que está bien escrito, y yo no.
—¿Piensas que no?
Jack extendió su cuerpo en el pequeño y duro catre. Su relajación era un acto digno de verse, tanto como el de desabrochar el cuello de una camisa. Sus articulaciones parecieron separarse un poco. Jack rió.
—Claro que no —aseguró—. Es demasiado emotivo para mi gusto. Sólo soy un pobre esteta, un… ¿inútil, dijiste? Hum… Sí, supongo que sí. —Hizo una pausa para reflexionar—. Mira, vosotros, los hombres de sangre fría, los científicos, sois los verdaderos visionarios. Me parece que la diferencia esencial entre un científico y un artista consiste en que el científico mezcla sus esperanzas con la paciencia.
El científico visualiza su metal final, pero le presta poca atención. Se concentra en dar el siguiente paso hacia adelante. El artista mira tan lejos que muchas veces ni siquiera ve lo que tiene bajo sus pies. Por eso cae de bruces y por eso los científicos lo llaman inútil. Pero si despojas el pensamiento del científico de todos los pasos intermedios y le muestras un concepto artístico, el hombre se extrañará y sorprenderá e, incluso, alabará al artista por haber sido tan perspicaz…, simplemente porque el artista repitió algo que el científico ya había dicho.
—Me has dejado atónito —dijo Grenfell sinceramente—. No serías lo que eres si no fueras tan indolente y superficial. Y, sin embargo, tienes salidas como ésta. No sé si he entendido lo que acabas de decir. Tendré que pensarlo…, pero no creo que muestres todos los signos del pensamiento lúcido. Con una mente como la tuya, no comprendo por qué no la aprovechas para hacer algo en lugar de desperdiciarla con tus interpretaciones ocasionales.
Jack Roway se desperezó ostentosamente.
—¿Y para qué? —preguntó—. Hay más derroche involucrado en la destrucción de algo ya hecho que en contribuir a hacer cualquier cosa. Es igual, el mundo está atestado de constructores… y de destructores. Me gusta estar sentado, contemplar y sentir las cosas. Me gusta mi ambiente, Grenfell. Quiero disfrutarlo tanto como pueda, mientras dure. Y ya no durará mucho. Quiero estar en contacto con él, probarlo, oírlo mientras hay tiempo. Lo que me importa es lo que me rodea, aquí y ahora. La aceleración del progreso humano, y el aumento de su masa, como tú dices, están conduciendo a la humanidad directamente hacia el Limbo. Tú, con tu trabajo, piensas que estás combatiendo la inercia de la humanidad. Sí, es cierto. Pero es el tipo de inercia al que se denomina momento. No dispones de una fuerza lo bastante grande como para detenerla, ni siquiera para modificar su curso en forma apreciable.
—Tengo la energía atómica.
—Eso no basta —afirmó Roway, al tiempo que sonreía y meneaba la cabeza—. Ninguna energía sirve. Es demasiado tarde.
—Ese pesimismo no me afecta. Puedes carcomer mis cimientos todo lo que gustes, Jack, y lo único que ganarás será quedarte sin dientes. Creo que ya lo sabes.
—Sí, lo sé. No pretendo hacer eso. Ni vendo ni cambio nada. Incluso soy más impotente que tú y tu energía atómica; y tú estás completamente desvalido. Pero… no me gusta tu uso del término pesimista. No lo soy, en absoluto. Puesto que he llegado a la conclusión de que la humanidad, tal como la conocemos, está acabada, me resigno. En estas circunstancias, pesimismo sería para mí el de un fotófobo previendo que el sol saldrá mañana.
Grenfell hizo una mueca.
—Tendré que pensar también en eso —dijo—. Eres un conjunto de paradojas que resultan ser razonamientos encadenados. Al parecer, vives en un mundo en el que los científicos son poetas y la cigarra ha triunfado sobre la hormiga.
—Siempre creí que la hormiga era un animal pestilente.
—¿Por qué sigues viniendo aquí, Jack? ¿Qué sacas de todo esto? ¿No comprendes que soy un criminal?
Los ojos de Roway se entornaron maliciosamente.
—A veces pienso que desearías serlo —dijo—. La ley dice que lo eres, y hay muchas posibilidades de que te cojan y traten en consecuencia. Éticamente, sabes que no eres un criminal. Eso le quita interés a que seas uno de los perseguidos.
—Quizá estés en lo cierto —convino Grenfell pensativo. Suspiró—. ¡Es tan absurdo todo esto! Durante la guerra, el Gobierno se aprovechó de mí y me forzó a entrar en el Proyecto Manhattan, esperando, y obteniendo, milagros. Nunca dejé de trabajar dentro de los mismos límites. Y ahora el Gobierno ha cambiado las leyes, convirtiéndome en ilegal.
—Me sorprende muy poco. El Gobierno trata muy severamente a los soldados que siguen matando soldados cuando acaba la guerra. —Levantó la mano para acallar la protesta de Grenfell—. Ya sé que no estás matando a nadie, que trabajas para un fin opuesto a ése. Sólo pretendía decir que se trata del mismo cambio de conducta brusco. Nosotros, el pueblo —añadió con voz afectada—, hemos decidido, en el uso de nuestras facultades soberanas, que únicamente los laboratorios gubernamentales podrán desarrollar la investigación atómica. Y así, a diferencia de nuestros amigos de ultramar, hemos forzado a nuestros políticos a conceder muy poco en lo que respecta al mantenimiento de tales laboratorios, por lo que no puede desarrollarse en ellos ninguna investigación exhaustiva auténtica. Además, trabajar en un laboratorio clandestino como el tuyo constituye un delito grave. —Se encogió de hombros—. El fin de la humanidad se acerca. Seremos los primeros en recibir. Si dedicamos más dinero y esfuerzos a la investigación nuclear que cualquier otro país, será otra nación la que reciba primero. Si duramos cien años, cosa muy dudosa, algún pobre investigador oficial, enfermo y mal pagado, descubrirá el sistema de calefacción mediante isótopo de aluminio que tú has perfeccionado ya.
—Fue un contratiempo —señaló con amargura Grenfell—. Forzarme a la clandestinidad justo a tiempo para que no pudiera hacerlo público. ¡Qué derroche de tiempo y energía representa el sistema calefactor que usan ahora en casas y edificios! Calefacción espacial, el uso mejor y más sencillo de la energía calorífica… y tengo la respuesta aquí. —Señaló con la cabeza un rincón de la tienda donde había un cubo compacto de aleación plúmbica—, Ponló en los cimientos, y el edificio tendrá calor regulable mientras dure, sin pagar un céntimo por combustible adicional y casi nada por mantenimiento. Bien, me alegro de que todo haya sido así.
—¿Por qué te hizo pensar en tu monumento a la guerra, el Foso? Sí. Bien, todo lo que puedo decir es que confío en que tengas razón. Todavía no ha sido posible asustar a la humanidad. La invención de la pólvora iba a terminar con la guerra, pero no fue así. Al igual que el submarino, el torpedo, el avión y esa bomba insignificante que arrojaron en Hiroshima.
—El Foso no tiene nada que ver con todo lo que has mencionado —afirmó Grenfell—. Sí, es cierto, la guerra todavía no ha asustado a la humanidad. Pero la bomba de Hiroshima dejó atónito a todo el mundo. Mi pequeño monumento conmemorativo es la clave. No me baso en un efecto de fisión, ¿sabes?, liberando un cero coma uno por ciento de la energía del átomo. Voy a desintegrarlo por completo, y a obtener toda la energía que hay en su interior. Y su potencia será más de mil veces la de la bomba de Hiroshima, porque usaré un explosivo doce veces mayor. Y explotará en el suelo, no a cincuenta metros de altura.
Los ojos de Grenfell centelleaban y el sudor brillaba en su frente.
—Y luego —prosiguió en voz baja—, el Foso. El monumento conmemorativo de la guerra para acabar con la guerra, y con los demás monumentos a la guerra. Un foso inmenso, en el que hervirá la lava, irradiando muerte durante diez mil años. Un recuerdo viviente de la destrucción que la humanidad ha preparado para sí misma. El desierto, sin ciudades y con un suelo que siempre ha sido estéril, será el escenario de la acción más, beneficiosa en la historia de la especie: un sermón eterno, una advertencia, un ejemplo de la mortífera antítesis de la paz.
Su voz murmurante se apagó.
—Grenfell —dijo Roway—, hay veces que logras asustarme. Y eso que soy un sensualista metódico, una persona que saborea todo lo que puede. Pero me asusta sentir tanto una sola cosa. —Se agitó inquieto, o tal vez fue un estremecimiento—. Eres un fanático, Grenfell Hiperemocional. Un monomaniaco. Espero que lo consigas.
—Lo conseguiré.
Transcurrieron dos meses. La presión creciente de los acontecimientos había forzado a Grenfell a no concentrarse tanto en su trabajo. Una tarde, contemplando una patrulla que recorría el solar situado al sur de su pequeño grupo de edificios, Grenfell pensó preocupado en lo que Roway le había dicho: «A veces pienso que desearías ser un criminal». Roway, el sensualista, opinaba así.
Roway apreciaba la sensación de peligro, igual que cualquier otra emoción. Y mientras el peligro aumentaba, seguiría saboreándolo sin importarle las consecuencias.
En dos ocasiones, Grenfell desconectó la comprometedora pila de carbono y aluminio que había construido, al ver helicópteros del Gobierno revoloteando sobre la desigual silueta de los edificios.
Conocía los detectores de radiación porque durante la guerra él mismo había desarrollado dos tipos distintos, y no deseaba que le hicieran preguntas. ¡Qué indescriptible frustración había sentido al no poder anunciar el éxito de su dispositivo de calefacción espacial, forzado por el temor a ser considerado como un criminal ya que su invento fuera requisado y olvidado! Aquella frustración había fijado su mente, intensificando el enconado esfuerzo en pos de sus creencias durante la guerra. Había conocido casos de shocks nerviosos en hombres dañados por la guerra, hombres que la despreciaban. Y cada caso había sido un estímulo para proseguir con su monumento, el Foso. Porque si la guerra había asustado a los humanos, la humanidad podía ser amedrentada mediante el Foso.
También había conocido hombres dañados por la guerra que seguían odiando a sus antiguos enemigos, que serían felices si pudieran matar algunos más, aun sabiendo el riesgo que correrían sus propias vidas. A éstos los consideraba salvados y se olvidaba de ellos.
No soportaría otra frustración. Era el centro de su propio universo, lo sabía perfectamente, y debía justificar su posición allí. Era un hombre humanitario, un filántropo en el más auténtico sentido de la palabra. Probablemente era tan malvado como cualquier otro hombre que, merced a su propio esfuerzo, hubiera movido el mundo.
Por primera vez, Grenfell se alegró al ver llegar a Jack Roway en su viejo y estropeado convertible, pese al terror qué le produjo el rugido del motor cuando lo escuchó desde la ventana de su laboratorio. Su reacción normal ante la llegada de Jack era una mezcla de fastidio y gratitud. Gratitud porque era muy difícil llegar hasta allí, y fastidio no porque le interrumpiera, puesto que Jack no era ningún problema, sino porque Grenfell sospechaba el motivo de la visita: Jack venía a verle, en parte, para olvidar un rato el ambiente de la ciudad y, por otra parte, para poder sentirse superior ante alguien al que consideraba de valía.
Pero el creciente temor a ser descubierto, y sus prisas por acabar el trabajo antes de que un público histérico se lo impidiera, había ejercido un efecto desacostumbrado en Grenfell: se sentía solo. El que un hombre como él experimenta soledad era algo extraordinario, porque su jornada normal estaba atestada de cosas por hacer. A Grenfell le parecía inadecuado el número de horas de un día o el de días de una semana, y lamentaba profundamente el abuso del sueño, al que consideraba como un derroche criminal.
—¡Roway! —gritó, al tiempo que abría la puerta, con una voz tan acogedora que Roway levantó las cejas sorprendido—. ¿Qué hay de nuevo por allí?
—Nada de particular —contestó el escritor, mientras se estrechaban las manos—. Lo normal, que ya es mucho. ¿Cómo va?
—Estoy terminando. —Entraron en la casa y, ya con la puerta cerrada, Grenfell se volvió para encararse con Jack—. Estoy terminando desde hace tanto tiempo, que me avergüenzo de mí mismo —añadió sinceramente.
—¡Ja! ¡Una confesión muy ardiente para estar tan poco avanzado el día! ¿De qué estás hablando?
—Oh, he tenido que hacer algunas cosas —explicó Grenfell inquietamente—. Pero pude seguir adelante con…, con lo más grande casi de toda la historia.
—Te fastidia terminar. Nunca pensaste qué sentirías con el trabajo acabado. —Sus dientes asomaron por un momento—, ¿Sabes una cosa? Nunca has dicho una sola palabra respecto a tus planes después de la gran explosión, ¿Te ocultarás?
—Yo… no lo he pensado demasiado. Tenía una remota idea de radiar un aviso y una explicación antes de proseguir con la detonación. Pero la he desechado. En primer lugar, me detendrían en cuestión de minutos, por muchas precauciones que tomara con el transmisor. En segundo lugar…, bueno, será algo tan grandioso que no necesitará explicación.
—Nadie sabrá quién lo hizo, o por qué lo hizo.
—¿Hace falta que se sepa? —preguntó Grenfell tranquilamente.
El rostro siempre variable de Jack quedó fijo por un momento, mientras el escritor visualizaba el Foso vomitando su infierno de diez mil años.
—Quizá no —dijo—. Pero ¿no te hace falta a ti?
—¿A mí? —Grenfell estaba sorprendido—. ¿Te refieres a si me preocupa que el mundo sepa que yo fui el que hizo eso? No, claro que no. Una serie de circunstancias han encontrado expresión a través de mí. El final es el Foso, y el Foso hará todo lo necesario a partir de un momento dado. Y luego yo quedaré totalmente al margen.
Jack se acercó al fregadero que había en un rincón del laboratorio y buscó algo entre la confusión de cacharros.
—¿Dónde tienes él café? Ah, ya lo veo. Eh… He estado pensando qué parte de motivación personal había en tu trabajo. Creo que ésa es una buena respuesta. Creo, igualmente, que eres sincero. La gente que hace cosas por motivos impersonales es casi tan escasa como peces recubiertos de piel, ¿lo sabías?
—No había pensado en eso.
—También te creo. ¿Azúcar? Y leche, ya recuerdo. ¿Y has escuchado la radio?
—Sí, Jack, estoy… un poco trastornado —dijo Grenfell, cogiendo la taza—. No sé cuál es el momento apropiado para hacerlo. Soy un técnico, no Maquiavelo.
—Un visionario, tal como dije. No sabes si tu dispositivo entrará muy pronto o demasiado tarde en la historia del mundo. ¿Me equivoco?
—No, Jack, todo el mundo parece estar enloqueciendo. Hasta las bombas de fisión son demasiado grandes para que la humanidad las controle.
—¿Y qué otra cosa puede esperarse? —Jack estaba ceñudo—. Nuestros queridos amigos esperan en el océano ante el botón de disparo, aguardando una excusa para apretarlo.
—Y nosotros también tenemos nuestro botón, claro.
—Tenemos que defendernos —dijo Jack Roway.
—¿Estás bromeando?
Roway le miró, con el ceño fruncido.
—No bromeo —contestó—. Raramente lo hago y todavía menos con un asunto así. —Y se estremeció.
Grenfell le observó fijamente, luego empezó a reír.
—Ahora ya lo he visto todo —dijo—. Jack Roway, mi iconoclasta amigo de todo el mundo, atrapado por… una moda. Por un pasatiempo nacional, alentado por la incertidumbre y alimentado por el periodismo sensacionalista: el temor al enemigo.
—Este país no está en guerra.
—¿Te refieres a que no tenemos ningún enemigo? ¿Estás diciendo que esos caballeros que aguardan en el océano, con sus ansiosos dedos revoloteando sobre los botones de disparo, no son nuestros enemigos?
—Bueno…
Grenfell cruzó la habitación y apoyó una mano en el hombro de su amigo.
—Jack… ¿Qué ocurre? No puedes estar tan preocupado por las noticias. ¡No tú!
Roway contempló el resplandor del sol, y agitó lentamente la cabeza.
—El equilibrio internacional es muy delicado —dijo en voz baja, en un tono lastimero—. Las naciones del mundo son como masas que se balancean en torno a un punto matemático y el centro de gravedad de cada una de ellas está situado directamente por encima. Pero las masas son fluidas, oscilan violentamente, se apartan del centro. Las tendencias opuestas son desiguales, no pueden anularse entre ellas, el ritmo es muy lento… Una u otra caerá y arrastrará con ella toda la estructura.
—Pero todo eso lo sabías desde hace tiempo, desde lo de Hiroshima, o quizá antes. ¿Por qué te aterra ahora?
—No creía que sucediera tan pronto.
—¡Oh, no! ¡Por eso! Has comprendido de repente que la explosión se producirá durante tu vida… Y no puedes aceptarlo. ¡Sólo puedes satisfacerte con racionalizaciones estéticas mientras la realidad esté al alcance de tu mano!
—¡Pero, bueno! —estalló Roway, desatando su irresistible mal humor—. ¡Guárdate todo eso, Grenfell! Guardalodos tus…, tus polisílabos enrevesados para un informe científico.
—Touché! —Grenfell sonrió—. ¿Sabes, Jack? Me recuerdas poderosamente a algunos de mis antiguos amigos que escriben ciencia ficción. Durante mucho tiempo han vivido muy cerca de la energía atómica, años antes de que el hombre de la calle, o el político medio, supiera algo sobre el tema. La energía atómica fue algo adecuado para estos especializados mercaderes de palabras porque les proporcionaba una fuente inagotable como base para desarrollar infinidad de material literario. Cuando el Proyecto Manhattan estaba en el apogeo, muchos de ellos sospechaban lo que estaba tramándose, algunos lo sabían… y otros incluso trabajaban en ello. Todos conocían perfectamente los terribles poderes potenciales de la energía nuclear. A casi todos les aterrorizaba todo aquel asunto. Temían por la humanidad, pero en realidad ellos no estaban asustados, como no fuera en una deliciosa forma intelectual, porque creían que esta aventura de Buck Rogers sólo podía afectar a la posteridad. Pero se produjo en el transcurso de sus propias y sacrosantas vidas.
Y que me parta un rayo si no estás haciendo lo mismo. Has conseguido toda una droga imaginándote la ruina que espera a la humanidad en una guerra atómica. Te has elevado por encima del problema, conscientemente, diciendo que es inevitable, y mientras tanto nos dejas recoger flores antes de que llueva. Pensabas que estarías a cubierto, muerto, cuando cayeran las primeras gotas. Ahora el progreso social ha formado un cumulonimbo y te encuentras a un kilómetro de tu casa con los pantalones arrugados y sin paraguas. ¡Y estás asustado!
Roway miraba al suelo.
—¡Es tan pronto! —dijo—. ¡Demasiado pronto!
Alzó la vista para mirar a Grenfell. Sus pómulos parecían demasiado abultados, inspiró profundamente.
—Tú… —dijo—. Nosotros podemos impedirla, Grenfell.
—¿Impedirla? ¿El qué?
—La guerra… la…, lo que nos sucede. La explosión que se producirá cuando las tensiones dentro de la situación internacional se hagan demasiado grandes. ¡Es preciso impedirla!
—Ése es el objetivo del Foso.
—¡El Foso! —gritó Roway en tono desdeñoso—. Ya te he dicho que eres un visionario. ¡Grenfell, debes ser más práctico! La humanidad no aprenderá nada mediante el ejemplo, lo patearán, lo destrozarán… Cirugía, ésa es la solución.
—¿Cirugía? —Grenfell frunció el ceño—. Cuando hace poco hablabas de impedir la guerra…, ¿estabas pensando en lo que me imagino?
—¿No lo entiendes? —apremió Jack—. ¿Qué tienes aquí? Energía destructiva total, la cumbre de la energía atómica. Uno o dos golpes con ella y contendremos a todo el mundo.
—No es un arma. No hice todo esto para que fuera un arma.
—La primera piedra que lanzó un hombre prehistórico tampoco pretendía ser un arma. Pero era manejable y efectiva, y se utilizó porque así tenía que ser. —El escritor alzó repentinamente las manos en un gesto de desesperación—. ¿No lo comprendes? ¿No te das cuenta de que este país puede ser atacado en cualquier momento, que la diplomacia está desesperada e inutilizada y que el mundo entero está pendiente de que se inicie todo? Quizá sea demasiado tarde, incluso ahora, pero es lo último que podemos hacer.
—¿Qué, en concreto, es lo último que podemos hacer?
—Entregar tu trabajo al Departamento de Guerra. En pocas horas el Gobierno lo utilizará en la forma más adecuada. —Movió un dedo a lo largo de su cuello—. En cualquier parte que deseemos, en el océano.
Se produjo un silencio tenso. Roway miró su reloj y se humedeció los labios.
—Entregarlo al Gobierno. Utilizarlo como arma —dijo Grenfell finalmente—. ¿Y para qué? ¿Para impedir la guerra?
—¡Por supuesto! —estalló Roway—. Para mostrar al resto del mundo quiénes somos…, para asustarlo a la luz del día…, para…
—¡No sigas! —rugió Grenfell—. Nada de eso. Piensas, o esperas, que el uso de la destrucción total como arma frenará lo inevitable…, al menos mientras tú vivas. ¿Me equivoco?
—Sí, yo…
—¿Me equivoco?
—Bueno, yo…
—Tienes más estupideces que escribir —dijo maliciosamente—. Más rubias que perseguir. Quieres seguir escuchando fugas de Bach cuando seas viejo y uses muletas.
—Nadie sabe dónde caerá la primera bomba. Puede ser en cualquier parte. No hay ningún sitio en el que yo…, nosotros… podamos estar a salvo. —Estaba temblando.
—¿Está temblando así la gente de la ciudad?
—Alborotos —dijo Roway. Estaba sofocado y sus ojos brillaban de pánico—. La radio no anunciará nada sobre los alborotos.
—¿Por eso has venido a verme hoy? ¿Para convencerme de que entregue energía destructora a cualquier gobierno?
—Era lo único que podía hacer —reconoció Jack—. No sé si tu bomba resolverá el problema, pero hay que probarlo. Es lo único que queda. Debemos estar preparados para atacar primero, y con más dureza que nadie.
—No.
El monosílabo de Grenfell fue pronunciado con la mayor firmeza.
—Grenfell…, pensaba que podría discutirlo contigo. No debes hacerlo en contra de ti mismo. Es preciso que lo hagas. Por favor, hazlo por tu propia voluntad. Por favor, Grenfell. —Se puso en pie lentamente.
—O lo hago por mi propia voluntad… ¿o qué? ¡No quiero volver a verte!
—No… Yo… Rowan, repentinamente, se puso muy erguido, escuchando algo. A gran altura y hacia el norte se escuchaba el zumbido de hélices en movimiento. Los labios de Roway, entreabiertos por el miedo, se apretaron hasta formar una mueca. Con dos zancadas increíblemente ágiles, el escritor se plantó junto a Grenfell. Asió al científico, de menor estatura que él, por la camisa y lo inmovilizó.
—No intentes nada —dijo ásperamente.
El silencio fue total. Sólo se escuchaba la dificultosa respiración de los dos hombres.
—Hubo un hombre llamado Judas… —dijo Grenfell, finalmente, con una expresión de cansancio.
—No puedes insultarme —interrumpió Roway, con una sombra de su antiguo orgullo—. Te estás alabando a ti mismo.
En el exterior del edificio, un helicóptero rugiente se sumergió en su propia nube de polvo. Varios hombres saltaron a tierra y entraron sin llamar. Eran tres, sin uniforme.
—Doctor Grenfell —dijo Jack Roway, sin soltar a Grenfell—, quiero presentarle a…
—Eso no importa —intervino el más alto de los tres hombres, con una voz apremiante—. ¿Usted es Roway? Hum… Doctor Grenfell, tengo entendido que posee un dispositivo nuclear en este local.
—¿Por qué has venido tú? —preguntó Grenfell a Roway sin perder la calma—. Bastaba con que enviaras a estos secuaces.
—Te resultará muy extraño, pero confiaba en convencerte de que entregaras el dispositivo libremente. ¿Sabes qué te ocurrirá si te niegas?
—Lo sé. —Grenfell frunció los labios un momento, luego se volvió al hombre más alto—. Sí, Tengo el dispositivo aquí. Destrucción atómica total ¿Eso es lo que buscan?
—¿Dónde está?
—Aquí, en el laboratorio. La pila está en el otro edificio. Encontrarán… —Dudaba—. Encontrarán dos muestras del concentrado. Una está allí… —Señaló una caja de plomo sobre un estante situado detrás de uno de los bancos—. Y hay otra igual, en una caja idéntica, en el cobertizo del otro edificio, en la parte trasera.
Roway suspiró y soltó a Grenfell.
—Buen chico. Sabía que lo harías.
—Sí —dijo Grenfell.
—Sí… Ve a buscarlo —dijo el hombre alto.
Uno de los otros hizo ademán de marcharse.
—Harán falta dos hombres para recoger la caja —indicó Grenfell temblorosamente. Sus labios estaban pálidos.
El hombre más alto sacó una pistola y la exhibió ociosamente. Hizo una seña con la cabeza al tercero de los hombres.
—Ve tú también. Traed la caja aquí; ataremos las dos juntas y las cargaremos en el helicóptero. Daos prisa.
Los dos hombres salieron hacia el cobertizo.
—¿Jack?
—Sí, doctor.
—¿Crees de verdad que puede asustarse a la humanidad?
—Sí…, y ahora. Esto se usará correctamente.
—Así lo espero. Así lo espero —murmuró Grenfell.
Los hombres volvieron.
—Ponedla sobre el banco —dijo el jefe, señalando la caja que cargaban ambos hombres.
Se subieron encima del banco y asieron la segunda caja para bajarla del estante. Jack Roway observó que la cara de Grenfell sudaba copiosamente. Un repentino horror se adueñó del escritor.
—¡Grenfell! —exclamó con una voz ronca—. Esto es…
—Claro —musitó Grenfell—. Masa crítica.
Luego se produjo la explosión.
Fue como la de Hiroshima, pero mucho mayor, Y con todo, no fue aquella explosión la que originó el Foso, sino la pila, la combinación de boro y aluminio que Grenfell había elaborado tan trabajosamente empleando componentes conseguidos clandestinamente a lo largo de los años. En el corazón de la explosión de fisión, en la pila, porque tal era su misión, se produjo la desintegración total, mucho más lenta. Pasó una hora antes de que su infernal actividad alcanzara el apogeo, y para entonces se había abierto en la tierra un cráter inmenso, una masa hirviente, vomitante, de elementos volatilizados, radiación pura y gases incandescentes. Era… El Foso. Su curva de actividad se fraguó abruptamente: un máximo en una hora y ocho minutos, y luego un debilitamiento gradual mientras el Foso intentaba ensancharse con menos y menos efecto de combustión, y mientras consumía sus propios y llameantes desechos en un esfuerzo para alcanzar la inactividad. La lluvia contribuiría a su apaciguamiento, puesto que perdería energía volatilizando las gotas. Cada uno de los numerosos elementos implicados emprendió su radiactividad secundaria y consumió su vida media sucesiva. La extinción del Foso se produciría al cabo de ocho o nueve mil años.
Y, al igual que la de Hiroshima, esta explosión tuvo consecuencias que afectaron a la historia y los corazones de los hombres en momentos muy separados en el tiempo del mismo cataclismo.
Esto fue lo que sucedió:
La explosión no pudo ser ocultada, y había demasiada histeria para que se confirmara ningún detalle. Resultó más fácil publicar titulares diciendo Nos atacan. La enloquecida exigencia de represalias fue instantánea y el Gobierno accedió, porque tales «represalias» se ajustaban a la política de ciertos miembros que podían ordenar medidas de emergencia. Estalló la primera guerra atómica.
Y la segunda.
Después de ella ya no hubo más guerras atómicas. La guerra de los mutantes fue un suceso monstruoso, y los mutantes derrotaron a los residuos de la humanidad, harapientos y netamente estériles, porque eran más fuertes. Luego murieron los mutantes por causa de su inadaptación. Durante un tiempo hubo un material muy interesante que habría podido estudiarse para determinar los efectos de la radiación sobre la herencia, pero no había nadie para estudiarlo.
Quedaron algunos humanos. Las ratas, tras crecer fantásticamente en número, acabaron con ellos. Se produjeron tres plagas.
Luego hubieron unas criaturas medio encorvadas, desnudas, cuya deformada herencia parecía provenir de la humanidad, pero se asustaban con facilidad, como individuos y como raza, y lógicamente no progresaron. Con toda certeza, no eran humanos.
El Foso, en el año 5000, había cambiado muy poco con el transcurso de los siglos, Seguía siendo un monumento conmemorativo erigido por la irritación ante el uso irracional de la energía. Gracias a él, la guerra organizada era algo ya olvidado. Gracias a él, el mundo estaba libre de la polución industrial. Nadie escuchaba ya los silbidos y estallidos de las bombas, ni el ritmo machacón de los desfiles militares. La Tierra, tras una larguísima espera, estaba en paz.
Acercarse al Foso significaba una muerte lenta, segura. Se lo temía y respetaba, y así sería por muchos siglos más. Por la noche emanaba de él un centelleo rojizo y estaba circundado por una franja de tierra, desierta y desigual, que se extendía más allá del horizonte. Un resplandor azul, fantasmagórico, flotaba sobre aquella zona. Allí no había nada vivo, no podía haberlo.
Con un monumento que conmemoraba de tal modo la guerra, sólo podía existir paz. La Tierra nunca olvidaría el horror que la guerra puede desatar.
Así lo había soñado Grenfell.