Intuición femenina

Las tres leyendas de la robótica:

1. Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano sufra algún mal.

2. Todo robot obedecerá las órdenes recibidas de los seres humanos, excepto cuando esas órdenes puedan entrar en contradicción con la primera ley.

3. Todo robot debe proteger su propia existencia, siempre y cuando esta protección no entre en contradicción con la primera o la segunda ley.

Por primera vez en la historia de Norteamericana de Robots y Hombres Mecánicos, S.A., se había producido la destrucción de un robot por accidente en la propia Tierra.

Era imposible señalar responsabilidades. El vehículo aéreo había sido derribado en pleno vuelo y un incrédulo comité de Investigación intentaba decidir si realmente tendría la osadía de hacer públicas las pruebas de que el aparato había sido alcanzado por un meteorito. Ninguna otra cosa hubiera podido avanzar con la velocidad suficiente para llegar a evitar que actuara el mecanismo de desviación automática; ninguna otra cosa podría haber causado el desastre salvo una explosión nuclear, y eso quedaba descartado.

Asóciese a ello un informe sobre un destello detectado en medio de la noche justo antes de la explosión del vehículo —y no por cualquier aficionado, sino por el Observatorio Flagstaff— y la localización de un fragmento de hierro de considerables dimensiones y claramente meteórico, recientemente incrustado en el suelo a una milla del lugar del suceso. ¿Cabía otra conclusión?

Aun así, nunca antes había ocurrido nada parecido y el cálculo de las probabilidades en contra del suceso arrojaba cifras monstruosas. Pero incluso los hechos más colosalmente improbables pueden producirse alguna vez.

El cómo y el porqué eran considerados de importancia secundaria en las oficinas de la Norteamericana de Robots. Lo verdaderamente grave era que se había producido la destrucción de un robot.

Ello, por sí solo, ya resultaba preocupante.

El hecho de que JN-5 fuera un prototipo, el primero en actuar sobre el terreno, tras cuatro pruebas anteriores, era aún más preocupante.

El hecho de que JN-5 fuese un tipo radicalmente nuevo de robot, totalmente distinto de cualquier otro jamás construido hasta el momento, resultaba abismalmente preocupante.

El hecho de que según todos los indicios JN-5 había logrado averiguar algo de incalculable importancia antes de su destrucción y que ese logro tal vez se hubiera perdido para siempre, situaba el desánimo más allá de cualquier posible expresión.

Apenas parecía digno de mención el detalle de que, junto con el robot, había perecido también el primer robosicólogo de la compañía.

Clinton Madarian llevaba diez años en la empresa. Durante los cinco primeros, había trabajado sin rechistar bajo la refunfuñante supervisión de Susan Calvin.

Las brillantes capacidades de Madarian eran perfectamente evidentes, y Susan Calvin le había ascendido calladamente por encima de otros hombres mayores que él. Ella se habría negado a justificar en cualquier caso este proceder ante el director de investigación, Peter Bogert, pero lo cierto es que no fueron precisas razones. O, más bien, éstas eran obvias.

Madarian era la absoluta antítesis de la famosa doctora Calvin en varios aspectos muy notorios. En realidad no era tan obeso como le hacía parecer su destacado doble mentón, pero aun así tenía una figura que imponía respeto, en tanto que Susan pasaba prácticamente desapercibida. Ante el grueso rostro de Madarian, su mata de relucientes cabellos castaño rojizos, su piel tosca y su voz atronadora, su risa sonora y, en especial, su irreprimible confianza en sí mismo y la vehemencia con que anunciaba sus éxitos, las demás personas que había en la habitación tuvieron la sensación de que el espacio era insuficiente para todos.

Cuando Susan Calvin se retiró por fin (negándose de antemano a cooperar en ningún sentido con cualquier cena testimonial que pudiera organizarse en su honor, en términos tan contundentes que su jubilación ni siquiera se comunicó a las agencias de noticias), Madarian la sustituyó.

Llevaba exactamente un día en el cargo cuando puso en marcha el proyecto JN.

Este exigió la mayor dedicación de fondos jamás concedida por Norteamericana de Robots a un proyecto concreto, pero Madarian despachó ese detalle con un genial movimiento desdeñoso de la mano.

—Vale cada uno de esos centavos, Peter —dijo—. Y confío que así sabrás hacérselo entender al Consejo de Dirección.

—Dame alguna razón —dijo Bogert, preguntándose si Madarian accedería a hacerlo. Susan Calvin jamás había dado razones para nada.

—Desde luego —dijo, sin embargo, Madarian, y se instaló confortablemente en el gran sillón del despacho del director.

Bogert se lo quedó mirando con expresión casi temerosa. Sus propios cabellos, negros en otro tiempo, se habían vuelto ya casi blancos y tardaría menos de diez años en seguir a Susan por el camino de la jubilación. Ése sería el fin del equipo inicial que había convertido a Norteamericana de Robots en una empresa de alcance mundial capaz de rivalizar con los gobiernos nacionales en cuanto a importancia y complejidad. De algún modo, ni él ni sus antecesores habían llegado a hacerse verdadero cargo de la enorme expansión de la empresa.

Pero ahora estaba ante una nueva generación. Los nuevos hombres se sentían a sus anchas con el Coloso. Carecían de ese toque de admiración que a ellos les hacía caminar de puntillas como si no acabaran de creérselo. Y por eso avanzaban con arrojo, lo cual era bueno.

—Me propongo iniciar la construcción de robots sin restricciones —dijo Madarian.

—¿Sin las tres leyes? Sin duda…

—No, Peter. ¿Sólo se te ocurren esas restricciones? ¡Qué, diablos!, tú colaboraste en el diseño de los primeros cerebros positrónicos. ¿Tendré que ser yo quien te diga que, prescindiendo ya de las tres leyes, no existe un solo circuito de esos cerebros que no esté cuidadosamente diseñado y prefijado? Tenemos robots programados para tareas específicas, dotados de capacidades específicas…

—Y te propones…

—Dejar abiertos los circuitos a todos los niveles, excepto por lo que respecta a las tres leyes. No es difícil.

—No es difícil, desde luego —dijo secamente Bogert—. Las cosas inútiles nunca son difíciles. Lo difícil es fijar los circuitos y conseguir que el robot sea de alguna utilidad.

—Pero, ¿por qué es difícil hacer eso? Fijar los circuitos es un proceso muy trabajoso a causa de la importancia que tiene el principio de incertidumbre en las partículas de la masa de positrones y de la necesidad de minimizar el efecto de incertidumbre. Pero, ¿por qué minimizarlo? Si disponemos las cosas de manera que el principio tenga justo el peso suficiente para permitir que los circuitos se interconecten de manera imprevisible…

—Tendremos un robot imprevisible.

—Tendremos un robot creativo —dijo Madarian, sin la menor señal de impaciencia—. Peter, si algo tiene el cerebro humano que jamás ha tenido un cerebro robótico, es precisamente ese residuo de imprevisibilidad derivado de los efectos de la incertidumbre a nivel subatómico. Reconozco que jamas se ha demostrado experimentalmente la presencia de este efecto en el sistema nervioso, pero sin él, el cerebro humano no sería superior al cerebro robótico, en principio.

—Y crees que si logras introducir ese efecto en el cerebro robótico, el cerebro humano no será superior a aquél, en principio.

—Eso pienso, exactamente —dijo Madarian.

Y continuaron charlando un largo rato a partir de allí.

Era evidente que el Consejo de Dirección no tenía la menor Intención de dejarse convencer fácilmente.

Scott Robertson, el principal accionista de la compañía, dijo:

—Ya es bastante difícil controlar la industria de los robots tal como están las cosas, con la hostilidad del público hacia los robots siempre a punto de estallar. Si el público imagina que los robots estarán incontrolados… Oh, no me vengan ahora con las tres leyes. El hombre medio no creerá que las tres leyes puedan protegerlo una vez haya oído mencionar tan sólo la palabra «incontrolado».

—Pues, no la usen —dijo Madarian—. Pueden decir que el robot es… «intuitivo».

—Un robot intuitivo —musitó alguien—. ¿Un robot mujer?

Una sonrisa se extendió por toda la mesa de juntas.

Madarian aprovechó esa ocasión.

Muy bien. Un robot mujer. Nuestros robots son asexuados, evidentemente, y también lo será éste, pero siempre los tratamos como si fueran varones. Les ponemos nombres de hombre y nos referimos a ellos en masculino. Éste en concreto, desde el punto de vista de la naturaleza de la estructura matemática del cerebro que he propuesto, entraría dentro del sistema de coordinación JN. El primer robot sería el JN-1, y había dado por sentado que se llamaría John-1… Me temo que ése es el nivel de originalidad al que se mueve el roboticista medio. Pero, ¿por qué no llamarlo Jane-1, qué demonios? Si es imprescindible que el público sepa lo que estamos haciendo, pues diremos que estamos construyendo un robot femenino, con intuición.

Robertson meneó la cabeza.

¿Y qué cambia con eso? Estás diciendo que te propones suprimir la última barrera que, en principio, mantiene el cerebro robótico a un nivel inferior al del cerebro humano ¿Cómo supones que reaccionará el público cuando se entere?

¿Acaso piensas dar publicidad a ese hecho? —dijo Madarian. Reflexionó un poco y luego añadió—: Mira. Si algo cree la opinión pública general es que las mujeres son menos inteligentes que los hombres.

Una mirada inquieta se reflejó por un instante en el rostro de algunos de los hombres sentados en torno a la mesa y echaron un rápido vistazo a su alrededor como si Susan Calvin todavía ocupara su lugar acostumbrado.

—Si anunciamos un robot femenino —dijo Madarian—, ya podrá ser cualquier cosa. El público dará automáticamente por sentado que es una retrasada mental. Sólo tenemos que presentar al robot como Jane-1 y no nos será preciso añadir nada más. Estaremos a salvo.

—En realidad —dijo pausadamente Peter Bogert—, eso no es todo. Madarian y yo hemos repasado cuidadosamente los cálculos matemáticos, y la serie JN, llámese John o Jane, sería perfectamente segura. Los robots serían menos complejos y poseerían menos capacidades intelectuales, en un sentido ortodoxo, que muchas otras series que hemos diseñado y construido. Sólo tendríamos el único factor adicional de…, bueno, tendremos que irnos acostumbrando a llamarlo «intuición».

—¿Quién sabe qué hará ese factor? —musitó Robertson.

—Madarian ha sugerido una de las cosas que podría hacer. Como todos ustedes saben, en principio se ha logrado desarrollar el salto espacial. Los hombres pueden alcanzar lo que, en efecto, vienen a ser hipervelocidades superiores a la de la luz y visitar otros sistemas estelares y regresar en un período de tiempo insignificante, en un espacio de semanas como máximo.

—Eso no es ninguna novedad —dijo Robertson—. Podría haberse logrado sin robots.

—Exactamente, y no nos está sirviendo de nada porque no podemos usar el hiperreactor excepto tal vez en una que otra exhibición ocasional para dar un poco de publicidad a Norteamericana de Robots. El salto espacial es arriesgado consume una terrible cantidad de energía y, por tanto, resulta enormemente caro. Si pensamos usarlo a pesar de todo, sería bonito poder comunicar la existencia de un planeta habitable. Llámenle necesidad psicológica. Gasten unos veinte millones de dólares en un solo salto espacial, para luego no obtener más que datos científicos y el público querrá saber por qué se ha despilfarrado su dinero. Comuniquen la existencia de un planeta habitable y se convertirán en un Colón interestelar, y nadie se preocupará de averiguar cuánto ha costado.

—¿Y a qué viene esto?

—Pues se trata de que vamos a encontrar un planeta habitable. O dicho de otro modo: averiguaremos qué estrella al alcance del salto espacial en su presente fase de desarrollo, cuál de las trescientas mil estrellas y sistemas estelares situados en el radio de trescientos años luz tiene mayores probabilidades de contar con un planeta habitable. Disponemos de una enorme cantidad de detalles sobre cada una de las estrellas situadas en un radio de trescientos años luz y datos para suponer que cada una de ellas cuenta con un sistema planetario. Pero, ¿cuál posee un planeta habitable? ¿Cuál debemos visitar?… Lo ignoramos.

—¿En qué podría sernos útil ese robot Jane? —quiso saber uno de los directores.

Madarian estuvo a punto de responderle, pero luego le hizo una leve señal a Bogert y éste comprendió. La opinión del director de investigación tendría más peso. A Bogert le gustaba especialmente la idea; si la serie JN resultaba un fracaso, su relación con la misma sería bastante notoria como para que los dedos pegajosos de las acusaciones se adhirieran a él. Pero, por otra parte, no le faltaba mucho para jubilarse, y si el proyecto salía bien, se retiraría en medio de un resplandor de gloria. Tal vez sólo se debiese a la confianza que irradiaba Madarian, pero Bogert había llegado a convencerse sinceramente de que la cosa saldría bien.

—Es posible —dijo— que en algún lugar de las bibliotecas de datos que hemos reunido sobre esas estrellas, se oculten los métodos para calcular las probabilidades de que existan planetas habitables semejantes a la Tierra. Sólo nos falta interpretar adecuadamente los datos, considerarlos bajo el apropiado punto de vista creativo, establecer las correlaciones exactas. Aún no lo hemos logrado. O si algún astrónomo lo ha conseguido, no ha tenido la perspicacia suficiente para comprender lo que tenía entre manos.

Un robot de tipo JN podría establecer las correlaciones con mucha mayor rapidez y exactitud que un hombre. Sería capaz de establecer y rechazar en un solo día tantas correlaciones como un hombre en diez años. Además, trabajaría realmente al azar, en tanto que un hombre tendría fuertes prejuicios basados en concepciones previas y en lo que ya se da por sentado.

A estas palabras siguió un considerable silencio, que fue roto finalmente por Robertson.

—Pero es sólo cuestión de probabilidad, ¿no es así? Supongan que el robot dijese: «La estrella con mayores probabilidades de contar con un planeta habitable en un radio de tantos y tantos años luz es Squidgee-17», o lo que sea, y nos trasladamos allí y descubrimos que una probabilidad es sólo una probabilidad y que a fin de cuentas allí no había ningún planeta habitable. ¿Cuál sería entonces nuestra situación?

En aquel momento intervino Madarian.

—Aun así saldríamos ganando. Sabríamos cómo llegó el robot a esa conclusión, pues él, ella, nos lo diría. Es posible que ello nos permitiera profundizar enormemente en algunos detalles astronómicos y sacar un provecho de todo el asunto, aun cuando ni siquiera llegásemos a efectuar el salto espacial. Por otro lado, entonces podríamos calcular la localización de los cinco planetas más probables, y la probabilidad de que en uno de los cinco sistemas hubiese un planeta habitable sería superior a 0,95. Sería prácticamente seguro…

Y continuaron charlando un largo rato a partir de allí.

Los fondos concedidos eran bastante insuficientes, pero Madarian ya contaba con la costumbre de gastar buenos dineros una vez entregados los malos. Ante el riesgo de perder irremisiblemente doscientos millones cuando con otros cien millones podrían salvarse, no cabía duda de que se aprobaría la concesión de los cien millones adicionales.

Finalmente, Jane-1 estuvo construida y fue presentada en sociedad. Peter Bogert lo —la— examinó gravemente.

—¿Por qué esa cintura estrecha? —dijo—. Sin duda ello introduce una debilidad mecánica.

Madarian rió entre dientes.

—Oye una cosa, si vamos a llamarla Jane, no tiene sentido darle el aspecto de un Tarzán.

Bogert meneó la cabeza.

—No me gusta. Pronto la hincharás más arriba para producir el efecto de unos senos, y sería una idea nefasta. Puedo decirte exactamente qué tipo de ideas perversas se les ocurrirán a las mujeres si comienzan a pensar que los robots pueden parecerse a ellas, y tendrás que enfrentarte con una verdadera hostilidad por su parte.

—Es posible que en eso tengas razón —dijo Madarian—. Ninguna mujer quiere sentirse sustituible por algo sin ninguno de sus defectos. De acuerdo.

Jane-2 no tenía la cintura estilizada. Era un robot sombrío que raras veces se movía, y hablaba aun con menos frecuencia.

Durante su construcción, Madarian sólo había corrido muy de tarde en tarde al despacho de Bogert con alguna noticia, señal segura de que las cosas no iban muy bien. La efervescencia de Madarian en momentos de éxito resultaba arrolladora. No habría vacilado en invadir el dormitorio de Bogert a las tres de la madrugada con una noticia de última hora, incapaz de esperar a comunicársela por la mañana. De eso Bogert estaba seguro.

Ahora Madarian parecía deprimido, su habitual discurso florido se había apagado casi por completo, sus mejillas rollizas estaban como hundidas.

—No quiere hablar —dijo Bogert, con la sensación de dar en el clavo.

—Oh, hablar, sí habla. —Madarian se sentó pesadamente y comenzó a mordisquearse el labio inferior—. Al menos de vez en cuando —dijo.

Bogert se levantó y dio una vuelta alrededor del robot.

—Y cuando habla, lo que dice no tiene sentido, supongo. Bueno, pues si no habla, no es mujer, ¿no crees?

Madarian intentó esbozar una débil sonrisa y luego renunció a ello.

—El cerebro, aislado, funcionaba.

—Lo sé —dijo Bogert.

—Pero una vez ese cerebro estuvo al frente del aparato físico del robot sufrió necesariamente una modificación, como es lógico.

—Desde luego —convino Bogert, sin saber qué decir.

—Pero ha sido una modificación imprevisible y frustrante. El problema es que cuando se opera con un cálculo de incertidumbre de n dimensiones, las cosas son…

—¿Inciertas? —dijo Bogert. Estaba sorprendido ante su propia reacción. La inversión de la compañía ya había alcanzado dimensiones considerables y habían transcurrido casi dos años; sin embargo, los resultados, para decirlo amablemente, eran decepcionantes. Con todo, allí estaba azuzando a Madarian y divirtiéndose con todo el asunto.

Casi furtivamente, Bogert se preguntó si la ausente Susan Calvin no le estaría azuzando a él. Madarian era de una efervescencia y efusividad muy superiores a las que jamás hubiera podido llegar a manifestar Susan cuando las cosas iban bien. También era muchísimo más vulnerable en los momentos bajos, cuando las cosas no marchaban bien. Susan, en cambio, no flaqueaba precisamente en las situaciones difíciles. Madarian constituía un blanco casi perfecto como compensación por el blanco que nunca se había permitido ofrecer Susan.

Madarian no reaccionó ante el último comentario de Bogert, como tampoco habría reaccionado Susan Calvin; pero, no por desprecio, que habría sido la reacción de Susan, sino porque no lo oyó.

—El problema está en la identificación —dijo intentando explicarse—. Jane-2 está estableciendo magníficas correlaciones. Es capaz de hacer correlaciones sobre cualquier tema, pero una vez hecho esto, no sabe distinguir un resultado valioso de otro inservible. Averiguar la manera de programar un robot para que identifique una correlación significativa, cuando se ignora qué correlaciones establecerá, no es problema sencillo.

—Imagino que ya habrás pensado en la posibilidad de reducir el potencial de la conexión de diodos W-21 y hacer saltar la chispa entre los…

—No, no, no, no… —La voz de Madarian se desvaneció en un susurrante diminuendo—. No podemos hacer que vaya soltándolo todo. Se trata de lograr que identifique la correlación crucial y saque la correspondiente conclusión. Una vez conseguido esto, un robot Jane lograría intuitivamente una respuesta, ¿comprendes? Algo que nosotros no conseguiríamos excepto por un rarísimo golpe de suerte.

—Tengo la impresión —dijo secamente Bogert— de que si tuvieras un robot así le harías hacer rutinariamente lo que, entre los humanos, sólo es capaz de lograr algún que otro ser genial.

Madarian asintió vigorosamente.

—Exactamente, Peter. Ya lo habría dicho antes si no hubiera temido asustar a los ejecutivos. Por favor, no lo repitas en la reunión.

—¿De verdad quieres un robot genio?

—¿Qué importancia tienen las palabras? Estoy intentando conseguir un robot con la capacidad de establecer correlaciones al azar a enormes velocidades y que posea a la vez un elevado cociente de identificación de la significación clave. Y estoy intentando traducir estas palabras a un campo positrónico de ecuaciones. Y la verdad es que creía haberlo logrado, pero no es así. Aún no.

Miró a Jane-2 con ojos de descontento y preguntó:

—¿Cuál es la mejor significación que has logrado, Jane?

La cabeza de Jane-2 giró para mirar a Madarian, pero no emitió ni un solo sonido, y Madarian suspiró resignado:

—Ha introducido la pregunta en los bancos de correlación.

—No estoy segura —dijo al fin Jane-2 sin entonación. Era el primer sonido que pronunciaba.

Madarian levantó la mirada.

—Está efectuando un proceso equivalente a la formulación de ecuaciones con soluciones indeterminadas.

—Lo suponía —dijo Bogert—. Escúchame, Madarian, ¿puedes lograr algo a partir de aquí, o lo abandonamos ahora y dejamos nuestras pérdidas en quinientos millones?

—Oh, lo conseguiré —musitó Madarian.

Jane-3 no fue la solución. Nunca llegó ni siquiera a estar activada y Madarian estaba hecho una furia.

Fue un error humano. Culpa suya, para ser totalmente exactos. Sin embargo, aunque Madarian sufrió una completa humillación, los demás mantuvieron la calma. Quien jamás haya cometido un error en las terriblemente complicadas matemáticas del cerebro positrónico puede cumplimentar el primer escrito de rectificación.

Transcurrió casi un año antes de que Jane-4 quedara terminada. Madarian volvía a rebosar de entusiasmo.

—Lo ha logrado —anunció—. Posee un elevado cociente de identificación.

Su confianza en los resultados era suficiente como para presentarla ante el Consejo de Dirección y hacerla resolver problemas. No problemas matemáticos; cualquier robot era capaz de hacerlo; sino problemas formulados en términos deliberadamente engañosos sin llegar a ser inexactos.

—La verdad es que eso no cuesta mucho —dijo luego Bogert.

—Claro que no. Es una cosa elemental para Jane-4, pero algo tenía que mostrarles, ¿no?

—¿Sabes cuánto llevamos gastado hasta el momento?

—Vamos, Peter, no me vengas con esto ahora. ¿Sabes cuánto obtendremos a cambio? Estas cosas no caen en saco roto, ya lo sabes. Por si te interesa, te diré que llevo más de tres años sufriendo por este asunto, pero al fin he conseguido desarrollar nuevas técnicas de cálculo que nos permitirán economizar más de cincuenta mil dólares con cada nuevo tipo de cerebro positrónico que diseñemos de ahora en adelante. ¿De acuerdo?

—Sí, pero…

—No me vengas con peros. Así es. Y personalmente, tengo la sensación de que el cálculo de la incertidumbre n-dimensional puede tener toda una serie de nuevas aplicaciones si tenemos la inventiva necesaria para descubrirlas, y mis robots Jane las descubrirán. Una vez logrado exactamente lo que busco, la nueva serie JN quedará amortizada en el plazo de cinco años, aunque tripliquemos la inversión realizada hasta ahora.

—¿Qué quieres decir con eso de «exactamente lo que buscas»? ¿Qué le pasa a Jane-4?

—Nada. Es decir, no gran cosa. Va por el buen camino, pero podría perfeccionarla, y me propongo hacerlo. Cuando la diseñé creía saber hacia dónde iba. Ahora la he puesto a prueba y ya sé hacia dónde voy. Tengo la intención de llegar hasta allí.

Jane-5 fue la respuesta. Madarian tardó más de un año en construirla y esta vez no expresó ninguna reserva; su confianza era absoluta.

Jane-5 era más baja que el robot medio, y más delgada. Sin ser una caricatura de una mujer como había sido Jane-1, lograba producir una impresión de femineidad aun sin poseer ni un solo rasgo claramente femenino.

—Es su manera de tenerse en pie —dijo Bogert. Sus brazos colgaban grácilmente y, por alguna razón, el torso producía la impresión de curvarse ligeramente cuando el robot se volvía.

—Escúchala… —dijo Madarian—. ¿Cómo te sientes, Jane?

—Muy bien de salud, gracias —dijo Jane-5, y su voz sonó exactamente igual como la de una mujer; un dulce y casi inquietante contralto.

—¿Por qué has hecho esto, Clinton? —dijo Peter, sorprendido y con el ceño un poco contraído.

—Es importante desde el punto de vista psicológico —dijo Madarian—. Quiero que la gente la considere una mujer; que la traten como a una mujer; que le expliquen las cosas.

—¿Qué gente?

Madarian se metió las manos en los bolsillos y se quedó mirando a Bogert pensativo.

—Me gustaría que organizaras las cosas para que Jane y yo viajemos a Flagstaff.

Bogert no pudo dejar de advertir que Madarian no había dicho Jane-5. Esa vez había omitido el número. Ésa era la Jane.

—¿A Flagstaff? ¿Por qué? —preguntó indeciso.

—Porque ahí está el centro mundial de planetología general, ¿no es así? Allí es donde estudian las estrellas e intentan calcular las probabilidades de encontrar planetas habitables, ¿no es cierto?

—Ya lo sé, pero está en la Tierra.

—Ya, y desde luego no lo ignoro.

—Los desplazamientos de los robots sobre la Tierra están estrictamente controlados. Y el viaje es innecesario. Hazte traer una biblioteca de libros sobre planetología general aquí y deja que Jane se empape con ellos.

—¡No! Peter, quieres meterte en la cabeza que Jane no es un robot lógico corriente; es intuitiva.

—¿Y qué?

—¿Y cómo podemos saber qué es lo que necesita, qué le puede ser útil, qué la inspirará? Podemos emplear cualquier modelo metálico de la fábrica para leer libros; en ellos sólo hay datos en conserva, y además atrasados. Jane tiene que disponer de información viva; tiene que conocer los tonos de voz, debe poseer información lateral; incluso debe saber cosas perfectamente irrelevantes. ¿Cómo demonios vamos a saber qué o cuándo algo desencadenará un mecanismo en su interior y le permitirá formar una pauta organizada? Si lo supiéramos, no la necesitaríamos para nada, ¿no crees?

Bogert empezaba a sentirse atosigado.

—Entonces haz venir aquí a esos hombres, los planetologistas generales —dijo.

—Sería inútil traerles aquí. Estarían fuera de su elemento. No reaccionarían con naturalidad. Quiero que Jane pueda verles trabajar; quiero que vea sus instrumentos, sus despachos, sus mesas de trabajo, que sepa todo lo que pueda sobre ellos. Quiero que organices su traslado a Flagstaff. Y realmente no hay más que hablar.

Por un instante casi había hablado como Susan. Bogert se estremeció y dijo:

—Será complicado, organizar algo así. Transportar un robot experimental…

—Jane no es experimental. Es la quinta de la serie.

—Las otras cuatro no eran modelos útiles, en realidad.

Madarian levantó las manos con un gesto de impotente frustración.

—¿Y quién te obliga a decirle eso al Gobierno?

—El Gobierno no me preocupa. Es posible hacerle comprender que hay casos especiales. Lo que me preocupa es la opinión pública. Hemos progresado mucho en cincuenta años y no tengo intención de perder la mitad de lo ganado porque tú hayas perdido el control de un…

—No perderé el control. Tus comentarios son absurdos. ¡Mira! Norteamericana de Robots puede costear un avión particular. Podemos aterrizar sin llamar la atención en el aeropuerto comercial más próximo y perdernos entre cientos de aterrizajes parecidos. Podemos hacer que nos espere un gran vehículo terrestre con un remolque acoplado para transportarnos a Flagstaff. Jane será izada con una grúa y para todos será obvio que estamos trasladando una pieza de equipo absolutamente no robótico con destino a los laboratorios. Nadie se detendrá a mirarnos dos veces. Los hombres de Flagstaff estarán informados y se les comunicará el motivo exacto de la visita. Tendrán todas las razones del mundo para cooperar y evitar que haya filtraciones.

Bogert contemporizó:

—Lo arriesgado será el transporte en el avión y el vehículo terrestre. Si algo le pasara a la grúa…

—No ocurrirá nada.

—La cosa podría pasar si desactivásemos a Jane durante el transporte. Entonces, si alguien descubriera que estaba allí dentro…

—No, Peter. No podemos hacer eso. No con Jane-5. Mira, ha estado asociando libremente desde que fue activada. Podemos congelar la información que posee mientras dure la desactivación, pero de ningún modo podríamos hacer lo mismo con las libres asociaciones que ha estado formando.

—Pero, en ese caso, si por algún motivo llega a saberse que estamos transportando un robot activado…

—No se sabrá.

Madarian se mantuvo firme y finalmente despegó el avión. Era un último modelo de Computo-jet automático, pero llevaba un piloto humano —un empleado de Norteamericana de Robots— como refuerzo. La caja donde iba Jane fue desembarcada sin problemas en el aeropuerto, fue transferida al vehículo terrestre y llegó sin incidentes a los Laboratorios de Investigación de Flagstaff.

Peter Bogert recibió la primera llamada de Madarian apenas una hora después de su llegada a Flagstaff. Madarian estaba embelesado y, como era propio de él, fue incapaz de esperar a comunicar sus impresiones.

El mensaje llegó vía rayos láser transmitidos por circuito cerrado, encubierto, desordenado y normalmente impenetrable, pero Bogert estaba exasperado. Sabía que sería posible descifrarlo si alguien con la suficiente capacidad tecnológica —el Gobierno por ejemplo— así se lo proponía. La única verdadera garantía de seguridad estaba en el hecho de que el Gobierno no tenía ningún motivo para intentarlo. Al menos en eso confiaba Bogert.

—Por el amor de Dios, ¿tenías que llamar? —exclamó.

Madarian le ignoró por completo.

—Ha sido una inspiración —dijo—. Una verdadera genialidad, te lo digo yo.

Bogert se quedó un instante con los ojos fijos en el auricular.

—No me digas que tienes la respuesta. ¿Tan pronto? —gritó luego, incrédulo.

—¡No, no! Danos un poco de tiempo, maldita sea. Quiero decir que el asunto de la voz ha sido una inspiración. Fíjate bien, después del traslado desde el aeropuerto hasta el edificio principal de Flagstaff, descargamos a Jane y ella salió de la caja. Todos los hombres presentes dieron un paso atrás al verla. ¡Asustados! ¡Sin saber qué hacer! Si ni siquiera los científicos son capaces de comprender las leyes de la robótica, ¿qué podemos esperar del individuo medio sin ninguna formación? Durante un minuto me dije: «Todo habrá sido inútil. No hablarán. Sólo pensarán en encontrar alguna escapatoria rápida por si ella pierde el juicio y serán incapaces de pensar en otra cosa».

—Bueno, entonces, ¿adónde quieres ir a parar?

—Pues entonces ella les saludó de manera rutinaria: «Buenas tardes, caballeros. Encantada de conocerles», dijo. Y lo pronunció en hermoso contralto… Y la cosa ya estuvo hecha. Un hombre se arregló la corbata y otro se pasó los dedos por los cabellos. Lo que de verdad me sorprendió fue ver al tipo más viejo del lugar parándose realmente a comprobar si llevaba abrochada la bragueta. Ahora todos van locos tras ella. Ha bastado la voz para lograrlo. Ella ya no es un robot; es una chica.

—¿Quieres decir que están hablando con ella?

—¡Qué si están hablando con ella! Ya lo creo. Debería haberle programado entonaciones sensuales. De haberlo hecho ahora estarían intentando citarse a solas con ella. Hablando de reflejos condicionados, fíjate bien, los hombres responden a las voces. En los momentos más íntimos, ¿miran acaso? Lo importante es la voz que se oye…

—Sí, Clinton, me parece recordar. ¿Dónde está ahora Jane?

—Con ellos. No quieren soltarla ni un momento.

—¡Maldita sea! Vete con ella. No la pierdas de vista, hombre.

Las llamadas de Madarian, durante su estancia de diez días en Flagstaff, se hicieron después menos frecuentes, y su entusiasmo fue decreciendo progresivamente.

Jane escuchaba atentamente, informó y de vez en cuando respondía. Seguía siendo popular. Se le permitía entrar en todas partes. Pero no se obtenían resultados visibles.

—¿Nada en absoluto? —preguntó Bogert.

Madarian se puso en el acto a la defensiva.

—No puede decirse que nada en absoluto. Es imposible decir eso en el caso de un robot intuitivo. No sabemos qué puede estar ocurriendo en su interior. Esta mañana le ha preguntado a Jensen lo que había desayunado.

—¿Rossiter Jensen, el astrofísico?

—Claro, naturalmente. Luego ha resultado que esta mañana no había desayunado. Bueno, una taza de café.

—Conque Jane está aprendiendo a tener charlas intrascendentes. Eso difícilmente puede compensar el gasto…

—Oh, no seas cabezota. Nada es charla intrascendente para Jane. Lo ha preguntado porque le interesaba para algún tipo de correlación cruzada que estaba formulando en su mente.

—¿Qué puede…?

—¿Cómo voy a saberlo? Si lo supiera, yo mismo sería Jane y no la necesitaríamos a ella. Pero tiene que significar algo.

Jane lleva programada una alta motivación para obtener una respuesta al problema de localizar un planeta de habitabilidad y distancia óptimas y…

—Comunícate conmigo cuando lo haya logrado y no antes. Realmente no necesito recibir una descripción paso a paso de las posibles correlaciones.

La verdad es que no esperaba que le notificaran el éxito de la misión. Con los días, fue apagándose el entusiasmo de Bogert, de modo que cuando por fin recibió la noticia, no estaba preparado. Y la recibió al final de todo.

Esa última ocasión, cuando llegó el mensaje apoteósico de Madarian, éste le habló casi en un susurro. La exaltación había descrito un círculo completo y Madarian había caído en una reverente parsimonia.

—Lo ha logrado —dijo—. Lo ha logrado. Y lo ha conseguido cuando yo ya estaba a punto de darme por vencido. Después de haber recibido toda la información disponible y casi toda ella por duplicado o triplicado, sin decir jamás una palabra que pareciera sugerir algo… Ahora estoy en el avión, de regreso. Acabamos de despegar.

Bogert consiguió recuperar el aliento.

—No juegues conmigo, amigo. ¿Tienes la respuesta? Si es así, dímelo, sin rodeos.

—Ella tiene la respuesta. Me ha dado la respuesta. Me ha dado los nombres de tres estrellas situadas en un radio de ochenta años luz con entre un sesenta y un noventa por ciento de probabilidades, dice ella, de poseer un planeta habitable cada una. Al menos en un caso, la probabilidad es de 0,972. Es prácticamente seguro. Y esto es sólo el principio. Una vez de regreso, podrá exponernos la línea exacta de razonamiento que le ha permitido llegar a esta conclusión, y puedo vaticinar que toda la ciencia de la astrofísica y la cosmología quedarán…

—¿Estás seguro…?

—¿Crees que sufro alucinaciones? Tengo un testigo. El pobre tipo ha saltado más de medio metro en el aire cuando Jane ha comenzado a desgranar súbitamente la respuesta en su magnífica voz…

Y entonces se produjo el impacto del meteorito, y la consiguiente y completa destrucción del aparato dejó a Madarian y al piloto reducidos a trocitos de carne sanguinolenta y fue imposible recuperar ningún resto aprovechable de Jane.

En Norteamericana de Robots no se había visto nunca un desaliento tan profundo. Robertson intentó consolarse pensando que la misma integridad de la destrucción había encubierto totalmente las ilegalidades en que había incurrido la empresa.

Peter movía tristemente la cabeza y se lamentaba:

—Hemos perdido la mejor oportunidad que jamás ha tenido Norteamericana de Robots de lograr una imagen pública intachable; una oportunidad de superar el condenado complejo de Frankenstein. Habría sido un gran paso para los robots que uno de ellos obtuviese la solución del problema del planeta habitable, después de que otros robots ya habían contribuido a descubrir el salto espacial. Los robots nos habrían abierto la galaxia. Y si al mismo tiempo hubiéramos podido hacer avanzar los conocimientos científicos en una docena de direcciones distintas, como sin duda habríamos hecho… Oh, Cielos, es imposible calcular los beneficios que ello hubiera reportado a la especie humana, y a nosotros, naturalmente.

—Podríamos construir otras Janes, ¿no? —dijo Robert son—. ¿Aun sin Madarian?

—Desde luego que sí. Pero ¿podemos contar con que vuelva a establecerse la correlación adecuada otra vez? ¿Quién sabe cuán baja era la probabilidad de ese resultado final? ¿Y si a Madarian le hubiera favorecido por una vez la suerte de los principiantes seguida luego de una mala suerte aun más fantástica? Que un meteorito haya hecho blanco… Es simplemente increíble…

—Pudo ser… intencionado —dijo Robertson en un vacilante susurro—. Quiero decir, si no debíamos de saberlo, y si el meteorito fue un dictamen de…

Enmudeció bajo la mirada inquisitiva de Bogert.

—No habrá sido una pérdida total, espero —dijo Bogert—. Sin duda otras Janes podrán sernos útiles en algún sentido. Y podemos dotar a otros robots de voces femeninas, si eso puede contribuir a favorecer su aceptación por parte del público, aunque me pregunto qué dirán las mujeres. ¡Si sólo supiéramos qué dijo Jane-5!

—En su última llamada, Madarian dijo que había un testigo.

—Lo sé —dijo Bogert—. He estado reflexionando sobre ello. ¿Creen que no me he puesto en contacto con Flagstaff? Nadie en todo el lugar le oyó decir nada fuera de lo corriente a Jane, nada que sonase como una respuesta al problema del planeta habitable, y desde luego cualquiera de ellos habría identificado la respuesta, caso de producirse…, o al menos habría reconocido que podía ser una respuesta.

—¿Creen que Madarian puede haber mentido? ¿O que se había vuelto loco? Tal vez intentaba cubrirse las espaldas…

—Quiere decir que tal vez estuviera intentando salvar su reputación, fingiendo que tenía la respuesta, para luego manipular a Jane impidiéndole hablar y entonces poder decir:

«Oh, lo siento, debió de ser algo accidental. ¡Oh, maldita sea!» No puedo aceptarlo ni por un instante. Puestos en ese plan, podríamos suponer que también organizó la caída del meteorito.

—¿Qué podemos hacer, pues?

—Concentrarnos otra vez en Flagstaff —dijo Bogert abatido—. La respuesta tiene que estar allí. Tengo que profundizar más, eso es todo. Me iré allí y charlaré con un par de personas del departamento de Madarian. Tenemos que registrar ese lugar de arriba abajo y de uno a otro extremo.

—Pero, aun cuando hubiera un testigo y éste lo hubiese oído todo, ¿de qué nos serviría, si ya no tenemos a Jane para que nos explique el proceso?

—Cualquier pequeña información puede ser útil. Jane citó los nombres de las estrellas; probablemente según los números del catálogo, pues ninguna de las estrellas bautizadas tiene la menor probabilidad. Si alguien es capaz de recordar habérselo oído decir y también recuerda incluso el número del catálogo, o si lo oyó con la claridad suficiente para poder recuperarlo a través de una psicoprueba si falla el recuerdo consciente, en tal caso ya tendríamos algo. Con los resultados obtenidos al final, y los datos que se proporcionaron a Jane al principio, tal vez pudiéramos reconstruir la línea de razonamiento; tal vez lográsemos recuperar la intuición. Si lo consiguiésemos, la partida estaría salvada…

Bogert regresó al cabo de tres días, callado y totalmente deprimido. Cuando Robertson le preguntó ansioso si había conseguido algo, movió negativamente la cabeza.

—¡Nada!

—¿Nada?

—Absolutamente nada. He hablado con todos los hombres de Flagstaff, con todos los científicos, técnicos, estudiantes que tuvieron algún contacto con Jane; todos los que al menos la habían visto. No eran demasiados; debo reconocer que Madarian fue discreto en ese aspecto. Sólo dejó que la vieran quienes podían proporcionarle algún conocimiento planetológico. En conjunto, treinta y tres hombres habían visto a Jane y sólo doce de ellos habían hablado con ella a un nivel no estrictamente casual.

»Les he hecho repasar una y otra vez todo lo que dijo Jane. Lo recordaban todo muy bien. Son hombres de agudo ingenio que participaban en un experimento crucial relacionado con su especialidad, de modo que tenían todas las motivaciones para recordar. Y se encontraban ante un robot parlante, algo sorprendente de por sí, el cual además hablaba como una actriz de la televisión. Era imposible que lo olvidaran.

—Tal vez una sicoprueba… —sugirió Robertson.

—Si alguno de ellos tuviera la más remota idea de que algo había sucedido, lograría sonsacarle su consentimiento para realizar la prueba. Pero no tenemos la menor excusa y no podemos poner a prueba a dos docenas de hombres que se ganan la vida con su cerebro. Sinceramente, no cuente con mi colaboración para eso. Si Jane hubiera mencionado tres estrellas y hubiera dicho que poseían planetas habitables, su cerebro habría echado chispas, como tocado por un fuego de artificio. ¿Cómo podría haberlo olvidado ninguno de ellos?

—Entonces, tal vez alguno mienta —dijo Robertson sombrío—. Desea conservar la información para su propio uso, para reivindicar más adelante toda la fama.

—¿Y de qué le serviría? —dijo Bogert—. Para empezar, todos los demás especialistas saben exactamente para qué estaban allí Madarian y Jane. Y en segundo lugar, también conocen el motivo de mi visita. Si en cualquier momento futuro, alguno de los hombres que ahora trabajan en Flagstaff se descuelga de pronto con una teoría de un planeta habitable sorprendentemente nueva y distinta, pero válida, todos los demás hombres presentes en Flagstaff y todo el personal de Norteamericana de Robots sabrán en el acto que la teoría es robada. Jamás lograría hacerla pasar por suya.

—Entonces, el mismo Madarian se engañó por algún motivo.

—Tampoco veo la forma para poder creer eso. Madarian tenía una personalidad irritante…, todos los robosicólogos tienen personalidades irritantes, creo; ésa debe de ser la razón de que trabajen con robots y no con seres humanos. Pero no era tonto. No pudo equivocarse en algo así.

—Entonces…

Pero Robertson había agotado las posibles conjeturas. Habían topado con una pared en blanco y todos se quedaron mirándose desconsolados durante algunos minutos.

Finalmente Robertson volvió a cobrar vida.

—Peter…

—¿Sí?

—Consultémoslo a Susan.

Bogert se puso rígido.

—¿Cómo?

—Que se lo consultemos a Susan. Llamémosla y pidámosle que venga.

—¿Para qué? ¿Qué puede hacer en realidad?

—No lo sé. Pero también es robosicóloga, y tal vez comprenda a Madarian mejor que todos nosotros. Además, ella… Oh, qué demonios, siempre tuvo más seso que cualquiera de nosotros.

—Tiene casi ochenta años.

—Y tú tienes setenta. ¿Qué hay con eso?

Bogert suspiró. ¿Habría perdido su lengua corrosiva algo de su aspereza en esos años de retiro?

—Bueno, se lo pediré —dijo.

Susan Calvin entró en el despacho de Bogert y lanzó una lenta ojeada a su alrededor antes de fijar la mirada en el director de investigación. Había envejecido mucho desde su jubilación. Tenía los cabellos de un tenue color blanco y la cara toda arrugada. Estaba tan delgada que casi parecía transparente, y sólo sus ojos, penetrantes e inflexibles, recordaban aún a la mujer de antaño.

Bogert se adelantó con gesto cordial y le alargó la mano.

—¡Susan!

Susan Calvin la cogió entre las suyas.

—Tienes bastante buen aspecto, Peter, para ser un anciano —dijo—. En tu lugar, yo no esperaría al año que viene. Retírate ahora y da paso a los jóvenes… Y Madarian ha muerto. ¿Me has llamado para pedirme que vuelva a ocupar mi antiguo puesto? ¿Estás decidido a conservar las antiguallas hasta pasado un año de su verdadera muerte física?

—No, no, Susan. Te he llamado… —Se interrumpió. A fin de cuentas, no tenía ni idea de por dónde empezar.

Pero Susan leyó sus pensamientos con la misma facilidad de siempre. Se sentó con una cautela inspirada por unas articulaciones rígidas y dijo:

—Peter, me has llamado porque estás en un gran apuro. De lo contrario, hubieras preferido verme muerta que a menos de una milla de ti.

—Vamos, Susan…

—No pierdas el tiempo con trivialidades. Nunca tuve tiempo que perder cuando contaba cuarenta años y desde luego tampoco puedo perderlo ahora. La muerte de Madarian y el hecho de que me hayas llamado son dos acontecimientos fuera de lo corriente, de modo que debe de haber alguna relación entre ellos. Dos acontecimientos poco usuales sin una relación representan un suceso con una probabilidad demasiado baja para merecer que se le preste atención. Empieza desde el principio y no te preocupes aunque quedes como un estúpido. Hace tiempo que descubrí que lo eras.

Bogert carraspeó tristemente y comenzó a hablar. Susan le escuchó con atención, levantando de vez en cuando la arrugada mano para interrumpirle y hacerle alguna pregunta.

Llegados a cierto punto soltó un bufido.

—¿Intuición femenina? ¿Para eso queríais el robot? Vaya con los hombres. Topáis con una mujer que ha llegado a una conclusión correcta y sois incapaces de reconocer que posee una inteligencia igual o superior a la vuestra, conque vais e inventáis algo llamado intuición femenina.

—Oh, sí, Susan, pero déjame continuar…

Continuó. Al oír que Jane tenía voz de contralto, Susan dijo:

—A veces resulta difícil decidir si merece la pena indignarse contra el sexo masculino o si más vale prescindir por completo de él por excesivamente despreciable.

—Bueno, déjame continuar… —dijo Bogert.

Cuando hubo terminado, Susan dijo:

—¿Me concedes el derecho a utilizar privadamente este despacho durante un par de horas?

—Sí, pero…

—Quiero examinar los distintos documentos: el programa de Jane, las llamadas de Madarian, las entrevistas que tuviste en Flagstaff —dijo ella—. Supongo que podré usar este precioso teléfono de rayos láser de nuevo diseño y tu terminal de la computadora si quiero.

—Claro, naturalmente.

—Bien, entonces, largo de aquí, Peter.

Aún no habían transcurrido cuarenta y cinco minutos cuando Susan Calvin se acercó renqueando a la puerta, la abrió y llamó a Bogert.

Cuando éste apareció, venía acompañado de Robertson. Entraron juntos y Susan saludó a este último con un «Hola, Scott», no demasiado entusiasta.

Bogert intentó desesperadamente adivinar los resultados en la cara de Susan, pero sólo vio las facciones de una ceñuda viejecita nada predispuesta a facilitarle las cosas.

—¿Crees que podrás hacer algo, Susan? —preguntó con cautela.

—¿Más de lo que ya he hecho? ¡No! No hay nada más que hacer.

Los labios de Bogert esbozaron un mohín de disgusto; Robertson, en cambio, preguntó:

—¿Qué has hecho ya, Susan?

—He estado pensando un poco —respondió ella—. Algo que según parece nunca conseguiré que haga nadie más. Para empezar, he estado pensando en Madarian. Le conocía, como ya sabéis. Tenía cerebro pero era un extrovertido muy irritante. Creí que te gustaría como sucesor mío, Peter.

—Fue un cambio —dijo Peter, incapaz de guardarse el comentario.

—Y siempre corría a comunicarte los resultados tan pronto los tenía, ¿verdad?

—Sí, eso hacía.

—Y, sin embargo —dijo Susan—, recibiste su último mensaje, aquel en el cual te comunicaba que Jane le había dado la respuesta, desde el avión. ¿Por qué esperaría tanto? ¿Por qué no te llamó cuando todavía estaba en Flagstaff, inmediatamente después de que Jane dijera lo que sea que dijo?

—Supongo que por una vez deseó asegurarse bien —dijo Peter— y…, bueno, no lo sé. Era lo más importante que más le había ocurrido; es posible que por una vez deseara esperar e ir sobre seguro.

—Al contrario; cuanto más importante fuese, menos habría esperado, te lo aseguro. Y si era capaz de esperar, ¿por qué no acabar de hacer bien las cosas y aguardar hasta estar de regreso en la Norteamericana de Robots donde podría contrastar los resultados con todo el equipo de computadoras que esta empresa podía poner a su disposición? En resumen, bajo un punto de vista esperó demasiado y bajo el otro se precipitó.

—Entonces crees que preparaba alguna jugada… —la interrumpió Robertson.

Susan le miró indignada.

—Scott, no intentes competir con Peter en cuanto a comentarios pueriles. Dejadme continuar… Existe un segundo aspecto, que hace referencia al testigo. Según la grabación de esa última llamada, Madarian dijo: «El pobre tipo ha saltado más de medio metro en el aire cuando Jane ha comenzado a desgranar súbitamente la respuesta en su magnífica voz». En realidad, eso fue lo último que dijo. Y lo que yo me pregunto entonces es: ¿por qué saltó el testigo? Madarian había explicado que todos los hombres estaban prendados de esa voz, y habían pasado diez días con el robot, con Jane. ¿Por qué iba a sorprenderles el mero hecho de que ella hablase?

—Supuse que había sido por la sorpresa de oír en boca de Jane la respuesta a un problema que ha tenido ocupados a los planetólogos durante casi un siglo —dijo Bogert.

—Pero ellos esperaban esa respuesta de ella. Para eso estaba allí. Además, es preciso tener en cuenta los términos de la frase. La declaración de Madarian parece indicar que el testigo quedó desconcertado, no sorprendido, si pueden distinguir el matiz. Más aún, esa reacción se produjo cuando «súbitamente Jane comenzó», en otras palabras, en el momento de iniciarse la declaración. Para sorprenderse por el contenido de las palabras de Jane, el testigo tendría que haber escuchado un rato a fin de poder asimilarlo. Madarian habría dicho que había saltado más de medio metro después de oírle decir a Jane tal y tal cosa. Habría hablado de «después» y no de «cuando», y no habría incluido la palabra «súbitamente».

—No creo que puedas matizar hasta el punto de considerar la utilización o no utilización de una palabra —dijo Bogert incómodo.

—Puedo hacerlo —replicó Susan con voz gélida—, pues soy robosicóloga. Y puedo suponer que Madarian también lo hacía, porque él era robosicólogo. Conque tendremos que explicar esas dos anomalías. El extraño retraso de la llamada de Madarian y la extraña reacción del testigo.

—¿Tú puedes explicarlas? —preguntó Robertson.

—Evidentemente —dijo Susan—, pues suelo reflexionar con un poco de simple lógica. Madarian llamó para comunicar la noticia sin la menor demora, como hacía siempre, o al menos con tan poca tardanza como le fue posible. Si Jane hubiera resuelto el problema en Flagstaff, sin duda habría llamado desde allí. Como llamó desde el avión, es evidente que ella debió de resolver el problema cuando él ya había salido de Flagstaff.

—Pero entonces…

—Dejadme terminar. ¿Madarian no fue transportado del aeropuerto a Flagstaff en un vehículo pesado cerrado? ¿Y Jane no fue con él, en su caja?

—Sí.

—Y es de suponer que Madarian y Jane en su caja regresaron de Flagstaff al aeropuerto en el mismo vehículo pesado cerrado. ¿No es cierto?

—Sí, ¡naturalmente!

—Y tampoco iban solos en ese vehículo. En una de sus llamadas, Madarian dijo: «Nos condujeron del aeropuerto al edificio principal», y supongo que es correcto deducir que si les condujeron, es que debía de haber un chófer, un conductor humano, en el vehículo.

—¡Cielo santo!

—Lo malo de ti, Peter, es que cuando piensas en un testigo de una declaración planetológica, imaginas que tuvo que ser un planetólogo. Divides a los seres humanos en categorías, y menosprecias y desdeñas a la mayoría de ellos. Un robot no puede hacer eso. La primera ley dice: «Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano sufra algún mal». Cualquier ser humano. Ésa es la esencia de la concepción robótica de la vida: Un robot no hace distinciones. Para un robot, todos los hombres son verdaderamente iguales, y para un robosicólogo que debe tratar forzosamente a los hombres a nivel robótico, todos éstos son también verdaderamente iguales.

»A Madarian no le hubiera pasado por la cabeza decir que un camionero había escuchado la declaración. Para ti, un camionero no es un científico sino un simple apéndice animal de un camión, pero para Madarian era un hombre, y un testigo. Ni más ni menos.

Bogert meneó la cabeza, incrédulo.

—Pero, ¿estás segura?

—Claro que estoy segura. ¿Cómo explicarías si no el otro detalle; el comentario de Madarian sobre el sobresalto del testigo? Jane iba embalada, ¿no? Pero no estaba desactivada. Según los informes, Madarian siempre fue contrario a desactivar jamás a un robot intuitivo. Además, Jane-5, como todas las Janes, era sumamente poco comunicativa. Es muy probable que a Madarian no se le ocurriera en ningún momento ordenarle que debía permanecer callada mientras estuviera en la caja; y las ideas comenzaron a encajar finalmente dentro de la caja. Como es lógico, ella empezó a hablar. Una hermosa voz de contralto sonó de pronto procedente del interior de la caja. ¿Qué harías al ocurrir eso, si fueras conductor? Seguro que tendrías un sobresalto. Es un milagro que no chocara.

—Pero si el testigo fue el camionero, ¿por qué no se presentó…?

—¿Por qué? ¿Crees que puede saber que había ocurrido algo crucial, que lo que oyó era importante? Además, ¿no crees que Madarian debió de darle una buena propina pidiéndole que no dijera nada? ¿Querías que corriera la noticia de que se había transportado ilegalmente un robot activado sobre la superficie de la Tierra?

—Bueno, ¿será capaz de recordar lo que oyó?

—¿Por qué no? Tal vez tú pienses, Peter, que un camionero, situado un peldaño por encima del mono en tu opinión, es incapaz de recordar. Pero los camioneros también tienen cerebro. Las declaraciones fueron sumamente extraordinarias y es muy posible que el conductor haya recordado algunas. Aunque confunda algún número o alguna letra, nos encontramos ante un conjunto finito, como sabéis, las cinco mil quinientas estrellas o sistemas de estrellas, poco más o menos, que están situadas en un radio de ochenta años luz, pues no he consultado la cifra exacta. Es posible llegar a obtener los datos correctos. Y, en caso necesario, tendréis todas las posibles excusas para recurrir a la sicoprueba…

Los dos hombres se la quedaron mirando. Por fin, Bogert, sin atreverse a creerlo, susurró:

—Pero, ¿cómo puedes estar tan segura?

Por un momento, Susan estuvo a punto de decir: «Porque he llamado a Flagstaff, bobo, y porque he hablado con el camionero, y porque él me ha dicho lo que oyó, y porque he consultado el computador de Flagstaff y he obtenido los nombres de las tres únicas estrellas que concuerdan con la información, y porque tengo esos nombres en el bolsillo».

Pero no lo dijo. Dejaría que hiciera él todas las averiguaciones por su cuenta. Susan se levantó con gran cuidado.

—¿Que cómo puedo estar tan segura? —dijo sardónica—. Digamos que es cosa de intuición femenina.

* * *

No teman, amables lectores, que el hecho de que yo no captara bien las intenciones de Judy-Lynn supuso el fin de una amistad. Los Asimov y los Del Rey viven a menos de una milla de distancia y se visitan con frecuencia. Aunque Judy Lynn jamás se lo piensa dos veces antes de hacerme una mala jugada, somos, hemos sido, y seguiremos siendo, los mejores amigos del mundo.

* * *

Un día a mediados de 1969, me llamaron de Doubleday para preguntarme si estaría dispuesto a escribir un relato de ciencia ficción que pudiera servir de base para el guión de una película. No quería hacerlo, pues no me gusta yerme mezclado directamente con los medios de comunicación visuales. Tienen dinero, pero nada más. Sin embargo, los de Doubleday me presionaron y no me gusta decirle que no a Doubleday. De modo que acepté.

Luego, más adelante, cené con un caballero muy agradable que estaba relacionado con la productora cinematográfica y quería comentar el cuento conmigo.

Me dijo que deseaba una ambientación submarina, lo cual me gustó. Luego pasó a describir con considerable entusiasmo el tipo de personajes que quería para la historia, y los sucesos que consideraba necesarios. Mientras iba hablando, sentí que se me caía el ánimo a los pies. El caso es que yo no quería el protagonista que me describió; tampoco quería, con mayor vehemencia si cabe, la protagonista que me describió; y, sobre todo, no quería los sucesos que me describió.

Pero siempre he sido incapaz de manifestar una reacción negativa ante la gente, sobre todo cara a cara. Me esforcé por sonreír lo mejor que pude, y procuré parecer interesado.

Al día siguiente telefoneé a Doubleday. Tal vez aún estuviera a tiempo. Pregunté si se había firmado el contrato. Sí, realmente, así era, y habían recibido un importante adelanto, la mayor parte del cual me correspondería a mí.

No creía posible sentirme aún más desanimado, pero así fue. Tenía que escribir ese relato.

—Bueno, en ese caso —dije—, si lo que escribo no les sirve, ¿devolveréis el adelanto?

—No forzosamente —me dijeron—. El adelanto es sin condiciones. Nos lo quedaremos aunque no les guste lo que escribas.

—No —dije—. No me gusta ese sistema. Quiero que se les devuelva todo el adelanto, si lo que escribo no les sirve. Podéis resarciros de vuestra parte con mis derechos de autor.

A los de Doubleday tampoco les gusta negarme nada, de modo que aceptaron esta condición, si bien dejaron claro que ellos se encargarían de devolver su parte sin descontarme nada de mis derechos de autor.

Eso significaba que no tenía obligación de hacer más que lo mejor de lo que era capaz, según lo entendía yo. Comencé a escribir Tromba de agua el primero de septiembre de 1969, y lo hice a mi manera. Sabía exactamente qué querían los de la productora y no se lo di. Naturalmente, rechazaron el relato cuando estuvo terminado y se les devolvió el adelanto hasta el último centavo.

Como bien pueden imaginar, sentí un gran alivio. Y, por otra parte, existe todo un mundo más allá de Hollywood. A Ejler Jacobsson, de «Galaxy», le gustó la historia tal como la había escrito, de modo que ésta se publicó en esa revista, en mayo de 1970. Me pagó mucho menos de lo que habría cobrado de la productora, pero, por otra parte, compró el cuento y nada más.

Tromba de agua

Stephen Demerest contempló la trama del cielo. Mantuvo la mirada fija en él y el azul le pareció opaco y repugnante.

Incautamente, puso los ojos en el sol, pues nada vino a cubrirlo de manera automática, y luego apartó la mirada a toda prisa, presa de pánico. No había quedado ciego; sólo seguía viendo destellos. Incluso el sol era deslavazado.

Involuntariamente, recordó la plegaria de Áyax en la Ilíada de Homero. Están luchando sobre el cuerpo de Patroclo, en medio de la niebla, y Áyax dice: «¡Oh, Padre Zeus, salvad a los aqueos de esta bruma! ¡Despejad el cielo, permitidnos ver con nuestros ojos! ¡Matadnos a plena luz, si matarnos os complace!».

«Matadnos a plena luz…», pensó Demerest.

Matadnos a plena luz en la Luna, donde el cielo es negro y suave, donde brillan resplandecientes las estrellas, donde la limpidez y pureza del vacío ponen de relieve el contorno de todas las cosas.

No bajo este azul algodonoso y pesado.

Se estremeció. Un verdadero estremecimiento físico sacudió su cuerpo largo y delgado, y eso le molestó. Iba a morir. Estaba seguro de que así sería. Y, pensándolo bien, ello tampoco ocurriría bajo el azul, sino bajo el negro, pero un negro distinto.

Como respondiendo a ese pensamiento, se le acercó el piloto del transbordador, bajo, moreno, de cabellos rizados, y le dijo:

—¿Preparado para la oscuridad, señor Demerest?

Demerest asintió. Su figura se alzaba muy por encima del otro, igual como le ocurría con la mayoría de los hombres de la Tierra. Éstos eran gruesos, sin excepción, y andaban con soltura, con sus pasos cortos y bajos. Él en cambio tenía que vigilar cada paso, guiarlos a través del aire; hasta el lazo impalpable que le mantenía pegado al suelo era compacto.

—Estoy preparado —dijo. Inspiró profundamente y con gesto deliberado repitió su anterior mirada al sol. Colgaba bajo el cielo matutino, el aire polvoriento lo empañaba, y tenía la seguridad de que no le cegaría. No creía poder volver a verlo jamás.

Era la primera vez que veía un batiscafo. A pesar de todo, tenía tendencia a imaginarlo en términos de prototipos, un globo ovoide con una cabina esférica debajo. Era como si hubiera insistido en imaginar los vuelos espaciales en términos de toneladas de combustible convertidas en fuego y escupidas hacia atrás y un módulo irregular tanteando el camino, como una araña, en dirección a la superficie de la Luna.

El batiscafo no se parecía en nada a la imagen de sus pensamientos. Tal vez bajo su envoltura siguiera ocultándose una bolsa flotante y una cabina, pero todo su aspecto era ahora de elaborada uniformidad.

—Me llamo Javan —dijo el piloto del transbordador—. Omar Javan.

—¿Javan?

—¿Le parece extraño este nombre? Soy iraní de origen; terrícola por convicción. Una vez allí abajo, no existen las nacionalidades. —Sonrió y su tez pareció aún más morena en contraste con la uniforme blancura de sus dientes—. Si le parece bien, saldremos dentro de un minuto. Será mi único pasajero; supongo, pues, que debe de llevar peso.

—Sí —dijo secamente Demerest—. Al menos cincuenta kilos más de lo que estoy acostumbrado.

—¿Es de la Luna? Ya me había parecido que caminaba de una manera rara. No será demasiado incómodo, espero.

—No es exactamente cómodo, pero me las arreglo. Hacemos ejercicios para estos casos.

—En fin, suba a bordo. —Se hizo a un lado y dejó pasar a Demerest, que bajó por la pasarela—. Personalmente no quisiera ir a la Luna.

—Pero va a Profundidad del Océano.

—He hecho unos cincuenta viajes hasta el momento. Es otra cosa.

Demerest subió a bordo. La nave era estrecha, pero eso no le preocupó. Habría podido ser un módulo espacial, sólo que era más… bueno, más compacto. Otra vez esa palabra. Todo producía la clara impresión de que la masa no tenía importancia. La masa se sostenía en el aire; no era preciso levantarla.

Todavía estaban en la superficie. A través del grueso cristal transparente se divisaba el cielo azul, ahora verdoso.

—No es necesario que se sujete al asiento —dijo Javan—. No hay aceleración. Todo el movimiento es suave como el aceite. No tardaremos mucho; apenas una hora. No puede fumar.

—No fumo —dijo Demerest.

—Espero que no sufra usted claustrofobia.

—Los habitantes de la Luna no tenemos claustrofobia.

—Todo ese espacio…

—No en nuestra caverna. Vivimos en… —intentó encontrar la expresión adecuada—, en un cráter lunar, a cien pies de profundidad.

—¡Cien pies! —El piloto parecía divertido, pero no sonrió—. Ya estamos bajando.

El interior de la cabina estaba organizado de forma angulosa, pero en uno que otro punto una sección de la pared situada detrás de los instrumentos revelaba su esfericidad fundamental. Javan accionaba los instrumentos como si fuesen una’ extensión de sus brazos; los ojos y las manos se movían ágilmente sobre ellos, casi con amor.

—Todo ha sido comprobado —dijo—, pero me gusta echarle un último repaso final; allí abajo sufriremos una presión de cien atmósferas.

Su dedo apretó un contacto y la puerta circular se cerró pesadamente hacia dentro y se aplastó oblicuamente contra el marco.

—Cuanto mayor la presión, con más fuerza se cerrará —dijo Javan—. Dele la última mirada a la luz del sol, señor Demerest.

La luz seguía brillando a través del grueso cristal de la ventana. Comenzaba a parpadear; el agua ya comenzaba a interponerse entre ellos y el sol.

—¿La última mirada? —dijo Demerest.

Javan contuvo una risita.

—No la última mirada. Me refiero, mientras dure el viaje… Supongo que no había estado nunca en un batiscafo.

—No, no había estado. ¿Han estado muchos?

—Muy pocos —reconoció Javan—. Pero no se preocupe. Es sólo un globo subacuático. Hemos introducido un millón de mejoras desde que se construyó el primer batiscafo. Ahora se alimenta de energía nuclear y, dentro de ciertos límites, podemos desplazarnos libremente, gracias al chorro de agua, pero una vez reducido a lo esencial, sigue siendo una cabina esférica bajo unos depósitos de flotación. Y un barco nodriza aún lo remolca hasta alta mar, pues la energía que transporta es demasiado preciosa para malgastarla en desplazamientos de superficie. ¿Preparado?

—Preparado.

El cable que les unía al buque nodriza se desprendió y el batiscafo se hundió un poco; luego más aún, a medida que el agua de mar iba llenando los depósitos de flotación. Se balanceó unos instantes, bajo el influjo de las corrientes de superficie, y luego, nada. El batiscafo fue hundiéndose lentamente a través de un verde cada vez más intenso.

Javan se relajó.

—John Bergen es el jefe de Profundidad del Océano. ¿Va a visitarle a él? —preguntó.

—Así es.

—Es un buen tipo. Su esposa está allí con él.

—¿Sí?

—Oh, ya lo creo. Tienen mujeres ahí abajo. Son un buen grupo, cincuenta personas. Algunos permanecen allí durante meses.

Demerest recorrió con el dedo la estrecha juntura, casi invisible, que marcaba el lugar donde la puerta se unía a la pared. Lo retiró y se lo miró.

—Se nota algo grasiento —dijo.

—Es silicona. Siempre sale un poco por efecto de la presión. Sirve para… No se preocupe. Todo es automático. Todo es a prueba de error. A la primera señal de mal funcionamiento, cualquiera que sea, nos desprenderemos de nuestro lastre y saldremos a flote.

—¿Quiere decir que nunca ha ocurrido nada con estos batiscafos?

—¿Qué puede ocurrir? —El piloto miró con extrañeza a su pasajero—. Una vez rebasada la profundidad donde pueden encontrarse ballenas espermáticas, nada puede pasar.

—¿Ballenas espermáticas? —El fino rostro de Demerest se contrajo en un gesto de preocupación.

—Ya lo creo, se sumergen setecientos metros de profundidad. Si chocan contra un batiscafo… Bueno, las paredes de los depósitos de flotación no son particularmente resistentes. No tienen por qué serlo, ¿sabe? Están abiertas sobre el mar y cuando se comprime la gasolina, que hace de flotador, se llenan de agua de mar.

Todo estaba oscuro ya. Demerest se encontró mirando fijamente por el ojo de buey. El interior de la cabina estaba iluminado, pero esa ventana estaba oscura. Y no era la oscuridad del espacio; era una oscuridad espesa.

—Aclaremos bien las cosas, señor Javan —dijo vigorosamente Demerest—. Usted no está equipado para hacer frente al ataque de una ballena espermática. Seguramente tampoco estará equipado para hacer frente al ataque de un pulpo gigante. ¿Se han producido, de hecho, incidentes de este tipo?

—Pues, verá…

—Nada de bromas, por favor, y no me tome por un necio. Se lo pregunto por curiosidad profesional. Soy ingeniero-jefe de seguridad en Luna City y quiero saber qué precauciones puede tomar este batiscafo contra posibles colisiones con criaturas de gran tamaño.

Javan parecía incómodo.

—La verdad es que no ha habido incidentes —musitó.

—¿Se cree que podrían producirse? ¿Aunque la probabilidad sea remota?

—Todo es remotamente probable. Pero, en realidad, las ballenas espermáticas son demasiado inteligentes para ponerse a jugar con nosotros y los pulpos gigantes son demasiado asustadizos.

—¿Pueden vernos?

—Claro, naturalmente. El batiscafo está iluminado.

—¿Llevamos focos?

—Ya hemos pasado la zona de los grandes animales, pero sí, los tenemos, y voy a encenderlos para que los vea.

En el negro de la ventana de pronto apareció una tormenta de nieve, una tormenta de nieve en sentido inverso, con los copos cayendo hacia arriba. La negrura se había llenado de estrellas en alineación tridimensional y todas se desplazaban hacia arriba.

—¿Qué es eso? —dijo Demerest.

—Sólo porquería. Materia orgánica. Pequeñas criaturas. Flotan, se mueven poco y recogen la luz. Vamos bajando entre ellas. Por eso parece que suban.

Demerest fue adaptando su sentido de perspectiva y dijo:

—¿No estamos bajando demasiado aprisa?

—No, no es demasiado aprisa. Si así fuera, podría emplear los motores nucleares, suponiendo que quisiera desperdiciar energía; o podría arrojar un lastre. Más adelante así lo haré, pero de momento todo ya de maravilla. Respire tranquilo, señor Demerest. La nieve se hará menos densa a medida que descendamos y no es probable que veamos gran cosa en lo tocante a formas espectaculares de vida. Hay pequeños rapes y cosas por el estilo, pero nos esquivarán.

—¿Cuántas personas suele transportar en un solo viaje? —preguntó Demerest.

—He llevado hasta cuatro pasajeros en esta cabina, pero entonces resulta un poco estrecha. Podemos acoplar dos batiscafos y transportar diez personas, pero es engorroso. En realidad necesitaríamos convoyes de transbordadores, más pesados en cuanto a los «nuquis», o sea, los motores nucleares, y más ligeros en lo tocante a flotadores. Hay diseños de este tipo en proyecto, según me han dicho. Claro que hace años que vienen diciéndome lo mismo.

—Luego, ¿se prevé una gran expansión de Profundidad del Océano?

—Ya lo creo, ¿por qué no? Hemos construido ciudades en las plataformas continentales, ¿por qué no en el fondo del océano? En mi opinión, señor Demerest, el hombre irá y debe ir dondequiera que pueda llegar. La Tierra nos ha sido dada para poblana, y la poblaremos. Lo único que necesitamos para que el fondo del mar sea habitable son escafandras perfectamente manejables. Las cámaras de flotación nos frenan, nos hacen más vulnerables, y complican la técnica de construcción.

—Pero también les protegen, ¿no le parece? Si todo fallase de golpe, la gasolina que transportan aún les sacaría a flote. ¿Cómo se las arreglaría si le fallasen los motores nucleares y no contara con cámaras de flotación?

—Si vamos a preocuparnos por eso, le diré que es imposible pretender eliminar todas las probabilidades de que se produzca un accidente, aun tratándose de accidentes fatales.

—Lo sé perfectamente —dijo Demerest con sentimiento.

Javan se puso serio. Su voz cambió de tono.

—Lo siento. Lo he dicho sin la menor intención. Lamento lo de ese accidente.

—Ya —dijo Demerest. Quince hombres y cinco mujeres habían muerto. Uno de los individuos que figuraba en la lista de los «hombres» tenía catorce años. El accidente había sido atribuido finalmente a un fallo humano. ¿Qué podía decir a eso un ingeniero-jefe de seguridad?

—Sí —dijo.

Una mortaja se interpuso entre los dos hombres, una mortaja tan gruesa y abultada como el agua de mar comprimida del exterior. ¿Cómo prever el pánico y la distracción y la depresión, todo a la vez? Podían darse «lapsos lunáticos» —un nombre absurdo—, pero los hombres los sufrían en momentos poco oportunos. No siempre se advertía la proximidad de un «lapso lunático», pero éstos causaban sopor y disminuían la capacidad de reacción de las personas.

¿Cuántas veces había caído un meteorito y había sido esquivado o se había conseguido frenarlo o se había podido absorber el golpe sin problemas? ¿Cuántas veces se habían producido perjudiciales temblores del suelo lunar y había sido posible controlarlos? ¿Cuántas veces se había recuperado un fallo humano y había sido posible compensarlo? ¿Cuántas veces no habían ocurrido diversos accidentes?

Pero los accidentes que no llegan a ocurrir no cuentan. Se habían producido veinte muertes…

—¡Se ven las luces de Profundidad del Océano! —exclamó Javan, (Cuántos minutos más tarde).

Al principio, Demerest no logró distinguirlas. No sabía hacia dónde debía mirar. En dos ocasiones anteriores, criaturas relucientes habían chispeado a lo lejos, a través de la ventana, para desaparecer luego con la luz de los focos, y Demerest las había tomado por las primeras señales de Profundidad del Océano. Ahora no veía nada.

—Ahí abajo —dijo Javan, sin indicar la dirección. Estaba atareado en ese momento, ocupado en frenar la caída y ajustar lateralmente el rumbo del batiscafo.

Demerest podía oír el lejano murmullo de los chorros de agua, impulsados a vapor, con el vapor que formaba el calor de momentáneos estallidos de energía atómica.

«Se alimentan de deuterio —pensó vagamente Demerest—, y están rodeados, de él por todas partes. Su producto de desecho es el agua y les rodea por todas partes».

Javan había arrojado también parte de su lastre e inició una especie de distante cháchara.

—Antes solían emplearse trocitos de acero como lastre y se dejaban caer por medio de controles electromagnéticos. En cada viaje se utilizaban cantidades de hasta cincuenta toneladas. Los conservacionistas comenzaron a preocuparse porque el fondo del océano se estaba llenando de acero en proceso de oxidación, conque lo sustituyeron por nódulos de metal incrustados en las rocas que se recogen desde la plataforma continental. Los recubrimos de una pequeña capa de hierro a fin de poder manipularlos electromagnéticamente y evitar que en el fondo del océano se deposite algo que no sea suboceánico para empezar. Además, también resulta más barato… Pero cuando tengamos batiscafos nucleares de verdad, no necesitaremos ningún tipo de lastre.

Demerest casi no le oía. Ahora se divisaba Profundidad del Océano. Javan había encendido sus faros, y bastante más abajo se extendía el fondo fangoso de la Fosa de Puerto Rico. Allí se alzaba, como un montón de perlas igualmente fangosas, el conglomerado esférico de Profundidad del Océano.

Cada unidad era una esfera igual a aquella en la que Demerest se iba hundiendo ahora hasta tocar puerto, aunque mucho más grande, y a medida que Profundidad del Océano se hacía más, y más, y más grande, iban sumándose nuevas esferas.

«Están a menos de ocho kilómetros de sus casas, no a trescientos cincuenta mil», pensó Demerest.

—¿Cómo nos las arreglaremos para entrar? —preguntó Demerest.

El batiscafo había tocado puerto. Demerest había oído el ruido apagado del metal al chocar contra metal pero luego habían transcurrido varios minutos sin que se oyera nada más que una especie de rasguido ocasional mientras Javan permanecía inclinado sobre sus instrumentos sumido en una profunda concentración.

—Eso no debe preocuparle —dijo al fin Javan, respondiendo con retraso a su pregunta—. No hay ningún problema. Esta dilación se debe sólo a que he tenido que asegurarme de que el ajuste fuera perfecto. Una juntura electromagnética se adhiere a todos los puntos formando un círculo perfecto. Si la información de los instrumentos es correcta, ello indica que estamos situados justo sobre la puerta de entrada.

—¿Y entonces ésta se abre?

—Lo haría si al otro lado hubiera aire, pero no lo hay. Está lleno de agua de mar y primero es preciso sacarla. Luego entraremos.

Demerest no echó ese detalle en saco roto. Había acudido allí ese día, el último de su vida, para encontrarle un sentido a esa misma vida y estaba decidido a no perderse detalle.

—¿A qué obedece esa medida adicional? —preguntó—. ¿Por qué no mantener la cámara de aire, suponiendo que sea eso, como tal, y tenerla siempre llena de aire?

—Tengo entendido que es por razones de seguridad —dijo Javan—. Ésa es su especialidad. El tabique intermedio recibe siempre la misma presión por ambos lados, excepto cuando lo está cruzando alguien. Esta puerta es el punto más débil de todo el sistema, puesto que se abre y se cierra; tiene junturas; tiene rebordes. ¿Sabe a qué me refiero?

—Lo sé —murmuró Demerest. Ahí había un punto flaco, lo cual significaba un posible resquicio por el cual… pero lo mejor sería aguardar.

—¿A qué esperamos ahora? —dijo.

—Están vaciando la cámara, expulsando fuera el agua.

—A base de aire.

—Cielos, no. No pueden permitirse desperdiciar el aire de esta forma. Se necesitarían mil atmósferas para vaciar el agua que contiene esa cámara y la cantidad de aire necesario para llenarla a esa densidad, aunque sea momentáneamente, es más de lo que pueden permitirse utilizar. El agua se desplaza con vapor.

—Claro. Naturalmente.

—Se calienta el agua —dijo alegremente Javan—. Toda la presión del mundo es incapaz de impedir que el agua se convierta en vapor cuando alcanza una temperatura superior a los 374 °C. Y el vapor expulsa el agua a través de una válvula unidireccional.

—Otro punto débil —dijo Demerest.

—Supongo que sí. Pero de momento nunca ha fallado. Ahora están expulsando el agua de la cámara. Cuando comienza a borbotear el vapor por la válvula, se interrumpe automáticamente el proceso y la cámara queda llena de vapor sobrecalentado.

—¿Y después?

—Y después disponemos de todo un océano para enfriarlo. Disminuye la temperatura y el vapor se condensa. Una vez llegados a este punto, se puede empezar a llenar de aire corriente a una presión de una atmósfera y entonces se abre la puerta.

—¿Cuánto rato tendremos que esperar?

—No mucho. Si fallara cualquier cosa, se oirían sonar las’ sirenas. Al menos, eso dicen. Nunca he oído una en acción.

Siguieron unos minutos de silencio y luego, de pronto, se oyó un agudo estallido acompañado de una sacudida simultánea.

—Lo siento —dijo Javan—, debí habérselo advertido. Estoy tan acostumbrado que se me ha olvidado. Cuando se abre la puerta, una presión de mil atmósferas en el otro extremo nos empuja con fuerza contra la superficie metálica de Profundidad del Océano. No existe una fuerza electromagnética capaz de retenernos con el vigor suficiente para impedir este último choque de una centésima de pulgada.

Demerest aflojó la mano que tenía cerrada y exhaló un suspiro.

—¿Todo en orden? —dijo.

—No se han agrietado las paredes, si se refiere a eso. Aunque, desde luego, suena como el fin del mundo, ¿verdad? El ruido aún es peor cuando tengo que marcharme y vuelve a llenarse la cámara de aire. Prepárese.

Pero, de pronto, Demerest había empezado a cansarse de esa situación. «Acabemos de una vez —se dijo—. No quiero alargarlo más».

—¿Vamos a entrar ahora? —preguntó.

—Ahora entraremos.

La abertura en la pared del batiscafo era pequeña y circular; más reducida aún que aquella por la cual habían entrado antes. Javan la cruzó sinuosamente, murmurando que siempre le hacía sentirse como el corcho de una botella.

Demerest no había sonreído desde su entrada en el batiscafo. Y tampoco podía decirse que realmente sonriera en ese momento, pero torció una comisura de la boca pensando que un flacucho habitante de la Luna no tendría problemas para pasar por allí.

Atravesó la abertura a su vez y notó que las manos de Javan le agarraban firmemente por la cintura, para ayudarle a pasar.

—Aquí no hay luz —dijo Javan—. No tendría sentido introducir otro punto vulnerable tendiendo cables para la iluminación. Pero para eso se inventaron las linternas.

Demerest se encontró en un pasillo perforado, cuya superficie de metal inoxidable relucía con un brillo apagado. Y a través de las perforaciones logró distinguir la superficie temblorosa del agua.

—La cámara no está vacía —dijo.

—No puede conseguirse nada mejor, señor Demerest. Si se vacía la cámara a base de vapor, luego queda ese vapor, y para obtener la presión necesaria para vaciarla ese vapor debe quedar comprimido hasta aproximadamente un tercio de la densidad del agua líquida. Cuando se condensa, una tercera parte de la cámara queda llena de agua, pero tiene una presión de una atmósfera solamente… Vamos, señor Demerest.

El rostro de John Bergen no era totalmente desconocido para Demerest. En el acto lo reconoció. Como director de Profundidad del Océano desde hacía diez años, Bergen era una cara habitual en las pantallas de televisión de la Tierra, tan habitual como las de los dirigentes de Luna City.

Demerest había visto la imagen del director de Profundidad del Océano en dos y también en tres dimensiones, en blanco y negro y en color. El hecho de verle ahora en persona no varió mucho su impresión.

Al igual que Javan, Bergen era bajo y de figura gruesa; con una estructura opuesta a la pauta fisiológica tradicional (¿ya tradicional?) en la Luna. Era bastante más rubio que Javan y tenía las facciones visiblemente asimétricas, con la nariz un poco gruesa ligeramente torcida hacia la derecha.

No era bien parecido. Ningún habitante de la Luna le habría considerado apuesto, pero entonces Bergen sonrió y el gesto con que le alargó la gran manaza tenía algo risueño también.

Demerest depositó su propia mano delgada en el hueco de la que le tendían y se dispuso a recibir un fuerte apretón, pero éste no llegó. Bergen estrechó ligeramente la mano y la soltó.

—Me alegra que haya venido —dijo—. No disponemos de grandes lujos, nada que pueda hacer notoria nuestra hospitalidad, ni siquiera podemos declarar un día de fiesta en su honor, pero el espíritu está ahí. ¡Bienvenido!

—Gracias —dijo suavemente Demerest. Y continuó sin sonreír, aun después de eso. Estaba ante un enemigo y lo sabía. Seguro que Bergen también debía de saberlo y, en ese caso, esa sonrisa que esbozaba resultaba hipócrita.

Y en ese momento se oyó un choque ensordecedor de metal contra metal y la cámara se estremeció. Demerest brincó hacia atrás y se apoyó vacilante contra la pared.

Bergen no se inmutó.

—Ha sido el batiscafo al despegar —dijo con voz calmada— y el golpe del agua que comienza a llenar la cámara de aire. Javan debió de advertírselo.

Demerest, jadeante, intentaba calmar los latidos de su agitado corazón.

—Javan me lo había advertido —dijo—. Pero aun así me ha cogido por sorpresa.

—Bueno, no volverá a repetirse por algún tiempo —dijo Bergen—. No recibimos demasiadas visitas, sabe. No estamos equipados para ello, conque nos quitamos de encima a todos esos tipos importantes que creen que un viajecito hasta aquí abajo podría beneficiarles en sus carreras. Toda clase de políticos, principalmente. Claro que su caso particular es distinto.

Demerest se preguntó si era realmente distinto. Le había costado bastante conseguir el permiso para desplazarse ahí abajo. Sus superiores en Luna City no aprobaban el viaje, para empezar, y habían descartado desdeñosamente la idea de que un intercambio diplomático pudiera ser de alguna utilidad. («Intercambio diplomático», así lo habían llamado). Y después de vencer su resistencia, había tenido que hacer frente a la reticencia de Profundidad del Océano.

Su presente visita sólo había sido posible a fuerza de pura y simple persistencia. ¿En qué sentido era distinto, pues, el caso particular de Demerest?

—Supongo que en Luna City también tendrán sus problemas de relaciones públicas —comentó Bergen.

—Muy pocos —dijo Demerest—. La idea de un viaje de setecientos mil kilómetros, ida y vuelta, no suele entusiasmar a sus políticos como cuando se trata de hacer una excursión de quince kilómetros.

—No me extraña —convino Bergen— y es más caro desplazarse hasta la Luna, naturalmente… En cierto modo, éste es el primer encuentro del espacio interior y el espacio exterior. Que yo sepa, ningún hombre de los Océanos ha visitado jamás la Luna, y usted es el primer habitante de la Luna que visita cualquier tipo de base submarina. Ningún habitante de la Luna ha visitado ni tan sólo algunos de los centros de población de plataforma continental.

—Luego se trata de un encuentro histórico —dijo Demerest, y procuró que el sarcasmo no se trasluciera en su voz.

Si algo llegó a filtrarse, Bergen no dio señales de haberlo percibido. Se arremangó como para remarcar su actitud informal (¿o el hecho de que estaban muy atareados y, por tanto, no dispondría de mucho tiempo para visitas?) y dijo:

—¿Quiere café? Supongo que habrá comido. ¿Prefiere descansar un poco antes de que le muestre el lugar? Por cierto, ¿quiere lavarse las manos, como se dice eufemísticamente?

Por un instante, Demerest sintió un aguijonazo de curiosidad; aunque no una curiosidad totalmente sin objeto. Todas las cuestiones relativas a los contactos de Profundidad del Océano con el mundo exterior podían ser importantes.

—¿Cómo tienen resuelto el problema de los servicios sanitarios? —preguntó.

—Reciclamos la mayor parte; lo mismo deben de hacer en la Luna, supongo. Podemos arrojar los desechos si queremos o si es imprescindible. El hombre tiene mala fama por lo que a ensuciar el medio ambiente se refiere, pero ya que somos la única estación submarina, nuestros desechos no pueden causar ningún daño perceptible. Sólo añaden algo de materia orgánica —concluyó, riéndose.

Demerest también archivó ese dato. Arrojaban los desechos; luego debía de haber tubos de desecho. Su funcionamiento podría ser de interés y, en su condición de ingeniero especializado en seguridad, tenía derecho a mostrarse interesado.

—No —dijo—. No necesito nada por el momento. Si usted está ocupado…

—No hay problema. Siempre tenemos trabajo, pero yo soy el menos ocupado de todos, usted ya me entiende. Creo que lo mejor será que le enseñe el lugar. Contamos con más de cincuenta unidades, cada una del tamaño de ésta donde nos encontramos ahora; algunas son aún más grandes…

Demerest miró a su alrededor. También allí, al igual que en el batiscafo, se veían ángulos por todos lados, pero detrás de los muebles y los aparatos se adivinaban rastros de la inevitable pared exterior esférica. ¡Cincuenta unidades como ésa!

—Las hemos ido construyendo gracias a los esfuerzos de más de una generación —siguió diciendo Bergen—. La unidad donde ahora nos encontramos es, de hecho, la más antigua y se ha considerado la posibilidad de desmontarla y sustituirla por otra. Algunos de los hombres opinan que ya estamos en condiciones de construir una segunda generación de módulos, pero yo tengo mis dudas. Representaría un gran gasto, pues todo es caro aquí abajo, y sacarle dinero al Consejo del Proyecto Planetario resulta siempre una experiencia deprimente.

Demerest notó que le palpitaban, involuntariamente, las alas de la nariz, y un espasmo de ira recorrió su cuerpo. Era un golpe bajo, sin duda. Bergen tenía que conocer perfectamente las miserables experiencias de Luna City con el CPP.

Pero Bergen siguió hablando, indiferente.

—Además, soy tradicionalista; un poco al menos. Éste es el primer módulo submarino de gran profundidad que se construyó. Las dos primeras personas que pasaron una noche en el fondo de una fosa oceánica durmieron aquí; no tenían más que esta esfera desnuda y un miserable equipo portátil de fusión para accionar el escotillón de emergencia. Me refiero a la cámara de aire, pero al principio la denominamos escotillón de salida… y apenas los controles necesarios para ese fin. Reguera y Tremont, así se llamaban esos hombres. Y nunca llegaron a hacer un segundo viaje al fondo; después de eso permanecieron siempre en la cara exterior. En fin, cumplieron su cometido y los dos han muerto ya. Y aquí nos tiene con cincuenta personas y períodos de seis meses de servicio como norma habitual. Sólo he pasado dos semanas en la cara exterior en los últimos dieciocho meses.

Hizo un gesto vigoroso para indicar a Demerest que le siguiera, abrió una puerta corredera que se deslizó suavemente en una hendedura y le hizo pasar al módulo siguiente. Demerest se detuvo a examinar la abertura. No logró detectar ninguna juntura entre los módulos adyacentes.

Bergen advirtió que el otro se había detenido y dijo:

—Cuando añadimos nuevos módulos, los soldamos a presión hasta obtener el equivalente de una sola pieza de metal y luego los reforzamos. Sin duda comprenderá que no podemos correr riesgos; tengo entendido que es ingeniero-jefe de seguridad…

Demerest le cortó en seco.

—Sí —dijo—. En la Luna admiramos su historial en materia de seguridad.

Bergen se encogió de hombros.

—Hemos tenido suerte. Por cierto que sentimos ese desgraciado percance que sufrieron. Me refiero a ese metal…

Demerest le interrumpió otra vez.

—Sí.

O bien Bergen era un hombre voluble por naturaleza, decidió el habitante de la Luna, o bien tenía unos enormes deseos de ahogarle en palabras y deshacerse pronto de él.

—Los módulos —dijo Bergen— están distribuidos en una cadena muy ramificada… tridimensional, en realidad. Tenemos un mapa que puedo mostrarle, si le interesa. La mayor parte de los módulos situados en los extremos son dependencias destinadas a dormitorio-sala de estar. Para tener cierta intimidad, ¿comprende? Los módulos donde se trabaja suelen servir al mismo tiempo de pasillos, lo cual representa una de las molestias de tener que vivir aquí abajo.

»Ésta es nuestra biblioteca; bueno, al menos parte de ella. No es grande, pero incluye también nuestros archivos, en microfilms cuidadosamente clasificados y computados, conque no sólo es la más grande del mundo en su categoría, sino también la mejor y la única existente en su género. Y tenemos una computadora especialmente diseñada para manipular las referencias, de forma que cubran exactamente nuestras necesidades. Archiva, selecciona, coordina, valora, y luego nos ofrece lo esencial.

»Además, tenemos otra biblioteca, películas de libros e incluso algunos volúmenes impresos. Pero ésos son para los ratos de ocio.

Una voz interrumpió la cordial cháchara de Bergen.

—¿John? ¿Puedo interrumpirte?

Demerest se sobresaltó; la voz había sonado a sus espaldas.

—¡Annette! —exclamó Bergen—. Ahora iba a llamarte. Te presento a Stephen Demerest de Luna City. Señor Demerest, ¿permite que le presente a mi esposa Annette?

Demerest se había vuelto a mirarla.

—Encantado de conocerla, señora Bergen —dijo en tono envarado y algo mecánico. Pero tenía los ojos fijos en su talle.

Annette Bergen aparentaba poco más de treinta años. Llevaba los cabellos castaños peinados con sencillez y no lucía maquillaje. Era atractiva, aunque no hermosa, observó Demerest distraído. Pero no lograba apartar los ojos de ese talle.

Ella se encogió ligeramente de hombros.

—Sí, estoy encinta, señor Demerest. Me faltan unos dos meses para salir de cuenta.

—Usted perdone —murmuró Demerest—. Esta falta de delicadeza… no era mi intención… —Sus palabras se perdieron en un murmullo y se quedó como si el golpe recibido hubiera sido físico. No había esperado encontrar mujeres, aunque no sabía por qué. Sabía que tendría que haber mujeres en Profundidad del Océano. Y el piloto del transbordador le había dicho que Bergen estaba con su esposa.

—¿Cuántas mujeres hay en Profundidad del Océano, señor Bergen? —preguntó tartamudeando.

—Actualmente, nueve —dijo Bergen—. Todas son esposas. Esperamos que llegue un momento en que podamos contar con una relación normal de uno a uno, pero aún tenemos que dar prioridad a los trabajadores e investigadores, y a menos que las mujeres posean algún tipo de cualificaciones destacadas…

—Todas tienen algún tipo de cualificaciones destacadas, querido —dijo la señora Bergen—. Los hombres podrían prestar períodos de servicio más largos si…

—Mi mujer es una feminista convencida —dijo Bergen riendo—, pero no por eso deja de recurrir al subterfugio del sexo para imponer la igualdad. No me canso de decirle que ese proceder es femenino, no feminista, y ella siempre me remite… Bueno, ésa es la razón de que esté encinta. ¿Usted diría que es amor, sexomanía, instintos maternales? Nada de eso. Va a tener un bebé aquí abajo para marcarse un tanto filosófico.

—¿Por qué no? —dijo fríamente Annette—. O esto llega a ser un hogar para la humanidad o simplemente no será. Y si lo es, entonces tendremos hijos aquí, eso es todo. Quiero que mi hijo nazca en Profundidad del Océano. ¿Hay niños nacidos en Luna City, verdad, señor Demerest?

Demerest respiró hondo.

—Yo nací en Luna City, señora Bergen.

—Y ella, desde luego, ya lo sabía —musitó Bergen.

—Y creo que ya va rondando los treinta, ¿no? —dijo ella.

—Tengo veintinueve años —respondió Demerest.

—Y también sabía eso, desde luego —dijo Bergen con una risita cortada—. Puede apostar a que consultó todos los datos posibles sobre su persona en cuanto tuvo noticia de su visita.

—Eso no viene al caso ahora —dijo Annette—. Lo importante es que desde hace veintinueve años por lo menos están naciendo niños en Luna City, y en Profundidad del Océano no ha nacido ninguno todavía.

—Luna City lleva más tiempo de existencia, cariño —dijo Bergen—. Tiene más de medio siglo, y nosotros aún no hemos cumplido veinte años.

—Veinte años es un período suficiente. La gestación de un bebé dura nueve meses.

—¿Hay niños en Profundidad del Océano? —intervino Demerest.

—No —dijo Bergen—. No. Pero algún día los habrá.

—Dentro de dos meses, desde luego —dijo Annette Bergen sin vacilación.

La tensión se iba acumulando en Demerest. Le alegró poder sentarse y aceptó complacido una taza de café cuando regresaron al módulo donde le había recibido Bergen al llegar.

—No tardaremos en comer —dijo Bergen, yendo al grano—. Espero que no le importará sentarse aquí un rato mientras esperamos. Este primer módulo no se usa para gran cosa, excepto para la recepción de naves, como es lógico, un acontecimiento que no creo nos interrumpa durante cierto tiempo. Podemos hablar, si quiere.

—Eso quiero —dijo Demerest.

—Supongo que no les molestará mi presencia —dijo Annette.

Demerest la miró dubitativo, pero Bergen le dijo:

—Tendrá que acceder. Siente fascinación por usted y por todos los habitantes de la Luna en general. Cree que son…, bueno…, cree que son una nueva raza, y tengo la impresión de que cuando se harte de ser una mujer de las profundidades querrá ser habitante de la Luna,

—Sólo quisiera aprovechar la oportunidad para hacer una pequeña observación, John, y cuando la haya hecho me gustará oír la opinión del señor Demerest. ¿Qué opina de nosotros, señor Demerest?

—Solicité venir aquí, señora Bergen —dijo cautelosamente Demerest—, porque soy ingeniero especializado en cuestiones de seguridad. Profundidad del Océano posee un historial envidiable en esta materia…

—Ni un solo accidente en casi veinte años —dijo Bergen con entusiasmo—. Sólo una muerte por accidente en las poblaciones de la plataforma continental, y ninguno en los traslados, ya sea por submarino o en batiscafo. Sin embargo, me gustaría poder afirmar que ello es gracias a nuestra prudencia o nuestra cautela. Hacemos lo que podemos, desde luego, pero hemos tenido suerte…

—John —le interrumpió Annette—, me gustaría tanto que dejaras hablar al señor Demerest.

—Como ingeniero especializado en seguridad —dijo Demerest—, no puedo permitirme el lujo de confiar en la suerte. En Luna City no podemos parar los temblores de tierra ni detener los grandes meteoritos, pero nuestro diseño está pensado para minimizar incluso los efectos de estos incidentes. Los fallos humanos no tienen excusa, o no debieran de tenerla. En Luna City no hemos conseguido evitarlos; nuestro historial reciente ha sido —bajó la voz— malo. Aunque todos sabemos que los seres humanos son imperfectos, las máquinas deberían estar diseñadas teniendo en cuenta esa imperfección. Perdimos veinte hombres y mujeres…

—Lo sé. Pero Luna City tiene una población de casi un millar de personas, ¿no? Su supervivencia no está en peligro.

—La población de Luna City suma novecientos setenta y dos habitantes, incluido yo mismo, pero nuestra supervivencia está en peligro. Dependemos de la Tierra para nuestros suministros esenciales. Y no tiene por qué ser así; ya no sería así si el Consejo del Proyecto Planetario fuera capaz de resistir a la tentación de crear economías dependientes…

—En eso, al menos, somos del mismo parecer, señor Demerest —dijo Bergen—. Nosotros tampoco somos autosuficientes, y podríamos serlo. Más aún, no podremos desarrollarnos mucho más allá dé nuestro presente nivel si no se construyen batiscafos nucleares. Mientras sigamos funcionando en base a ese principio de flotación, nuestras posibilidades serán siempre limitadas. El transporte entre Profundidad y la cara exterior es lento; es lento para los hombres y más aún cuando se trata de material y suministros. Señor Demerest, he estado insistiendo para que se nos conceda…

—Sí, y ahora lo tendrán, señor Bergen, ¿verdad?

—Eso espero; pero, ¿por qué está tan seguro?

—No nos engañemos, señor Bergen. Usted sabe perfectamente que la Tierra está obligada a dedicar una cantidad determinada de dinero a proyectos de expansión, a programas destinados a ampliar el hábitat humano, y esa cantidad no es excesivamente grande. La población de la Tierra no va a prodigar recursos en un esfuerzo de expender el espacio exterior o interior si considera que ello redundará en perjuicio de la comodidad y confort de su hábitat fundamental, la superficie terrestre del planeta.

Annette intervino en la conversación.

—Lo dice como si fuese una crueldad por parte de los habitantes de la Tierra, señor Demerest, y eso no es justo. ¿No le parece que simplemente es humano desear estar seguro? La Tierra está superpoblada y sólo va recuperándose lentamente del desastre que causó en el planeta el Alocado Siglo Veinte. Es evidente que lo primero debe ser el hogar ancestral del hombre, con prioridad frente a Luna City o Profundidad del Océano. Cielos, Profundidad del Océano es casi un hogar para mí, pero no puedo desear su crecimiento a expensas de la superficie terrestre del planeta.

—No se trata de una disyuntiva, señora Bergen —dijo Demerest muy serio—. Una explotación, firme, honrada e inteligente del océano y el espacio exterior sólo puede redundar en provecho de la Tierra. Una pequeña inversión se perderá, pero una gran inversión se amortizará con los beneficios obtenidos.

Bergen levantó la mano.

—Sí, lo sé. No tiene que convencerme de eso. Está intentando convertir al converso. Vamos a comer. Voy a decirle una cosa. Comeremos aquí. Si acepta pasar la noche aquí, o incluso varios días si lo prefiere, por nosotros, encantados; ya tendrá ocasión de conocer a todo el mundo. Pero tal vez prefiera tomárselo con calma para empezar.

—Eso desde luego —dijo Demerest—. En realidad, me gustaría quedarme aquí… Por cierto, quisiera preguntarle por qué he visto tan pocas personas en los módulos.

—No es ningún secreto —dijo cordialmente Bergen—. En cualquier momento del día, quince de nuestros hombres se encuentran durmiendo y alrededor de otros quince están viendo películas o jugando al ajedrez o, si tienen con ellos a sus esposas…

—Sí, John —dijo Annette.

—Y no solemos molestarlos. El espacio es limitado y los hombres aprecian toda la intimidad que pueden conseguir. Unos cuantos están en el mar; ahora mismo creo que son tres. Nos quedan, pues, alrededor de una docena que están trabajando aquí y ya los ha visto.

—Voy a servir la comida —dijo Annette y se levantó. Sonrió y cruzó el umbral de la puerta, que se cerró automáticamente a sus espaldas.

Bergen la siguió con la mirada.

—Es una concesión. Está haciendo el papel de mujercita en su honor. Por lo general, tanto podría haber sido yo como ella quien se ocupara de servir el almuerzo. La opción no está determinada por el sexo, sino por el humor del momento.

—Las puertas que comunican los módulos —dijo Demerest— parecen tener una resistencia peligrosamente limitada, diría yo.

—¿En serio?

—Si ocurriera un accidente, y se perforara un módulo…

—Aquí abajo no hay meteoritos —dijo Bergen sonriendo.

—Oh, claro, no es la palabra adecuada. Si se produjera algún tipo de filtración, por cualquier motivo, ¿podrían sellar un módulo o un grupo de módulos frente a toda la presión del océano?

—Quiere decir del mismo modo como Luna City puede sellar automáticamente las unidades que la integran en caso de perforación por un meteorito y así limitar los daños a una sola unidad.

—Sí —dijo Demerest con un dejo de amargura—. Justo lo que no ocurrió recientemente.

—En teoría podríamos hacerlo, pero las probabilidades de que se produzca un accidente son mucho menores aquí abajo. Como ya he dicho, no hay meteoritos y, lo que es más, tampoco hay, prácticamente, ningún tipo de corrientes. Incluso un terremoto con epicentro justo debajo de nuestros pies no causaría mayores daños, pues no tenemos ningún punto de contacto fijo o sólido con el fondo y el mismo océano se encarga de amortiguar los golpes. De modo que podemos permitirnos operar con el supuesto de que no se producirá una entrada masiva de agua.

—Pero, ¿y si se produjera?

—Entonces, nada podríamos hacer. Verá, no es tan sencillo sellar los módulos aquí. En la Luna tienen una diferencia de presión de sólo una atmósfera; una atmósfera en el interior y las cero atmósferas del vacío en el exterior. Basta con una pared muy delgada. Aquí, en Profundidad del Océano, la diferencia de presión es de unas mil atmósferas. Garantizar una seguridad absoluta frente a esa diferencia de presión supondría un gran gasto de dinero y usted mismo ya ha dicho lo que cuesta sacarle dinero al CPP. Conque confiamos en la suerte, y hasta el momento nos ha sido favorable.

—Y a nosotros no —dijo Demerest.

Bergen parecía incómodo, pero Annette llegó en ese preciso momento con el almuerzo, y su aparición distrajo Ja atención de los dos.

—Confío que no le importe comer parcamente, señor Demerest —dijo—. En Profundidad del Océano sólo tenemos alimentos precocinados que únicamente se tienen que calentar. Nuestra especialidad son los platos insulsos y sin sorpresas, y la no sorpresa del día es un insulso pollo a la king, con zanahorias, patatas hervidas, un trozo de algo que parece bizcocho de chocolate de postre y, naturalmente, tanto café como le apetezca.

Demerest se levantó para coger su bandeja e intentó sonreír.

—Suena bastante similar a la comida de la Luna, señora Bergen, y he sido criado a base de ella. Cultivamos nuestros propios alimentos microorganísmicos. Comerlos es un acto de patriotismo, pero no resulta particularmente placentero. Aunque tenemos la esperanza de seguir perfeccionándolos.

—Estoy segura de que los mejorarán.

Mientras comía, masticando cada bocado lenta y metódicamente, Demerest dijo:

—Detesto llevar la conversación a mi especialidad, pero ¿hasta qué punto es segura contra posibles accidentes su cámara de aire de entrada?

—Ése es el punto más débil de Profundidad del Océano —dijo Bergen. Había terminado de comer, mucho antes que los otros dos, y ya iba por la mitad de su primera taza de café—. Pero es preciso contar con una pared intermedia, ¿verdad? La entrada es todo lo automática que hemos podido lograr, y a prueba de error al máximo. En primer lugar: es preciso que se haya establecido contacto en todos los puntos de la compuerta exterior antes de que el generador de fusión comience a calentar el agua que llena la cámara. Más aún, el contacto tiene que ser metálico y de un metal exactamente de la misma permeabilidad magnética que el que empleamos en nuestros batiscafos. Cabe la posibilidad de que una roca o algún mítico monstruo de las profundidades submarinas cayera sobre nosotros y estableciera contacto justo en los puntos adecuados; pero, aun así, nada ocurriría.

»Por otra parte, además, la puerta exterior no se abre hasta que el vapor ha expulsado el agua y luego se ha condensado; en otras palabras, hasta que la presión y la temperatura no han descendido por debajo de cierto punto. En el momento en que la puerta exterior comienza a abrirse, un incremento relativamente escaso de la presión interna, en caso de que entrara agua, por ejemplo, la haría cerrarse de nuevo.

—Pero después, una vez que los hombres han cruzado la cámara, se cierra la puerta interior a sus espaldas y deben dejar entrar otra vez el agua en la cámara —dijo Demerest—. ¿Pueden hacerlo gradualmente con toda la presión exterior del océano en contra?

—No demasiado lentamente. —Bergen sonrió—. No compensa oponer demasiada resistencia al océano. Es preciso doblegarse bajo el golpe. Lo amortiguamos hasta aproximadamente un décimo del libre flujo, pero incluso así es como un escopetazo e incluso más fuerte, como un trueno, o una tromba de agua, si prefiere. Sin embargo, la puerta interior puede resistirlo y no debe sufrir ese impacto con demasiada frecuencia. Pero, un momento, usted oyó el estallido de la tromba de agua cuando acabábamos de conocernos, cuando el batiscafo de Javan volvió a zarpar. ¿Recuerda?

—Lo recuerdo —dijo Demerest—. Pero hay un detalle que no logro comprender. Mantienen la cámara constantemente llena de agua del océano a alta presión a fin de evitar la presión sobre la puerta exterior. Pero ello hace recaer todo el impacto sobre la puerta interior. La presión tiene que hacerse sentir en algún lugar.

—Desde luego, así es. Pero si cediera la puerta exterior, con un diferencial de mil atmósferas entre una y otra cara, todo el océano, con sus millones de kilómetros cúbicos de agua, intentaría colarse dentro y ese sería el fin de todo. Si la que sufre la presión es la puerta interior y ésta cede, la situación será bastante mala, pero toda el agua que entrará en Profundidad del Océano será la limitada cantidad que llena la cámara, y su presión disminuirá en el acto. Ello nos permitirá disponer del tiempo suficiente para las reparaciones, pues la puerta exterior resistirá sin duda un buen rato.

—Pero si ambas ceden al mismo tiempo…

—Entonces no tendremos salvación. —Bergen se encogió de hombros—. No creo necesario decirle que la certeza absoluta y la seguridad absoluta no existen. Es preciso vivir con algún riesgo, y las probabilidades de un fallo doble o simultáneo son tan microscópicamente reducidas que la situación resulta fácilmente soportable.

—Si fallan todos sus mecanismos de seguridad…

—Son a prueba de cualquier fallo —dijo obcecadamente Bergen.

Demerest asintió. Había terminado de comer el polio. La señora Bergen ya estaba empezando a recoger la mesa.

—Espero que sabrá perdonar mis preguntas, señor Bergen.

—Puede preguntar tanto como desee. La verdad es que no estaba informado del contenido exacto de la misión que le traía aquí. «Investigación sobre el terreno» es una expresión muy vaga. Aunque supongo que el reciente desastre habrá causado gran desazón en la Luna, y como ingeniero de seguridad considera justificadamente que su responsabilidad es corregir cualquier posible deficiencia, y le interesaría aprender algo, si es posible, del sistema que empleamos en Profundidad del Océano.

—Exactamente. Pero, fíjese bien, si todos sus mecanismos automáticos fallasen sobre seguro por algún motivo, cualquier motivo, saldrían con vida, pero todos sus mecanismos de salida de emergencia quedarían permanentemente sellados. Quedarían atrapados dentro de Profundidad del Océano y sólo habrían cambiado una muerte rápida por otra más lenta.

—Es poco probable que eso suceda, pero en ese caso confiaríamos poder reparar los fallos antes de que se agotara nuestra reserva de aire. Además, tenemos un sistema manual de emergencia.

—¿Ah, sí?

—Naturalmente. Cuando se fundó Profundidad del Océano, y este módulo que ocupamos ahora era el único existente, sólo poseíamos controles manuales. Eso sí que era poco seguro, diría yo. Ahí los tiene, justo a sus espaldas, cubiertos con plástico astillable.

—En caso de emergencia, rompa el cristal —murmuró Demerest, mientras inspeccionaba las instalaciones cubiertas.

—¿Perdón, decía?

—Sólo una frase de uso común en los antiguos sistemas contra incendios… Bueno, ¿funcionan todavía esos controles manuales, o acaso lleva ese sistema veinte años cubierto por su plástico astillable y se ha deteriorado por completo hasta hacerse completamente inservible sin que nadie lo advirtiera?

—En absoluto. Lo probamos periódicamente, como hacemos con todo nuestro equipo. No me encargo personalmente de ello, pero sé que así se hace. Si cualquier circuito eléctrico o electrónico no funciona con normalidad, comienzan a encenderse lucecitas, suenan alarmas, ocurren todo tipo de cosas excepto una explosión nuclear… ¿Sabe una cosa, señor Demerest? Sentimos tanta curiosidad por Luna City como usted por Profundidad del Océano. Supongo que no le importará invitar a uno de nuestros jóvenes…

—¿Y por qué no una joven? —intervino Annette en el acto.

—No dudo que te refieres a ti misma, cariño —dijo Bergen—, a lo cual sólo puedo replicar que estás decidida a tener un hijo aquí y a criarlo aquí durante cierto tiempo después de su nacimiento, y eso te descarta sin remedio como posible candidata.

—Confiamos que enviarán algún hombre a Luna City —dijo Demerest envarado—. Estamos deseosos de hacerles comprender nuestros problemas.

—Sí, un mutuo intercambio de problemas y de lamentaciones sería posiblemente un gran consuelo para todos. Por ejemplo, ustedes en Luna City disfrutan de una ventaja que me gustaría poder tener aquí. Con su pequeña gravedad y una reducida diferencia de presión, pueden dar a sus cavernas cualquier forma irregular o angulosa que les sugiera su sentido estético o sea necesaria por razones de comodidad. Aquí abajo estamos limitados a la esfera, al menos en el futuro previsible, y nuestros diseñadores llegan a adquirir una fobia increíble hacia todo lo esférico. La verdad es que la cosa no tiene gracia. Quedan deshechos. Al fin acaban dimitiendo antes que seguir trabajando esféricamente.

Bergen meneó la cabeza y se echó hacia atrás en su silla, apoyando el respaldo contra un armario de microfilms.

—¿Sabe una cosa? —continuó—, cuando William Beebe construyó la primera cámara submarina de la historia, en la década de mil novecientos treinta, ésta no era más que una cabina suspendida del buque nodriza a través de media milla de cable, sin cámaras de flotación ni motores, y si el cable se hubiera roto, buenas noches, sólo que eso nunca ocurrió… Pero, ¿qué estaba diciendo? Oh, cuando Beebe construyó su primera cámara submarina, su intención era hacerla cilíndrica; para que un hombre pudiera acomodarse en ella, ¿comprende? A fin de cuentas, un hombre es básicamente un cilindro largo y delgado. Pero, un amigo le convenció de que no Jo hiciera y de que utilizara una esfera, por la sensata razón de que una esfera resistiría mejor a la presión que cualquier otra forma posible. ¿Sabe quién fue ese amigo?

—No, me temo que no.

—El hombre que fue presidente de los Estados Unidos en tiempos de los descendientes de Beebe: Franklin D. Roosevelt. Todas estas esferas que ve aquí abajo son bisnietas de la sugerencia de Roosevelt.

Demerest reflexionó brevemente al respecto pero no hizo ningún comentario. Volvió al tema inicial.

—Nos interesaría especialmente que alguien de Profundidad del Océano visitase Luna City —dijo—, pues tal vez ello despertaría una comprensión suficiente, por parte de Profundidad del Océano, de la necesidad de adoptar una pauta de actuación que puede representar un considerable sacrificio.

—¿Cómo? —Las cuatro patas de la silla de Bergen se posaron en el suelo—. ¿A qué se refiere?

—Profundidad del Océano es una obra magnífica; no es mi intención restarle ningún mérito. Y comprendo que aún llegará a superarse, hasta convertirse en una maravilla del mundo. Pero…

—¿Pero?

—Pero los océanos no dejan de ser sólo una parte de la Tierra; una parte importante, pero sólo eso, una parte. Las profundidades submarinas son sólo una parte del océano. Son verdaderamente un espacio interior; se desarrollan hacia dentro, convergiendo constantemente en un punto.

—Me parece —intervino Annette con gesto algo torvo— que se propone hacer comparaciones con Luna City.

—Así es, en efecto —dijo Demerest—. Luna City representa el espacio exterior, que se expande hasta el infinito. A largo plazo, aquí abajo no habrá dónde ir; desde allí puede irse a todas partes.

—El tamaño y el volumen no son el único criterio, señor Demerest —dijo Bergen—. Es cierto que el océano es sólo una pequeña parte de la Tierra, pero por ese mismo motivo está íntimamente relacionado con más de cinco mil millones de seres humanos. Profundidad del Océano tiene carácter experimental, pero los centros de población de la plataforma continental ya merecen el nombre de ciudades. Profundidad del Océano ofrece a la humanidad la posibilidad de explotar la totalidad del planeta…

—De polucionar todo el planeta —le corrigió Demerest excitado—. De saquearlo, de acabar con él. La concentración del esfuerzo humano en la misma Tierra es malsana e incluso puede resultar fatal, si no está compensada por un movimiento hacia las fronteras exteriores.

—En esas fronteras no hay nada —dijo Annette escupiendo las palabras—. La Luna está muerta, todos los demás mundos situados allí fuera están muertos. Y si existen mundos vivos entre las estrellas, a años luz de distancia, es imposible llegar a ellos. Este océano está vivo.

—La Luna también está viva, señora Bergen, y si Profundidad del Océano lo permite, la Luna se convertirá en un mundo independiente. Los habitantes de la Luna nos encargaremos entonces de llegar hasta otros mundos y les daremos vida y, si la humanidad sabe tener sólo un poco de paciencia, llegaremos hasta las estrellas. ¡Nosotros! ¡Nosotros lo conseguiremos! Sólo nosotros, los habitantes de la Luna, que estamos habituados al espacio, que estamos habituados a vivir en una caverna, que estamos habituados a un medio mecánico, sólo nosotros podríamos resistir la vida en una nave espacial que tal vez deba viajar durante siglos antes de alcanzar las estrellas.

—Un momento, Demerest, espere —dijo Bergen, levantando la mano—. ¡Alto ahí! ¿Qué significa eso de si Profundidad del Océano lo permite? ¿Qué tenemos que ver nosotros con eso?

—Ustedes compiten con nosotros, señor Bergen. El Consejo del Proyecto Planetario se inclinará a su favor, les dará más a ustedes, y menos a nosotros, porque a corto plazo, como dice su esposa, el océano está vivo, y la Luna, a excepción de un millar de hombres, no lo está; porque ustedes están a media docena de millas de distancia y nosotros a un cuarto de millón; porque es posible llegar hasta aquí en una hora y para llegar hasta nosotros se precisan tres días. Y porque su historial en materia de seguridad es ideal y nosotros hemos tenido… desgracias.

—Esto último, desde luego, es trivial. En cualquier momento pueden ocurrir accidentes, en cualquier lugar.

—Pero las trivialidades pueden ser útiles —dijo Demerest con rencor—. Pueden emplearse para manipular las emociones. Para gentes que no comprenden el objeto y la importancia de la exploración espacial, la muerte de los habitantes de la Luna en accidentes es prueba suficiente de que la Luna es peligrosa, de que su colonización es una inútil fantasía. ¿Por qué no? Es la excusa que emplean para ahorrar dinero y luego pueden calmar su conciencia invirtiendo parte de ese dinero en Profundidad del Océano. Por eso he dicho que el accidente ocurrido en la Luna había puesto en peligro la supervivencia de Luna City, aunque sólo murieran veinte personas entre casi un millar.

—No acepto su argumento. Durante muchos años ha habido dinero suficiente para los dos.

—No el suficiente. De eso se trata precisamente. Las inversiones no han sido suficientes para lograr que la Luna pudiera independizarse en todos estos años, y luego se escudan en esa falta de independencia para perjudicarnos. Tampoco ha habido las inversiones suficientes para que Profundidad del Océano pudiera llegar a subsistir autónomamente… Pero ahora les podrán dar lo suficiente si nos cortan todos los fondos a nosotros.

—¿Cree que eso puede suceder?

—Estoy casi seguro de que ocurrirá, a menos que Profundidad del Océano demuestre un interés de estadista por el futuro del hombre.

—¿Cómo?

—Negándose a aceptar fondos adicionales. No compitiendo con Luna City. Anteponiendo el bienestar de toda la raza a sus intereses particulares.

—Sin duda no esperará que desmantelemos…

—No será necesario. ¿No se da cuenta? Ayúdenos a explicar que Luna City es esencial, que la exploración del espacio es la esperanza de la humanidad; que están dispuestos a esperar, a reducir gastos si es necesario.

Bergen miró a su esposa y arqueó las cejas. Ella meneó la cabeza indignada.

—Me parece que tiene una idea demasiado romántica del CPP. Aun cuando yo pronunciara nobles y abnegados discursos, ¿quién le garantiza que me escucharían? La cuestión de Profundidad del Océano depende de muchísimas otras cosas más que mi opinión y mis declaraciones. También están las consideraciones económicas y el sentimiento público. ¿Por qué no se serena, señor Demerest? No será el fin de Luna City. Les concederán fondos. Estoy seguro. De verdad se lo digo, estoy seguro. Dejemos esto ahora…

—No, tengo que convencerle de alguna forma u otra de que hablo en serio. Si es necesario, Profundidad del Océano debe interrumpir sus actividades a menos que el CPP pueda proporcionarnos amplios fondos a los dos.

—¿Es esto una especie de misión oficial, señor Demerest? —dijo Bergen—. ¿Me está hablando oficialmente, en nombre de Luna City, o sólo a título personal?

—Sólo a título personal, pero tal vez con eso baste, señor Bergen.

—Yo no lo creo así. Lo siento, pero esto está empezando a resultar desagradable. Sugiero que, a fin de cuentas, lo mejor será que regrese a la cara exterior en el primer batiscafo disponible.

—¡Todavía no! ¡Todavía no! —Demerest miró desesperado a su alrededor, luego se incorporó vacilante y se apoyó de espaldas contra la pared. Era demasiado alto para la habitación y percibió claramente cómo se le escurría la vida. Un paso más y no habría podido volverse atrás.

Ya les había dicho en la Luna que de nada serviría intentar hablar, intentar negociar. Era una lucha a vida o muerte por los fondos disponibles, y el destino de Luna City no podía verse frustrado; no en favor de Profundidad del Océano; ni en favor de la Tierra; no, ni por toda la Tierra, pues la humanidad y el universo estaban por encima de la misma Tierra. El hombre debía abandonar el útero materno y…

Demerest podía oír su propio jadeo enfurecido y la íntima agitación del torbellino de sus pensamientos. Los otros dos le contemplaban con una mirada que parecía preocupada. Annette se levantó y dijo:

—¿Se siente mal, señor Demerest?

—No me siento mal. Siéntese. Soy ingeniero de seguridad y quiero enseñarles un par de cosas sobre la seguridad. Siéntese, señora Bergen.

—Siéntate, Annette —dijo Bergen—. Yo me ocuparé de él. —Se levantó y avanzó un paso.

—No —dijo Demerest—. Usted tampoco se mueva. Tengo una cosa aquí escondida. Es usted demasiado ingenuo en lo tocante a los peligros humanos, señor Bergen. Se protege contra el mar y contra los fallos mecánicos, y no registra a sus visitantes humanos, ¿verdad? Tengo un arma, señor Bergen.

Ahora que lo había dicho y ya había dado el paso definitivo, a partir del cual no había posible vuelta atrás, pues sería hombre muerto hiciera lo que hiciese, se sentía bastante tranquilo.

—Oh, John —exclamó Annette, y apretó el brazo de su marido—. Es…

Bergen se puso frente a ella.

—¿Un arma? ¿Esa cosa es un arma? Ahora, tranquilo, Demerest, tranquilo. No hay motivo para excitarse. Si quiere hablar, hablaremos. ¿Qué es eso?

—Nada dramático. Un rayo láser portátil.

—¿Qué pretende hacer con él?

—Destruiré Profundidad del Océano.

—Pero no puede hacer eso, Demerest. Sabe que no puede hacerlo. La cantidad de energía que cabe en un puño es limitada, y cualquier láser que pueda sostenerse en una mano sería incapaz de generar el calor suficiente para atravesar las paredes.

—Lo sé. Éste contiene más energía de lo que usted cree. Está fabricado en la Luna, y fabricar la unidad de energía en el vacío tiene ciertas ventajas. Pero tiene usted razón. Aun así, está destinado a ejecutar sólo pequeños trabajos y es preciso recargarlo con frecuencia. Conque no tengo intención de intentar penetrar treinta centímetros o más de aleación de acero con él… Pero me ayudará a conseguir mi propósito indirectamente. Para empezar, les mantendrá quietos a los dos. Tengo energía suficiente en mi puño para matar a dos personas.

—No nos matará —dijo Bergen con voz neutra—. No tiene ningún motivo para hacerlo.

—Si con eso quiere insinuar que soy un ser irrazonable y que debe conseguir de algún modo hacerme recapacitar sobre mi locura, olvídelo —dijo Demerest—. Tengo todos los motivos para matarles y les mataré. Con el rayo láser si es necesario, aunque preferiría no tener que hacerlo.

—¿De qué le servirá matarnos? No lo comprendo. ¿Es porque me he negado a sacrificar los fondos de Profundidad del Océano? No podía hacer otra cosa. Realmente no me corresponde a mí tomar la decisión. Y aunque me mate, ello no le ayudará a conseguir sus propósitos, ¿no cree? De hecho, será todo lo contrario. Si un habitante de la Luna es un asesino, ¿cómo influirá ese hecho sobre la imagen de Luna City? Piense en las emociones humanas en la Tierra.

Cuando se decidió a intervenir, Annette habló en un tono imperceptiblemente chillón.

—¿No se da cuenta de que la gente dirá que las radiaciones solares que recibe la Luna tienen efectos perniciosos? ¿Qué las manipulaciones genéticas que han servido para reorganizar sus huesos y músculos han afectado también su estabilidad mental? Piense en la palabra «lunático», señor Demerest. Antaño los hombres creían que la Luna causaba locura.

—No estoy loco, señora Bergen.

—Eso es lo de menos —dijo Bergen, recogiendo serenamente el cable que acababa de lanzar su esposa—. Dirán que lo estaba; que todos los habitantes de la Luna están locos; y clausurarán Luna City y la Luna misma quedará cerrada a posteriores exploraciones, tal vez de forma definitiva. ¿Es eso lo que desea?

—Ello tal vez ocurriría si pensasen que yo les había matado, pero no lo pensarán. Será un accidente. —Con su codo izquierdo Demerest rompió el plástico que cubría los controles manuales—. Conozco este tipo de unidades —dijo—. Sé exactamente cómo operan. Lógicamente, al romperse ese plástico debería encenderse una señal luminosa; al fin y al cabo, podría haberse roto accidentalmente, y entonces alguien acudiría a investigar o, mejor aún, los controles quedarían inmovilizados hasta que alguien los operase deliberadamente para tener la seguridad de que no había sido sólo una rotura accidental. —Hizo una pausa, luego continuó—: Pero estoy seguro de que nadie vendrá; de que no se ha producido ninguna señal de alarma. Su sistema manual no es a prueba de errores porque, en lo más íntimo, usted abrigaba la convicción de que jamás lo utilizarían.

—¿Qué se propone hacer? —dijo Bergen.

Estaba tenso, y Demerest observó atentamente sus rodillas y dijo:

—Dispararé sin vacilación si intenta saltar sobre mí, y luego continuaré tranquilamente mi trabajo.

—Creo que no me está dejando nada que perder.

—Perderá tiempo. Déjeme hacer sin inmiscuirse y dispondrá de unos cuantos minutos para seguir hablando. Es posible que incluso llegue a convencerme. He ahí mi propuesta. No se meta conmigo y yo le daré la oportunidad de convencerme.

—¿Qué se propone hacer?

—Esto —dijo Demerest. No tuvo que mirar. Alargó la mano izquierda y cerró un contacto—. Ahora la unidad de fusión comenzará a calentar la cámara de aire y el vapor la vaciará. Será cuestión de pocos minutos. Y estoy seguro de que cuando esté vacía se encenderá uno de esos botoncitos rojos transparentes.

—¿Acaso pretende…?

—¿Por qué me lo pregunta? —dijo Demerest—. Ya sabe que, si he hecho lo que he hecho, mi intención debe ser inundar Profundidad del Océano.

—Pero, ¿por qué? Maldita sea, ¿por qué?

—Porque se interpretará como un accidente. Porque será una mancha en su expediente en materia de seguridad. Porque será una catástrofe total y les borrará del mapa. Y el CPP perderá interés por ustedes y Profundidad del Océano habrá perdido todo su atractivo. Nosotros recibiremos el dinero; nosotros continuaremos. Si pudiera lograr que eso ocurriera de alguna otra forma, así lo haría, pero las necesidades de Luna City son las necesidades de la humanidad, y éstas están por encima de todo.

—Usted también morirá —consiguió decir Annette.

—Naturalmente. ¿Cree que querría vivir después de haberme visto obligado a hacer algo así? No soy un asesino.

—Pero lo será. Si inunda este módulo, inundará toda Profundidad del Océano, matará a todos los que se encuentran aquí y condenará a una muerte más lenta a los que han salido en sus submarinos. Cincuenta hombres y mujeres, un niño que aún está por nacer…

—Eso no es culpa mía —dijo Demerest, con evidente sufrimiento—. No esperaba encontrar a una mujer encinta aquí, pero puesto que así ha sido, no puedo permitir que eso me detenga.

—Pero debe detenerse —dijo Bergen—. Su plan fracasará a menos que lo que ocurra aparezca como un accidente. Le encontrarán con un emisor de rayos en la mano y con los controles manuales claramente manipulados. ¿Cree que no sabrán deducir la verdad a partir de eso?

Demerest empezaba a sentir un gran cansancio.

—Señor Bergen, habla como un desesperado. Escúcheme bien… Cuando se abra la puerta exterior, esto se inundará de agua a una presión de mil atmósferas. Será como un enorme ariete que lo destruirá y arrasará todo a su paso. Las paredes de los módulos de Profundidad del Océano resistirán, pero todo lo que hay dentro de ellas quedará retorcido e irreconocible. Los seres humanos quedarán reducidos a tejidos desgarrados y huesos en astillas, y la muerte será instantánea e imperceptible. Aunque les matara quemándoles con el láser, no quedaría la menor prueba de ello, conque no tengo por qué vacilar, ¿comprende? Este panel manual quedará destrozado de todos modos; el agua se encargará de borrar todo lo que yo pueda hacer.

—Pero el emisor de rayos, la pistola de láser. Aunque sufra algún daño, será posible identificarla —dijo Annette.

—En la Luna solemos usar estas cosas, señora Bergen. Es una herramienta corriente; es el equivalente óptico de una navaja de bolsillo. Podría matarla con una navaja de bolsillo, ¿sabe?, pero nadie deduciría que un hombre que lleva una navaja de bolsillo, o incluso que esgrime una con la hoja extendida, tiene necesariamente el propósito de asesinar a alguien. Podría estar tallando una madera. Además, un láser de fabricación lunar no es una pistola de proyectiles. No tiene que soportar una explosión interna. Lo recubre una delgada lámina de metal, mecánicamente poco resistente. Dudo mucho de que el objeto resulte identificable después de sufrir el embate de la tromba de agua.

Demerest no tuvo que reflexionar para hacer estas declaraciones. Las había estado elaborando para sus adentros durante meses de debate consigo mismo allá en la Luna.

—En realidad —siguió diciendo—, ¿cómo podrán averiguar jamás los investigadores lo que habrá ocurrido aquí dentro? Enviarán batiscafos a inspeccionar los restos de Profundidad del Océano, pero ¿cómo se las arreglarán para entrar sin extraer primero el agua? De hecho, tendrían que construir otra Profundidad del Océano y ello les llevaría… ¿cuánto tiempo? Tal vez, dadas las reticencias del público a despilfarrar dinero, jamás llegarán a hacerlo y se contentarán con arrojar una corona de laurel sobre las paredes muertas de las instalaciones muertas de Profundidad del Océano.

—Los hombres de Luna City sabrán lo que usted ha hecho —dijo Bergen—. Seguro que habrá alguno dotado de conciencia. Se sabrá la verdad.

—Una verdad —dijo Demerest— es que no soy estúpido. Nadie en Luna City sabe lo que me propongo hacer, y nadie sospechará jamás lo que habré hecho. Me enviaron aquí abajo para negociar una cooperación en el asunto de los créditos financieros. Mi misión era discutir y nada más. Ni tan sólo encontrarán a faltar un emisor de rayos láser allí arriba. Yo mismo me monté éste con piezas de desecho… Y funciona. Lo he probado.

—No lo ha pensado bien —dijo lentamente Annette—. ¿Se da cuenta de lo que va a hacer?

—Lo he pensado bien. Sé lo que hago… Y también sé que ustedes dos son conscientes de que se ha encendido la señal. Me doy perfecta cuenta. La cámara de aire está vacía y me temo que se ha agotado el tiempo.

Rápidamente, con el emisor de rayos láser tensamente levantado, cerró otro contacto. Una pieza circular de la pared del módulo se abrió en una fina hendedura en forma de media luna y se enrolló suavemente.

Demerest vio la oscuridad abismal por el rabillo del ojo, pero no miró hacia allí. Un húmedo vapor salino penetró por la abertura; un extraño olor a vapor viejo. Incluso le pareció poder oír el chapoteo del agua condensada en el fondo de la cámara.

—Si éstos fueran unos mandos manuales racionales —dijo Demerest—, la puerta exterior debería permanecer sellada ahora. Con la puerta interior abierta, nada tendría que ser capaz de abrir esa puerta exterior. Sin embargo, sospecho que los mandos manuales se instalaron muy precipitadamente, al principio, para que llegara a tomarse esa precaución, y fueron sustituidos demasiado pronto para que luego llegara a añadirse ese dispositivo de seguridad. Y suponiendo que aún necesitara pruebas de ello, es evidente que ustedes no permanecerían ahí sentados tan inquietos si supieran que la puerta exterior no iba a abrirse. No tengo más que tocar otro contacto y entrará la tromba de agua. No notaremos nada.

—No lo apriete todavía —dijo Annette—. Debo decirle aún otra cosa. Ha dicho que nos concedería tiempo para convencerle.

—Mientras la cámara se vaciaba de agua.

—Permítame decirle sólo una cosa. Un minuto. Un minuto. Antes le he dicho que no sabía lo que estaba haciendo. Y no lo sabe. Está destruyendo el programa espacial, el programa espacial. El espacio no se acaba con el espacio. —Hablaba con voz chillona.

Demerest arrugó la frente.

—¿De qué me está hablando? Hable con sensatez o acabaré con todo. Estoy cansado. Estoy asustado. Quiero terminar de una vez.

—Usted no está introducido en el CPP —dijo Annette—. Y mi esposo tampoco. Pero yo sí. ¿Cree que por ser una mujer tengo un papel secundario aquí? Pues no es así. Usted, señor Demerest, sólo piensa en Luna City. Mi marido sólo piensa en Profundidad del Océano. Ninguno de los dos sabe nada.

¿Adónde confía poder ir, señor Demerest, suponiendo que contara con tanto dinero como quisiera? ¿A Marte? ¿A los asteroides? ¿A los satélites de los gigantes gaseosos? Todos esos mundos son pequeños; todos son meras superficies secas bajo un cielo vacío. Pueden transcurrir generaciones antes de que estemos preparados para intentar llegar a las estrellas, y aun entonces sólo dispondríamos de un minúsculo territorio. ¿Es eso lo que ambiciona?

»Las ambiciones de mi marido no van mucho más allá. Anhela poder extender el hábitat del hombre por el fondo del océano, una superficie no mucho mayor, en última instancia, que la superficie de la Luna y los demás mundos enanos. En cambio, en el CPP ambicionamos mucho más que cualquiera de ustedes dos, y si aprieta ese botón, señor Demerest, destruirá el sueño más grande que jamás haya concebido la humanidad.

Demerest comenzaba a interesarse a pesar suyo, pero dijo:

—Todo eso es pura charlatanería. —Sabía que existía la posibilidad de que hubieran alertado de algún modo a los demás habitantes de Profundidad del Oçéano, que en cualquier momento alguien podía entrar e interrumpirles, que alguien podía intentar matarle. Sin embargo, tenía los ojos fijos en la única abertura y le bastaría apretar un contacto, sin necesidad de mirarlo tan sólo, en un gesto que no requeriría más de un segundo.

—No hablo por hablar —dijo Annette—. Usted sabe que se necesitó algo más que naves espaciales para colonizar la Luna. Para lograr establecer una colonia con posibilidades de futuro, fue preciso alterar la constitución genética de algunos hombres y adaptarlos a la baja gravedad allí existente. Usted es un producto de esa manipulación genética.

—¿Y bien?

—¿Y no cree que una manipulación genética también podría permitir adaptar a los hombres para que pudieran soportar una mayor fuerza gravitatoria? ¿Cuál es el planeta más grande del sistema solar, señor Demerest?

—Júpi…

—Sí, Júpiter. Once veces el diámetro de la Tierra; cuarenta veces el diámetro de la Luna. Una superficie ciento veinte veces mayor que la de la Tierra; seiscientas veces la de la Luna. Con unas condiciones tan distintas a todo lo que podemos encontrar en cualquiera de los mundos del tamaño de la Tierra, o más pequeños, que cualquier científico un poco convencido daría la mitad de su vida a cambio de una oportunidad de poder observarlas de cerca.

—Pero Júpiter es un objetivo imposible.

—¿En serio? —dijo Annette, e incluso consiguió esbozar una débil sonrisa—. ¿Tan imposible como volar? ¿Por qué es imposible? La manipulación genética podría permitir conseguir hombres con una osamenta más densa y más resistente, con músculos más fuertes y más compactos. Los mismos principios que aíslan a Luna City del vacío y a Profundidad del Océano del mar podrían aislar también a la futura Profundidad de Júpiter de su medio amoniacado.

—El campo gravitatorio…

—Puede salvarse mediante naves de propulsión nuclear actualmente en proyecto. Usted ignora estos hechos, pero yo no.

—Ni siquiera conocemos con certeza la profundidad de la atmósfera. Las presiones…

—¡Las presiones! ¡Las presiones! Señor Demerest, mire a su alrededor. ¿Por qué cree que se construyó realmente Profundidad del Océano? ¿Para explotar el océano? Los centros de población establecidos en la plataforma continental ya lo hacen perfectamente. ¿Para conocer mejor el fondo submarino? Eso podría lograrse fácilmente mediante batiscafos, con el consiguiente ahorro de los cientos de miles de millones de dólares que llevamos invertidos hasta el momento en Profundidad del Océano.

¿No comprende, señor Demerest, que Profundidad del Océano tiene que significar más que eso? Profundidad del Océano se ha construido con el propósito de diseñar las naves y mecanismos novísimos que servirán para explorar y colonizar Júpiter. Mire a su alrededor y contemple el primer boceto de un medio ambiente joviano; la réplica más parecida que podemos lograr sobre la Tierra. Es sólo una pálida sombra del poderoso Júpiter, pero es un primer paso.

»Destruya esto, señor Demerest, y habrá destruido toda esperanza de llegar a Júpiter. Por otra parte, si nos deja vivir, juntos penetraremos en la joya más reluciente del sistema solar y, unidos, la poblaremos. Y mucho antes de haber alcanzado los límites de Júpiter, ya estaremos preparados para alcanzar las estrellas, para poblar los planetas afines a la Tierra que giran a su alrededor, y también los planetas afines a Júpiter. No abandonaremos Luna City, porque ambas son necesarias para lograr este fin último.

Por el momento, Demerest se había olvidado por completo de aquel último botón.

—Nadie en Luna City ha oído hablar de esto —dijo.

—Usted no había oído hablar de ello. Pero en Luna City hay personas que están al corriente. Si les hubiera confiado su plan de destrucción, le habrían detenido. —Naturalmente, no podemos dar publicidad a estos hechos y sólo pueden conocerlos unas pocas personas en cada lugar. Ya es difícil lograr el apoyo de la opinión pública a los proyectos planetarios actualmente en curso. La cicatería del CPP se debe a que la opinión pública limita su generosidad. ¿Qué cree que diría el público si imaginara que intentábamos llegar a Júpiter? Les parecería una superfantasía. Pero nosotros seguimos adelante y dedicamos todo el dinero que podamos conseguir y utilizar a las diversas facetas del Proyecto Gran Mundo.

—¿Proyecto Gran Mundo?

—Sí —dijo Annette—. Ahora ya lo sabe y yo acabo de cometer una grave indiscreción. Pero no tiene importancia, ¿verdad? Puesto que ya podemos darnos por muertos, y el proyecto con nosotros.

—Un momento, señora Bergen.

—Si ahora cambia de opinión, no imagine que jamás podrá hablar del Proyecto Gran Mundo. Eso acabaría con él con tanta seguridad como lo haría la destrucción de este lugar. Y sería el fin de su carrera, y también de la mía. También podría ser el fin de Luna City y de Profundidad del Océano. Conque ahora que lo sabe, tal vez nada importe ya de todos modos. Tanto daría que apretase ese botón.

—He dicho un momento… —Profundas arrugas surcaban la frente de Demerest y tenía los ojos encendidos de angustia—. No sé…

Bergen se disponía a saltar por sorpresa en el momento en que la tensa vigilancia de Demerest flaqueó trocándose en vacilante introspección, pero Annette le retuvo por la manga.

Siguió un intervalo indefinido que tal vez durase unos diez segundos y luego Demerest les tendió su láser.

—Cójanlo —dijo—. Me considero detenido.

—No podemos detenerlo sin que se descubra todo el asunto —dijo Annette. Cogió el láser y se lo entregó a Bergen—. Nos conformaremos con que regrese a Luna City y guarde silencio. Le mantendremos bajo vigilancia hasta ese momento.

Bergen estaba manipulando los controles manuales. La puerta interior se deslizó hasta cerrarse y después se oyó el atronador estallido del agua que comenzaba a llenar otra vez la cámara.

Marido y mujer estaban a solas de nuevo. No se habían atrevido a intercambiar palabra hasta que Demerest estuvo inofensivamente dormido bajo la mirada vigilante de los hombres designados para este fin. El inesperado estallido de la tromba de agua había alarmado a todo el mundo y habían tenido que darles una explicación sumamente expurgada del incidente.

Los controles manuales quedaron bajo llave y Bergen dijo:

—En adelante será preciso adaptar los controles manuales para que fallen sobre seguro. Y tendremos que registrar a los visitantes.

—Oh, John —dijo Annette—. Creo que la gente está loca. Ahí estábamos, enfrentándonos a la posibilidad de morir y de que desapareciera Profundidad del Océano; ante el fin de todo. Y lo único que era capaz de pensar era: debo conservar la calma; no debo abortar.

—Y, desde luego, has conservado muy bien la calma. Has estado magnífica. Quiero decir, eso del Proyecto Gran Mundo. A mí jamás se me hubiera ocurrido algo así, pero, por…, por… Júpiter, es una idea muy atractiva. Es fantástico.

—Siento haber tenido que decir todo eso, John. Todo era mentira, claro. Lo he inventado. En realidad, Demerest quería que inventara algo. No era un asesino ni un destructor; era…, según los dictados de su propio entendimiento, sobre exaltado, un patriota, y supongo que se decía que tenía que destruir para salvar…, una opinión bastante generalizada entre los pobres de espíritu. Pero dijo que nos daría tiempo para convencerle de que no lo hiciera y yo diría que ansiaba que lo consiguiéramos. Quería que inventásemos algo que le diera una excusa para salvar con el fin de salvar, y yo se la he dado… Siento haberte engañado, John.

—No me has engañado.

—¿No?

—¿Cómo podrías haberme engañado? Sé que no eres miembro del CPP.

—¿Y cómo puedes estar tan seguro? ¿Porque soy una mujer?

—En absoluto. Porque yo pertenezco al Consejo, Annette, y esto sí que es confidencial. Y, si no te importa, pienso empezar a dar pasos para iniciar exactamente lo que has sugerido: el Proyecto Gran Mundo.

¡Bravo! —Annette lo pensó un momento y luego, lentamente, sonrió—. ¡Bravo! No está mal. Las mujeres sirven para algo.

—Lo cual —dijo Bergen, sonriendo a su vez— yo jamás he negado.

* * *

Ed Ferman de «F & SF» y Barry Malzberg, uno de los más brillantes miembros de la nueva generación de autores de ciencia ficción, comenzaron a pensar a principios de 1973 en preparar una antología que incluyera una serie de distintos temas de ciencia ficción llevados hasta su última consecuencia. Para cada relato buscaron un autor asociado a un tema concreto y, naturalmente, acudieron a mí para que les escribiera un cuento sobre el tema de la robótica.

Intenté rehusar con mis habituales excusas sobre lo apretado de mi agenda, pero dijeron que si yo me negaba no incluirían ningún relato sobre robótica, pues no tenían intención de pedírselo a nadie más. Eso me obligó a aceptar ante lo vergonzoso que hubiera resultado una negativa.

Luego tuve que encontrar una manera de llegar a una consecuencia final. Desde siempre había un aspecto del tema de los robots que jamás me había atrevido a tocar, aunque lo había discutido alguna vez con el malogrado John Campbell.

Como pueden ver, en las dos primeras leyes de la robótica aparece la expresión «ser humano», e implícitamente se supone que un robot es capaz de reconocer a un ser humano cuando se topa con uno. Pero ¿qué es un ser humano? O, como dicen los Salmos refiriéndose a Dios, «Qué es el hombre que Vos cuidáis de él».

Evidentemente, las leyes de la robótica no son necesariamente válidas en caso de que exista cualquier duda sobre la definición de lo que es un hombre. Conque escribí Qué es el hombre, y Ed y Barry quedaron satisfechos con el relato, y a mí también me complació. Este, además de aparecer formando parte de la antología que se tituló Fase final, también se publicó en «Fantasy and Science Fiction», en mayo de 1974.