Capítulo 4

Bajamos poco después de concluir la conversación. Derek se dirigió directo a la cocina con intención de conseguir algo para desayunar. Apenas habíamos tenido unas horas de sueño, pero ya casi era mediodía y su estómago, como era predecible, rugía.

Mientras él buscaba comida, Simon y yo nos dedicamos a fisgonear por nuestra nueva residencia temporal. Una vez leí un libro sobre una niña que vivía en una enorme mansión inglesa con una sala secreta a la que nadie había accedido desde hacía años, pues se había colocado un armario ropero frente a la puerta. Recuerdo haber pensado que resultaba ridículo. Mi padre tenía amigos con casas grandes de verdad y, a pesar de eso, no había modo de que uno pudiese pasar por alto una sala. Pero en aquel lugar y con un poco de imaginación, ahora podía entenderlo.

No era sólo grande. Tenía una distribución extraña. Como si el arquitecto se hubiese limitado a amontonar estancias sobre el plano, sin pensar en cómo conectarlas. La zona frontal era bastante sencilla. Había un corredor principal que conectaba las puertas, las escaleras, la cocina, el cuarto de estar y el comedor. Después el plano se hacía confuso, dividiéndose en un par de pasillos traseros con habitaciones que sólo llevaban a otras habitaciones. La mayoría eran bastante pequeñas, sin llegar siquiera a los tres metros cuadrados. Me recordaba a la madriguera de un conejo, con todas esas pequeñas salas extendiéndose en todas direcciones. Allí atrás incluso encontramos unos vuelos de escaleras dividas, escaleras que parecían no haber sido limpiadas desde hacía años.

Cuando Simon fue a ver si Andrew se había levantado, yo deambulé hasta la cocina, donde Derek estaba observando una herrumbrosa lata de alubias.

—¿Tanta hambre tienes? —pregunté.

—No tardaré en tenerla.

Se movió por la cocina, abriendo cajones.

—Entonces, no quieres que le pregunte a Andrew por ese chaval —dije—. Aunque confías en él, ¿verdad?

—Claro.

Bajó una caja de galletas y le dio la vuelta buscando la fecha de caducidad.

—Eso no ha sonado muy convincente —señalé—. Si estamos aquí con alguien en quien no confías…

—Justo ahora, en las únicas personas en las que confío sois Simon y tú. No creo que Andrew esté metido en nada. Si lo creyese, no estaríamos aquí. Pero no voy a correr ningún riesgo, por lo menos si podemos encontrar respuestas por nosotros mismos.

Asentí.

—Eso está bien. Sólo que… Sé que no quieres asustar a Simon, pero… Si estás preocupado… —mis mejillas enrojecieron—. No estoy diciendo que tengas que confiar en mí, sólo que no…

—Que no te oculte nada cuando sabes que algo anda mal —se volvió y me miró a los ojos—. No lo haré.

—¿Ya se está bebiendo el kétchup? —irrumpió Simon en la cocina—. En diez minutos, tronco. Andrew viene para aquí y…

—Y se disculpa de veras por la escasez de comida. —Andrew entró. Tendría más o menos la misma edad que mi padre, con el pelo gris cortado al cepillo, hombros cuadrados, constitución sólida y nariz torcida. Posó una mano sobre el hombro de Derek—. Está en camino. Uno del grupo traerá el desayuno y llegará en cualquier momento.

Mantuvo la mano sobre el hombro de Derek, haciéndole una caricia. Fue un gesto cauteloso, quizá porque fuese quince centímetros más bajo que Derek, aunque parecía más. Anoche, cuando vio a Derek después de unos cuantos años, una señal de sorpresa y recelo cruzó su rostro. Derek la había advertido, y la había sentido; sintió el golpe de ver a un tipo al que conocía de toda la vida reaccionando como si fuese uno de esos pandilleros adolescentes frente a los que uno cambia de acera para evitarlos.

Andrew era un hechicero, como Simon. Era un viejo amigo de su padre, y antiguo empleado del Grupo Edison. También su recurso en casos de emergencia. Andrew y su padre habían mantenido alguna clase de disputa unos años atrás, pero aun así se mantuvieron en contacto, por lo que, cuando nos vimos en la estacada, acudimos a él.

Andrew hizo una última caricia en el hombro de Derek y después se apresuró por la cocina, sacando platos, enjuagándolos, quitando el polvo de las encimeras y la mesa, preguntando cómo habíamos dormido y disculpándose de nuevo por la falta de previsión.

—Resulta difícil estar preparado cuando uno no sabe que alguien va a venir —dijo Simon—. ¿Irá todo bien? ¿Vas a quedarte con nosotros? Sé que tienes trabajo…

—Que llevo haciendo en casa desde hace ya dos años. Al final obtuve el derecho de emplear la telecomunicación, gracias a Dios. Esos viajes diarios a Nueva York me estaban matando. Ahora voy una vez a la semana, para las reuniones.

Simon se dirigió a mí.

—Andrew es editor. Libros —lanzó un vistazo al susodicho—. Chloe es guionista.

Me sonrojé y tartamudeé que, por supuesto, no era ninguna guionista, que sólo pretendía llegar a serlo, pero Andrew dijo que le encantaría saber en qué estaba trabajando y responder a mis preguntas acerca de la escritura creativa. Incluso parecía decirlo en serio, no como los demás adultos, que lo dicen sólo para seguirte la corriente.

—Justo ahora está trabajando en un cómic, conmigo —explicó Simon—. Un diario gráfico de nuestras peripecias. Sólo para entretenernos.

—Mola mucho. Supongo que tú te ocupas de los dibujos, ¿no? Tu padre me dijo que eres…

Sonó el timbre de la puerta.

—Eso debe de ser el desayuno —añadió Andrew—. Chloe, sé que Tori probablemente estará agotada, pero debería estar aquí durante la reunión.

—Iré a despertarla.

* * *

Así que allí estaba el misterioso grupo de la resistencia. No parecía gran cosa: tres personas, además de Andrew.

Allí estaba Margaret, que se parecía a muchas de las mujeres con las que trabajaba mi padre: el tipo ejecutiva-de-empresa-financiera, alta y luciendo corto su cabello castaño cada vez más veteado de gris. Era una nigromante.

Gwen no era mucho más alta que yo y apenas parecía salida de la universidad. En cuanto al tipo de sobrenatural al que pertenecía, dado su corto cabello rubio, nariz respingona y mentón afilado, comencé a preguntarme si no sería algo así como una hadita, pero dijo que era una bruja, como Tori.

El tercer recién llegado era Russell, un tipo calvo con pinta de abuelete que era un chamán con estudios de medicina, por si tras nuestra terrible experiencia necesitábamos atención médica. Él, junto con Andrew y Margaret, fue uno de los miembros fundadores del grupo escindido, y también trabajó para el Grupo Edison.

Andrew nos contó que aún había otra media docena de miembros diseminados por el área metropolitana de Nueva York, y unos veinte más desperdigados por el país. Aunque, dadas las circunstancias, no parecía seguro reunirlos a todos allí para conocernos. Por tanto, enviaron a los que más pudiesen ayudarnos: una nigromante y una bruja. Derek no estaba de suerte: No había ningún licántropo en el grupo, un hecho poco sorprendente dado que no existirían más de un par de docenas en todo el país, mientras que había centenares de nigromantes y lanzadoras de hechizos.

Los sobrenaturales que se unieron al Grupo Edison no eran malvados. La mayor parte era gente como mi tía, que ofreció sus servicios médicos porque deseaba ayudar a personas como su hermano, un nigromante que se había suicidado o fue arrojado desde un tejado por los fantasmas mientras aún estaba en la universidad.

El Grupo Edison creía que la respuesta estaba en la manipulación genética; un pellizco en nuestro ADN para minimizar los efectos secundarios y mejorar el control sobre nuestros poderes. Las cosas comenzaron a torcerse cuando nosotros todavía éramos pequeños y tres elementos pertenecientes a los hombres lobo atacaron a una enfermera. Fueron «eliminados». Asesinados por las mismas personas que juraban estar intentando ayudar a los sobrenaturales. Fue entonces cuando el padre de Simon y algunos otros, como Andrew, abandonaron.

Sin embargo, para algunos no era suficiente con abandonar. Ellos, preocupados por lo que habían visto, continuaron vigilando al Grupo Edison con el propósito de asegurarse de que no se convirtieran en una amenaza para otros sobrenaturales. En esos momentos nosotros portábamos precisamente la clase de noticia que más temían. La modificación genética había fracasado en muchos de nosotros, creando muchachos con poderes incontrolables; brujas que podían hechizar sin un solo gesto y nigromantes capaces de levantar a los muertos por accidente.

Como esos fallos resultaron no ser tan fáciles de dominar como el Grupo Edison había esperado, hicieron lo mismo que habían hecho con los niños lobo. Matarlos.

Entonces nosotros acudimos al grupo de Andrew en busca de auxilio. Corríamos un peligro mortal y habíamos dejado atrás a otro elemento, Rachelle, y también a mi tía Lauren, que corría un peligro aún mayor. Pedíamos al grupo que los rescatase y terminara con esa amenaza que pendía sobre nuestras cabezas. ¿Lo harían? No teníamos idea.

* * *

Gwen había traído el desayuno: donuts, café y leche con cacao, cosa que, estoy segura, ella consideraba el menú perfecto para unos adolescentes. Y lo habría sido…, si no hubiésemos vivido alimentándonos de comida basura durante tres días y uno de nosotros no fuese diabético.

Simon escogió un donut y un cartón de medio litro de leche con cacao, bromeando acerca de tener una excusa para comer cosas que en situaciones normales estarían fuera de su dieta. Fue Derek quien se quejó. Andrew pidió disculpas por haberse olvidado de advertir a los demás sobre el problema de Simon y prometió unos alimentos más nutritivos para nuestra próxima comida.

Todos parecían de verdad simpáticos y comprensivos, y puede que yo estuviese un poco paranoica, contagio de Derek, pero tras esas sonrisas y ojos de mirada amable parecía haber un toque de intranquilidad, como si no pudiesen dejar de pensar en nuestros desordenados poderes. Como si no pudiesen evitar pensar otra cosa sino en que éramos bombas de relojería.

Y no fui la única que se sintió incómoda. Al pasar a la sala de estar, Derek se colocó en una esquina y allí se quedó. Simon apenas dijo una palabra. Tori, que normalmente no quería saber nada de nosotros, se situó tan cerca de mí que pensé que pretendía arrebatarme mi donut.

Nosotros frente a ellos. Los bichos raros con modificaciones genéticas frente a sobrenaturales normales y corrientes.

Simon y yo llevamos casi todo el peso de la charla. Aquello me resultaba raro, la niña siempre sentada al fondo del grupo esperando que no le pidiesen hablar por miedo a que pudiese comenzar el tartamudeo. Pero la carga de la prueba pesaba sobre mí y sobre lo que había visto: los fantasmas de otros chicos y los archivos en el ordenador del doctor Davidoff.

Mientras nos explicábamos advertí cordialidad en sus ojos, pero también duda. Creían que el experimento había fracasado con algunos sujetos; ésa era exactamente la cosa que temieron que sucediera cuando se retiraron. También nos creyeron respecto a la Residencia Lyle, la «residencia de terapia» donde el Grupo Edison nos había encerrado. Cuando el experimento se fastidió, el Grupo Edison, naturalmente, intentó borrar sus huellas.

No obstante, ¿y el resto del asunto? ¿Y eso de darnos caza al escapar? ¿Y lo de disparar contra nosotros, primero con dardos sedantes y después con fuego real? ¿Y lo de encerrarnos en un laboratorio? ¿Y lo de asesinar a tres chicos que no lograron superar la rehabilitación?

Aquello se me antojaba algo sacado de una película. No, borremos eso. Yo, como aspirante a guionista o director de éxitos de taquilla, de haber oído esa historia la habría desechado por ser demasiado estrafalaria.

Me atrevía a asegurar que Andrew nos creía. También Gwen. Lo sabía por el horror que expresaba su rostro. Pero Gwen era la más joven y su opinión no parecía contar demasiado. Russell y Margaret no podían ocultar su escepticismo, y supe que convencerlos para que nos ayudasen no iba a resultar tan sencillo como habíamos esperado.

Al final, espeté:

—Rachelle y mi tía corren de veras peligro. Pueden ser asesinadas cualquier día de éstos, si no lo han sido ya.

—Tu tía es un valioso miembro del equipo —dijo Margaret, con una expresión indescifrable en su rostro severo—. No la matarán. Tampoco parece que vuestra amiga corra un peligro inminente. Ella está feliz y es dócil. De momento, es todo lo que ellos desean.

—Pero si descubre la verdad no será tan dócil, ni mucho menos…

Russell me interrumpió.

—Tu tía y tu amiga tomaron sus decisiones, Chloe. Por duro que eso parezca. Ambas te traicionaron. No creí que estuvieses tan impaciente por rescatarlas.

—Mi tía…

—Os ayudó a escapar, lo sé. Pero tú no habrías estado allí de no haber sido por la traición de tu amiga.

Rae le había hablado al doctor Davidoff de nuestros planes de fuga, así que estaban preparados cuando lo intentamos. Ella se creyó sus mentiras acerca de querer ayudarnos y pensaba que los muchachos me habían lavado el cerebro.

—Ella cometió un error. ¿Me estás diciendo que deberíamos dejarla morir por eso? —Estaba levantando la voz. Tragué saliva intentando mantenerme calmada y razonable—. Cualquier cosa que hiciese fue porque pensaba que era lo correcto en ese momento, y no voy a abandonarla ahora.

Eché un vistazo a los demás. Simon mostró su acuerdo de inmediato y con vehemencia. Derek farfulló un gruñido:

Descarao, la cagó, pero la estupidez no es un crimen que merezca la pena de muerte.

Todos miramos a Tori. Contuve la respiración, sintiendo el peso de las miradas de los adultos sobre nosotros, sabiendo que necesitábamos llegar a un consenso en ese asunto.

—Como ya vamos a regresar por la tía de Chloe, entonces también deberíamos rescatar a Rae —dijo Tori—. Y ambas necesitan ser rescatadas cuanto antes. Puede que el Grupo Edison no sea una caterva de vengativos maníacos homicidas, pero mi madre es la excepción y, cuando nos largamos, ella no estaba muy contenta con la doctora Fellows.

—No creo… —comenzó a decir Russell.

—Ahora ha llegado el momento de pasar a la parte tediosa de la discusión —intervino Andrew—. Chicos, ¿por qué no subís y le echáis un vistazo al resto de habitaciones? Estoy seguro de que os gustaría tener una para cada uno.

—Estamos bien —dijo Simon.

Andrew miró a los demás. Nos querían fuera de la sala para discutir si iban a ayudarnos o no.

Yo deseaba gritar: «¿Qué es lo que hay que discutir? La gente para la que solíais trabajar está matando chavales. ¿No es ésa vuestra misión, aseguraros de que no le hagan daño a nadie? ¡Dejad de zampar donuts y haced algo!».

—¿Por qué no…? —comenzó a decir Andrew.

—Estamos bien —las palabras sonaron como un gruñido. Sólo era el tono de «hablo muy en serio» de Derek, pero de pronto se hizo un profundo silencio en la sala. Todos los ojos se volvieron hacia él y había cautela en todas las miradas.

Derek miró a otra parte y masculló:

—¿Queréis que nos vayamos?

—Por favor —dijo Andrew—. Sería más fácil…

—Lo que faltaba.

Derek nos llevó fuera.