34

Pedí el resto de los permisos que me debían y pasé una semana matando el tiempo en El Nido. Leí y sintonicé las emisoras de jazz, con la intención de no pensar en mi futuro.

Examiné el archivo muchas veces, meditando, aunque sabía que el caso estaba cerrado. Versiones infantiles de Martha Sprague y Lee acosaban mis sueños; de vez en cuando, el payaso con la boca desgarrada de Jane Chambers se les unía, y gastaba bromas malignas, mientras hablaba por los agujeros que se abrían en su rostro.

Cada día compraba todos los periódicos de Los Ángeles y los leía de cabo a rabo. El jaleo causado por el letrero de Hollywood había pasado y no se mencionaba a Emmett Sprague para nada, ni a investigaciones del Gran Jurado sobre edificios defectuosos o a la casa incendiada y el cadáver. Empecé a tener la sensación de que algo no iba bien.

Hizo falta cierto tiempo, largas horas de contemplar las cuatro paredes de la habitación sin pensar en nada, pero, por fin, logré descubrir de qué se trataba.

Era la tenue corazonada de que Emmett Sprague había intentado que Lee y yo matáramos a Georgie Tilden. Conmigo, la cosa estaba clara: «¿Debo decirte donde puedes encontrar a Georgie?». Sí, algo que encajaba a la perfección con el carácter de ese hombre…; yo hubiera sospechado mucho más si hubiese intentado decírmelo con rodeos. Nada más darle Lee la paliza, lo envió detrás de Georgie.

¿Confiaría en que la ira de Lee sería incontrolable cuando viera al asesino de la Dalia? ¿Estaba enterado de los tesoros que Georgie había encontrado robando tumbas y de su escondite… y contaba con que eso nos volviera locos, y lo matáramos? ¿Pensaba que Georgie se encargaría de poner el asunto en marcha…, que el jaleo sería tal que acabaría con él o con los polis codiciosos/fisgones que le estaban causando tales molestias? ¿Y por qué? ¿Para protegerse?

La teoría tenía un enorme agujero: sobre todo, la increíble y casi suicida audacia de Emmett, que no era de la clase de tipos que se suicidan.

Y con Georgie Tilden muerto, el asesino de la Dalia, sin ningún lugar a dudas…, no había ninguna razón lógica para seguir adelante con el caso. Pero quedaba un tenue cabo suelto que sustentaba mi idea:

Cuando me acosté por primera vez con Madeleine en el 47, ella me dijo que le había dejado notas a Betty Short en varios bares: «A tu doble le gustaría conocerte». Yo le respondí que quizá eso acabara costándole caro y ella repuso que se ocuparía del asunto.

El candidato más probable para «ocuparse del asunto» era un policía… y me negué a ello. Y, en su orden cronológico, Madeleine pronunció esas palabras más o menos cuando Lee Blanchard les hizo su primer chantaje.

Era algo tenue, circunstancial y teórico, tal vez sólo una mentira más o una verdad a medias o una brizna de información inútil. Un cabo suelto encontrado por un policía muerto de hambre cuya vida estaba edificada sobre un cimiento de mentiras. Y ésa era la única buena razón que se me ocurría para querer perseguir una posibilidad tan poco segura. Sin el caso, no me quedaba nada.

Me llevé prestado el coche sin identificaciones de Harry Sears y estuve siguiendo a los Sprague durante tres días y tres noches. Martha iba a trabajar y volvía a casa; Ramona jamás salía; Emmett y Madeleine se dedicaban a las compras y demás tareas diarias. Durante la primera y la segunda noches, los cuatro permanecieron en la mansión; la tercera noche, Madeleine salió vestida como la Dalia.

La seguí hasta los bares de la calle Ocho, al Zimba, a un grupo de marineros y moscones y, como final, al picadero de la Novena e Irolo, acompañada por un alférez de marina. Esa vez no sentí celos y tampoco ningún impulso sexual hacia ella. Estuve pegando el oído junto a la habitación número doce y oí a la KMPC; las persianas permanecían bajadas y no había forma de ver nada. Lo único que se apartaba del anterior modus operandi de Madeleine era que dejó a su enamorado a las dos de la madrugada y volvió a casa… Y, unos instantes después de que ella cruzara el umbral de su casa, la luz del dormitorio de Emmett se encendió.

Al cuarto día descansé y volví a mi punto favorito de vigilancia en Muirfield Road poco después de anochecer. Salía del coche para dejar que mis entumecidas piernas respiraran un poco cuando oí decir:

—¿Bucky? ¿Eres tú?

Se trataba de Jane Chambers, que paseaba a un spaniel blanco y marrón. Me sentí igual que un crío al que han pillado con la mano metida en el tarro de los dulces.

—Hola, Jane.

—Hola. ¿Qué haces por aquí? ¿Espías? ¿O lloras por Madeleine?

Recordé nuestra conversación sobre los Sprague.

—Gozo del frescor nocturno. ¿Qué te parece eso?

—Una mentira. ¿Qué te parecería disfrutar de una copa bien fresca en mi casa?

Mis ojos fueron hacia la fortaleza Tudor.

—Chico, desde luego, esa familia te trae bien loco —dijo Jane.

Me reí… y sentí un leve dolor en mis heridas, allí donde me habían mordido.

—Chica, me has calado bien. Vamos a por esa copa.

Giramos en la esquina hasta llegar a la calle June. Ella soltó al perro y éste trotó delante de nosotros a lo largo de la acera y subió los escalones que daban entrada a la mansión estilo colonial de los Chambers. Un instante después nos reunimos con él; Jane abrió la puerta. Y allí estaba el compañero de mis pesadillas…, el payaso con la boca que parecía una cicatriz.

Me estremecí.

—Ese maldito cuadro…

Jane sonrió.

—¿Quieres que te lo envuelva?

—No, por favor.

—Mira, después de que habláramos de él por primera vez, me puse a buscar datos sobre su historia. Me he estado librando de un montón de las cosas que pertenecían a Eldridge y pensé en donarlo a una institución benéfica. Pero tiene demasiado valor para hacer algo así. Es un original de Frederick Yannantuono y está inspirado por un viejo clásico… El hombre que ríe, de Victor Hugo. El libro trata de…

En la choza donde Betty Short fue asesinada había un ejemplar de El hombre que ríe. En mis oídos había un zumbido tal que apenas si podía enterarme de lo que Jane me decía.

—… un grupo de españoles en los siglos XV y XVI. Les llamaban los Comprachicos; se dedicaban a secuestrar y torturar niños, los mutilaban y los vendían a la aristocracia para que pudieran ser utilizados como bufones de la corte. ¿Verdad que suena terrible? El payaso del cuadro es el personaje principal del libro, Gwynplain. Cuando era niño, le rajaron la boca de una oreja a otra. Bucky, ¿te encuentras mal?

LA BOCA DE UNA OREJA A OTRA.

Me estremecí y logré esbozar una sonrisa a base de un gran esfuerzo.

—Estoy bien. Ese título me ha hecho recordar algo, eso es todo. Un viejo asunto, sólo se trata de una coincidencia.

Jane me escrutó con la mirada.

—No tienes buen aspecto; además…, ¿quieres escuchar otra coincidencia? Pensé que Eldridge no se hablaba con ningún miembro de esa familia pero encontré el recibo del cuadro. Quien le vendió la pintura fue Ramona Sprague.

Durante una fracción de segundo pensé que Gwynplain me escupía sangre al rostro. Jane me cogió por los brazos.

—Bucky, ¿qué pasa?

Logré recobrar mi voz.

—Me dijiste que tu esposo compró este cuadro para tu aniversario hace dos años, ¿no?

—Sí. ¿Qué…?

—¿En el 47?

—Sí. Buck…

—¿Cuándo es tu cumpleaños?

—El quince de enero.

—Déjame ver el recibo.

Jane, con los ojos llenos de miedo, rebuscó entre los papeles que tenía sobre una mesita al otro lado del vestíbulo. Yo seguí con la mirada puesta en Gwynplain, mientras colocaba fotos sobre su rostro de la Treinta y Nueve y Norton.

—Toma. Ahora, ¿quieres contarme qué te ocurre?

Cogí el pedazo de papel. Era de color púrpura y estaba cubierto por una incongruente escritura masculina, en letras de imprenta: «Recibí 3.500 dólares de Eldrid ge Chambers por la venta de la pintura El hombre que ríe, de Frederick Yannantuono. Este recibo prueba que el señor Chambers es su propietario. Ramona Cathcart Sprague, 15 de enero de 1947».

Las letras eran idénticas a las del diario de torturas que había leído justo antes de matar a Georgie Tilden.

Ramona Sprague había asesinado a Elizabeth Short.

Abracé a Jane con la tosca fuerza de un oso y luego me marché mientras ella seguía inmóvil, con expresión de aturdimiento. Volví al coche, y decidí que tenía que jugármelo todo a una sola carta. Vi como las luces se encendían y apagaban en la gran mansión y me pasé una larga noche entre sudores y reconstrucción de los hechos. Ramona y Georgie torturaban juntos, por separado; hacían disecciones, se repartían los trozos, iban en una caravana de dos coches a Leimert Park. Probé todas las variaciones imaginables; jugué con las posibilidades para saber cómo había empezado todo. Sí, pensé en todo salvo en lo que haría cuando me encontrara a solas con Ramona Sprague.

A las 19 horas Martha salió por la puerta principal con una carpeta de dibujo bajo el brazo y se fue hacia el este en su Chrysler.

A las 10.37, Madeleine, maleta en mano, se metió en su Packard y se dirigió hacia el norte y Muirfield. Emmett la despidió desde el umbral; decidí darle más o menos una hora para que él también saliera… o que me lo llevaría por delante junto con su mujer. Un poco después del mediodía, me facilitó las cosas y se fue, la radio de su coche canturreaba una ópera.

Mi mes de jugar a las casitas con Madeleine me había enseñado la rutina de la servidumbre: los martes tanto la doncella como el jardinero tenían el día libre; la cocinera aparecería a las 4.30 para preparar la cena. La maleta de Madeleine daba a entender que estaría un tiempo fuera; Martha no volvería al trabajo hasta las seis. Emmett era el único cuyo regreso no podía prever.

Crucé la calle y examiné el lugar. La puerta principal estaba cerrada, las ventanas tenían el pestillo puesto. O llamaba al timbre o entraba por las bravas.

Entonces, oí unos golpecitos al otro lado de un cristal. Vi una borrosa silueta blanca que se movía, y retrocedía hacia la sala. Unos segundos después, el ruido de la puerta principal al abrirse despertó ecos en el camino de entrada. Fui hacia la puerta para enfrentarme a la mujer.

Ramona estaba en el umbral, inmóvil, su silueta era como la de un espectro gracias a su informe peinador de seda. Tenía el cabello totalmente revuelto, y el rostro rojo e hinchado…, probablemente a causa de las lágrimas y el sueño. Sus ojos castaño oscuro —de un color idéntico al de los míos—, se mantenían alerta y algo asustados. Sacó una automática para mujeres de los pliegues de su peinador y me apuntó con ella.

—Le dijiste a Martha que me abandonara.

Le quité la pistola de la mano con un golpe seco; el arma cayó sobre una alfombrilla en la que se veía escrito LA FAMILIA SPRAGUE. Ramona se mordió los labios; sus ojos se desenfocaron y su mirada se hizo vaga.

—Martha se merece algo mejor que una asesina —dije.

Ramona se alisó el vestido y se dio palmaditas en el cabello. Yo clasifiqué su reacción como la propia de una adicta de clase alta. Su voz era puro hielo Sprague.

—No se lo has contado, ¿verdad?

Recogí la pistola y la metí en mi bolsillo. Luego, miré a la mujer. Debía llevar encima el residuo de veinte años de medicinas pero tenía los ojos tan oscuros que no fui capaz de ver el tamaño de sus pupilas.

—¿Me está diciendo que Martha no sabe lo que usted hizo?

Ramona se apartó y con una señal me indicó que entrara.

—Emmett me aseguró que ya no habría problemas, que te habías ocupado de Georgie y que si volvías, perderías demasiadas cosas. Martha le dijo a Emmett que no nos harías daño y él opinó lo mismo. Le creí. Siempre sabe lo que se hace con los negocios.

Entré en la casa. Con excepción de las cajas que había en el suelo, el vestíbulo tenía el mismo aspecto de siempre.

—Emmett hizo que buscara a Georgie, y Martha no sabe que mataste a Betty Short, ¿verdad?

Ramona cerró la puerta.

—Sí. Emmett contaba con que te ocuparías de Georgie. Tenía confianza en que no me implicarías en el asunto…; ese hombre estaba loco por completo. Verás, en cuanto se llega al terreno físico, Emmett es un cobarde… No tenía bastante coraje para hacerlo, así que mandó a otro para que lo hiciera por él. Y, por Dios, ¿de verdad me crees capaz de permitir que Martha sepa hasta dónde puedo llegar?

Aquella mujer, una asesina y una torturadora, sentía verdadero asombro de que yo hubiera puesto en duda sus capacidades como madre.

—Lo descubrirá más pronto o más tarde. Y sé que estaba aquí esa noche. Vio como Georgie y Betty se iban juntos.

—Martha salió una hora después para visitar a no sé quien en Palm Springs. No estuvo aquí la semana siguiente. Emmett y Maddy lo saben. Martha no. Y, oh, Dios santo, no debe saberlo.

—Señora Sprague, ¿sabe lo que ha…?

—¡No soy la señora Sprague, soy Ramona Upshaw Cathcart! ¡No puedes contarle a Martha lo que hice o me abandonará! ¡Dijo que deseaba tener su propio apartamento y no me queda demasiado tiempo!

Le di la espalda al espectáculo y recorrí la sala, mientras pensaba en qué podía hacer. Contemplé los cuadros de las paredes: generaciones de Sprague con faldita y Cathcart cortando cintas delante de naranjales y solares vacíos listos para construir en ellos. Allí estaba una Ramona, pequeña y gorda, con un corsé que debía haberle cortado la respiración y Emmett con una niña de cabello oscuro cogida de la mano, el rostro resplandeciente. Ramona, con los ojos vidriosos, sostenía a Martha sobre un caballete de juguete. Mack Sennett y Emmett, que se hacían cuernos el uno al otro. Al fondo de una foto de grupo hecha en Edendale, me pareció distinguir al joven Georgie Tilden…, apuesto, sin cicatrices en la cara.

Sentí que Ramona estaba a mi espalda, temblando.

—Cuéntemelo todo —pedí—. Dígame por qué.

Ramona tomo asiento en un diván y habló durante tres horas, algunas veces con voz enfadada, otras con voz triste, algunas veces brutalmente distanciada de lo que me decía. A su lado había una mesa cubierta con minúsculas figuritas de cerámica; sus manos jugaban con ellas en todo momento. Yo iba haciendo el circuito de las paredes, contemplaba los cuadros y las fotos de la familia, y sentía como se mezclaban a su historia.

Conoció a Emmett y Georgie en 1921, cuando eran dos jóvenes inmigrantes escoceses que buscaban hacer fortuna en Hollywood. Odiaba a Emmett porque trataba a Georgie igual que si fuera un lacayo… y se odiaba a sí misma por no decírselo. Y no lo hacía porque Emmett quería casarse con ella —Ramona sabía que era por el dinero de su padre—, y como no tenía una gran belleza y muy pocas perspectivas de encontrar marido…

Emmett le propuso matrimonio. Ella aceptó y empezó su vida marital con el implacable constructor joven que iba a florecer pronto hasta convertirse en un magnate de la propiedad inmobiliaria. A quien llegó a odiar, de forma gradual hasta acabar por combatirle de un modo pasivo reuniendo información.

Durante sus primeros años de matrimonio, Georgie vivió en un apartamento situado encima del garaje. Ramona descubrió que le gustaba tocar cosas muertas, que Emmett lo aborrecía por ello y que se lo reprochaba. Entonces, ella empezó a envenenar a los gatos callejeros que se metían en su jardín y se los dejaba a Georgie en el portal. Cuando Emmett no supo cumplir con su deseo de tener una criatura, fue a Georgie y lo sedujo…, emocionada al darse cuenta de que tenía el poder de excitarle con algo vivo, ese cuerpo gordo que Emmett despreciaba y al que sólo prestaba atención de vez en cuando. Su relación fue breve pero tuvo como resultado una niña: Madeleine. Ramona vivía en un terror continuo de que el parecido con Georgie resultara demasiado evidente y visitó a un médico que le prescribía opiáceos. Dos años después, nació Martha, hija de Emmett. Fue como una traición a Georgie… y volvió a envenenar animales y a dejarle los cadáveres. Emmett la sorprendió un día en ello, y le dio una paliza por tomar parte en la «perversión de Georgie».

Cuando le habló a Georgie de la paliza, él le contó que había salvado la vida de Emmett el cobarde, durante la guerra y le reveló que la versión de Emmett —que él había salvado a Georgie—, era falsa. Y por eso, Ramona empezó a planear sus mascaradas, una forma simbólica de vengarse de Emmett con tal sutileza que él nunca llegaría a saber lo que estaba ocurriendo.

Madeleine estaba loca por Emmett. Era la más hermosa de las dos niñas y él la mimaba. Martha se convirtió en la favorita de su madre… aunque fuera la viva imagen de Emmett. Éste y Madeleine despreciaban a Martha porque estaba gorda y era una llorona; Ramona la protegía, le enseñó a dibujar y la acostaba cada noche diciéndole muy seria que no debía odiar a su hermana y su padre…, aunque ella los odiaba. Proteger a Martha y darle una instrucción en el amor al arte acabó por convertirse en su razón para vivir, su única fuerza en ese matrimonio intolerable.

Cuando Maddy tenía once años, Emmett se dio cuenta de su gran parecido con Georgie y destrozó el rostro del auténtico padre hasta dejarlo irreconocible. Ramona se enamoró de Georgie: su ruina física era aún mayor que la de ella y tuvo la sensación de que los dos se encontraban al mismo nivel, que eran iguales.

Georgie rechazaba sus insistentes insinuaciones. Fue entonces cuando descubrió El hombre que ríe, de Victor Hugo, y tanto los Comprachicos como sus desfiguradas víctimas la conmovieron. Compró el cuadro de Yannantuono y lo mantuvo oculto, aunque pensaba en él y lo veía como un recuerdo de Georgie en sus momentos de soledad.

Cuando Maddy entró en la adolescencia se dedicó a ir con cualquier hombre, después compartía los detalles con Emmett, el cual seguía mimándola y jugueteaba con ella en la cama. Martha hacía dibujos obscenos de la hermana a la que odiaba; Ramona la obligó a dibujar paisajes bucólicos para que su ira no la hiciera perder el control. Con el propósito de vengarse de Emmett, empezó a representar sus mascaradas, planeadas desde hacía mucho tiempo, mascaradas que hablaban de forma indirecta sobre su codicia y su cobardía. Las casas de juguete que se derrumbaban representaban las chozas construidas por Emmett hechas pedazos en el terremoto del 33; las niñas que se escondían bajo maniquíes de escaparate vestidos con falsos uniformes alemanes retrataban a Emmett, el cobarde. Unos cuantos padres encontraron más bien inquietantes esas mascaradas y les prohibieron a sus hijos que jugaran con las niñas Sprague. Más o menos por esa época, Georgie se alejó de sus vidas, para recoger basura y vigilar edificios, viviendo en las casas abandonadas de Emmett.

Pasó el tiempo. Ramona se concentró en ocuparse de Martha, apremiándola a que terminara pronto sus estudios en la secundaria, entregándole fondos al Instituto de Arte Otis para que recibiera un tratamiento especial en él. Martha destacó en seguida allí; Ramona vivía gracias a sus logros, tomaba sedantes y los dejaba durante breves temporadas; pensaba a menudo en Georgie… y lo echaba de menos, deseándole.

Y Georgie regresó el otoño del 46. Ramona le oyó cuando le hacía su petición de chantaje a Emmett: tenía que «darle» la chica de la película pomo o correr el riesgo de ver puesta al descubierto una buena parte del sórdido pasado y presente de la familia.

Sintió unos celos y un odio terrible hacia «esa chica» y cuando Elizabeth Short apareció en la mansión Sprague, el 12 de enero de 1947, su rabia explotó. «Esa chica» se parecía tanto a Madeleine que tuvo la misma sensación que si se le estuviese gastando la más cruel de las bromas. Cuando Elizabeth y Georgie se fueron en la camioneta de éste, se dio cuenta de que Martha había subido a su habitación para hacer el equipaje de su viaje a Palm Springs. Dejó una nota en su puerta despidiéndose y diciendo que estaba dormida. Después, le preguntó a. Emmett, como sin darle importancia, que dónde iban «esa chica» y Georgie.

Emmett le dijo que Georgie había mencionado uno de sus edificios abandonados, en North Beachwood. Salió por la puerta trasera, cogió su Packard, fue rápidamente a Hollywoodlandia y esperó. Georgie y la chica llegaron a la base del parque Monte Lee unos cuantos minutos después. Les siguió a pie hasta la choza del bosque. Entraron en ella y Ramona vio encenderse una luz. Ésta proyectó sombras sobre un objeto de madera reluciente que estaba apoyado en el tronco de un árbol…, un bate de béisbol. Cuando oyó que la chica se reía y decía: «¿Te hicieron todas esas cicatrices en la guerra?», cruzó el umbral con el bate en la mano.

Elizabeth Short intentó huir. Ramona la dejó inconsciente de un golpe e hizo que Georgie la desnudara, la amordazara y la atara al colchón. Le prometió unas cuantas partes de la chica, partes que podría quedarse para siempre. Sacó un ejemplar de El hombre que ríe de su bolso y empezó a leerlo en voz alta; de vez en cuando miraba a la chica que yacía con sus miembros abiertos en forma de X. Después, la torturó, la quemó, y la golpeó con el bate, y lo anotó todo en el cuaderno que siempre llevaba encima mientras la chica estaba inconsciente a causa del dolor. Georgie lo vio todo y los dos, juntos, entonaron a gritos los cánticos de los Comprachicos. Al cabo de dos días enteros de aquello, le hizo un tajo a Elizabeth Short de oreja a oreja, igual que Gwynplain, para que no la odiara después de morir. Georgie cortó el cuerpo en dos mitades, las lavó en el arroyo que había junto a la choza y las llevó al coche de Ramona. Más tarde, bien entrada la noche, fueron a la Treinta y Nueve y Norton, a un solar que Georgie solía limpiar como basurero municipal que era. Allí dejaron a Elizabeth Short para que se convirtiera en la Dalia Negra. Una vez hecho eso, Ramona llevó a Georgie hasta donde estaba su camioneta y regresó junto a Emmett y Madeleine. Les dijo que muy pronto descubrirían dónde había estado y que, por fin, respetarían su voluntad. Como penitencia y liberación le vendió su cuadro de Gwynplain a Eldridge Chambers, que amaba el arte y las gangas, y que además le hizo conseguir un beneficio del trato. Después días y semanas transcurrieron con el horror de que Martha lo descubriera todo y la odiara…, y cada vez más láudano y codeína y narcóticos para hacer que todo se esfumara.

Me hallaba contemplando una hilera de anuncios enmarcados, los trabajos por los que Martha había ganado sus premios, cuando Ramona dejó de hablar. Aquel silencio repentino me sobresaltó; su historia daba tumbos por mi cabeza, hacia atrás y hacia delante, en una secuencia siempre repetida. En la habitación hacía frío… pero yo estaba empapado de sudor.

El primer premio de Martha otorgado en 1948 por la Asociación Publicitaria representaba a un tipo bastante apuesto, vestido con un traje muy elegante, que andaba por la playa con los ojos clavados en una rubia estupenda que tomaba el sol. Se hallaba tan absorto y tan lejos de cuanto lo rodeaba que una gran ola estaba a punto de darle un revolcón. El texto que había en lo alto de la página decía: «¡No hay de qué preocuparse! Con su Peso Pluma Hart, Shaffner & Marx pronto estará otra vez seco y sin una arruga… ¡y preparado para cortejarla esta noche en el club!». La rubia, delgada y preciosa, tenía los rasgos de Martha… en una versión más suave y hermosa. La casa de los Sprague se podía ver en el fondo del dibujo, rodeada de palmeras.

Ramona rompió el silencio.

—¿Qué harás?

Me sentí incapaz de mirarla.

—No lo sé.

—Martha no debe saberlo.

—Eso ya me lo ha dicho.

El tipo del anuncio empezaba a parecerme un Emmett idealizado… el escocés como un chico guapo al estilo Hollywood. Decidí lanzar la típica pregunta policial que el relato de Ramona me había inspirado.

—En el otoño de 1946 alguien andaba tirando gatos muertos por los cementerios de Hollywood. ¿Era usted?

—Sí. Por aquel entonces estaba tan celosa de ella…, sólo quería hacerle saber a Georgie que todavía me importaba. ¿Qué harás?

—No lo sé. Vaya al piso de arriba, Ramona. Déjeme solo.

Oí unos pasos suaves que salían de la habitación y luego sollozos y luego nada. Pensé en el frente unido presentado por la familia para salvar a Ramona y en que el arrestarla haría saltar en pedazos toda mi carrera policial: acusaciones de haber ocultado pruebas, obstrucción a la justicia. El dinero de los Sprague la mantendría lejos de la cámara de gas, y se la comerían viva en Atascadero o en una prisión para mujeres hasta que el lupus acabara con ella, Martha quedaría destrozada, y Emmett y Madeleine aún se tendrían el uno al otro… Acusarles de suprimir pruebas o de obstruir el curso de la justicia no serviría de nada, no se les podría condenar por eso. Si detenía a Ramona, mi vida de policía habría acabado; si la dejaba libre, estaría acabado como hombre; y en ambos casos, Emmett y Madeleine sobrevivirían… juntos.

Y así fue como el ataque patentado marca Bucky Bleichert, repelido y dejado en tablas, se quedó sentado sin moverse en una habitación enorme y lujosa llena de iconos de los antepasados. Estuve examinando las cajas que había en el suelo —el equipaje que los Sprague se llevarían en su huida si el concejo se ponía pesado—, y vi los vestidos de noche baratos y el cuaderno de dibujo cubierto con rostros de mujer, obra, sin duda, de Martha que esbozaba sus otros yo para colocarlos en anuncios donde se pregonaban las virtudes de los dentífricos, los cosméticos y los copos de avena. Quizá fuera capaz de preparar una campaña publicitaria para que Ramona no acabara en Tehachapi. Quizá sin mamaíta, la torturadora, no tendría el valor suficiente para seguir trabajando.

Salí de la mansión y pasé el tiempo haciendo una ronda de los viejos lugares. Visité el asilo: mi padre no me reconoció pero parecía animado, lleno de una maliciosa energía. Lincoln Heights estaba cubierto de casas nuevas, edificios prefabricados que aguardaban a sus inquilinos, con un letrero de «No hace falta dar entrada» para los soldados. El Salón Eagle Rock seguía con su cartel que anunciaba la velada de boxeo del viernes noche y mi ronda de la Central continuaba con los borrachos, los tipos que recogían basura y los que anunciaban a gritos la venida de Jesús. Al anochecer me di por vencido: haría un último intento con la chica de la coraza antes de acabar con su madre, una última oportunidad de preguntarle por qué seguía jugando a la Dalia cuando sabía que yo nunca volvería a tocarla.

Fui hacia los bares de la Octava, estacioné en la esquina de Irolo y esperé con un ojo clavado en la entrada del Zimba. Tenía la esperanza de que la maleta que le había visto llevarse a Madeleine por la mañana no significara un viaje a otro sitio; tenía la esperanza de que su paseo como la Dalia de hacía dos noches no fuera una ocasión aislada.

Me quedé sentado en el coche y me dediqué a contemplar a los peatones: tipos de uniforme, civiles que andaban en busca de una copa, gentes normales del vecindario que entraban y salían del bar contiguo al Zimba. Pensé en dejarlo correr pero sentí miedo ante el paso siguiente —Ramona—, y no supe qué hacer. Cuando era algo más de la medianoche, el Packard de Madeleine apareció. Ella salió del coche, con su maleta en la mano y pareciendo ella misma, no Elizabeth Short.

Sorprendido, la vi entrar en el restaurante. Quince minutos transcurrieron con lentitud. Después salió del local, convertida en la Dalia Negra. Arrojó su maleta sobre el asiento trasero del Packard y entró en el Zimba.

Le di un minuto de tiempo y me acerqué a echar una mirada. En el bar había unos cuantos tipos con galones, no demasiados; los reservados tapizados en piel de cebra se hallaban vacíos. Madeleine estaba bebiendo, sola. Dos soldados se encontraban en unos taburetes cerca de ella, y se preparaban para emprender la gran ofensiva. Se lanzaron con medio segundo de diferencia. El lugar se hallaba demasiado vacío para que me fuera posible vigilarla; me batí en retirada hacia el coche.

Madeleine y un teniente con uniforme de verano salieron del local una hora después. Como de costumbre, entraron en su Packard y giraron en la esquina para ir al estacionamiento de la Novena e Irolo. Yo iba detrás de ellos.

Madeleine aparcó y se dirigió al cobertizo del encargado para buscar la llave del cuarto; el soldado esperó ante la puerta del número doce. Yo pensé en la KMPC puesta al máximo y las persianas bajadas: frustración. En ese momento, Madeleine salió del cobertizo, llamó al teniente y movió la mano hacia el otro lado del estacionamiento, señalando otra habitación. Él se encogió de hombros y fue hacia ella; Madeleine abrió la puerta. La luz se encendió y se apagó en seguida.

Les concedí unos diez minutos y fui hacia el bungaló, resignado a la oscuridad y a escuchar los temas de siempre interpretados por unas cuantas grandes orquestas. Del interior me llegaron gemidos, sin acompañamiento musical. Me di cuenta de que la única ventana del cuarto se hallaba abierta algo así como medio metro, porque un poco de pintura seca en la jamba impedía que se cerrara. Busqué refugio detrás de un emparrado, me puse en cuclillas y escuché.

Gemidos más fuertes, crujidos de los muelles del colchón, gruñidos masculinos. Los ruidos que Madeleine hacía subieron de tono: sonaban más teatrales que cuando estaba conmigo. El soldado lanzó un último gemido. Después, todos los ruidos cesaron y luego Madeleine habló, con un falso acento.

—Ojalá hubiera una radio. En mi tierra, todos los moteles tenían. Estaban atornilladas a la pared y tenías que echarles monedas, pero al menos había música.

El soldado intentaba recuperar el aliento.

—He oído decir que Boston es muy bonito.

Entonces conseguí localizar el falso acento de Madeleine: clase obrera de Nueva Inglaterra, tal y como se suponía que habría hablado Betty Short.

—Medford no tiene nada de bonito, nada de nada. Tuve un trabajo asqueroso después de otro. Camarera, chica de las golosinas en un cine, empleada de las oficinas de una fábrica… Por eso me vine a California en busca de fortuna. Porque Medford era tan horrible.

Las «A» de Madeleine se iban haciendo cada vez más y más duras; parecía una auténtica fulana de Boston.

—¿Viniste aquí durante la guerra? —preguntó él.

—Ajá. Conseguí un trabajo en la cantina del Campamento Cooke. Un soldado me dio una paliza, y un tipo muy rico, un contratista de obras, me salvó. Ahora es mi padre adoptivo. Me deja ir con quien quiera siempre que regrese a casa, a su lado. Me compró mi hermoso coche blanco y todos mis preciosos trajes negros y me frota la espalda, porque no es mi auténtico papá.

—Ése es el tipo de padre que hay que tener. Mi padre me compró una vez una bicicleta y me dio un par de pavos para que pudiera tener un modelo de coche deportivo que anunciaban en una caja de jabón. Pero nunca me compró ningún Packard, de eso puedes estar condenadamente segura. Betty, en verdad tienes un papaíto soberbio.

Me pegué un poco más al suelo y miré por el hueco de la ventana; cuanto podía ver eran dos siluetas oscuras en una cama situada en el centro de la habitación.

—A veces, a mi padre adoptivo no le gustan mis chicos —dijo Madeleine/Betty—. Nunca arma jaleo por eso, ya que no es mi auténtico papaíto y yo le dejo que me frote la espalda. Había un chico, un policía… Mi papaíto dijo que era un mal tipo, que tenía una veta de maldad dentro. Yo no lo creí porque era un chico alto y fuerte y tenía unos preciosos dientes salidos. Intentó hacerme daño pero papaíto le ajustó las cuentas. Papaíto sabe cómo tratar con los hombres débiles que siempre quieren dinero y que intentan hacerle daño a las niñas buenas. Fue un gran héroe en la primera guerra mundial y el policía había escurrido el bulto cuando intentaron reclutarle.

El acento de Madeleine se iba, su voz se convertía en otra, ronca y gutural. Me preparé para recibir unos cuantos azotes verbales más.

—A esos tipos habría que deportarles a Rusia o fusilarles —dijo el soldado—. No, fusilarles sería demasiado compasivo. Colgarles por donde tú ya sabes, eso estaría mejor.

Madeleine, con voz cantarina, un perfecto acento mexicano:

—Mejor un hacha, ¿no? El policía tiene un compañero. Se encarga de arreglarme unos cuantos cabos sueltos… algunas notas que no tendría que haber dejado para una chica que no era tan buena como parecía. El compañero le dio una paliza a mi papaíto y se fue corriendo a México. Yo dibujo una cara y compro vestidos baratos. Contrato a un detective para encontrarle y represento una mascarada. Voy a Ensenada con un disfraz, me pongo vestidos baratos, finjo que soy una mendiga y llamo a su puerta. «Gringo, gringo, necesito dinero». Me da la espalda, cojo el hacha y le hago pedacitos. Me llevo el dinero que le robó a papaíto. Setenta y un mil dólares, vuelvo a casa con ellos.

—Oye, ¿esto es alguna broma o que? —preguntó el soldado con voz en la que se traslucía el nerviosismo.

Yo saqué mi 38 y amartillé el percutor. Madeleine, que había hecho de «mexicana rica» para Milt Dolphine, cambió al castellano y soltó un áspero torrente de obscenidades. Metí el cañón del arma por la rendija; dentro del cuarto se encendió la luz y vi al amante de Madeleine que intentaba meterse dentro de su uniforme; eso hizo que no apuntara bien.

Vi a Lee metido en un arenal, con los gusanos que se arrastraban por sus ojos.

El soldado salió a toda velocidad por la puerta a medio vestir. Madeleine era un blanco fácil, mientras se enfundaba en su ceñido vestido negro. La apunté con el arma; un último destello de su desnudez me hizo vaciar el arma en el aire. Abrí la ventana de una patada.

Madeleine me vio trepar por el alféizar. No la habían impresionado ni los tiros ni los fragmentos de cristal que volaron por el cuarto. Cuando me habló lo hizo con dulzura, toda una mujer de mundo.

—Ella era para mí lo único real y necesitaba hablarle a la gente de ella. Cuando estaba a su lado, sentía que yo era falsa, forzada. Tenía un talento natural y yo no era más que una impostora. Y era nuestra, cariño. Tú me la devolviste. Ella fue la razón de que lo nuestro fuera tan bueno. Era nuestra.

Moví el cañón y deshice el peinado de Dalia que Madeleine llevaba para que pareciera sólo otra zorra más vestida de negro; le esposé las muñecas a la espalda y me vi en el arenal, cebo para gusanos junto con mi compañero. Las sirenas se acercaban a nosotros de todas las direcciones; las luces de las linternas hicieron brillar la ventana rota. Y en mitad del Gran Vacío, Lee Blanchard pronunció de nuevo su misma frase de los disturbios con las cazadoras de cuero:

«Cherchez la femme, Bucky. Recuerda eso.»