Allí estaba Liz, con una amplia sonrisa.
—Lo hemos logrado.
Reí, con las rodillas gelatinosas y una carcajada más cercana al llanto que a la risa.
Se me acercó.
—Supongo que debo suponer que ese perdedor era un semidemonio telequinético como yo. ¿Pertenecía al experimento?
Asentí.
—Eso no significa que esté emparentada con él, ¿verdad?
—No creo.
—Guay, sobran chiflados en mi árbol genealógico. Y, hablando de majaras, parece que tengas una especie de imán para ellos, ¿no?
—Eso parece.
—Pues eso no me deja en muy buen lugar, aunque mi coeficiente no debe de ser aún lo bastante elevado, porque tardé una eternidad en encontrarte. Pude oír tu llamada, pero responder a ella fue ya otra cosa.
—Gracias.
Me tembló la voz. Liz corrió hacia mí y me pasó un brazo por los hombros. No pude sentir su abrazo, pero podía imaginarlo.
—Tu fenómeno extraño protector vuelve a estar de servicio. Entre nosotras dos podemos ocuparnos de todos esos aterradores fantasmones. Yo les doy una buena paliza y tú rematas la faena —dibujó una amplia sonrisa—. Oye, eso ha estado bastante bien.
Sonreí.
—Pues sí.
—Y ya que hablamos de cosas grandes y aterradoras, supongo que estuviste aquí fuera con Derek, ayudándolo a transformarse en lobo. Será mejor que te quedes con él, porque en estos bosques hay más cosas, además de perdedores con piedras y palos. Hay fracasados con armas y hechizos —me observó con atención—. ¿Y por qué me parece que eso no te sorprende?
Le expliqué la situación lo más rápido, y con la voz más baja, que pude.
—Ese tipo, Andrew, no os miente —me dijo—. Aquí fuera hay cuatro personas vestidas de negro con radios y rifles. No es que sean muchos, pero cuentan con la ayuda de artilugios de alta tecnología; de la normal y de la que no lo es tanto. Han tendido cables trampa y esas historias de láser infrarrojos, y los he oído hablar de algo llamado hechizos perimetrales.
—Entonces necesitamos regresar y…
—Chst. Alguien se acerca. Me agaché.
Liz me susurró al oído.
—No creo que sea nuestro amiguete el fenómeno extraño, pero espera aquí. Voy a comprobarlo.
Salió. Yo me acurruqué pegándome al suelo tanto como pude. Grité de pronto cuando una figura se irguió ante mí. La cosa saltó hacia delante.
—Soy yo —susurró una voz conocida.
—Der…
¡Zas! Se tambaleó; Liz apareció tras él, con una recia rama levantada.
—Liz, eso es…
Le dio otro buen mamporro, en esta ocasión un golpe entre los hombros capaz de sacar una pelota del campo de béisbol, y él cayó con una palabrota en los labios. Cuando reconoció la voz, o el reniego, ella se inclinó para mirarlo.
—Vaya…
—Yo diría que se lo merece, por andar siempre acechando a la gente con tanto sigilo —Simon apareció por la dirección que había llegado Derek. Miró a su alrededor—. Hola, Liz —señalé y él miró hacia ella.
—Hola, Simon.
Le devolví el saludo mientras Derek se levantaba, farfullando.
—¿Alguien ha mencionado a Liz? —Tori salió trastabillando de entre la espesura.
Al señalar hacia Liz, Tori nos mostró la sonrisa más brillante que la había visto desde… Bueno, no sé desde cuándo. Liz había sido la amiga de Tori en la Residencia Lyle, y se saludaron.
—Chicos, ¿qué estáis haciendo aquí fuera? —pregunté.
—Somos tu grupo oficial de búsqueda —dijo Tori—. Completado con un sabueso.
Hizo un gesto hacia Derek, que estaba limpiándose los vaqueros.
—Te dejé una nota —le dije a Derek—. Te decía adónde iba y qué iba a hacer.
—La leyó —intervino Simon—. Pero no importó. Derek me fulminó con la mirada.
—¿Tú crees que dejar notas convierte en oportuno hacer algo…?
—No digas la palabra «estúpido» —le advertí.
—¿Por qué no? Esto fue bastante estúpido.
Simon hizo una mueca y murmuró:
—Tranqui, tronco.
—No pasa nada —dije—. Estoy acostumbrada.
Levanté la vista hacia Derek. Vaciló por un instante, después cruzó los brazos encajando las mandíbulas.
—Fue estúpido —insistió—. Arriesgado y peligroso. Esos tipos podrían estar aquí fuera con armas…
—Lo están —me dirigí a Simon y a Tori—. Liz los ha visto. Andrew nos estaba diciendo la verdad. Debemos regresar a la casa antes de que nos oigan discutir.
* * *
Fue una silenciosa caminata de regreso. Liz se detuvo en la puerta trasera. Se estiró, con las palmas por delante, y fue como si tocara un panel de cristal.
—Creo que hay un hechizo para mantener fuera a los fantasmas, como en la Residencia Lyle —dije—. Podrías entrar por el sótano o por el tejado, igual que hiciste allí. Otros fantasmas lo han hecho. Iré…
—Chloe, yo estoy bien aquí fuera. Tú ve a hacer tus cosas.
Dudé.
Sonrió.
—En serio. No voy a ir a ninguna parte. Estaré aquí cuando me necesites, ¿vale?
Apenas había cruzado la puerta cuando deseé haberme quedado fuera, con Liz.
—Te cabreaste conmigo por estar en el tejado —me asaltó Derek.
—¿Y salí para fastidiarte?
—No he dicho eso. Pero te cabreaste conmigo por correr riesgos. Así que hiciste lo mismo para demostrar que tenías razón.
—Ninguna pelea contigo merecerá nunca que arriesgue mi vida, Derek. Y no estaba cabreada contigo. Molesta, sí. Preocupada, sin duda. Pero si por un momento llegué a creer que ahora mi opinión contaba algo más para ti, muchas gracias por apresurarte a dejarme las cosas claras.
Ante eso, se quedó pálido.
—Yo…
—Salí, ni más ni menos, que por la razón que puse en mi nota. Porque teníamos que saber y yo era la más apropiada para obtener respuestas.
—¿Cómo? ¿Tienes visión nocturna? ¿Una fuerza sobrehumana? ¿Sentidos sobrehumanos?
—No, pero al tipo que los tiene no le daba la gana de bajar del tejado, así que la siguiente mejor opción era la persona que carece de todo eso. La única componente del grupo que saben que no es una amenaza.
—Tiene razón —murmuró Simon, apareciendo detrás de nosotros—. No te gusta lo que hizo, pero sabes que era necesario hacerlo.
—Entonces deberíamos haberlo decidido entre todos.
—¿Habrías escuchado? —pregunté.
No respondió.
Continué.
—No podía hablarlo contigo porque me hubieses detenido. No podía hablarlo con Tori porque la hubieses culpado por dejarme salir. No podía hablarlo con Simon porque él sabía que también lo culparías a él si no me detenía. No me gusta andar a hurtadillas, pero no me dejas otra elección. Para ti las cosas son o blancas o negras. Si Simon o yo corremos un riesgo es porque somos estúpidos e insensatos. Si lo corres tú, somos idiotas por preocuparnos.
—Nunca he dicho eso.
—¿Me escuchaste ahí arriba, en el tejado?
—Dije que entraría enseguida.
—¿Cuándo? Salí veinte minutos después y Simon aún estaba ahí arriba, intentando hablar contigo para hacerte bajar —negué con la cabeza—. Ya basta. No tenemos tiempo para discutir. Tenemos que hacer planes.