Aún estaba girando en redondo cuando la puerta se cerró a mi espalda. Agarré la hoja, pero algo la golpeó, fuerte, y se cerró con un portazo. Cogí el picaporte justo cuando el pestillo se cerraba con un sonido metálico. Giré el pomo, segura de que me equivocaba.
—¿Te vas tan pronto? —dijo él—. Qué desconsiderada.
Me quedé mirando al picaporte. Sólo un escasísimo tipo de fantasmas era capaz de mover cosas en el mundo de los vivos.
—Un agito semidemonio —susurré.
—¿Un agito? —preguntó, retorciendo la palabra con desprecio—. Nena, yo soy un primera clase. Soy un volo.
Eso no tenía ningún significado para mí. Sólo podía suponer que se trataba de alguna especie muy poderosa. En vida, un semidemonio telequinético podía mover objetos con la fuerza de la mente. Muertos, podían mover cuerpos físicos. Lo que se llama un fenómeno extraño.
Retrocedí un paso con cautela. La madera crujió bajo mis pies, recordándome dónde estaba. Me detuve en seco y busqué con la mirada. Era una especie de pasarela que circundaba el tercer piso; el ático, supuse.
A mi derecha se abría una sección casi plana atestada de herrumbrosas chapas de botella y latas de cerveza, como si alguien la hubiese empleado a modo de patio improvisado. Eso me tranquilizó. No estaba abandonada en el tejado, sólo en un balcón. La situación era irritante, pero bastante segura.
Llamé a la puerta, despacio, sin desear de veras despertar a nadie, pero confiando en que Derek pudiese advertirlo.
—Nadie va a oírte —dijo el fantasma—. Estamos solos. Como a mí me gusta.
Levanté la mano para golpear con fuerza, pero me detuve. Mi padre siempre me ha dicho que el mejor modo de tratar con un matón es no permitir que sepa que estoy asustada. Sentí un nudo en la garganta al pensar en mi padre. ¿Estaría aún buscándome? Por supuesto que sí, y no había nada que yo pudiese hacer.
El consejo de mi padre respecto a los matones había funcionado con los chicos que se burlaban de mi tartamudeo; se cansaban al no obtener una reacción de mí. Así que tomé una respiración profunda y pasé a la ofensiva.
—Dices que sabes del Grupo Edison y sus experimentos —empecé—, ¿eras uno de sus elementos?
—Eso es aburrido. Hablemos de ti. ¿Tienes novio? Apuesto a que sí. Una chica mona como tú andando con dos chavales. Ya tienes que haberte enrollado con alguno, así que, ¿con quién? —rió—. La chica mona escogería al chico mono. Al chino.
Se refería a Simon, que era medio coreano. Me estaba picando, observando a ver si saltaba en defensa de Simon y demostraba que era mi novio. No lo era. Bueno, todavía no, aunque al parecer íbamos en esa dirección.
—Si quieres que me quede a charlar, antes necesito algunas respuestas —dije.
Rió.
—¿Ah, sí? A mí no me parece que vayas a marcharte a ninguna parte.
Volví a coger el picaporte. Una chapa de botella pasó silbando junto a mi mejilla, bajo el ojo. Lancé una mirada fulminante en su dirección.
—Eso sólo fue un disparo de aviso, pequeña nigro —un tono desagradable afilaba su voz—. Por aquí jugamos a mí juego y con mis reglas. Y, ahora, háblame de tu novio.
—No tengo novio. Si sabes algo del experimento Génesis, entonces sabrás que no estamos aquí de vacaciones. Huir no deja mucho tiempo para flirtear.
—No te pongas impertinente conmigo.
Golpeé la puerta. La siguiente chapa me dio en el ojo, y me escoció.
—Niñata, estás en peligro, ¿acaso no te importa? —su voz bajó hasta mi oído—. En este momento soy tu mejor amigo, así que deberías tratarme mejor. Acaban de llevarte a una trampa y soy el único que puede sacarte de ella.
—¿Llevarme? ¿Quién? El tipo que nos trajo aquí… —me inventé un nombre falso—. ¿Charles?
—No, alguien totalmente desconocido, y Charles resulta que te trajo hasta aquí. Menuda coincidencia.
—Pero si nos dijo que ya no trabaja más para el Grupo Edison. Él era uno de sus médicos…
—Todavía lo es.
—¿Él es el do-doctor Fellows? ¿El tipo del que hablaban en el laboratorio?
—Y no otro.
—¿Estás seguro?
—Nunca olvidaré esa cara.
—¿Qué? Bueno, pues es raro. En primer lugar, no se llama Charles. En segundo, no es médico. Y, en tercero, yo conozco al doctor Fellows. Es mi tía, y ese tipo del piso de abajo no se parece a ella en nada.
El golpe me llegó por la espalda, con fuerza. Se me doblaron las piernas y caí a cuatro patas.
—No juegues conmigo, pequeña nigro.
Al intentar levantarme, me golpeó con un viejo tablón blandido como un bate de béisbol. Intenté retorcerme para esquivarlo, pero acertó en mi hombro y me derribó contra la barandilla. Un crujido, y la baranda cedió. Perdí el equilibrio y, por un segundo, todo lo que pude ver fue el patio de cemento situado dos pisos más abajo.
Me sujeté a otra parte de la barandilla. La verja aguantó, y ya estaba equilibrándome cuando el tablón se movió directo hacia mi mano. Me solté y me coloqué como pude sobre la pasarela, cuando el listón golpeó la baranda con tal fuerza que partió la barra superior, partiéndose también el madero, al tiempo que volaban astillas de madera podrida.
Corrí hacia la sección plana del tejado. Me tiró el tarugo roto. Di un traspié y volví a chocar contra la barandilla.
Recuperé el equilibrio y miré a mi alrededor. No había rastro de él. No había señal de nada que se moviese. Pero yo sabía que estaba allí, observando para ver qué iba a hacer yo.
Corrí hacia la puerta y después me desvié con una finta hacia la parte plana del tejado. Un golpe. Esquirlas de cristal saltaron frente a mí y apareció el fantasma levantando una botella rota. Me eché hacia atrás.
«Sí, claro, gran idea. Retrocede hasta la barandilla a ver cuánto resiste».
Me detuve. No había a donde huir. Pensé en chillar. Siempre había odiado eso en las películas, a las heroínas que gritaban pidiendo auxilio cuando estaban acorraladas, pero en ese momento preciso, atrapada entre un fenómeno extraño blandiendo una botella rota y una caída a plomo de dos pisos, podría sobrevivir a la humillación de ser rescatada. El problema era que a allí nadie llegaría a tiempo.
«Entonces… ¿Qué harás? ¿Qué hará la superpoderosa nigromante contra el fenómeno extraño que se las da de matón?»
Era cierto. Yo contaba con un medio de defensa, al menos contra los fantasmas.
Toqué mi amuleto. Me lo había dado mi madre. Me había dicho que eso me protegería de los hombres del saco que veía de pequeña; fantasmas, como ahora sabía. El objeto no parecía funcionar demasiado bien, pero aferrarlo me ayudaba a concentrarme, a centrarme en lo que me ocupaba.
Me imaginé propinándole un empujón.
—No te atrevas, cría. Sólo conseguirás cabrearme más y…
Cerré los ojos con fuerza y le di un fuerte empujón mental.
Silencio.
Esperé, escuchando, segura de que al abrir los ojos él estaría allí. Un momento después miré a hurtadillas y sólo vi el cielo gris. Con todo, aún me sujetaba a la barandilla, preparada para alguna botella rota que volase hacia mi cabeza.
—¡Chloe!
Se me doblaron las rodillas al oír el grito. Unos pasos golpearon por el tejado. Los fantasmas no hacen ruido de pasos.
—No te muevas.
Miré por encima del hombro y vi a Derek.