Capítulo 20

La última vez que Derek había intentado la transformación me hizo prometer que buscaría un lugar seguro en cuanto pareciese que él estaba a punto de terminar. Al ver a ese lobo frente a mí, sentí una especie de martillazo en el vientre indicándome que debiera haber seguido su consejo. Pero el miedo se evaporó en cuanto sus ojos se encontraron con los míos. Tenía frente a mí a un enorme lobo negro, pero en esos ojos verdes aún veía a Derek.

Intentó dar un paso, pero sus patas resbalaron y golpeó el suelo dando un topetazo sordo, sobrecogedor. Conseguí acercarme a él mientras continuaba allí tumbado con los ojos cerrados, los flancos agitándose y la lengua colgando fuera.

—¿Estás bien?

Abrió los ojos e hizo una torpe sacudida con el hocico, como si intentase asentir, y después sus pupilas giraron hacia arriba y sus ojos volvieron a cerrarse.

Estaba bien, pero exhausto, como la última vez, cuando quedó agotado incluso para vestirse antes de caer dormido. Me levanté y comencé a dirigirme hacia el sendero, con la intención de dejarlo en paz. Apenas hube avanzado dos pasos cuando gruñó. Me volví para verlo tumbado sobre su vientre, preparado para saltar. Sacudió el hocico, indicándome que regresase.

—Pensé que preferirías estar…

Me interrumpió con un gruñido. Para un lobo es difícil fruncir el ceño, pero logró componer una mirada fulminante.

Saqué mi navaja del bolsillo de la chaqueta.

—Estaré bien. Voy armada.

Un gruñido. «No me importa». Una sacudida de cabeza. «Vuelve aquí».

Al ver que yo titubeaba, bramó.

—Bien, la parte esa de gruñir la dominas. Debe de ser cosa de todos estos años de práctica.

Comenzó a levantarse, con las piernas temblándole al hacerlo.

—De acuerdo, ya vuelvo. Es sólo que no quería estar en medio.

Un gruñido. «No lo estás». O eso esperaba que quisiera decir.

—Puedes entender lo que te digo, ¿verdad? —dije al volver a sentarme en la sudadera abandonada en el suelo—. Me entiendes.

Intentó asentir, después gruñó molesto por la torpeza del gesto.

—No es fácil cuando uno no puede hablar, ¿verdad? —mostré una amplia sonrisa—. Bueno, no es fácil para ti. Yo podría acostumbrarme.

Gruñó, pero advertí alivio en sus ojos, como si se alegrase de verme sonreír.

—Entonces, estaba en lo cierto, ¿verdad? Todavía eres tú, incluso con forma de lobo.

Gruñó.

—¿No sientes impulsos incontrolables de matar a alguien?

Puso los ojos en blanco.

—Bueno, sólo estaba asegurándome.

Profirió un gruñido sordo, como una risa entre dientes, y se arrellanó bajando la cabeza hasta ponerla entre las patas delanteras, posando su mirada en mí. Intenté ponerme cómoda, pero sentía el suelo frío como el hielo a través de su sudadera, y sólo vestía mi pijama nuevo, una chaqueta ligera y zapatillas de deporte.

Extendió una de sus patas delanteras hacia la sudadera al verme tiritar, tocando el borde con la zarpa, y después gruñó al comprender que no podía cogerla.

—Te llevará tiempo acostumbrarte a la falta de pulgares oponibles, ¿eh?

La acercó a mí con su hocico. Al simular no comprender, se retorció y sujetó con cuidado el borde de la sudadera entre los dientes, curvando los labios con disgusto al tirar.

—Vale, vale. Sólo intentaba no aturullarte.

No era ésa la única razón por la que entonces me sentía incómoda poniéndome agradable con él, pero se limitó a gruñir, pareciendo de nuevo decir que estaba bien. Me desplacé hasta quedar a su lado. Él se movió, formando con su torso una protección parcial frente al viento; su calor corporal tras la transformación calentaba como un horno.

Gruñó.

—Sí, esto está mejor. Gracias. Ahora descansemos un poco.

No tenía idea de lo que sucedería entonces. Dudaba que Derek la tuviese. Se había concentrado en pasar a través de la transformación. Lo que sí sabía era que aquello representaba sólo la mitad del proceso. Tenía que volver a transformarse, y para eso necesitaría tiempo y descanso.

Además, ¿cómo iba a suceder? ¿Tenía que esperar hasta que su cuerpo estuviese preparado, como hizo con la transformación a lobo? ¿Cuánto tiempo iba a llevar eso? ¿Horas? ¿Días?

Forcé una sonrisa al sentir su mirada sobre mí e intenté ocultar mis preocupaciones. Todo saldría bien. Había podido transformarse. Ése era el asunto importante.

Al relajarme se movió acercándose, rozándome la mano con su pelaje. Lo toqué con timidez, sintiendo la recia capa superior y la suave capa de subpelo. Se inclinó contra mi mano, como para decirme que se sentía bien, y yo hundí mis dedos en su pelaje; su piel estaba tan caliente debido a la transformación que fue como si colocase mis entumecidas manos sobre un radiador. Mis fríos dedos debían de ser para él igual de agradables, pues cerró los ojos y fue moviéndose hasta situarse debajo de mí. Se durmió en cuestión de minutos.

Cerré los ojos con intención de descansar sólo un momento, pero lo siguiente que supe fue que me estaba despertando, tumbada de lado, hecha un ovillo y empleando a Derek como almohada. Di un respingo. Él me miró.

—Lo si-siento. No pretendía…

Me interrumpió en seco con un gruñido, diciéndome que dejase de disculparme, y después me sacudió una pierna, tirándome otra vez sobre su costado. Me quedé allí tumbada un momento, disfrutando del calor. Gruñó un bostezo, y pude ver unos colmillos grandes como mis pulgares.

Al final me incorporé.

—Entonces, supongo que deberías hacer algo lobuno. ¿Cazar, por ejemplo?

Un gruñido. El tono decía «no».

—¿Correr? ¿Hacer un poco de ejercicio?

Otro gruñido, menos decidido, más parecido a un «quizá».

Se levantó, tembloroso, aún ajustándose a su nuevo centro de gravedad. Movió con precaución una zarpa delantera, después la otra; una zarpa trasera y a continuación la de al lado. Aceleró el paso, pero aún caminando despacio, mientras circundaba el claro. Un gruñido, como si fuese algo que ya lo hubiera ensayado, y echó a correr, tropezó y cayó de hocicos sobre la maleza.

Ahogué una carcajada, aunque no demasiado bien, pues me fulminó con un vistazo.

—Deja de momento lo de correr. Un paso elegante y pausado puede ser una velocidad más adecuada para ti.

Gruñó y se volvió de repente con un salto. Al caerme yo, soltó un gruñido parecido a una risita.

—Y a pesar de todo, no puedes evitar hacerte el mandón, ¿verdad?

Volvió a dar otra zancada. Esta vez mantuve la posición y él varió su salto en el último instante… y cayó de lado. Esa vez no reprimí la risa. Se retorció rápido, agarró la pernera de mi pijama, tiró y caí.

—Abusón.

Gruñó una risilla. Pasé mi dedo por un desgarrón imaginario en la pierna del pijama.

—Genial, cuando por fin consigo un pijama, vas tú y me lo rompes.

Se acercó para verlo mejor. Intenté agarrarle una de las patas delanteras, pero salió disparado lejos de mi alcance y cruzó el claro como una centella. Entonces se detuvo, mirando por encima del hombro como si dijese «¿cómo lo he hecho?». Dio media vuelta e intentó cruzarlo otra vez a la carrera, pero sus patas se enredaron y cayó hecho un ovillo a mi lado.

—Piensas demasiado, como de costumbre —le dije.

Un gruñido desdeñoso mientras volvía a levantarse. Intentó correr de nuevo, y no cayó, pero más que correr avanzó dando bandazos, con las piernas amenazando con enredársele a cada paso.

—Parece que esto nos llevará un buen rato, ¿qué te parece si practicas tú solo? Yo regresaré a la casa…

Me rebasó a toda velocidad y viró enseguida para cortarme el paso.

Sonreí.

—Sabía que eso funcionaría. ¿Qué, tengo razón? ¿Es mejor cuando actúas y no cuando piensas?

Al suspirar se condensó el aire gélido.

—Odias eso, ¿verdad? Deberíamos llevar la cuenta y ver quién tiene razón más a menudo, tú o yo.

Puso los ojos en blanco.

—Ni de guasa, ¿eh? No sobrevivirías si te derrotase. Pero esta vez tengo razón. Tu cuerpo sabe moverse como lobo. Sólo debes apartar tus pensamientos y dejar a los músculos hacer el trabajo.

Corrió en mi dirección. Como no me moví, dio una vuelta, trazó un amplio círculo con la cabeza gacha, cogiendo velocidad hasta convertirse en un borrón de pelaje negro. Me reí. No pude evitarlo. Parecía tan… sorprendente. Vivir bajo otra forma. Experimentar el mundo de ese modo. Me sentía feliz por él. Al final, clavó los frenos y se deslizó patinando hasta detenerse, con cada pierna lanzada en una dirección distinta.

—Tendrás que entrenar eso —señalé.

Gruñó y dio una sacudida de cabeza que no supe interpretar hasta que se alzó, con el hocico levantado para olfatear el aire, echando las orejas hacia delante.

—¿Viene alguien? —susurré.

Gruñó. «Cállate, estoy escuchando».

Escuché con él, esforzándome por oír lo que él oía. Entonces llegó un sonido que no requería de un oído de licántropo para ser oído; un aullido largo y estremecedor. A Derek se le erizó el pelaje del lomo, añadiendo unos cuantos centímetros a su ya corpulenta constitución.

—¿Un perro? —susurré. Había oído a suficientes perros a lo largo de mi vida para saber que eso no lo era.

Derek se lanzó tras de mí y me golpeó en las corvas. «Corre».

Salí disparada por el sendero. Derek se mantenía a mi espalda, el sonido de sus pasos apenas llegaba a traicionar su presencia, y al fin comprendí por qué siempre se movía con tanto sigilo. Instinto predador. Un instinto, y un don, del que yo carecía y, mientras corríamos, esa realidad cobraba una dolorosa evidencia.

Mi tamaño era la mitad que el de Derek, pero era yo quien hacía el ruido de una bestia de cien kilos abriéndose por la maleza. Mi respiración sonaba como una locomotora. Mis pies acertaban en todas las ramas esparcidas por la vereda, y cada chasquido resonaba como un disparo. Intenté avanzar con más discreción, pero eso implicaba avanzar más despacio. En cuanto ralenticé el paso, Derek me sacudió por detrás, indicándome que no me molestase con eso y siguiese avanzando.

Podía ver ya las luces de la casa frente a mí. Después, desde algún punto situado entre la casa y nosotros, llegó un silbido estridente. Me detuve. Derek también, con un frenazo que me golpeó y me hizo caer de rodillas.

Gruñó a modo de disculpa. Él ya se había recuperado cuando yo me levanté y vi que se encontraba entonces por delante de mí, con el hocico levantado. La brisa nos llegaba de lado y él se movió intentando detectar el olor de quien fuese el que hubiese silbado. Al hacerlo, su cuerpo se puso rígido, echó las orejas hacia atrás y creció dentro de él un rugido gorgoteante. Después giró en redondo, casi chocando contra mí.

—¿Quién…?

Contestó con un chasquido de sus mandíbulas que atrapó el dobladillo de mi chaqueta. «¡Tú sal pitando!» Lo hice.