El hombre: cómo servirlo

por Damon Knight
de «Galaxy Science Fiction», noviembre de 1950

En la actualidad, el nombre de Damon Knight se asocia en gran medida con la nueva ola, con la visión vanguardista de la ciencia ficción, tendencia que él mismo apoya directamente con su prestigiosa serie Orbit (Órbita), de antologías originales. Puede pensarse, pues, que Knight es un producto de la década de 1960. Pero no es así: se presentó en febrero de 1941 con un relato corto, Resilience (Rechazo), aparecido en «Stirring Science Stories».

Knight es uno de los autores que debutaron antes de cumplir los veinte años. Nació en Baker, Oregón, en la noche deí 19 al 20 de septiembre de 1920, y descubrió la ciencia ficción en 1932 mediante un ejemplar de «Amazing Stories». Aunque no descubrió el fandom hasta 1940, a través de la sección de seguidores de «Astonishing Stories», en mayo de aquel año ya había terminado el primer número de su propio fanzine, «Snide». Knight poseía inclinaciones artísticas, y muy a menudo dibujaba historietas para su fanzine y otros. Sus actividades le llevaron a establecer contacto con el grupo «Futurians», que incluía a Wollheim, Lowndes, Wilson, Pohl y Kornbluth, y, de este modo, a realizar sus primeras apariciones profesionales. Knight empezó a florecer como escritor hasta 1950, puesto que su trabajo fundamental era el de subdirector en Popular Publications. Su breve paso por «Worlds Beyond» ya ha sido explicado en la introducción del presente volumen.

En el invierno de 1950, «F & SF» publicó Not with a Bang (No acabará con un estallido), que fue la primera muestra real del floreciente talento de Knight. Partiendo de aquellos versos de T. S. Elliot en The Hollow Men (Los hombres vacíos): «Y así termina el mundo / no con un estallido / sino con un gemido», Knight desarrolla con destreza un incidente fundamental en las vidas del último hombre y la última mujer de la Tierra. Su siguiente relato fue To Serve Man, el que les ofrecemos a continuación. Su carrera está firmemente establecida en el campo del relato corto, aunque en ocasiones ha escrito algunas novelas como Hell's Pavement (El pavimento del infierno) (1955) y Mind Swítch (Conmutador mental) (1965). Es un antologista notable, habiendo editado libros como A Century of Science Fiction (Un siglo de ciencia ficción) (1962) y First Flight (Primer vuelo) (1963), colección de primeras ventas de autores importantes.

Knight está casado con Kate Wilhelm, escritora de ciencia ficción.

Sí, los kanamit no eran muy bellos. Parecían mitad cerdos y mitad personas, una combinación poco atractiva. Verlos por primera vez era horroroso, y ésta era su desventaja. Cuando algo con aspecto diabólico llega de las estrellas y ofrece un obsequio, no se tienen muchas ganas de aceptarlo.

No se que apariencia esperábamos que tuvieran los visitantes interestelares; mejor dicho, los que habíamos pensado en ello. Tal vez ángeles, o quizás algo demasiado extraño para provocar espanto. Es posible que esa sea la razón por la que nos horrorizaron y repugnaron tanto cuando aterrizaron en sus grandes naves y pudimos verlos tal como eran.

Los kanamit eran bajitos y muy peludos: un pelo espeso, hirsuto, de color gris pardo, que cubría sus cuerpos abominablemente rollizos. Sus narices parecían hocicos; los ojos eran pequeños, y poseían gruesas manos con tres dedos en cada una. Vestían tirantes verdes de cuero y pantalones cortos, también verdes, pero creo que los pantalones eran una concesión a nuestra idea sobre la decencia publica. La ropa era muy a la moda, con bolsillos de corte y cinturones en la espalda. De todos modos, los kanamit tenían sentido del humor.

Había tres de ellos en aquella sesión de la ONU y, ¡Señor!, no puedo explicarles lo estrafalario que era su aspecto allí, en medio de una solemne sesión planetaria: tres rollizas criaturas que parecían cerdos, con tirantes y pantalones cortos de color verde, sentados a la gran mesa bajo el podio, rodeados por las apretadas filas semicirculares en las que había delegados de todas las naciones. Estaban sentados con el cuerpo muy erguido, mirando educadamente a cada orador. Sus aplanadas orejas colgaban sobre los auriculares. Creo que posteriormente aprendieron todos los idiomas humanos, pero en aquella ocasión sólo conocían el francés y el inglés.

Daban la impresión de estar como en su casa, y eso, junto con su buen humor, hizo que me empezaran a caer simpáticos. Yo estaba en la minoría; no pensaba que trataran de hacer nada.

El delegado argentino se puso en pie y dijo que su Gobierno estaba interesado en la demostración de una nueva fuente de energía, muy barata, que los kanamit habían realizado en la sesión anterior, pero que la Argentina no podía comprometer su política futura sin un examen más completo.

Era lo que opinaban todos los delegados, pero yo debía prestar una atención especial al señor Valdés, porque era propenso a farfullar y su dicción era mala. Aparte de una o dos vacilaciones momentáneas, no tuve problemas con la traducción. Luego conecté la línea polaco-inglés para comprobar qué tal le iba a Gregori con Janciewicz. Este último era la cruz que Gregori debía soportar, igual que Valdés era la mía.

Janciewicz repitió las mismas observaciones con unas cuantas variaciones ideológicas, y luego el secretario general concedió la palabra al delegado francés, que presentó al doctor Denis Lévêque, el criminólogo, al tiempo que entraban en la sala un montón de complicados dispositivos.

El doctor Lévêque subrayó que el delegado de la URSS había expresado adecuadamente la pregunta que se hacían muchas personas, cuando en la sesión anterior había inquirido: «¿Cuáles son los motivos de los kanamit? ¿Qué pretenden ofreciéndonos estos obsequios sorprendentes sin pedirnos nada a cambio?»

El doctor prosiguió diciendo:

—A petición de varios delegados y con el consentimiento total de nuestros huéspedes, los kanamit, mis socios y yo hemos efectuado una serie de pruebas con los kanamit, utilizando el equipo que pueden ver ante ustedes. Ahora volveremos a realizar las pruebas.

Un murmullo recorrió la sala. Los destellos de las cámaras fulguraron y uno de los operadores de televisión se movió para enfocar el panel de instrumentos del equipo. Al mismo tiempo, la inmensa pantalla de televisión situada detrás del podio se iluminó, y vimos las blancas superficies de dos esferas, ambas con el indicador a cero, y una cinta de registro contra la que se apoyaba un estilo.

Los ayudantes del doctor ajustaron los electrodos a las sienes de uno de los kanamit, enrollaron un tubo de goma cubierto de lona en el antebrazo, y pusieron algo en la palma de su mano derecha.

En la pantalla vimos que la cinta de registro empezaba a moverse, mientras el estilo iba trazando sobre ella, lentamente, una línea zigzagueante. Una de las agujas inició un movimiento rítmico y la otra describió un rápido giro y se detuvo, oscilando ligeramente.

—Estos son los instrumentos normales para comprobar la verdad de una declaración —dijo el doctor Lévêque—. Nuestro primer objetivo consistió en determinar si los kanamit reaccionan a estas pruebas igual que los seres humanos, puesto que su fisiología nos es desconocida. Ahora repetiremos uno de los numerosos experimentos realizados en nuestro esfuerzo por aclarar este punto.

Señaló la primera esfera.

—Este instrumento registra el latido del corazón del sujeto —prosiguió—. Este otro, la conductividad eléctrica en la piel de la palma de la mano, una medida de la transpiración, que aumenta con la tensión. Y éste —señaló el dispositivo de la cinta y el estilo— muestra el modelo e intensidad de las ondas eléctricas que emanan de su cerebro. Se ha demostrado que en los seres humanos todas estas lecturas varían notablemente según que el sujeto diga o no la verdad.

Cogió dos grandes trozos de cartón, uno rojo y otro negro. El rojo era un cuadrado de unos noventa centímetros de lado; el negro, un rectángulo de un metro de largo.

—¿Cuál es el más largo? —preguntó al kanama.

—El rojo —dijo el kanama.

Las dos agujas saltaron alocadamente, igual que la línea que iba trazándose en la cinta.

—Repetiré la pregunta —prosiguió el doctor—. ¿Cuál de los dos es más largo que el otro?

—El negro —contestó la criatura.

Los instrumentos prosiguieron su ritmo normal.

—¿Cómo llegaron hasta este planeta? —inquirió el doctor.

—Andando.

Por segunda vez, los instrumentos saltaron. En la sala se oyeron muestras de risa contenida.

—Repito —dijo el doctor—. ¿Cómo llegaron hasta este planeta?

—En una nave espacial.

Los instrumentos no variaron su posición. El doctor volvió a dirigirse a los delegados.

—Hemos realizado numerosos experimentos de este tipo —explicó—, y mis colegas y yo estamos convencidos de que los mecanismos son efectivos. Y ahora —se volvió al kanama— pediré a nuestro distinguido huésped que responda la pregunta expuesta en la última sesión por el delegado de la URSS, es decir, ¿por que el pueblo kanamit ofrece estos fabulosos regalos al pueblo de la Tierra?

El kanama se puso en pie.

—En mi planeta —dijo, esta vez en inglés tenemos este dicho: Hay más misterios en una piedra que en la cabeza de un filósofo. Los motivos de seres inteligentes son muy simples, aunque a veces puedan parecer muy oscuros, comparados con el complejo desarrollo del universo natural. Confío, pues, en que el pueblo de la Tierra me entienda, y me crea, cuando afirmo que nuestra misión aquí es tan simple como ofreceros la paz y la riqueza que nosotros disfrutamos, y que en el pasado hemos ofrecido a otras razas de la Galaxia. Cuando en vuestro mundo no haya hambre, guerras y sufrimientos innecesarios, habremos logrado nuestra recompensa.

Las agujas no habían saltado ni por un instante.

El delegado de Ucrania se levantó de un salto, pidiendo la palabra, pero ya no había tiempo y el secretario general cerró la sesión.

Me reuní con Gregori al abandonar la sala. La excitación sonrojaba su rostro.

—¿Quién ha organizado este circo? —preguntó.

—Las pruebas me parecieron genuinas —contesté.

—¡Un circo! —dijo con vehemencia—. ¡Una burda farsa! Peter, si eran genuinas, ¿por qué impidieron la discusión?

—Mañana habrá, tiempo para discutir, seguro.

—Mañana el doctor y sus instrumentos, estarán de vuelta en París. Pueden suceder muchas cosas antes de mañana. En nombre de la cordura, hombre, ¿cómo puede confiarse en algo que parece haber acabado de tragarse a un niño?

Yo estaba un poco fastidiado. Dije:

—¿No será que te preocupa más su política que su aspecto?

—Bah.

Y se fue sin más.

Al día siguiente empezaron a llegar los informes de los laboratorios gubernamentales de todo el mundo que ensayaban la fuente de energía de los kanamit. Todos rebosaban entusiasmo. No entiendo ese tema, pero, al parecer, aquellas cajitas de metal suministrarían más energía eléctrica que una pila atómica, casi gratuita y eternamente. Se comentaba que cualquier persona podría tener una de las cajitas, puesto que la fabricación era poco costosa. A primeras horas de la tarde se supo que diecisiete países habían iniciado la construcción de fábricas para elaborarlas.

Pasó otro día y los kanamit presentaron planos y especímenes de un artilugio que aumentaría la fertilidad de cualquier tierra de cultivo de un sesenta a un ciento por ciento. Se basaba en la aceleración de la formación de nitratos en la tierra, o algo por el estilo. Los noticiarios no hablaban de otra cosa que no fueran los kanamit. Un día después, dejaron caer la bomba.

—Ahora disponéis de energía potencialmente ilimitada y habéis aumentado vuestras reservas alimenticias —explicó uno de ellos.

Con su mano de tres dedos señaló un instrumento que había sobre la mesa, delante de él. Se trataba de una caja montada sobre un trípode, con un reflector parabólico delante.

—Hoy os ofrecemos un tercer obsequio —continuó—. Es tan importante, al menos, como los dos primeros.

El kanama hizo señales a los cámaras de televisión para que tomaran un primer plano. Luego cogió una gran hoja de cartón en la que había dibujos y caracteres ingleses. La vimos a través de la gran pantalla situada sobre el podio. Era perfectamente legible.

—Se nos ha informado de que este programa está siendo retransmitido a todo vuestro mundo —dijo el kanama—. Deseo que todas las personas que dispongan de equipo fotográfico y puedan fotografiar las pantallas de televisión lo hagan ahora mismo.

El secretario general se inclinó hacia adelante y formuló vivamente una pregunta pero el kanama no le hizo caso.

—Este dispositivo —continuó el kanama— genera un campo en el que no puede detonar ningún explosivo, cualquiera que sea su naturaleza.

Hubo un silencio de incomprensión.

—Ya no puede ser eliminado —explicó el kanama—. Si una nación lo posee, todas las demás deben poseerlo. —Nadie parecía comprender nada—. No habrá más guerras.

Se trataba de la noticia más importante del milenio, y totalmente cierta. Resultó, que las explosiones, a que el kanama había aludido incluían las de la gasolina y motores diesel. En una palabra, nadie podía montar o equipar un ejército moderno.

Podríamos haber vuelto a los arcos y las flechas, claro, pero eso no habría satisfecho a los militares. Además, no habría motivo alguno para guerrear. Muy pronto, todas las naciones tendrían cualquier cosa que precisaran.

Nadie volvió; a pensar nunca en aquellos experimentos con el detector de mentiras, ni se preguntó a los kanamit cuál era su política. Gregori fue despedido; no disponía de nada para probar sus sospechas.

Pocos meses después abandoné mi empleo en la ONU, puesto que preví que la organización desaparecería tarde o temprano. En aquel momento había mucho trabajo en la ONU, pero al cabo de un año, más o menos, no habría nada que hacer. Todas las naciones de la Tierra habían emprendido ya el camino de la autosuficiencia, y el arbitrio no iba a ser necesario.

Acepté un empleo como traductor en la embajada kanamit, y aquí fue donde volví a ver a Gregori. Me alegré mucho de saludarle, pero no sabía qué hacía él allí.

—Creía que estabas en la oposición —dije—. No me digas que ya crees en la buena fe de los kanamit.

Gregori parecía estar algo avergonzado.

—De todas formas, no son lo que parecen —dijo.

Era lo máximo que él podía conceder honradamente, y le invité a tomar algo en la salita de la embajada. Era un lugar íntimo, y Gregori se mostró más comunicativo con el segundo daiquiri.

—Me fascinan —explicó—. Sigo odiándolos por instinto, eso no ha cambiado, pero hay algo extraño. Sí, tú estabas en lo cierto, sus intenciones para con nosotros son buenas. Pero ¿sabes una cosa? —Se inclinó sobre la mesa—. Nunca se respondió la pregunta del delegado ruso.

Creo que resoplé.

—No, es cierto —prosiguió—. Dijeron lo que pretendían: «Ofreceros la paz y la riqueza que nosotros disfrutamos». Pero no explicaron el porqué.

—¿Y porqué los misioneros…?

—¡Malditos misioneros! —dijo colérico—. Los misioneros tienen un motivo religioso. Si estas criaturas tienen una religión, no lo han mencionado ni una sola vez. Lo que es más, no enviaron un grupo de misioneros, sino una delegación diplomática, un grupo que representa la voluntad y la política de todo su pueblo. Entonces, ¿qué van a obtener los kanamit, como pueblo o nación, con nuestro bienestar?

—Culturalmente… —empecé a decir.

—¡Narices, culturalmente! No, es menos obvio qué eso, algo extraño relacionado con su psicología y no con la nuestra. Pero créeme, Peter, no existe altruismo completamente desinteresado. Lo que sea, pero tienen que sacar algo de esto.

—Y por eso estás aquí. Para intentar averiguar de qué se trata.

—Exacto. Quise entrar en uno de los grupos de intercambió que van a vivir diez años en su planeta natal, pero no pude. Las plazas estaban agotadas una semana después de que lo anunciaran. Pero hay otra cosa que puedo hacer estando aquí. Estoy estudiando su idioma y, como ya sabes, el idioma refleja los aspectos básicos del pueblo que lo emplea. Ya domino bastante bien la jerga oral de los kanamit. En realidad, no es muy difícil, y hay ciertas sugestiones en él. Algunos de los modismos son muy similares al inglés. Estoy convencido de que al final encontraré la respuesta.

—Ánimo, pues —le deseé. Y volví a mi trabajo.

A partir de entonces vi a Gregori muy a menudo, y él me mantuvo informado de sus progresos. Al cabo de un mes estaba muy excitado porque, según me dijo, había cogido un libro de los kanamit y estaba tratando de descifrarlo. Utilizaban representaciones gráficas, peor que los chinos, pero Gregori estaba resuelto a seguir adelante aunque tardara varios años en hallar la respuesta. Quería que yo le ayudase, iba a ser un trabajo largo, pero a pesar de ello me interesaba.

Pasamos algunas tardes juntos, trabajando con material que surgía en el tablón de anuncios de los kanamit y cosas por el estilo, así como con el extremadamente limitado diccionario inglés-kanamit, editado únicamente para los miembros de la embajada. Me preocupaba tener un libro robado, pero poco a poco el problema me fue absorbiendo. Al fin y al cabo, soy un experto en idiomas y aquel asunto me fascinaba, no podía evitarlo.

Tradujimos el título del libro en cuestión de semanas. Era El hombre: cómo servirlo, y, obviamente, se trataba de un manual que entregaban a los nuevos miembros kanamit del personal de la embajada. Por aquel entonces llegaban nuevos kanamit constantemente, al ritmo de una nave mensual. Estaban creando infinidad de laboratorios de investigación, clínicas, etcétera. Cualquier terrestre, aparte de Gregori, que aún desconfiara de aquella gente debía vivir en algún lugar desconocido del Tíbet.

Resultaba sorprendente contemplar los cambios que se habían producido en menos de un año. No había más ejércitos permanentes, ni déficits comerciales, ni desempleo… Cuando leías un periódico ya no veías títulos como BOMBA H o satélite hiriéndote los ojos; las noticias eran buenas, siempre lo eran. Resultaba difícil acostumbrarse. Los kanamit estaban estudiando la bioquímica humana y, según decían en la embajada, estaban ya casi preparados para hacer públicos métodos que nos convertirían en una especie más fuerte, alta y saludable. Como aquel que dice, en una especie de superhombres. Y disponían de una cura potencial para las enfermedades cardíacas y el cáncer.

Después de traducir el título del libro no vi a Gregori durante quince días. Yo me fui a Canadá, aprovechando unas vacaciones largo tiempo retrasadas. Cuando volví, quedé sorprendido por el cambio que había sufrido Gregori en su aspecto.

—¿Qué diablos ocurre, Gregori? —le pregunté—. Parece que seas el mismo diablo.

—Vamos a la salita.

Fui con él, y Gregori se bebió un whisky de un trago, como si le fuera la vida en ello.

—Vamos, hombre, ¿de qué se trata? —le urgí.

—Los kanamit me han puesto en la lista de pasajeros para la próxima nave de intercambio —dijo—. A ti también, de otra forma no estaría hablando contigo.

—Bien, pero…

—No son altruistas, intenté discutir razonablemente con Gregori. Le dije que la Tierra era un paraíso, si la comparábamos con lo que había sido antes. Se limitó a menear la cabeza.

—Y bien —dije—. ¿Qué me dices de aquellas pruebas con el detector de mentiras?

—Una farsa —replicó muy tranquilo—. Ya os lo dije entonces, todos estabais locos. Y ellos no mintieron, ni una sola vez.

—¿Y el libro? —pregunté algo molesto—. ¿Qué me dices de El hombre: cómo servirlo? No era algo especialmente dedicado a ti. Ese es su propósito. ¿Cómo lo explicas?

—He leído el primer párrafo de ese libro. ¿Por qué piensas que no he dormido desde hace una semana?

—¿Y bien?

Gregori sonrió. Una sonrisa extraña, amarga.

—Es un libro de cocina —dijo.