Un metal frío vibró contra mi mejilla. Un coche pasó rugiendo.
—¿Cómo está de azúcar en sangre? —preguntaba una lejana voz de mujer: Margaret.
—Bajo —una voz de hombre, más cercana: Russell—. Muy bajo. Puedo darle una dosis de glucosa, pero en realidad deberíamos…
—Hazlo.
—Derek —llamó entonces la voz de Simon. El nombre sonaba como un gemido.
Mis ojos parpadearon hasta que consiguieron mantenerse abiertos. Estábamos tumbados en el suelo de una furgoneta. Simon estaba a unos palmos de distancia, todavía dormido y con el rostro crispado, como si sufriese algún dolor.
—Y ponle más sedante —llegó la voz de Margaret desde el asiento del conductor—. No quiero que se despierten.
—A él no debería administrarle demasiado…
—Tú hazlo.
Entorné los ojos hasta dejar sólo una ranura, para que no se diesen cuenta de que estaba despierta. Intenté mirar a mi alrededor sin mover la cabeza, pero todo lo que pude ver fue a Simon y, sobre su cabeza, la zapatilla de deporte de Tori.
«Derek, ¿dónde está…?»
Mis párpados se cerraron de nuevo.
* * *
La furgoneta dejó de moverse. El aire frío corrió por encima de mí, después una ráfaga de humo de escape. El motor hizo un ruido sordo y luego se apagó. Otro ruido, como el de una puerta de garaje. Desapareció el viento y todo quedó a oscuras. Entonces se encendió una luz.
Simon sufría arcadas a mi lado. El hedor del vómito atestaba la furgoneta. Levanté los párpados para poder verlo, sentado, mientras Russell lo sujetaba y le sostenía una bolsa de plástico.
—Simon —mi voz salió pastosa.
Se volvió. Sus ojos se encontraron con los míos e intentó enfocar. Sus labios se separaron y bramó:
—Tú estás bien.
Después sufrió una arcada y se inclinó sobre la bolsa de los vómitos.
—¿Qué le habéis dado? —preguntó una voz de hombre con brusquedad.
Conocía esa voz. Unos dedos fríos se cerraron alrededor de mi brazo desnudo. La cara del doctor Davidoff se cernió sobre la mía.
—Todo va bien, Chloe —sonrió—. Estás en casa.
* * *
Un guardia me llevó por los pasillos en silla de ruedas, mis brazos y piernas estaban sujetos con correas. Tori iba a mi lado, en una silla de ruedas empujada por otro guardia y también atada con correas.
—Es una medida provisional —me había asegurado el doctor Davidoff cuando el guardia me amarró a la silla—. No queremos volver a sedarte, así que es todo cuanto podemos hacer hasta que vuelvas a aclimatarte.
El doctor Davidoff caminaba entre los guardias. Tras ellos avanzaban Russell y Margaret, charlando con la madre de Tori, quien no le había dicho una palabra a su hija desde que llegamos.
—Decidimos que éste era el mejor lugar para ellos —estaba diciendo Margaret—. Necesitan un nivel de control y vigilancia que nosotros, simplemente, no podemos proporcionar.
—Tu piedad y consideración son enternecedoras —dijo Diane Enright—. ¿Dónde quieres que ingresemos tus honorarios de localización?
Pude sentir el hielo en la voz de Margaret al responder.
—Tenéis el número de mi cuenta.
—No nos iremos hasta que hayamos confirmado el depósito —dijo Russell, metiendo cuchara—. Y por si acaso se os está ocurriendo la idea de no pagarnos…
—Estoy segura de que habréis tomado precauciones frente a tal posibilidad —replicó la señora Enright con voz seca—. ¿En caso de que desaparecierais de pronto, saldrá a la luz una carta que nos descubrirá a todos?
—No —dijo Margaret—. Sólo alguien esperando por nuestra llamada. Un colega dueño de una línea directa con el conciliábulo Nast y poseedor de todos los detalles de vuestra operación. Estoy segura de que el señor Saint Cloud no querrá eso.
El doctor Davidoff se limitó a reír entre dientes.
—¿Amenazar a un conciliábulo con otro conciliábulo? Muy inteligente. Pero eso no será necesario —el buen humor desapareció de su voz—. Cualquiera que sea el interés del señor Saint Cloud en nuestra organización, continuamos como operación independiente, lo cual significa que no actuamos bajo los auspicios de ningún conciliábulo. Hicisteis un trato con nosotros; una suma considerable a cambio de entregar los elementos de experimentación y dispersar a vuestro pequeño grupo rebelde. Os habéis ganado el pago y lo recibiréis sin ninguna clase de traición ni amenaza de violencia.
Se volvió con una mirada agresiva en los ojos.
—No obstante, no perdáis esto de vista: al final se os paga con el dinero del señor Saint Cloud. Así que os sugeriría que, en cuanto abandonéis la seguridad de estos muros, huyáis tan lejos y tan deprisa como podáis.
* * *
Pregunté por Simon en cuanto la madre de Tori se hubo llevado a Margaret y a Russell fuera de allí. Odiaba dar al doctor Davidoff la satisfacción de oír el temblor de mi voz, pero tenía que saberlo.
—Ahora mismo estoy llevándote a verlo, Chloe —dijo con ese condescendiente tono de falso júbilo que tan bien conocía yo. «Mira qué buenos somos con vosotros», decía. «Y mira cómo nos tratáis. Sólo pretendemos ayudaros». Mis uñas se hundieron en los brazos de mi silla de ruedas.
El doctor Davidoff avanzó con paso decidido y abrió una puerta. Subimos por una rampa y llegamos a una sala de observación que dominaba un quirófano. Bajé la mirada hacia la brillante mesa de operaciones y las bandejas de relucientes instrumentos de metal, y me agarré a la silla con más fuerza.
Había una mujer en la sala, situada más allá de la ventana de observación, de modo que sólo pude distinguir un brazo esbelto cubierto por una bata de laboratorio.
La puerta de la sala de operaciones se abrió y entró una mujer de cabello gris. Era Sue, la enfermera que había conocido la última vez que estuve allí. Empujaba una camilla con ruedas. En ella yacía Simon, amarrado con correas.
—¡No! —me debatí presa de mis ligaduras.
El doctor Davidoff rió entre dientes.
—Ni siquiera quiero saber qué crees que tenemos en mente, Chloe. Estamos colocándole a Simon un dispositivo de suero intravenoso. Al ser diabético, es fácil que se deshidrate si vomita en exceso. No queremos correr ningún riesgo, no mientras ese sedante aún esté descomponiendo su estómago.
No dije nada, me limité a mantener la mirada hacia abajo, observando a Simon con el corazón martillando.
—Es una precaución, Chloe. Y lo que estás viendo no es sino nuestra sala médica. Sí, está equipada para la cirugía, pero sólo porque es una dependencia para usos diversos. —Se inclinó, susurrándome—: Si miras con más atención verás polvo en esos instrumentos.
Me hizo un guiño, el tío enrollado siguiéndole la corriente a la niña tontita, y quise… No sé lo que quise hacer, pero algo en mi expresión hizo que se estremeciese y, sólo por un segundo, el tío molón desapareció. Yo no era la dócil, la pequeña Chloe que él recordaba. Sería más seguro para mí si lo fuese, pero yo ya no podía simular más.
Se irguió con un carraspeo.
—Ahora, si volvieses a mirar ahí abajo, Chloe, creo que verías a alguien más a quien puedes reconocer.
Me volví hacia Simon, todavía tumbado en la camilla de ruedas y tan pálido como la sábana colocada encima de él. Él estaba escuchando a la mujer vestida con la bata de laboratorio, pero yo sólo podía verla de espalda. Era esbelta, por debajo de la estatura media y tenía el cabello rubio. Y fue ese cabello, el modo en que giró al inclinarse sobre Simon, lo que me hizo contener la respiración.
El doctor Davidoff golpeó la ventana con los nudillos. La doctora levantó la vista.
Era tía Lauren.
Hizo pantalla sobre sus ojos, como si no pudiese ver a nadie a través del cristal tintado. Después se volvió hacia Simon, hablando mientras él asentía.
—Tu tía cometió un error —dijo el doctor Davidoff—. Estabas tan molesta cuando te trajimos aquí que ella se atemorizó. Se encontraba bajo mucha presión y tomó algunas decisiones equivocadas. Ahora lo entiende. Nosotros lo comprendimos y la perdonamos. Ella vuelve a ser un apreciado miembro de nuestro equipo. Como puedes ver, ha regresado al trabajo, feliz y saludable, y no está encadenada en una mazmorra o presa de nadie, como quizás imaginaras.
Bajó su mirada hacia mí.
—No somos monstruos, Chloe.
—¿Y dónde está Rachelle? —la voz de Tori me hizo dar un respingo. Su silla de ruedas estaba junto a la mía, pero había olvidado que se encontraba allí—. Supongo que será la próxima en presentarse a esta gira para reunir a los alegres camaradas.
Como el doctor Davidoff no dijo nada, el desdén desapareció del rostro de Tori.
—¿Dó-dónde está Rae? —pregunté—. Est-tá aquí, ¿verdad?
—Ha sido transferida —respondió.
—¿Transferida?
Se esforzó por dotar de una nota de jovialidad a su tono.
—Sí. Este laboratorio a duras penas podría ser un lugar para una chica de dieciséis años. Era sólo una residencia temporal, cosa que os habríamos explicado si hubieseis estado el tiempo suficiente para dejarnos hacerlo. Rachelle se ha mudado a… —rió entre dientes—. No lo llamaré residencia de terapia porque, os lo aseguro, es un lugar muy diferente de la Residencia Lyle. Es más parecido a un internado. Un internado muy especial, sólo para sobrenaturales.
—Déjame adivinar —dijo Tori—. Sólo se puede llegar hasta allí con un tren mágico. ¿Hasta qué punto crees que somos estúpidas?
—No creo que seáis estúpidas, en absoluto. Creemos que sois especiales. Hay gente, como habéis descubierto, que cree que especial significa peligroso, razón por la cual hemos creado una escuela para vuestra educación y protección.
—La Escuela Xavier para Jóvenes Talentos —dije.
Me sonrió, sin reparar en absoluto en el deje de mi voz.
—Exacto, Chloe.
Tori se retorció para mirarlo.
—Y si todos somos muy, pero que muy buenos, iremos allí y viviremos con Rae, con Liz y con Brady. ¿Amber también está allí?
—A decir verdad…
—¡Mentiroso!
El veneno que destilaba el tono de Tori lo hizo temblar. Las sillas vacías traquetearon, los guardias les echaron un vistazo y acariciaron las armas colgadas en sus cinturones. Yo apenas lo advertí. En todo lo que podía pensar era: «Rae. No, por favor, Rae no».
—Liz está muerta —dijo Tori—. Nos hemos encontrado con su fantasma; la hemos visto arrojar objetos empleando sus poderes. Incluso mi madre la vio. Sabía que era Liz. ¿O acaso no os lo ha dicho?
El doctor Davidoff desbloqueó su buscapersonas y presionó un botón, sin duda para llamar a la madre de Tori, mientras intentaba que su rostro adoptara la expresión de rostro adecuada: lamento y pesar.
—No sabía que estuvierais al corriente de la verdad acerca de Liz —dijo con precaución—. Sí, lo admito. Hubo un accidente la noche que la trajimos de la Residencia Lyle. No os lo contamos a ninguno de vosotros porque os encontrabais en un estado muy delicado…
—¿Te parezco delicada? —preguntó Tori.
—Sí, Victoria, lo pareces. Pareces enfadada, angustiada y muy vulnerable, y eso es completamente comprensible si crees que matamos a tu amiga. Cosa que no hicimos.
—¿Qué hay de Brady? —pregunté.
—Chloe también vio su fantasma —explicó Tori—. Aquí, en el laboratorio. Dijo que lo trajeron para hablar contigo y ver a Lauren, la tía de Chloe, y luego se acabó el juego.
Su mirada saltó de Tori a mí, calculando las posibilidades de que, de alguna manera, Tori también tuviese pruebas de la muerte de Brady.
—Chloe todavía estaba bajo los efectos secundarios de los sedantes —se limitó a decir—. También había pasado por un tratamiento de drogas que le impedían ver fantasmas, y cualquiera de ellas podría haberle provocado alucinaciones.
—¿Cómo puede tener alucinaciones de un chico al que no había conocido? ¿Quieres que te lo describa? Porque se parece muchísimo a Brady.
—Estoy segura de que Chloe vio una foto de él, tanto si lo recuerda como si no. Brady estaba unido a Rachelle. Quizá se lo describiese…
—Tienes una explicación para todo, ¿verdad? —replicó Tori—. Bien. Brady, Rae y Amber viven todos felices después de haber ido a ese internado superespecial. ¿Quieres calmarnos? Ponlos al teléfono. Mejor aún, organiza una videoconferencia. No me digas que no puedes hacerlo, porque sé que mi madre dispone del equipo necesario.
—Sí, lo tenemos, y os dejaremos hablar con ellos tan pronto como…
—¡Ahora! —rugió Tori.
Unas chispas silbaron en las puntas de sus dedos. Las sillas vacías se tambalearon. Una cayó sobre el respaldo. El guardia que se ocupaba de ella desenfundó su arma.
—¡Quiero verlos ahora! Rae, Brady y Amber…
—No puedes tener todo lo que se te antoja, señorita Victoria —se abrió la puerta y entró la madre de Tori—. Pero ya no importa lo que quieras. Perdiste todos tus derechos al fugarte.
—Entonces, ¿todavía me reconoces, mami? Pues vaya. Creí haber cambiado tanto que habrías olvidado quién era.
—Ah, sí, te reconozco, Victoria. Todavía eres la misma princesa malcriada que la semana pasada rehuyó sus responsabilidades.
—¿Mis responsabilidades?
Los puños de Tori se cerraron y las correas se abrieron. Mi guardia avanzó hacia ella, pero el doctor Davidoff lo hizo retroceder con un gesto y le indicó al otro que apartase su arma.
Tori se puso en pie. Su pelo se erizó, levantándose y chispeando.
—Sédala —saltó la señora Enright—. Si no sabe comportarse…
—No, Diane —dijo el doctor Davidoff—. Debemos aprender a manejar los estallidos de Victoria sin recurrir a la medicación. Y, ahora, Tori, comprendo que estés molesta…
—¿Lo comprendes? —se giró—. ¿De verdad lo comprendes? Me encerrasteis en la Residencia Lyle y me dijisteis que padecía una enfermedad mental. Me metisteis píldoras por la garganta. Asesinasteis a mi amiga. Me convertisteis en este bicho raro modificado genéticamente, ¡y aún me decís que es culpa mía!
Golpeó sus puños contra los costados. Unos pequeños rayos salieron de ellos, haciendo que su guardia avanzase un paso.
—¿Os pone nerviosos eso? —preguntó—. Eso no es nada.
Levantó las manos. Una bola de energía giró entre ellas, al principio apenas mayor que un guisante, pero después creció y creció…
—Ya es suficiente, Victoria —dijo el doctor Davidoff—. Sabemos que eres muy poderosa…
—No tienes ni idea de lo poderosa que soy —lanzó la bola de energía al aire, donde giró soltando chispas—. Pero te lo puedo enseñar.
Por detrás de Tori, su madre se desplazó hasta salir del campo visual del grupo mientras todos miraban a Tori. Los labios de la señora Enright vocalizaron para formar un hechizo. Al abrir yo la boca para avisar a Tori, un rayo de energía salió de la punta de los dedos de su madre, pasando a su lado con un silbido para ir a estrellarse en el pecho del guardia que avanzaba hacia ella.
El guardia cayó. El doctor Davidoff, la señora Enright y el otro guardia corrieron a su lado.
—No respira —dijo el guardia. Levantó la mirada hacia el doctor Davidoff, con los ojos abiertos de par en par—. Estoy diciendo que no respira.
—Ay, Dios mío —la señora Enright se volvió despacio hacia Tori—. ¿Qué has hecho?
Tori dio un respingo, sobresaltada.
—Yo no hice…
—Avise a la doctora Fellows —le dijo de pronto el doctor Davidoff al otro guardia—. Rápido.
—Yo no he hecho esto —dijo Tori—. Yo no lo he hecho.
—Ha sido un accidente —murmuró su madre.
—No, yo no he hecho esto eso. Juro por Dios…
—Tiene razón —todos levantaron la vista, siguiendo el sonido de mi voz. Torcí la cara mirando hacia la señora Enright—. Tori no ha lanzado ese hechizo. Lo ha hecho usted. Yo la he visto…
Un repentino golpe en la mejilla, como un bofetón invisible, tan fuerte que mi silla corrió hacia atrás. Me salió sangre de la nariz.
—¡Tori! —gritó la señora Enright—. ¡Deja de hacer eso!
—Yo no…
Tori se quedó helada, atrapada con un hechizo de sujeción. La señora Enright se volvió hacia el doctor Davidoff.
—¿Ves ahora a qué me refería? Está completamente fuera de control. Golpea por igual a amigos y enemigos, y ni siquiera se da cuenta de que lo hace.
—Sujétala —dijo él—. Me llevaré a Chloe a su habitación.