Margaret nos llevó hasta el cementerio. Había algunos dolientes bajo un dosel temporal, apiñados alrededor de un ataúd. Nosotras nos mantuvimos apartadas de ellos.
El único cementerio que había visto era el camposanto donde estaba enterrada mi madre. Mi padre y yo íbamos todos los años en el día de su cumpleaños.
Aquél era más grande, con tumbas nuevas en la zona frontal, donde se encontraban los dolientes. Margaret nos condujo hacia la parte posterior, donde se encontraban las tumbas antiguas. Allí no había nadie; los muertos habían fallecido hacía tanto tiempo que no quedaba nadie vivo para visitarlos.
Supongo que, hablando en términos de cementerio, era un lugar agradable, con muchos bancos y árboles. Quítense las lápidas, y el lugar se convertirá en un parque muy digno, sobre todo con ese sol calentando aquella fresca mañana de abril. Intenté concentrarme en el sol y en el escenario, no en lo que había bajo mis pies.
Margaret se detuvo junto a una de las tumbas más recientes dentro del sector antiguo. Era una mujer fallecida en 1959 a la edad de sesenta y tres años. Margaret dijo que eso era ideal; se trataba de una mujer muerta no hacía mucho tiempo y que no iba a sentirse intimidada por nuestras ropas modernas, pero, al mismo tiempo, había pasado tiempo suficiente para no tener a muchos seres queridos vivos y estar deseosa de transmitir menajes.
Nos dijo que nos arrodillásemos como si fuésemos familiares de esa mujer, llamada Edith, llegados a presentar nuestros respetos. La mayoría de los nigromantes evitaban las invocaciones a plena luz del día, pero Margaret pensaba que eso era estúpido. Acudir de noche sólo lograba atraer más la atención sobre uno. Durante el día, si llevabas a un amigo, por supuesto un sobrenatural, resultaba sencillo porque uno podía arrodillarse junto a una tumba, hablar y nadie te miraría dos veces.
—O podrías emplear el teléfono móvil —propuso Tori.
—Eso no sería muy respetuoso dentro de un cementerio —dijo Margaret con desdén.
Tori se encogió de hombros.
—Supongo. Pero ella podría. Y, de todos modos, debería tener un móvil para los casos en que los fantasmas intentan hablar con ella en público.
Margaret puso los ojos en blanco. A mí me pareció una buena idea y se lo agradecí.
Sería genial pensar que comenzaba a gustarle a Tori pero, como he dicho, ella comprendía lo sola que estaba. Todo el mundo necesita un aliado y yo era su única opción.
Suspiré. Nunca reflexioné en lo bien que me sentaría si recuperase mi vida normal, y lo peor que me pudiese pasar cuando una chica popular me hablara fuera que pensase burlarse de mi tartamudeo para divertir a los chicos populares.
Margaret abrió su maletín y sacó bolsitas de hierbas, un trozo de tiza, cerillas y un pequeño platillo. Materiales de ritual para ayudar a los nigromantes a obtener una invocación, según nos explicó, y Tori reprimió un bufido, como si indicase que yo no necesitaba nada de eso. Yo no dije una palabra.
—¿Debería quitarme esto? —pregunté, sacando el colgante de debajo de mi camiseta.
Margaret parpadeó.
—¿Dónde conseguiste eso?
—De mi madre, cuando era pequeña. Veía fantasmas y ella me dijo que esto los mantendría alejados. Entonces, ¿es de verdad?
—Sí, es de verdad; una superstición estúpida de verdad. No había visto uno de ésos desde que tenía más o menos tu edad. Los nigromantes ya no los utilizan, pero una vez fueron el objeto más de moda entre los de nuestra especie. Se supone que reduce el aura de los nigromantes.
—¿El aura? —preguntó Tori.
—¿Eso que ven los fantasmas y nos señala como nigromantes? —pregunté.
Margaret asintió.
—Y si este colgante la debilita —dije—, entonces el nigromante no atraerá a los fantasmas.
—Bien, pues entonces Margaret tiene razón —intervino Tori—. Sin duda no funciona. Pero no es el mismo que llevabas en la Residencia Lyle. Aquél era rojo y tenía una cadena.
—Era rojo —toqueteé la piedra azul—. La cadena se rompió. Pero, si es auténtico, entonces el cambio de color indica que ha perdido su poder.
Margaret se quedó mirando al colgante.
—¿Cambió de color?
Asentí.
—¿Eso significa algo?
—Dicen que… —desechó el pensamiento—. Una superstición estúpida. Nuestro mundo está lleno de ellas, me temo. Y ahora, vamos a comenzar. Lo primero que necesito que hagas, Chloe, es leer el nombre de la mujer y retenerlo en tu mente. Después, en voz alta, repetirás lo que llamamos un ruego. Pronuncia el nombre del espíritu y pídele con respeto que te hable. Inténtalo.
—Edith Parsons, me gustaría hablar con usted, por favor.
—Eso es. A continuación encendemos la…
Mientras Margaret lo explicaba, una mujer regordeta ataviada con un vestido azul apareció tras la lápida, frunciendo el ceño de su arrugado rostro mientras sus brillantes ojos azules echaban un vistazo por los alrededores. Cuando esos ojos se movieron en mi dirección, el ceño fruncido se desvaneció trocándose por una amplia sonrisa.
—Hola —dije.
La mirada de Margaret siguió la mía y dio un respingo.
Tori se lo estaba pasando en grande.
—Supongo que, después de todo, Chloe no necesita toda esa historia.
Margaret saludó a la mujer, que miró en su dirección, pero su mirada, y también su sonrisa, regresaron a mí.
—Ay, pero si eres una cosita dulce —dijo—. ¿Cuántos años tienes, muñequita?
—Quince.
—Y puedes ver fantasmas. Lo sé por el aura. Nunca había conocido a uno de vosotros, pero he oído a los otros hablar de cosas así. Os llaman… —se esforzó por encontrar la palabra.
—¿Nigromantes? —apunté.
Su rostro se crispó como si hubiese mordido un limón.
—En mis tiempos, a la gente que podía hablar con los fantasmas se les llamaba espiritistas o médiums. Términos mucho más bonitos, ¿no crees?
Estaba de acuerdo.
Apartó su mirada de mí para observar a Margaret y rió.
—Todos estos años sin creer a la tropa cuando hablaba de vosotros, y aquí me encuentro ahora con dos en un solo día.
Se estiró y tanteó el aire a mi alrededor, supongo que a mi aura.
—Es tan bonita —murmuró—. Llama la atención… La tuya es muy brillante, cariño. Mucho más brillante que la suya. Supongo que será debido a que eres más joven.
Había oído que cuanto más fuerte fuese el aura, más poderoso era el nigromante, y debía de ser cierto, pues pude ver cómo los labios de Margaret se tensaban.
—¿Pu-puedo intentar hacer una cosa? —pregunté.
—Por supuesto, encanto. No necesitas ser tan modosa. Para mí hoy es un día especial —bajó la voz—. Al otro lado las cosas pueden llegar a ser un poco aburridas. Esto va a ser una historia deliciosa para contar a los amigos.
—Voy a quitarme mi collar, y me gustaría saber si mi aura cambia.
—Buena idea —murmuró Tori.
Margaret se aclaró la garganta, como indicando que era una pérdida de tiempo, pero no me detuvo. Levanté el lazo por encima de mi cabeza y se lo tendí a Tori.
La anciana dio un grito ahogado.
—¡Ay, Dios mío!
Me volví para verla con la mirada fija y los ojos como platos. Después hubo un resplandor a mi izquierda… Y uno a mi derecha.
Margaret soltó una palabrota en voz alta. Dio una zancada, le quitó el collar a Tori y me lo hundió en la mano. El ambiente continuaba resplandeciendo, y las formas comenzaban a concretarse mientras yo tiraba del collar para volvérmelo a poner.
Edith se desvaneció y en su lugar apareció una joven ataviada con ropas del tiempo de los colonos. Se arrodilló frente a mí, sollozando.
—Ay, alabado sea Dios. Alabado sea Dios. He estado esperando tanto tiempo. Por favor, niña, ayúdame. Necesito…
Un joven vestido con una rasgada y andrajosa chaqueta vaquera la agarró por un hombro y tiró de ella, apartándola.
—Escucha, chavala, llevo colgado aquí desde…
Un hombre bajo y fornido le propinó un empujón al muchacho, lanzándolo por los aires.
—Muestra algo de respeto por tus mayores, rastrero.
—Gracias —miré más allá de él, donde la mujer de los pioneros lloraba entre sollozos—. ¿Cómo puedo…?
—Hablaba de mí —dijo el hombre—. Estaba yo primero.
—No, no lo estabas. Ya llegaré a ti —intenté inclinarme para evitar al tipo.
—¿Pretendes que pida turno? Pues bien —agarró a la colona y la aventó. La mujer desapareció—. Vaya… Parece que se marchó. Me toca.
Me puse en pie.
—No te…
—¿Que no me qué? —avanzó una zancada. Su rostro adquirió un tono púrpura, hinchándose hasta alcanzar el doble de su tamaño, con los ojos desorbitados y una lengua negra colgando de su boca.
Retrocedí tambaleándome. El muchacho de la chaqueta mugrienta saltó a mi espalda. Giré apartándome de su camino.
—Lo siento, chavala —sonrió, mostrando filas de dientes podridos—. No pretendía asustarte haciendo el fantasma. Haciendo el fantasma, ¿lo coges? —rió. Yo retrocedí, pero él cerró la distancia que nos separaba—. Tengo un problema en el que me puedes ayudar, guapa. Verás, estoy aquí colgado, en el limbo, por culpa de unas cuantas cosas que no hice. Un chanchullo, ¿sabes? Así que estoy aquí atrapado, y necesito que hagas algo por mí.
—¡Y por mí! —gritó una voz tras él.
—¡Y por mí!
—¡Por mí!
—¡Por mí!
Me volví despacio y vi que me encontraba rodeada de fantasmas de todas las edades, al menos una docena de ellos, acercándose cada vez más; sus ojos enloquecidos; las manos tendidas hacia mí; alzando sus voces, gritando, exigiendo, gruñendo. El tipo bajo y fornido que presentó su máscara de muerte se plantó frente a mí.
—No vayas a quedarte ahí quieta, mocosa. Éste es tu trabajo. Tu deber. Ayudar a los muertos —bajó su rostro acercándolo al mío, de nuevo amoratado e hinchado—. Así que empieza a ayudar.
—Nosotros lo haremos —dijo una voz a mi izquierda.
Me volví. La caterva de fantasmas se apartó. Allí estaba Margaret, con un platillo lleno de plantas secas en una mano y una cerilla encendida en la otra.
—Estáis asustando a la niña —dijo con calma—. Acercaos aquí y, en vez de con ella, hablad conmigo. Yo puedo ayudaros.
Los fantasmas se arremolinaron a su alrededor. Después chillaron. Aullaron. Maldijeron. Y comenzaban a difuminarse, luchando, resistiéndose y maldiciendo un poco más, pero continuaron desvaneciéndose hasta que allí sólo quedó Margaret, lanzando humo de las plantas ardiendo en su platillo.
—¿Qu-qué es eso? —pregunté.
—Verbena. Ahuyenta fantasmas. A la mayoría de ellos, en todo caso. Aunque siempre hay algún testarudo.
Me rebasó con paso decidido y me volví para ver a un anciano de aspecto venerable alejándose retrocediendo.
—No, por favor —dijo—. Yo no estaba molestando a la niña. Sólo esperaba mi turno.
Margaret continuó avanzando y Tori se escabulló apartándose de su camino y mirando confusa a su alrededor, pues sólo era capaz de vernos y oírnos a nosotras.
—Por favor —dijo el hombre—. Ésta puede ser mi única oportunidad. Sólo se trata de un mensaje.
Miró más allá de Margaret, hacia mí, y sus ojos brillaron llenos de lágrimas.
—Por favor, querida. Sólo será un instante de tu tiempo.
Un sentimiento de escalofriante inquietud me atravesó. Todo aquello parecía una equivocación; un hombre adulto rogándome a mí un favor.
—Espera —le dije a Margaret—. ¿Puedo oír lo que me quiere decir? Por favor. Él no era uno de los que me estaban asustando.
Margaret dudó, después le hizo un gesto al hombre para que se apresurase en continuar.
Tardó un momento en componerse, y después dijo:
—Fallecí hace dos años. Me quedé dormido conduciendo y caí por un barranco. Nunca me encontraron y dijeron… Dijeron que me marché, abandonando a mi esposa, a mis hijos y nietos. Todo lo que necesito que hagas es enviarles una carta. Sólo decirles dónde pueden encontrar el coche.
—Tengo que escribir eso —dije, volviéndome hacia Margaret. Estaba segura de que ella tenía papel en el coche. Incluso un teléfono móvil podría servir, pues podría enviarles un mensaje de texto, pero ella negó con la cabeza.
—Espera —dijo Tori. Sacó del bolsillo unas cuantas hojas de papel dobladas y un bolígrafo—. Iba a hacer una lista de las cosas que necesitamos. Andrew dijo que más tarde alguien iría a hacernos la compra.
Apunté la dirección de su esposa y la localización del coche. Nada de eso me decía nada, eran carreteras y referencias que no sería capaz de reconocer, pero el fantasma me dijo que su mujer lo entendería. Dijo también que le enviase una nota de su parte, que la amaba y que jamás la hubiese abandonado.
—Puede que no crea que le envío un mensaje desde la tumba, pero mirará de todos modos. No te robaré más tiempo. Gracias.
Desapareció antes de que pudiese decir una palabra.
—Eso sí que ha molado —dijo Tori, tomando de mi mano el bolígrafo y el papel sobrante.
Al doblar la hoja con la información, Margaret se estiró para cogerla.
Se la tendí.
—Supongo que deberá enviarse desde algún lugar lejos de aquí, ¿verdad? Sólo por si acaso.
—No va a enviarse.
—¿Cómo? —dijimos Tori y yo al unísono.
—Nunca prometas a un fantasma enviar un mensaje, Chloe. Nunca.
—Pero…
Me sujetó el codo con la mano, cogiéndolo por debajo, y su voz continuó hablando suave:
—No puedes. Si lo haces, entonces verás que hoy sólo ha sido el principio. Se correrá la voz de que deseas ayudar y, al tiempo que escuches peticiones sin tacha alguna, como ésta, también oirás alguna de las otras. La mayor parte de estos fantasmas están en el limbo. Están sentenciados a quedarse en el limbo. No puedes ayudarles, ni quieres hacerlo, pero eso no impedirá que te ronden día y noche. Así que debes hacer caso omiso de ambas peticiones: las buenas y las malas.
La miré a la cara y, por un instante, vi allí a otra persona, a una mujer más joven y triste. Comprendí que lo que parecía gélida eficacia era instinto de conservación; la nigromante dura y poco dada a las tonterías con el corazón endurecido por los ruegos de los difuntos. ¿Sería ése mi destino? ¿Endurecerme hasta el punto de poder tirar esa nota a la basura y no volver a pensar en ella? No quería llegar a ser así. Nunca.
—¿Estás bien? —susurró Tori.
Margaret se había apartado y estaba tirando las cenizas de verbena. Tori me tocó el brazo. Me di cuenta de que estaba temblando. Me abracé.
—Debería haber traído una sudadera.
—Todavía refresca al bajar el sol, ¿verdad? —dijo Margaret. Sostenía una bolsita de hojas secas.
—Verbena —dijo—. Te daré algo al regresar a casa. Obviamente, puedes usarla.
Intentó sonreír, pero le faltaba práctica y sólo logró fruncir los labios.
—Gracias —dije, y me sorprendí al saber que lo decía en serio.
—¿Estás preparada para trabajar un poco más? —preguntó. Bajé la mirada hacia la bolsita que sostenía, como si fuese el premio por una lección bien aprovechada y, a pesar de lo mucho que deseaba dejarlo, mi parte deseosa de colaborar saltó:
—Pues claro.