Jerome Bishop, compositor y trombonista, nunca había estado en un hospital mental hasta ese día.
En algún momento había sospechado que tal vez acabaría algún día en uno de ellos, como paciente (¿quién podía considerarse a salvo?), pero jamás se le había pasado por la cabeza que podría llegar a estar allí como asesor para un asunto de aberración mental. Como asesor.
Permaneció allí sentado, en pleno año 2001, con el mundo en una situación bastante espantosa, pero (eso decían) saliendo ya de ella, y luego se levantó al entrar una mujer de mediana edad. Los cabellos de la mujer comenzaban a teñirse de gris, y Bishop pensó agradecido en su propio cabello aún de punta y de un uniforme color negro.
—¿Es usted el señor Bishop? —preguntó ella.
—Eso me pareció la última vez que lo comprobé.
—Yo soy la doctora Cray —dijo ella alargándole la mano—. ¿Quiere acompañarme?
Le estrechó la mano y luego la siguió. Procuró no sentir aprensión ante los monótonos uniformes grises que vestían todas las personas con quienes se cruzó.
La doctora Cray se llevó un dedo a los labios y le indicó una silla. Apretó un botón y las luces se apagaron, poniendo de relieve la imagen de una ventana con una luz detrás. A través de la ventana, Bishop pudo ver a una mujer recostada sobre lo que parecía un sillón de dentista. Un bosque de cables flexibles brotaba de su cabeza, un fino arco de luz se extendía de polo a polo a sus espaldas, y una tira de papel un poco menos estrecha se alargaba hacia arriba.
Volvió a encenderse la luz y la imagen se desvaneció.
—¿Sabe qué hacemos allí dentro? —preguntó la doctora Cray.
—¿Graban las ondas cerebrales? Sólo es una suposición.
—Buena suposición. Hacemos justamente eso. Es una grabación de rayos láser. ¿Sabe cómo funciona el sistema?
—Mis obras han sido grabadas con rayos láser —dijo Bishop y cruzó una pierna sobre la otra—, pero eso no significa que sepa cómo funciona el sistema. Los ingenieros se ocupan de los detalles… Mire, doctora, si imagina que soy un ingeniero de rayos láser, se equivoca.
—No, ya sé que no lo es —se apresuró a decir la doctora Cray—. Le hemos traído aquí para otra cosa… Permita que se lo explique. Es posible alterar un rayo láser con gran delicadeza; mucho más rápidamente y con mucha mayor precisión de lo que puede alterarse una corriente eléctrica, o incluso un rayo de electrones. Gracias a ello es posible grabar una onda muy compleja con mucho mayor detalle del que nunca pudo imaginarse hasta ahora. Es posible hacer un rastreo con un rayo láser de amplitud microscópica y obtener una onda que luego podemos estudiar bajo un microscopio y conseguir una exacta pormenorización de aspectos invisibles para el ojo desnudo e imposibles de obtener de ninguna otra forma.
—Si eso es lo que desea consultarme —dijo Bishop—, sólo puedo decirle que no vale la pena obtener tanto detalle. La capacidad auditiva tiene sus límites. Si se afina una grabación con rayos láser más allá de cierto punto, se hace aumentar el coste de la misma, pero no ocurre otro tanto con el efecto obtenido. De hecho, algunas personas dicen que lo que se consigue es una especie de zumbido que comienza a ahogar la música. Yo, personalmente, no lo oigo, pero puedo asegurarle que si uno desea una grabación óptima, no concentra el rayo láser al máximo… Naturalmente, tal vez la cosa cambie tratándose de ondas cerebrales, pero eso es todo lo que puedo decirle, de modo que ahora mismo me marcho, y sólo le cobraré el transporte.
Hizo ademán de levantarse, pero la doctora Cray sacudió vigorosamente la cabeza.
—Por favor, siéntese, señor Bishop. La grabación de ondas cerebrales no es lo mismo. En este caso necesitamos todo el detalle que podamos conseguir. Hasta el momento sólo hemos logrado deducir de las ondas cerebrales los minúsculos efectos superpuestos de diez mil millones de células cerebrales, una especie de muestra media aproximada que lo difumina todo excepto los efectos más generales.
—¿Quiere decir algo así como escuchar a diez mil millones de pianos, cada uno de los cuales tocase una melodía distinta a cien kilómetros de distancia?
—Exactamente.
—¿No captan más que un ruido?
—No del todo. Captamos alguna información, sobre la epilepsia, por ejemplo. Pero con las grabaciones de rayos láser hemos comenzado a captar los pequeños detalles; hemos comenzado a escuchar las melodías individuales que tocan esos distintos pianos; hemos comenzado a detectar qué pianos concretos están desafinados.
Bishop arqueó las cejas.
—¿Conque pueden saber a qué se debe la locura de una persona loca en concreto?
—En cierto modo. Fíjese en esto. —En otro rincón de la habitación se encendió una pantalla, sobre la cual se proyectaba una fina línea oscilante—. ¿Se da cuenta, señor Bishop?
La doctora Cray apretó el botón de un indicador que tenía en la mano y un puntito de la línea se puso rojo. La línea fue pasando por la pantalla iluminada y periódicamente fueron encendiéndose varios puntitos rojos.
—Es una microfotografía —dijo la doctora Cray—. Esas pequeñas discontinuidades rojas no son visibles a simple vista y tampoco serían visibles con ningún procedimiento de grabación menos sutil que el de los rayos láser. Sólo aparecen cuando esta paciente concreta sufre una depresión. Cuanto más profunda es la depresión, más pronunciadas son las señales.
Bishop reflexionó un momento. Luego, dijo:
—¿Puede hacer algo para remediarlo? De momento, ello sólo significa que las señales luminosas le permiten saber que existe una depresión, algo que puede averiguar con sólo escuchar a la paciente.
—Perfectamente correcto, pero los detalles son útiles. Por ejemplo, podemos transformar las ondas cerebrales en delicadas ondas luminosas oscilantes y, lo que es más, también podemos convertirlas en las ondas sonoras equivalentes. Para ello empleamos el mismo sistema de rayos láser que usan para grabar su música. Obtenemos una especie de zumbido vagamente musical que concuerda con el parpadeo de la luz. Me gustaría que lo escuchara con un auricular.
—¿La música de esa persona depresiva concreta cuyo cerebro ha generado esa línea?
—Sí, y como no podemos aumentar demasiado la intensidad sin perder detalles, quisiéramos que la escuchara con auriculares.
—¿Y debo observar la luz al mismo tiempo?
—No será necesario. Puede cerrar los ojos. El destello penetrará a través de los párpados en la medida suficiente para que el cerebro reciba el efecto.
Bishop cerró los ojos. En medio del zumbido pudo oír el débil lamento de un ritmo complejo y triste que encerraba todo el dolor del viejo mundo cansado. Lo escuchó, vagamente consciente de la tenue lucecita que golpeaba los globos de sus ojos a intervalos intermitentes.
Sintió que le tiraban con fuerza de la camisa.
—Señor Bishop… Señor Bishop…
Inspiró profundamente.
—¡Gracias! —dijo con un ligero estremecimiento—. Esa música me ha trastornado, pero no podía dejar de escucharla.
—Ha estado escuchando ondas cerebrales depresivas y éstas comenzaban a hacer mella en usted. Sus propias ondas cerebrales se veían obligadas a seguir el compás. Se ha sentido deprimido, ¿verdad?
—Totalmente.
—Bueno, si conseguimos detectar el fragmento de la onda característico de la depresión, o de cualquier anomalía mental, lo suprimimos, y luego hacemos escuchar al paciente el resto de la onda cerebral, sus propias ondas cerebrales se modifican para adoptar la forma normal.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Durante un cierto tiempo después de la interrupción del tratamiento. Durante un cierto tiempo, pero no demasiado. Algunos días. Una semana. Después, el paciente tiene que volver.
—Eso es mejor que nada.
—Y menos que suficiente. Una persona nace con determinados genes que configuran una estructura cerebral potencial determinada, señor Bishop. Una persona sufre determinadas influencias ambientales. No es fácil neutralizar todo eso, de modo que aquí, en esta institución, intentamos encontrar métodos de neutralización más eficientes y duraderos… Y tal vez usted pueda ayudarnos. Por eso le pedimos que viniera.
—Pero yo no entiendo nada de esto, doctora. Nunca he oído hablar de la grabación de ondas cerebrales mediante rayos láser. —Abrió las manos, con las palmas hacia arriba—. No tengo nada que ofrecerles.
La doctora Cray le miró impaciente. Hundió profundamente las manos en los bolsillos de su chaqueta y dijo:
—Hace un momento usted dijo que el láser registraba más detalles de los que era capaz de captar el oído humano.
—Sí. Y lo ratifico.
—Lo sé. Uno de mis colegas leyó una entrevista suya en la revista «High Fidelity» del mes de diciembre del año dos mil, donde usted decía exactamente eso. Y eso es lo que nos llamó la atención. El oído no puede captar los detalles que recoge el láser pero, como usted ha comprobado, el ojo sí los capta. Lo que modifica las ondas cerebrales adecuándolas a la norma es el parpadeo de la luz, no la oscilación del sonido. El sonido por sí solo no conseguiría nada. Sin embargo, sirve para reforzar el efecto en presencia de la luz.
—Ahí no hay problema.
—Sí lo hay. El refuerzo no es suficiente. El oído no capta las suaves, delicadas, casi infinitamente complejas variaciones que la grabación de rayos láser introduce en el sonido. Hay demasiadas cosas, y la porción que tiene un efecto de refuerzo queda ahogada en medio de todo ese detalle.
—¿Qué le hace pensar que existe una porción con un efecto de refuerzo?
—Porque ocasionalmente, de forma más o menos accidental, hemos conseguido producir algo que parece surtir mejores efectos que la onda cerebral completa, pero no logramos averiguar por qué. Necesitamos un músico. Tal vez usted. Si escuchase ambos conjuntos de ondas cerebrales, tal vez pudiera distinguir por alguna intuición un ritmo más acorde con el conjunto normal que con el anómalo. Entonces éste podría reforzar el efecto de la luz y hacer más efectiva la terapia, ¿comprende?
—Un momento —dijo Bishop alarmado—. Pretende hacerme cargar con una enorme responsabilidad. Cuando compongo música, me limito a acariciar el oído y hacer saltar los músculos. No estoy intentando curar un cerebro enfermo.
—Sólo le pedimos que acaricie los oídos y haga saltar los músculos, pero al compás de la música normal de las ondas cerebrales… Y le aseguro que no debe temer nada, señor Bishop. Es sumamente improbable que su música pueda causar algún daño, y tal vez pueda hacer mucho bien. Y le pagaremos, señor Bishop, tanto si gana como si pierde.
—Bueno, lo intentaré, pero no le prometo nada —concluyó Bishop.
Regresó al cabo de dos días. La doctora Cray tuvo que abandonar una reunión para recibirle. Le miró con ojos cansados, empequeñecidos.
—¿Ha conseguido algo?
—Algo he conseguido. Tal vez sirva.
—¿Cómo lo sabe?
—No lo sé. Sólo tengo esa sensación… Mire, he escuchado las cintas de rayos láser que usted me dio; la música de las ondas cerebrales tal como la produjo la paciente en estado depresivo y la música de las ondas cerebrales modificadas por ustedes para convertirla al estado normal. Y usted tenía razón; sin los preparados de la luz, no me afectó ni en uno ni en otro sentido. De todos modos, resté la segunda de la primera para ver dónde estaba la diferencia.
—¿Tiene una computadora? —dijo la doctora Cray, extrañada.
—No, una computadora no me hubiera servido de nada. Me hubiera dado demasiados datos. Si uno coge una complicada distribución de ondas láser y le resta otra complicada distribución de ondas láser, lo que le quedará seguirá siendo una distribución bastante complicada de ondas láser. No, las resté en mi cabeza para ver qué clase de ritmo quedaba… Ése sería el ritmo anómalo que yo debería anular con un contrarritmo.
—¿Cómo puede restar en su cabeza?
Bishop la miró impaciente.
—No lo sé. ¿Cómo escuchó Beethoven la Novena Sinfonía en su cabeza antes de pasarla al pentagrama? El cerebro también es una computadora bastante buena, ¿no cree?
—Supongo que sí. —La doctora adoptó una actitud sumisa—. ¿Ha traído el contrarritmo?
—Eso creo. Lo he grabado en una cinta ordinaria porque no se precisa nada más. Es más o menos así: dididiDa-didi-diDa-dididiDADADAdiDA; y así sucesivamente. Le he añadido una melodía y puede hacérsela escuchar a la paciente por los auriculares mientras ella mira la luz parpadeante acoplada a la distribución normal de las ondas cerebrales. Si no me equivoco, servirá para reforzar la viva claridad que aquélla encierra.
—¿Está seguro?
—Si estuviera seguro, no haría falta probarlo, ¿no cree, doctora?
La doctora Cray se quedó pensativa un momento.
—Concertaré una cita con la paciente. Me gustaría que usted estuviera presente.
—Si así lo desea… Forma parte del trabajo de asesoramiento, supongo.
—Como comprenderá, no podrá entrar en la sala de tratamiento, pero me gustaría que estuviera aquí fuera.
—Lo que usted diga.
La paciente llegó con aspecto de persona abrumada por las preocupaciones. Tenía los párpados caídos y hablaba en voz baja y entre dientes.
Bishop le lanzó una mirada casual mientras permanecía sentado muy quieto, desapercibido, en un rincón. La vio entrar en la sala de tratamiento y esperó pacientemente, mientras se decía: «¿Y si la cosa sale bien? ¿Por qué no dotar a los destellos luminosos de las ondas cerebrales de un acompañamiento musical adecuado para combatir la tristeza, aumentar la energía e intensificar el amor? No sólo para gente enferma sino también para las personas normales, que podrían sustituir con ello todas las palizas que se han dado con el alcohol o las drogas en sus esfuerzos por adaptar sus emociones…, un sustituto perfectamente inocuo basado en las propias ondas cerebrales…» Y por fin, al cabo de cuarenta y cinco minutos, volvió a salir la mujer.
Ahora se la veía plácida y en cierto modo las arrugas de su rostro parecían habérsele borrado.
—Me siento mejor, doctora Cray —dijo con una sonrisa—. Mucho mejor.
—Es lo que suele ocurrirle —dijo reposadamente la doctora Cray.
—No como ahora —dijo la mujer—. No como ahora. Esta vez es algo distinto. Otras veces, incluso cuando me parecía sentirme bien, podía notar esa terrible depresión en el fondo de mi cabeza, dispuesta a instalarse nuevamente en cuanto me relajara. Ahora… simplemente ha desaparecido.
—No podemos estar seguros de que haya desaparecido para siempre —dijo la doctora Cray—. Concertaremos una cita para dentro de, pongamos, dos semanas, pero llámeme antes si ocurre cualquier cosa, ¿lo hará? ¿Ha notado alguna diferencia en el tratamiento?
La mujer reflexionó un poco.
—No —dijo dubitativa. Y añadió—: Aunque hay ese destello de la luz. Tal vez fuera distinto. Más nítido y más penetrante, en cierto modo.
—¿Ha oído algo?
—¿Debía oír algo?
La doctora Cray se levantó.
—Estupendo. No olvide de concertar la cita con mi secretaria.
La mujer se detuvo junto a la puerta, se volvió y dijo:
—Es una sensación tan feliz sentirse feliz —y dicho esto se marchó.
—No ha oído nada, señor Bishop —dijo la doctora Cray—. Supongo que su contrarritmo ha reforzado la distribución normal de las ondas cerebrales de modo que el sonido se ha fundido naturalmente con la luz, como si dijéramos… Y es posible que también haya surtido su efecto.
Se volvió para mirar a Bishop cara a cara.
—Señor Bishop, ¿querrá asesorarnos en otros casos? Le pagaremos lo máximo que podamos, y si este procedimiento resulta ser una terapia eficaz para las enfermedades mentales, reconoceremos gustosos todo el mérito que le corresponde.
—Les ayudaré con mucho gusto, doctora —dijo Bishop—, pero no será tan difícil como usted cree. El trabajo ya está hecho.
—¿Ya está hecho?
—Hace siglos que tenemos músicos. Tal vez no supieran nada sobre las ondas cerebrales, pero ponían todo su empeño en conseguir las melodías y los ritmos capaces de llegar a la gente, de hacerles marcar el compás con los pies, de hacer temblar sus músculos, sonreír sus caras, funcionar sus lagrimales y latir sus corazones. Esas melodías están ahí, esperando. Una vez deducido el contrarritmo, sólo hay que escoger la melodía adecuada.
—¿Eso es lo que hizo?
—Claro. ¿Existe algo mejor para sacarnos de una depresión que un himno de resurrección? Para eso son. El ritmo nos hace salir de nosotros mismos. Crea una exaltación. Tal vez el efecto no dure mucho por sí solo, pero si se emplea para reforzar la distribución normal de las ondas cerebrales, debería machacarla bien machacada.
—¿Un himno de resurrección? —La doctora Cray se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos.
—Claro. En este caso he usado el mejor de todos. La he hecho escuchar Cuando los santos salen de paseo.
Empezó a cantarlo suavemente, marcando el ritmo con los dedos, y al llegar a la tercera línea, la doctora Cray ya seguía el compás con el pie.
* * *
El próximo relato me fue solicitado por la revista de la compañía telefónica Bell en el curso de un excelente almuerzo. Querían un cuento de tres mil palabras que girase en torno a un problema de comunicaciones. Éste debía cumplir dos amplios requisitos; en primer lugar, debía ser más avanzado que cualquiera de los métodos en esos momentos en estudio por parte de la compañía Bell, y en segundo lugar, no debía postular el fin de la demanda de servicios de las empresas de comunicaciones.
Lo cierto es que Kim Armstrong, la directora de la revista, que estaba presente en el almuerzo, era una mujer extraordinariamente encantadora, pero yo hubiera aceptado encargarme del relato de todos modos, pues antes de terminar el almuerzo ya tenía un argumento convenientemente archivado en mi cabeza.[10] Empecé a trabajar en él el 19 de octubre de 1975. A Kim Armstrong le gustó una vez terminado y apareció en la revista en febrero de 1976.