El caso Short estaba al rojo de nuevo…, al menos para mí.
Horas visitando los bares de Medford me dieron una versión Costa Este de la promiscua Betty, todo un anticlímax tras las revelaciones de Tommy Gilfoyle. Cogí un vuelo de medianoche para regresar a Los Ángeles y llamé a Russ Millard desde el aeropuerto. Estuvo de acuerdo conmigo: el «médico de las cucarachas» de Joe «el franchute» era, probablemente, real, con independencia de los delirium tremens de Dulange. Propuso llamar a Fuerte Dix para que intentáramos sacarle más detalles al chalado, ahora licenciado, y una batida de las oficinas de los médicos de la parte baja, hecha por tres hombres, concentrada en los alrededores del hotel Habana, donde Dulange se acostó con Betty. Yo sugerí que quizá el «médico» era una mosca de bar, un abortista o un charlatán; Russ estuvo de acuerdo conmigo también en eso. Dijo que hablaría con sus chivatos y con los de investigación, que él y Harry Sears estarían empezando a llamar a las puertas dentro de una hora. Nos dividimos el territorio: de Figueroa a Hill y de la Sexta a la Novena para mí; de Figueroa a Hill y de la Quinta a la Primera para ellos. Colgué y me fui directamente a la parte baja.
Robé un listín de páginas amarillas e hice una lista: médicos auténticos y quiroprácticos, vendedores de hierbas medicinales y místicos, chupasangres que vendían religión y medicina embotellada bajo el caduceo de «médico». En el listín había unas cuantas entradas para ginecólogos y especialistas en obstetricia pero el instinto me dijo que el truco del médico empleado por Joe Dulange había sido algo fruto del momento, no el resultado de que en realidad buscara a un especialista para calmar a Betty. Funcionando a base de adrenalina, empecé a trabajar.
Localicé a la mayor parte de los médicos al comienzo de su jornada y obtuve el más amplio surtido de negativas sinceras que jamás me había encontrado como policía. Cada uno de los sólidos y respetables curalotodo con quién hablé me convenció un poco más de que el amigo del franchute tenía que ser por lo menos un tanto turbio. Tras engullir un almuerzo a base de bocadillos, empecé con la categoría siguiente: los cuasi-médicos.
Los chiflados de las hierbas eran todos chinos; los místicos, la mitad mujeres y la otra mitad tipos de aspecto normal. Creí todos y cada uno de sus asombrados noes; me los imaginé demasiado aterrados ante el franchute como para tomar en consideración su oferta. Estaba a punto de empezar con los bares para buscar datos sobre médicos alcoholizados cuando el cansancio pudo más que yo. Fui a mi «casa», en El Nido, y dormí durante… veinte minutos.
Demasiado nervioso para dormirme de nuevo, intenté pensar de forma lógica. Eran las 6, las consultas de los médicos comenzaban a cerrar, los bares no estarían maduros para una batida hasta unas tres horas después, por lo menos. Russ y Harry me llamarían si conseguían algo prometedor. Alargué la mano hacia el archivo y empecé a leer.
El tiempo se me pasó volando; nombres, datos y lugares en la jerga policial me mantuvieron despierto. Entonces, vi algo que ya había examinado una docena de veces antes, sólo que ahora pareció destacar del resto.
Eran dos tiras de anotaciones:
18/1/47: Harry — Llama a Buzz Meeks en Hugues y haz que llame a posibles relaciones neg. películas E. Short. Bleichert dice que la chica quería ser estrella. Hazlo con independencia de Loew — Russ.
22/1/47: Russ — Meeks dice que nada. Lástima. Tenía ganas de ayudar — Harry.
Con la manía fílmica de Betty fresca en mi mente, esas tiras tenían un aspecto diferente. Recordé a Russ diciéndome que iba a hablar con Meeks, el jefe de seguridad de Hughes y el «enlace no oficial» del departamento con la comunidad de Hollywood; recordé que eso ocurrió durante la época en que Ellis Loew se dedicaba a suprimir pruebas sobre la promiscuidad de Betty para conseguirse un caso en el cual poder exhibir mejor sus habilidades como fiscal. Además, el librito negro de Betty tenía anotado cierto número de gente del cine en escalones no muy altos, nombres que habían sido comprobados durante los interrogatorios del libro negro en el 47.
La gran pregunta:
Si Meeks había hablado de verdad con sus conexiones, ¿por qué no dio al menos con algunos de los nombres del libro negro y se los pasó a Russ y Harry?
Salí al vestíbulo, busqué el número de seguridad de la Hughes en las páginas amarillas y lo marqué. Una mujer de voz cantarina y algo nasal me respondió.
—Seguridad. ¿En qué puedo ayudarle?
—Buzz Meeks, por favor.
—El señor Meeks no se encuentra ahora en su despacho. ¿Quién debo decirle que ha llamado?
—Detective Bleichert, policía de Los Ángeles. ¿Cuándo volverá?
—Cuando termine la reunión presupuestaria. ¿Puedo preguntarle cuál es el motivo de la llamada?
—Asunto policial. Dígale que estaré en su despacho dentro de media hora.
Colgué y fui hasta Santa Mónica, a todo gas, en veinticinco minutos. El guardia de la puerta me dejó entrar en el estacionamiento de la fábrica y me señaló la oficina de seguridad, un barracón prefabricado Quonset al final de una larga hilera de hangares para aviones. Estacioné el coche y llamé a la puerta; me abrió la mujer de la voz cantarina.
—El señor Meeks dice que debe esperarle en su despacho. No tardará mucho.
Entré y la mujer se marchó, pareciendo aliviada de que su jornada laboral hubiera terminado. Las paredes estaban empapeladas con cuadros de los aeroplanos Hughes, arte militar que se hallaba al mismo nivel que los dibujos de las cajas de cereales para el desayuno. El despacho estaba mejor decorado: fotos de un hombre corpulento que llevaba el cabello cortado a cepillo en compañía de unos cuantos pesos pesados de Hollywood, actrices cuyo nombre no logré recordar junto con George Raft y Mickey Rooney.
Me instalé en una silla. El hombre corpulento apareció unos minutos después, con la mano extendida hacia mí de forma automática, como alguien cuyo trabajo fuera en un noventa y cinco por ciento relaciones públicas.
—Hola. Detective Blyewell, ¿verdad?
Me puse en pie. Nos estrechamos las manos; me di cuenta de que a Meeks le disgustaba un poco mi barba de tres días y las ropas que no me había cambiado desde hacía dos.
—Bleichert.
—Por supuesto. Usted dirá.
—Tengo que hacerle unas cuantas preguntas sobre un antiguo caso en el cual usted ayudó a Homicidios.
—Ya veo. Está con ellos, ¿no?
—Patrulla de Newton.
Meeks tomó asiento detrás de su escritorio.
—Un poco lejos de su jurisdicción, ¿no? Y mi secretaria dijo que era usted detective.
Cerré la puerta y me apoyé en ella.
—Es algo personal:
—Entonces, perderá usted sus veinte arrestos diarios de negros vagabundos que se mean en la calle. ¿O no le ha dicho nadie que los policías que se toman el trabajo como algo personal acaban muriéndose de hambre?
—No paran de repetírmelo y yo les digo una y otra vez que ése es mi problema. ¿Se tira usted a muchas aspirantes a estrella, Meeks?
—Me tiré a Carole Lombard. Le daría su número de teléfono, pero está muerta.
—¿Jodió con Elizabeth Short?
Tilt, bingo, premio gordo, resultados perfectos en el detector de mentiras en cuanto Meeks enrojeció y empezó a remover los papeles que había sobre su escritorio; su voz convertida en un jadeo para acabar de arreglarlo todo.
—¿Recibió unos cuantos golpes de más peleando con Blanchard o qué? Esa puta ha muerto.
Me abrí un poco la chaqueta para enseñarle a Meeks el 45 que llevaba.
—No hable así de ella.
—De acuerdo, chico duro. Ahora, supongamos que me dice lo que desea. Después lo arreglaremos y le pondremos fin a esta pequeña farsa antes de que se salga de madre. ¿Comprende?
—En el 47, Harry Sears le pidió que hablara con sus contactos del cine sobre Betty Short. Usted informó que no había conseguido averiguar nada. Mintió. ¿Por qué?
Meeks cogió un abridor de cartas. Pasó un dedo a lo largo de la hoja, vio lo que estaba haciendo y volvió a dejarlo.
—No la maté y no sé quién lo hizo.
—Convénzame o llamo a Hedda Hopper y le doy en bandeja su columna de mañana. ¿Qué tal le suena esto?: «Hombre relacionado con Hollywood suprimió pruebas del caso Dalia porque… blanco, blanco, blanco». Llene esos espacios para mí o lléneselos a Hedda. ¿Comprende?
Meeks probó una vez más con la bravata.
—Bleichert, si quiere joder a alguien, se ha equivocado de hombre.
Saqué el 45, me aseguré de que el silenciador estuviera bien colocado y metí una bala en la recámara.
—No, el que se ha equivocado es usted.
Meeks alargó la mano hacia un frasco de cristal tallado que había en un estante junto a su escritorio, se sirvió una buena ración de licor y la engulló.
—Lo que obtuve fue una pista que no llevaba a ninguna parte, pero puede quedarse con ella si tanto la desea.
Dejé oscilar el arma, sosteniéndola con un dedo por la guarda del gatillo.
—Me muero por saberlo, capullo. Démela.
Meeks abrió una pequeña caja fuerte incorporada a su escritorio y sacó un fajo de papeles de ella. Los estudió un momento, hizo girar su asiento y le habló a la pared.
—Me dijeron algo sobre Burt Lindscott, un productor de la Universal. Le saqué el dato a un tipo que odiaba a uno de los amigos de Lindscott, Scotty Bennett. Scotty era un chulo y un apostador, y le daba el número de teléfono de Lindscott en Malibú a todas las jovencitas de buen ver que pedían trabajo en la oficina de repartos de la Universal. La Short consiguió una de las tarjetas de Scotty y llamó a Lindscott.
»El resto, las fechas y todo eso, lo conseguí del mismo Lindscott. La noche del diez de enero, la chica le llamó desde el Biltmore. Burt le pidió una descripción del aspecto físico, y le gustó lo que oyó. Le comunicó a la chica que le haría una prueba de pantalla por la mañana, cuando volviera de una sesión de póquer en su club. La chica dijo que no tenía ningún sitio donde ir hasta entonces, por lo que Lindscott le contestó que pasara la noche en su casa: su criado le daría de cenar y le haría compañía. Ella cogió el autobús hasta Malibú y el criado —era marica— le hizo compañía. Después de eso, al mediodía del día siguiente, Lindscott y tres amigos suyos volvieron borrachos a casa.
»Pensaron que sería divertido, así que le hicieron la prueba a la chica; ella tuvo que leer un guión que Burt tenía por ahí. Era mala y se le rieron en la cara; después, Lindscott le hizo una oferta: si les trabajaba a los cuatro, él le daría un papelito en su siguiente película. La chica seguía enfadada con ellos porque se habían reído durante su prueba y perdió el control. Les llamó traidores, dijo que deberían estar de uniforme y que no tenían lo necesario para ser soldados. Burt la echó alrededor de las dos y media de esa tarde, sábado, día once. El criado dijo que no tenía ni un centavo y que, según había contado, pensaba volver andando a la ciudad.
»Así que Betty caminó o hizo autostop los cuarenta kilómetros hasta la ciudad, y así se encontró a Sally Stinson y Johnny Vogel en el vestíbulo del Biltmore unas seis horas después.
—Meeks, ¿por qué no informó de esto? —dije—. Y míreme a la cara.
Meeks se volvió hacia mí; en sus rasgos se leía la vergüenza.
—Intenté hablar con Russ y Harry pero estaban trabajando en la calle, así que llamé a Ellis Loew. Me dijo que no debía informar de lo que había descubierto y me amenazó con revocar mi licencia como responsable de seguridad. Más tarde, descubrí que Lindscott era un pez gordo de los republicanos y le había prometido a Loew un montón de dinero para su campaña como fiscal del distrito. Loew no quería verle implicado en lo de la Dalia.
Cerré los ojos para no tener que ver a ese hombre; Meeks siguió con sus disculpas mientras yo me pasaba imágenes mentales de Betty aguantando risas, proposiciones y siendo echada a patadas con destino a su muerte.
—Bleichert, hablé con Lindscott, con su criado y sus amigos. Lo que tengo son declaraciones auténticas, no les falta nada, lo comprobé. Ninguno de ellos pudo haberla matado. Todos estaban en casa y en sus trabajos desde el día doce hasta el viernes diecisiete. Ninguno de ellos pudo llevar a cabo el crimen y no me lo habría callado si el asesino fuera uno de esos bastardos. Tengo las declaraciones aquí mismo, se lo demostraré.
Abrí los ojos; Meeks hacia girar el dial de una caja fuerte empotrada en la pared.
—¿Cuánto le pagó Loew para comprar su silencio? —pregunté.
—Uno de los grandes —farfulló Meeks y retrocedió igual que si temiera ser golpeado.
Le aborrecía demasiado como para darle la satisfacción del castigo y me fui dejando suspendida en el aire la etiqueta de su precio.
Ahora tenía a medio llenar los días perdidos de Elizabeth Short.
Red Manley la dejó delante del Biltmore al anochecer del viernes, diez de enero; desde allí llamó a Burt Lindscott, y sus aventuras de Malibú duraron hasta las 2.30 de la tarde siguiente. Esa noche, el sábado once, estaba de nuevo en el Biltmore, donde se encontró con Sally Stinson y Johnny Vogel en, el vestíbulo, jodió con Johnny hasta un poco después de la medianoche y luego se marchó. Entonces encontró al cabo Joseph Dulange, o quizá fuera más avanzada la mañana, en el bar Búho Nocturno, entre la Sexta y Hill, a dos manzanas del Biltmore. Estuvo con Dulange, allí y en el hotel Habana, hasta la tarde o la noche del domingo, doce de enero, cuando él la llevó a ver a su «amigo médico».
De vuelta a El Nido, una pieza que faltaba seguía acosándome pese a mi cansancio. Logré definirla cuando pasé ante una cabina telefónica: si Betty llamó a Lindscott a Malibú, lo cual suponía poner una conferencia, tenía que existir un registro en la Bell Costa del Pacífico. Si puso otras conferencias, entonces o el día once, antes o después de acostarse con Johnny Vogel, la B.C.P. tendría la información en sus registros: la compañía guardaba los recibos de las conferencias de ese tipo para hacer estudios de coste y precios.
Mi fatiga se esfumó una vez más. Durante el resto del camino fui por las calles de menos tráfico, y me salté las señales de stop y las luces rojas; cuando llegué, estacioné delante de una boca de riego y subí los escalones de tres en tres hasta la habitación en busca de un cuadernillo.
Me dirigía hacia el teléfono del vestíbulo cuando éste se me adelantó con su sonido.
—¿Sí?
—¿Bucky? Cariño, ¿eres tú?
Madeleine.
—Mira, ahora no puedo hablar contigo.
—Teníamos una cita ayer, ¿recuerdas?
—Me he visto obligado a salir de la ciudad. Un asunto del trabajo.
—Podías haber llamado. Si no me hubieras contado lo de este pequeño escondite tuyo, habría pensado que estabas muerto…
—Madeleine, por Cristo…
—Cariño, necesito verte. Mañana van a derribar esas letras del cartel de Hollywoodlandia y también algunos bungalós que papá posee allá arriba. Bucky, las concesiones del terreno han vuelto a la ciudad pero papá compró esas propiedades y construyó esas casas con su propio nombre. Usó los peores materiales, y un investigador del concejo ha estado metiendo las narices y rondando a los abogados fiscales de papá. Uno de ellos le dijo que ese viejo enemigo suyo que se suicidó le dejó al concejo un informe sobre las propiedades de papá y…
No parecía tener el menor sentido: papá, un tipo duro, metido en problemas; Bucky, un tipo duro, el segundo en la fila de los consoladores.
—Mira, ahora no puedo hablar contigo —repuse, y colgué.
Tenía por delante la peor parte del trabajo detectivesco, la auténtica mierda. Coloqué mi cuadernillo y mi pluma sobre el estante que había junto al teléfono. Después, vacié las monedas acumuladas durante cuatro días en mis bolsillos, y conseguí unos dos dólares… suficiente para cuarenta llamadas. Primero telefoneé a la supervisora nocturna de la Bell Costa del Pacífico, y le pedí una lista de todas las conferencias puestas en los teléfonos públicos del hotel Biltmore las tardes y noches del 10, 11 y 12 de enero de 1947; los nombres y direcciones de los destinatarios de las llamadas, y las horas de éstas.
Me quedé sosteniendo, nervioso, el auricular mientras la mujer hacía su trabajo, lanzándole miradas feroces a los demás residentes de El Nido que deseaban utilizar el teléfono. Luego, una media hora más tarde, la supervisora llamó y empezó a hablar de nuevo.
El número y la dirección de Lindscott figuraba entre los anotados el 10 de enero pero nada más de lo registrado esa noche me pareció sospechoso. De todas formas, anoté su información al completo; después, cuando la mujer llegó a la noche del 11 —más o menos cuando Betty se encontró a Sally Stinson y Johnny Vogel en el vestíbulo del Biltmore—, me tocó la lotería:
Se hicieron cuatro llamadas a consultas de especialistas en obstetricia de Beverly Hills. Anoté los números y los nombres, junto con los números de servicio nocturno de los médicos y la lista de llamadas que vino a continuación. Ésa no me produjo ninguna chispa, pero las copié de todas formas. Después, ataqué Beverly Hills con un arsenal de monedas de veinticinco centavos.
Hizo falta toda mi calderilla para conseguir lo que deseaba.
Les dije a las telefonistas de los servicios de llamadas nocturnas que era una emergencia policial; me pusieron con los domicilios particulares de los médicos. Hicieron que sus secretarias fueran en coche a sus consultas para comprobar sus registros y luego me telefonearon a El Nido. La totalidad del proceso requirió dos horas. Al final, había obtenido lo siguiente:
A primera hora de la noche del 11 de enero de 1947, una tal «señora Fickling» y una tal «señora Gordon» llamaron a un total de cuatro especialistas en obstetricia distintos de Beverly Hills, en petición de hora para una prueba de embarazo. Las telefonistas del servicio de llamadas nocturnas concertaron las citas para las mañanas del 14 y el 15 de enero. El teniente Joseph Fickling y el mayor Matt Gordon eran dos de los héroes de guerra con los que Betty había salido y con los que fingió estar casada; nadie acudió a las citas porque el día catorce estaba siendo torturada hasta morir; el día 15 era un montón de carne mutilada entre la Treinta y Nueve y Norton. Llamé a Russ Millard a la Central; una voz vagamente familiar me respondió:
—Homicidios.
—Teniente Millard, por favor.
—Está en Tucson, con la extradición de un prisionero.
—¿Harry Sears también?
—Sí. ¿Cómo te encuentras, Bucky? Soy Dick Cavanaugh.
—Me sorprende que hayas reconocido mi voz.
—Harry Sears me dijo que llamarías. Te ha dejado una lista de médicos pero no consigo encontrarla. ¿Era eso lo que deseabas?
—Sí, y necesito hablar con Russ. ¿Cuándo estará de vuelta?
—Supongo que a última hora de mañana. ¿Hay algún sitio al cual pueda llamarte si consigo encontrar la lista?
—Estoy moviéndome mucho. Ya te llamaré.
Había que probar con los demás números pero la pista de esos médicos era demasiado potente como para dejarla reposar. Volví a la parte baja para buscar al médico amigo de Dulange, después de que me hubiera desprendido de mi agotamiento igual que si fuera una patata caliente.
Estuve en ello hasta la medianoche. Me concentré en los bares alrededor de la Sexta y Hill; hablé con las moscas que los frecuentaban, pagándoles copas y recogiendo comentarios a propósito de sus problemas y un par de indicaciones sobre abortistas que casi parecían ser auténticas.
Así terminó otro día sin dormir; empecé a ir en coche de un bar a otro, haciendo sonar la radio para no cerrar los ojos. Las noticias no paraban de hablar sobre la «importante remodelación» del letrero de Hollywoodlandia. La consideraban un hecho clave e interpretaban el que se quitara L-A-N-D-I-A como lo más importante que había ocurrido desde Jesucristo. Mack Sennet y su proyecto de Hollywoodlandia estaban consiguiendo mucho tiempo de emisión y un cine de Hollywood estaba exhumando un montón de sus viejas películas con los Keystone Kops.
Cuando se acercaba la hora de cierre de los bares, me sentía igual que un Keyston Kop y parecía un vagabundo: barba de varios días, ropas sucias, una febril atención a todo que no dejaba de extraviarse de continuo. Cuando los borrachos ansiosos de encontrar más bebida y camaradería empezaron a buscarme, me lo tomé como un serio aviso, fui hasta un estacionamiento desierto, entré en él y me dormí.
Los calambres en las piernas me despertaron al amanecer. Salí del coche con inseguridad, y me tambaleé en busca de un teléfono; un coche patrulla pasó junto a mí y el conductor me miró durante unos segundos con expresión de pocos amigos. Encontré un teléfono público en la esquina y marqué el número del padre.
—Oficina de Homicidios. Sargento Cavanaugh.
—Dick, soy Bucky Bleichert.
—Justo el hombre con quien quería hablar. He conseguido la lista. ¿Tienes un lápiz?
Saqué un cuadernillo de notas.
—Dispara.
—De acuerdo. Son médicos a los cuales les quitaron la licencia. Harry dijo que ejercían en la parte baja en el año 47. Uno, Gerald Constanzo, Breakwater, 1841, Long Beach. Dos, Melvin Praeger, Verdugo Norte, 9661, Glendale. Tres, Willis Roach, igual que el bicho[3], en custodia en el Wayside Honor Rancho, convicto de vender morfina en…
Dulange.
El delirium tremens.
«Así que me llevo a la Dalia por la calle para ver al médico de las cucarachas. Le suelto uno de diez y le hace un examen falso…»
—Dick —dije casi entre jadeos—, ¿escribió Harry la dirección donde estaba ejerciendo ese Roach?
—Sí. Olive Sur, 614.
El hotel Habana se hallaba a dos manzanas de distancia.
—Dick, llama a Wayside y dile al encargado que ahora mismo voy para allá y que quiero interrogar a Roach sobre el homicidio de Elizabeth Short.
—¡Ya lo tenemos!
Una ducha, un afeitado y un cambio de ropas en El Nido me hicieron parecer un detective de Homicidios; la llamada de Dick Cavanaugh a Wayside me daría el resto de la cobertura que necesitaba. Fui por la autopista de Crest hacia el norte, pensando en que había un cincuenta por ciento de posibilidades de que Willis Roach fuera el asesino de Elizabeth Short.
El trayecto requirió poco más de una hora; la cantinela sobre el letrero de Hollywoodlandia me acompañó en la radio. El ayudante del sheriff que estaba en la garita de entrada examinó mi placa y mi identificación y llamó al edificio principal antes de permitirme la entrada; no sé qué le dijeron, pero tuvo el efecto de hacer que adoptara la posición de firmes y me saludara. La puerta de alambre giró sobre sí misma, abriéndose; pasé junto a los barracones de los internados y me dirigí hacia una gran estructura de estilo español, en cuya parte delantera había un porche de baldosas. Cuando estacionaba mi coche, un capitán del departamento del sheriff de Los Ángeles, vestido de uniforme, vino hacia mí con la mano extendida y una sonrisa nerviosa en los labios.
—Detective Bleichert, soy Patchett, el encargado.
Salí del coche y le obsequié con un apretón de manos rompehuesos, tipo Lee Blanchard.
—Es un placer. ¿Ha dicho Roach algo?
—No. Está en la sala de interrogatorios, le esperaba a usted. ¿Cree que mató a la Dalia?
Me puse en movimiento; Patchett me guió en la dirección correcta.
—Todavía no estoy seguro. ¿Qué puede contarme sobre él? '
—Tiene cuarenta y ocho años, es anestesista y fue arrestado en octubre del 47 por vender morfina del hospital a un agente de narcóticos de la policía de Los Ángeles. Le cayeron de cinco a diez años y cumplió uno en San Quintín. Se encuentra aquí porque necesitábamos ayuda en la enfermería y la Autoridad de Presos pensó que no habría problemas con él. No tiene arrestos anteriores y ha sido un prisionero modelo.
Nos desviamos hacia un edificio achaparrado de ladrillos marrones, una de las típicas construcciones oficiales del condado: largos pasillos, puertas de acero empotradas en los quicios, con números en vez de nombres. Cuando pasábamos ante una hilera de ventanas provistas con cristales de un solo sentido, Patchett me cogió por el brazo.
—Aquí. Ése es Roach.
Miré por el cristal. Un hombre huesudo de mediana edad, vestido con el uniforme de la institución, se hallaba sentado a una mesita para jugar a cartas, leyendo una revista. Su expresión era de inteligencia: una frente despejada cubierta por mechones de cabellos canosos que ya empezaban a ralear, ojos brillantes y el tipo de manos grandes y venosas que se asocian con los médicos.
—¿Quiere entrar? —pregunté a Patchett.
Este abrió la puerta.
—No querría perdérmelo por nada del mundo.
Roach alzó la mirada.
—Doc, éste es el detective Bleichert —dijo Patchett—. Pertenece a la policía de Los Ángeles y tiene unas cuantas preguntas que hacerte.
Roach dejó su revista —El Anestesista estadounidense— encima de la mesa. Patchett y yo nos sentamos delante de él.
—Le ayudaré en lo que pueda —dijo el médico-traficante de drogas, con un cultivado acento del este.
Fui directo al grano.
—Doctor. Roach, ¿por qué mató a Elizabeth Short?
Roach dejó que una lenta sonrisa apareciera en sus labios, una sonrisa que se fue extendiendo de forma gradual de oreja a oreja.
—Le esperaba a usted en el 47. Después de que el cabo Dulange hiciera esa lamentable confesión suya, esperaba que usted irrumpiera en cualquier momento por la puerta de mi consulta. De todas formas, el que aparezca dos años y medio después de aquello me sorprende.
Sentía un cosquilleo en la piel, como si me zumbara; igual que si un montón de insectos se preparasen para comérseme en el desayuno.
—Los asesinatos no prescriben.
La sonrisa de Roach desapareció para ser sustituida por una expresión de seriedad; el médico de las películas se preparaba para soltar unas cuantas malas noticias.
—Caballeros, el lunes 13 de enero de 1947 fui en avión a San Francisco y me alojé en el hotel Saint Francis. Allí, me preparaba para pronunciar mi discurso de la noche del martes en la convención anual de la Academia de Anestesistas Estadounidenses. Pronuncié ese discurso la noche del martes y hablé en el desayuno de despedida, el miércoles por la mañana, quince de enero. Estuve continuamente en compañía de mis colegas durante toda la tarde del quince y dormí con mi ex mujer en el Saint Francis las noches del lunes y el martes. Si desean corroborarlo, llamen a la academia, a su número de Los Ángeles, y a mi ex mujer, Alice Carstairs Roach, al CR-1786 de San Francisco.
—Por favor, encargado, ¿quiere tener la bondad de comprobar eso por mí? —dije, con los ojos clavados en Roach.
Patchett salió.
—Parece decepcionado —dijo el médico.
—Bravo, Willis. Ahora, hábleme de usted, de Dulange y de Elizabeth Short.
—¿Informará a la Junta de Libertades Condicionales de que he cooperado con usted?
—No, pero si no me 10 cuenta, haré que el fiscal del distrito de Los Ángeles le acuse por obstrucción a la justicia.
Roach reconoció con una sonrisa que me había apuntado el tanto.
—Bravo, detective Bleichert. Por supuesto, ya sabe que si las fechas se han quedado tan bien grabadas en mi mente se debe a toda la publicidad que la muerte de la señorita Short obtuvo. Por lo tanto, le ruego que confíe en mi memoria.
Saqué mi pluma y el cuadernito.
—Adelante, Willis.
—En el cuarenta y siete, me había montado un lucrativo negocio particular con la venta de productos farmacéuticos —dijo Roach—. Los vendía casi todos en las fiestas, y con preferencia a los soldados que habían descubierto sus placeres en el extranjero durante la guerra. De esa forma, conocí al cabo Dulange. Fui yo quien se aproximó a él pero me informó de que sólo apreciaba los placeres del whisky escocés Johnnie Walker Red.
—¿Dónde fue eso?
—En el bar Yorkshire House, entre la Sexta y Olive, cerca de mi consultorio.
—Siga.
—Bueno, eso ocurrió el jueves o el viernes antes de que la señorita Short muriera. Le entregué mi tarjeta al cabo Dulange —de forma nada juiciosa, como se demostró más tarde—, y di por sentado que jamás volvería a ver a ese hombre. Por desgracia, me equivocaba.
»En aquellos tiempos, mi economía era bastante mala, debido a los caballos, y vivía en mi consultorio. A primera hora de la noche del domingo, el doce de enero, el cabo Dulange apareció ante mi puerta con una hermosa joven llamada Beth detrás de él. Estaba muy borracho. Me llevó a un rincón de la consulta, puso diez dólares en mi mano y me contó que la hermosa Beth estaba convencida de hallarse embarazada. ¿Tendría yo la bondad de hacerle un rápido examen y asegurarle que era cierto?
»Bien, cumplí con lo que me pedía. El cabo Dulange esperó en mi antesala mientras yo le tomaba el pulso y la presión sanguínea a la hermosa Beth, y le informaba que, desde luego, estaba embarazada. Su respuesta a mi aseveración fue de lo más extraña: pareció triste y aliviada al mismo tiempo. Yo lo interpreté como una necesidad que tenía de justificar sus obvias libertades con los hombres; el tener una criatura parecía la mejor de esas posibles justificaciones.
Suspiré.
—Y cuando su muerte se convirtió en una noticia, no fue a la policía porque no deseaba ver cómo metían las narices en su negocio con las drogas, ¿verdad?
—Sí, correcto. Pero hay algo más. Beth pidió usar mi teléfono. Accedí a ello y le vi marcar un número con un prefijo de Webster, pidió hablar con Marcy. «Soy Betty», dijo, y estuvo escuchando durante unos momentos. Después, dijo: «¿De veras? ¿Un tipo que ha estudiado medicina?». No oí el resto de la conversación y Beth colgó. «Tengo una cita», me explicó. Fue a la antesala para reunirse con el cabo Dulange y se marcharon. Yo miré por la ventana y me dio la sensación de que intentaba quitárselo de encima. El cabo Dulange se fue hecho una furia y Beth cruzó la Sexta para sentarse en la parada de autobuses del bulevar Wilshire. Eso ocurría a las siete y media del domingo, el doce. Ahí tiene. Usted no conocía esta última parte, ¿verdad que no?
Acabé de anotarla en mis abreviaturas particulares.
—No, no la conocía.
—¿Le dirá a la Junta que le he entregado una información valiosa?
Patchett abrió la puerta.
—Está limpio, Bleichert.
—No me haga reír —dije yo.
Otro fragmento de los días perdidos de Betty revelado; otro viaje a El Nido, esta vez para comprobar el archivo en busca de números telefónicos con el prefijo de Webster. Mientras revisaba los papeles, no cesaba de pensar que los Sprague tenían un número de Webster, que el autobús de Wilshire pasaba a unas dos manzanas de su casa y la de Roach. «Marcy» podía ser una confusión de «Maddy» o «Martha». Claro que nada de eso parecía tener mucha lógica: toda la familia se encontraba en su casa de la playa de Laguna la semana en que Betty desapareció; Roach estaba seguro de haber oído «Marcy» y yo había exprimido a Madeleine hasta sacarle su último gramo de conocimientos sobre la Dalia.
Con todo, la idea hervía con lentitud en mi cerebro, como si alguna parte soterrada de mí deseara hacerle daño a la familia a causa de los revolcones que yo me había dado en la cloaca con su hija y por cómo me había aprovechado de su riqueza a escondidas. Lancé otro anzuelo a la nada para continuar con esa idea pero al enfrentarla a la lógica, cayó por su propio peso.
Cuando Lee Blanchard desapareció en el 47, faltaban sus archivos de la R, la S y la T: quizá el archivo de los Sprague se hallaba entre ésos.
Pero no había ningún archivo Sprague. Lee no sabía que los Sprague existieran. Yo le había ocultado todo lo relativo a ellos por mi deseo de que las hazañas de Madeleine en los bares de lesbianas no fueran reveladas.
Seguí con el archivo, empapado de sudor en aquella habitación caliente y sin ventilación. No aparecía ningún prefijo de Webster y empecé a tener breves imágenes de pesadilla: Betty, sentada en la parada del autobús e Wilshire que iba hacia el este, a las 7.30,12/1/47, me decía adiós Buck, adiós, con la mano, a punto de saltar a la eternidad. Pensé en hablar con la compañía de autobuses, hacer un interrogatorio entre los conductores de esa ruta…, y luego comprendí que la pista estaba demasiado fría, que cualquier conductor que se acordara de haber recogido a Betty habría aparecido por voluntad propia durante toda la publicidad del 47. Pensé en llamar a los otros números que había conseguido en la Bell Costa del Pacífico y comprendí que, cronológicamente, quedaban descartados, que no encajaban con mi nuevo conocimiento de dónde había estado Betty en aquellos momentos. Llamé a Russ y supe que seguía en Tucson, mientras que Harry se estaba encargando de controlar a los mirones junto al letrero de Hollywoodlandia. Terminé de vagabundear por entre los papeles con un total de cero en prefijos Webster. Pensé en pedirle a la B.C.P. la lista de llamadas de Roach pero descarté la idea de inmediato. Parte baja de Los Ángeles, prefijo Madison a Webster…, eso no era una conferencia… no habría nada registrado, a diferencia de lo ocurrido en el Biltmore.
Entonces, lo vi con toda claridad, en su enorme y total fealdad: adiós, Bleichert, adiós en la parada del autobús, adiós, capullo, nunca llegaste a nada, nunca llegarás a nada, sólo a ser un tonto útil para matar negros. Cambiaste a una buena mujer por un coño de zorra, convertiste cuanto se te había entregado en pura mierda sin rebajar, tus «lo haré» se redujeron al octavo asalto en el gimnasio de la academia cuando te metiste delante de un derechazo de Blanchard… para caer de cabeza en otra montaña de mierda, las flores que convertiste en excremento de caballo. Adiós, Betty, Beth, Betsy, Liz, fuimos un par de vagabundos, es una pena que no nos conociéramos antes de la Treinta y Nueve y Norton, quizá hubiera podido funcionar, quizá nosotros hubiéramos podido ser los únicos que no hubiésemos jodido hasta el punto en el cual ya no era posible arreglar nada…
Bajé la escalera corriendo, subí al coche y fui como si acudiera a un código tres, aunque mi coche era de civil, quemando neumáticos mientras hacía chirriar los frenos, con el deseo de tener luces rojas y sirena para que me abrieran paso e ir más rápido. Cuando pasaba por Sunset y Vine, el tráfico se atascó: montones de coches que circulaban por Gower y Beachwood hacia el norte. Incluso a kilómetros de distancia podía ver el letrero de Hollywoodlandia, del cual goteaban los andamios, con docenas de personas parecidas a hormigas que trepaban por la cara del Monte Lee. El que todo movimiento cesara me calmó, me dio un destino.
Me dije que el asunto no había terminado, que iría a la Central y esperaría a Russ, que los dos seríamos capaces de juntar el resto del rompecabezas, que yo sólo tenía que llegar a la parte baja, nada más.
El atasco empeoró; los camiones de la industria cinematográfica iban disparados hacia el norte mientras que motociclistas de uniforme mantenían paradas las calzadas con los vehículos que iban hacia el este y el oeste. Por entre las filas de coches, había niños que ofrecían recuerdos del letrero de Hollywoodlandia hechos en plástico y entregaban folletos. Oí gritar: «¡Los Keystone Kops en el Admiral! ¡Aire acondicionado! ¡Vea esta nueva gran función!». Me pusieron en la cara un papel del que apenas si leí las frases «Keystone Kops», «Mack Sennett» y «Cine Admiral — Gran Lujo — Aire acondicionado», pero la foto que había al final sí que la vi, y fue como un cuchillo fuerte y claro, igual que si hubiese sido yo el del grito.
Tres Keystone Kops estaban de pie entre columnas con forma de serpientes que se tragaban mutuamente la cola; de detrás de ellos había una pared con jeroglíficos egipcios. Una chica vestida al estilo de los años veinte se hallaba reclinada en un diván con borlas al extremo derecho de la foto. No había confusión posible: era el fondo que aparecía en la película pomo de Linda Martin/Betty Short.
Me obligué a seguir inmóvil; me dije que el hecho de que Emmett Sprague conociera a Mack Sennett en los años veinte y le hubiera ayudado a construir platós en Edendale, eso no significaba que tuviera ninguna relación con Una película sucia de 1946. Linda Martin había dicho que la película se rodó en Tijuana; Duke Wellington, que seguía sin ser encontrado, admitió haberla hecho él. El tráfico empezó a moverse y giré rápidamente a la izquierda por el bulevar, donde estacioné; cuando compré mi entrada en la taquilla del Admiral, la chica retrocedió un poco al verme. Entonces observé que jadeaba y que un apestoso olor a sudor se desprendía de mí.
Una vez dentro, al aire acondicionado heló ese sudor, con lo que mis ropas parecieron un envoltorio de hielo. En la pantalla se veían desfilar los créditos finales de una película, sustituidos de inmediato por los del inicio de otra, superpuestos a unas pirámides de papier-mâché. Cuando leí «Emmett Sprague, Ayudante del Director», apreté los puños; contuve el aliento a la espera de un título que me indicara dónde se había rodado la película. En ese momento, apareció un prólogo impreso y me instalé en un asiento de pasillo para ver la película.
La historia era algo sobre los Keystone Kops trasplantados a los días bíblicos; la acción consistía en persecuciones, pasteles al rostro y patadas en el trasero. El escenario de la película pornográfica aparecía varias veces, confirmado por más detalles a cada aparición. Los planos exteriores parecían ser las colinas de Hollywood, pero no había escenas que mezclaran exteriores e interiores para aclarar si el decorado era de estudio o de una residencia privada. Sabía lo que tendría que hacer más tarde, pero quería otro consistente para apoyar todos los «y si» lógicos que se amontonaban en mi mente.
La película seguía y seguía, interminable; empecé a temblar con un sudor frío. Entonces, aparecieron los títulos finales, «Filmada en Hollywood, EE.UU.», y todos los «y si» se desplomaron igual que bolos.
Salí del cine para recibir con otro estremecimiento el calor parecido a un horno que había fuera. Me di cuenta de que había dejado El Nido sin coger ni mi revólver reglamentario ni mi 45 clandestina, así que fui por unas cuantas calles secundarias y recuperé la artillería. Entonces, oí decir:
—Eh, amigo. ¿Es usted el agente Bleichert?
Era el tipo de la puerta de al lado, inmóvil en el vestíbulo, con el auricular del teléfono sostenido hasta el máximo de distancia que el cordón permitía. Fui corriendo hacia él.
—¿Russ? —farfullé.
—Soy Harry. Me encuentro al final de B-B-Beachwood Drive. Están derribando un mo-mo-montón de b-bungalós y u-u-un patrullero h-h-ha encontrado un cobertizo lleno de sa-sa-sangre. H-H-Había una denuncia del doce y el tre-trece y y-y-yo…
Y Emmett Sprague tenía propiedades allí arriba; y era la primera vez que había oído a Harry tartamudeando por la tarde.
—Llevaré mi equipo para buscar pruebas. Veinte minutos.
Colgué, cogí las huellas de Betty Short del archivo y bajé al coche a la carrera. El tráfico había aflojado un poco; a lo lejos pude ver el letrero de Hollywoodlandia con las dos últimas letras fuera. Fui hacia el este para llegar a Beachwood Drive y luego hacia el norte. Cuando me aproximaba al área de estacionamiento que rodeaba al Monte Lee, vi que unos cordeles protegidos por una hilera de policías se encargaban de mantener la calma. Estacioné en doble fila, y vi a Harry Sears acercándose a mí, con la placa sujeta a la pechera de su chaqueta.
Su aliento estaba cargado de licor y el tartamudeo se había esfumado.
—Jesucristo, vaya suerte. A ese patrullero le habían encargado que echara a los vagabundos antes de que empezaran con las demoliciones. Entró por casualidad en el cobertizo, salió y me buscó. Parece ser que los vagabundos han estado utilizándolo desde el 47, pero quizá puedas encontrar algo todavía.
Cogí mi equipo; Harry y yo empezamos a subir por la colina. Las cuadrillas de demolición derribaban bungalós en la calle paralela a Beachwood y los obreros se gritaban algo sobre fugas de gas en las cañerías. Cerca había camiones de bomberos, con las mangueras listas enfocadas hacia enormes montones de escombros. Aplanadoras y excavadoras se alineaban en las aceras, con patrulleros que apartaban a la gente del lugar para que nadie se hiciera daño. Y arriba, ante nosotros, el vodevil.
Habían colocado un sistema de poleas unido al Monte Lee, sostenido por unos grandes andamios que se hundían en su base. La «A» final de Hollywoodlandia, que tendría unos quince metros de alto, se deslizaba por un grueso cable mientras las cámaras rodaban, los fotógrafos hacían fotos, los mirones se quedaban boquiabiertos y los políticos bebían champaña. El polvo de los arbustos arrancados de raíz flotaba por todas partes; los componentes de la banda de la escuela superior de Hollywood se hallaban sentados en sillas plegables sobre un estrado improvisado, unos cuantos metros al final de donde terminaba el sistema de poleas.
Cuando la letra «A» cayó sobre el polvo, empezaron a tocar Hurra por Hollywood.
—Por aquí —dijo Harry.
Nos desviamos por un sendero de tierra apisonada que daba la vuelta a la base de la montaña. Un espeso follaje nos encerraba por los dos lados; Harry caminaba delante, y tomó por un camino que subía a lo largo de la cuesta. Lo seguí entre los arbustos, que me tiraban de la ropa y me rozaban el rostro. Después de unos diez metros cuesta arriba, el sendero se volvió llano para acabar en un pequeño claro frente al cual corría un arroyuelo. Y en el claro había una minúscula choza estilo caja de píldoras, con la puerta abierta de par en par.
Entré en ella.
Las paredes estaban empapeladas con fotos pornográficas de mujeres lisiadas y desfiguradas. Rostros mongoloides chupando consoladores, chicas desnudas con piernas marchitas rodeadas por abrazaderas metálicas abiertas al máximo, atrocidades sin miembros que miraban a la cámara con fijeza. En el suelo había un colchón que aparecía cubierto con varias capas de sangre superpuesta. Un encaje de moscas e insectos varios, atrapados en la sangre, se daban el último banquete. La pared del fondo estaba llena de fotos que parecían haber sido arrancadas de textos de anatomía: primeros planos de órganos enfermos rezumando sangre y pus. En el suelo había montones de marcas secas; un pequeño reflector unido a un trípode estaba colocado junto al colchón, enfocado hacia su centro. Me pregunté de dónde tomarían la electricidad y examiné la base del artefacto: funcionaba a pilas. En una esquina había un montón de libros rociados de sangre, la mayor parte de ellos novelas de ciencia ficción, con la Anatomía Avanzada, de Gray, y El hombre que ríe, de Victor Hugo, destacando entre ellas.
—¿Bucky?
Me volví.
—Busca a Russ. Dile lo que tenemos. Me encargaré de hacer un examen del lugar.
—Russ no volverá de Tucson hasta mañana. Y, chico, ahora mismo no me parece que te encuentres muy…
—¡Maldición, sal de aquí y déjame hacerlo!
Harry se marchó, hecho una furia y escupiendo su orgullo herido; yo pensé en la proximidad a las propiedades Sprague y en Georgie Tilden, el soñador, el fracasado, el hijo de un famoso anatomista escocés. «¿De veras? ¿Un tipo que ha estudiado medicina?» Luego, abrí mi equipo y violé la cuna de la pesadilla en busca de pruebas.
Primero examiné de arriba abajo. Aparte de unos rastros de barro recientes —era probable que fueran de los vagabundos de Harry—, encontré unas hebras de cuerda bajo el colchón. Raspé de ellas lo que parecían ser partículas de carne erosionada; llené otro tubo de ensayo con cabellos oscuros tomados del colchón y cubiertos de sangre seca. Comprobé la costra de sangre para buscar colores distintos, y pude ver que toda ella era de un marrón uniforme; entonces, tomé una docena de muestras. Le puse etiquetas a la cuerda y la guardé, junto con las páginas del texto de anatomía y las fotos pornográficas. Vi una huella de bota masculina en el suelo, perfilada con sangre, la medí y tracé las rayas de la suela en una hoja de, papel transparente.
Después, comencé con las huellas dactilares.
Le eché polvo a cada una de las superficies susceptibles de ser tocadas, apretadas o sostenidas en la habitación; a los pocos lomos lisos y tapas relucientes de los libros del suelo. Estos últimos sólo me dieron unas cuantas marcas borrosas; el resto de las superficies, manchones, señales de guantes y dos juegos de huellas separadas y claras. Cuando hube terminado, cogí un lápiz y dibujé círculos alrededor de las más pequeñas en la puerta, el quicio y la pared situada junto al colchón. Después saqué mi lupa y las huellas de Betty Short, y las comparé.
Una huella idéntica.
Dos.
Tres… Suficiente para un tribunal.
Cuatro, cinco, seis, mis manos temblaban porque, sin duda alguna, era en ese lugar donde la Dalia Negra había sido torturada; temblaban tanto que no pude pasar el otro juego de huellas a las placas. Raspé un juego de cuatro huellas de la puerta con mi cuchillo y lo envolví en celofán… la noche del investigador aficionado. Luego recogí mi equipo, y salí con paso vacilante al exterior. Al hacerlo, vi el agua que corría y supe que era allí donde el asesino había lavado y desangrado el cuerpo. Entonces fue cuando un extraño destello de color llamó mi atención hacia algunas rocas cercanas al arroyo.
Un bate de béisbol… con el extremo usado para el trabajo manchado de marrón oscuro.
Fui hacia el coche con el pensamiento puesto en Betty viva, feliz, enamorada de algún tipo que nunca fuera capaz de engañarla.
Cuando cruzaba el estacionamiento alcé los ojos hacia el Monte Lee. Ahora, el letrero sólo decía Hollywood; la orquesta tocaba No hay ningún negocio como el negocio del espectáculo.
Fui a la parte baja. La oficina de personal de la ciudad de Los Ángeles y la oficina del Servicio de Inmigración y Naturalización estaban cerradas. Llamé a los del Registro para pedirles datos sobre George Tilden, nacido en Escocia, y supe que me volvería loco si esperaba toda la noche para hacer la confirmación de huellas. Sólo tenía tres caminos: llamaba a un oficial de rango superior, entraba por las malas o sobornaba a alguien.
Al acordarme de que había un tipo de la limpieza delante de la oficina de personal, probé con el tercero. El viejo oyó mi cuento, aceptó mis veinte pavos, abrió la puerta y me llevó hasta una hilera de archivadores.
Abrí un cajón marcado como CUSTODIA PROPIEDADES PÚBLICAS — TIEMPO PARCIAL, saqué mi lupa y el trozo de madera con las huellas y contuve el aliento.
Tilden, George Redmond, nacido en Aberdeen, Escocia, 4/3/1896, metro ochenta, 84 kilos, cabello castaño, ojos verdes. Sin dirección, registrado como «Sin domicilio fijo — contactar para trabajo a través de E. Sprague, WE-4391». Licencia de conducir de California LA68224, vehículo: camioneta Ford 1939, licencia 68119A, territorio para recoger basura Manchester a Jefferson, La Brea a Hoover… con la Treinta y Nueve y Norton justo en el centro. Huellas dactilares de la mano izquierda y la derecha al final de la página; uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve puntos de comparación que encajaban… tres para ser acusado, seis más para un billete de ida a la cámara de gas. ¡Hola, Elizabeth!
Cerré el cajón, le di al conserje un billete de diez más para mantenerle callado, recogí el equipo de pruebas y salí. Grabé el instante en mi memoria: las 8.10 de la noche, miércoles, 29 de junio de 1949, la noche en que un tonto que sólo servía para matar negros había encontrado la solución al homicidio sin resolver más famoso de la historia de California. Toqué la hierba para ver si su textura era diferente, saludé con la mano a los tipos que pasaban, me imaginé contándoles la noticia al padre, a Thad Green y al jefe Horrall. Me vi de nuevo en la Central, teniente al cabo de un año, el señor Hielo superando las más salvajes esperanzas de Fuego y Hielo. Vi mi nombre en los titulares, a Kay que volvía conmigo. Vi a los Sprague exprimidos, arruinados por su complicidad en el crimen, todo su dinero inútil ahora… Eso fue lo que acabó con mis ensueños: no había forma de que hiciera el arresto sin admitir que había suprimido pruebas sobre Madeleine y Linda Martin en el 47. O la gloria anónima o el desastre público. O la justicia a escondidas.
Fui a Hancock Park. El Cadillac de Ramona y el Lincoln de Martha habían desaparecido del sendero circular; el Chrysler de Emmett y el Packard de Madeleine seguían allí. Estacioné mi nada deslumbrante Chevy cerca de ellos, los neumáticos traseros hundidos en el límite de los rosales del jardín. La puerta principal parecía inconquistable pero una ventana que había junto a ella permanecía abierta. Me subí a fuerza de brazos y entré en la sala.
Balto, el perro disecado, seguía junto a la chimenea como si vigilara una docena de cajas alineadas que había a lo largo de la pared. Las examiné, estaban a rebosar de ropa, plata y porcelana cara. Una caja de cartón situada al final de la hilera dejaba escapar unos cuantos vestidos de noche baratos, de tan llena… una extraña anomalía. En un rincón había un cuaderno de dibujo, con la primera hoja cubierta por esbozos de rostros femeninos. Pensé en Martha, la artista publicitaria, y entonces me llegaron voces de arriba.
Fui hacia ellas, con la 45 en la mano y el silenciador bien enroscado. Procedían del dormitorio principal: el zumbido de Emmett, la queja y el mohín de Madeleine. Me pegué a la pared del pasillo, y fui deslizándome hasta la puerta para escuchar.
—… además, uno de mis hombres dice que las malditas cañerías están soltando gas. Se armará un lío de mil demonios, muchacha. Como mínimo, violación del código de seguridad y salubridad. Ha llegado el momento de que os enseñe Escocia a las tres y que le deje utilizar su talento para las relaciones públicas a nuestro amigo judío Mickey C. Se encargará de cargarle el muerto al viejo Mack, a los rojos o a quien resulte conveniente, puedes confiar en mi palabra de que lo hará. Y cuando las cosas vuelvan a estar bien, regresaremos a casa.
—Pero yo no quiero ir a Europa, papá. ¡Oh, Dios, Escocia! Nunca has podido hablar de ella sin decir lo aburrida y provinciana que resulta.
—¿Crees acaso que echarás de menos a tu amigo dentón? Ah, sospecho que se trata de eso. Bueno, deja que te devuelva la paz a tu corazón. En Aberdeen, hay campesinos que harían morirse de vergüenza a ese desgraciado que parece una excusa de hombre. Chicos menos entrometidos, que conocen cuál es su sitio. Permíteme asegurarte que no te faltarán jinetes resistentes. Bleichert hace mucho que sirvió a nuestro propósito y es precisamente esa parte tuya que ama el peligro la que lo atrajo. Una parte muy poco juiciosa, podría añadir.
—Oh, papá, yo no…
Entré en el dormitorio. Emmett y Madeleine estaban tendidos en la gran cama con dosel, vestidos, la cabeza de ella en el regazo de él, sus rudas manos de carpintero dándole masaje en los hombros. El padre amante fue el primero en percatarse de mi presencia; Madeleine hizo un mohín cuando las caricias de papá se detuvieron. Mi sombra cayó sobre la cama y ella gritó. Emmett la hizo callar, con el expeditivo gesto de taparle la boca; una mano rápida como un látigo en la que las piedras preciosas relucían.
—No te estamos poniendo cuernos, muchacho —dijo—. Es sólo afecto, y tenemos dispensa para ello.
Los reflejos de ese hombre y su tono, como si estuviera en la mesa de la cena, eran estilo, puro estilo. Imité su calma.
—Georgie Tilden mató a Elizabeth Short. Llamó aquí el doce de enero y uno de los dos le preparó una cita con Georgie. Cogió el autobús de Wilshire para reunirse con él. Ahora, lléneme los otros huecos de la historia.
Madeleine, los ojos muy abiertos, temblaba bajo la mano de su padre. Emmett contempló la no demasiado firme pistola que lo apuntaba.
—No discuto lo que has dicho y no discuto tu deseo, un tanto retrasado, de ver que se haga justicia. ¿Debo decirte dónde puedes encontrar a Georgie?
—No. Antes hábleme de ustedes dos y luego cuénteme eso de su dispensa.
—No me parece bien, muchacho. Te felicitaré por tu trabaja como detective, te diré dónde puedes encontrar a Georgie y lo dejaremos en eso. Ninguno de los dos quiere que Maddy reciba daño alguno y discutir desagradables y viejos asuntos familiares le afectaría de una forma adversa.
Como para subrayar su preocupación paternal, Emmett apartó su mano. Madeleine se limpió el lápiz de labios, que se le había corrido a las mejillas.
—Papá, haz que se calle —murmuró.
—¿Te dijo papá que jodieras conmigo? —pregunté—. ¿Te dijo que me invitaras a cenar para que no comprobara tu coartada? ¿Os pensáis que un poco de hospitalidad y algo de coño pueden hacer que salgáis bien librados de todo? ¿Te…?
—Papá, haz que se calle.
La mano de Emmett volvió a moverse, Madeleine enterró su cara en ella. El escocés hizo el siguiente movimiento más lógico.
—Pasemos a cosas concretas, muchacho. Aparta la historia familiar de los Sprague de tu mente. ¿Qué quieres?
Paseé la mirada por el dormitorio, vi un objeto aquí y otro allí… con sus precios correspondientes, de los que Madeleine había alardeado ante mí: el óleo de Picasso en la pared del fondo, ciento veinte de los grandes; el maestro holandés que estaba sobre la cama había costado doscientos mil, más o menos; la fea gárgola precolombina de la mesilla de noche, sólo doce y medio.
—Sabes apreciar las cosas bellas —dijo Emmett, que ahora sonreía—. Eso me gusta y cosas bellas como éstas pueden ser tuyas. Lo único que debes hacer es decirme lo que quieres.
Primero le disparé al Picasso. El silenciador hizo «zum» y la bala del 45 con punta hueca partió el lienzo en dos. Luego siguieron el mismo camino los dos jarrones Ming, para acabar en fragmentos repartidos por toda la habitación. Fallé mi primer disparo a la gárgola y obtuve como premio de consolación un espejo ribeteado en oro. Papá y su querida hija se abrazaban en la cama. Apunté hacia el Rembrandt o el Tiziano o lo que coño fuera. Mi obús le hizo un hermoso agujero y se llevó un fragmento de la pared con él. El marco se derrumbó y cayó sobre el hombro de Emmett; el calor del arma me quemaba la mano. Pero seguí sosteniéndola, con un proyectil todavía en el cargador para que me consiguiera mi historia.
Cordita, el humo del cañón y la neblina del yeso hacían que el aire fuera casi irrespirable. Cuatrocientos billetes de los grandes hechos pedacitos. Los dos Sprague, un lío de miembros en la cama, permanecían inmóviles. Emmett fue el primero en recobrarse. Acarició a Madeleine, se frotó los ojos y bizqueó.
Puse el silenciador en su nuca.
—Tú, Georgie, Betty. Haz que me lo crea o destrozaré toda tu maldita casa.
Emmett tosió y dio una palmadita en los desordenados rizos de Madeleine.
—Tú y tu propia hija —dije.
Entonces, mi vieja chica de la coraza alzó la mirada, con las lágrimas casi secas y una mezcla de polvo y lápiz labial que le manchaba el rostro.
—Papá no es mi auténtico padre y nunca lo hemos hecho de verdad…, así que no hay nada malo.
—¿Quién es, entonces? —dije.
Emmett se volvió y apartó mi arma con suavidad. No parecía vencido ni irritado; sólo un hombre de negocios que empezaba a sentir animación ante la idea de negociar un nuevo contrato, uno bastante duro.
—El padre de Maddy es Georgie, el soñador, y Ramona es su madre. ¿Quieres los detalles o te basta con ese hecho?
Tomé asiento en una silla cubierta de brocado, a un par de metros de la cama.
—Todo. Y no mienta, porque lo sabré.
Emmett se puso en pie y se arregló un poco, mientras examinaba con aire distraído los daños sufridos por la habitación. Madeleine fue al cuarto de baño; unos segundos después oí correr el agua. Emmett se instaló en el borde del lecho, las manos bien firmes sobre sus rodillas, como si hubiera llegado el momento de hacer una confesión de hombre a hombre. Estaba seguro de lo que pensaba: que podría salir adelante contándome sólo lo que él quisiera contarme. Sabía que le haría largar todo, sin importar lo que hiciera falta para conseguirlo.
—A mediados de la década de los veinte, Ramona quería tener un bebé —dijo—. Yo no, y acabé harto y cansado de que me molestara a cada rato con eso de la paternidad. Una noche me emborraché y pensé: «Mamá, si quieres un crío te daré uno y lo fabricaré igualito a mí». La obligué a hacerlo sin preservativo, luego se me pasó la borrachera y dejé de pensar en el asunto. Yo no lo sabía pero entonces la emprendió con Georgie, sólo para conseguir ese potrillo que tanto anhelaba. Nació Madeleine y yo pensé que había sido el resultado de esa hora tonta. Me encariñé con ella… mi niña. Dos años después, decidí ir a por la parejita e hicimos a Martha.
»Muchacho, estoy enterado de que has matado a dos hombres y eso es más de lo que yo puedo presumir. Por eso sé que comprendes el dolor, el que te hieran. Maddy tenía once años cuando me di cuenta de que era la viva imagen de Georgie. Lo busqué y me dediqué a jugar al tres en raya con su rostro y una navaja de negros. Cuando pensé que se moría, lo llevé al hospital y soborné a los administradores para que pusieran «víctima de un accidente automovilístico» en sus registros. Le rogué que me perdonara, le di dinero y conseguí trabajo para él en mis propiedades y como basurero municipal.
Recordé haber pensado que Madeleine no se parecía ni a su padre ni a su madre; y también que Jane Chambers había mencionado el accidente de Georgie y su descenso a la condición de vagabundo. De momento, yo creía la historia de Emmett.
—¿Qué hay de Georgie? ¿Pensaste alguna vez que estaba loco? ¿Que era peligroso?
Emmett me dio una palmadita en la rodilla, pura empatía de hombre a hombre.
—El padre de Georgie era Redmond Tilden, un médico que tenía bastante fama en Escocia, un anatomista. Por aquellos tiempos, la ley de Kirk era aún muy respetada en Aberdeen y el doctor Redmond sólo podía diseccionar legalmente los cuerpos de los criminales ejecutados o de los tipos que abusaban de los niños y que eran lapidados por los pueblerinos. A Georgie le gustaba tocar los órganos que su padre desechaba. Cuando éramos niños, oí contar una historia, y la creo. Parece ser que el doctor Redmond le compró un fiambre a unos ladrones de cadáveres. Le abrió el pecho hasta llegar al corazón y éste seguía latiendo. Georgie lo vio y eso le dejó encantado. He dicho que creo esa historia porque cuando estábamos en Argonne, Georgie usaba su bayoneta con los alemanes muertos. No puedo asegurarlo con certeza, pero creo que ha profanado tumbas aquí, en Estados Unidos. Cueros cabelludos y órganos. Horrible, un montón de cosas horribles.
Vi una abertura, una cuchillada en la oscuridad que podía dar en el blanco. Jane Chambers había hablado de que Georgie y Ramona filmaban las mascaradas centradas en las aventuras que Emmett había corrido durante la primera guerra mundial; y dos años antes, en la cena, Ramona había dicho algo sobre «poner en escena episodios del pasado del señor Sprague que él preferiría olvidar». Decidí seguir adelante con mi corazonada.
—¿Cómo podía aguantar a un tipo tan loco?
—Muchacho, tú también has tenido tus momentos de ídolo. Ya sabes lo que ocurre cuando un hombre débil necesita que cuides de él. Se forma un lazo especial, como tener un hermano menor al que quieres mucho pero que no sabe arreglárselas solo.
—Tuve un hermano mayor que era así. Y cuidé de él.
Emmett se rió… muy mal.
—Nunca he estado a ese lado de la valla.
—¿Seguro? Eldridge Chambers no dice eso. Antes de morir, dejó un informe para el concejo. Parece ser que fue testigo de alguna de las mascaradas que Ramona y Georgie celebraban en los años treinta. Niñitas con faldellines de soldado y fusiles de juguete; Georgie, que rechazaba a los alemanes; usted, que daba la vuelta y corría como un maldito cobarde.
Emmett se ruborizó e intentó sonreír; su boca se retorció en un gesto espasmódico a causa del esfuerzo.
—¡Cobarde! —grité y le di una bofetada, bien fuerte, y el duro escocés, el coriáceo hijo de perra, empezó a sollozar igual que un niño.
Madeleine salió del cuarto de baño, recién maquillada y cambiada de ropa. Fue hacia la cama y abrazó a su «papá», del mismo modo a como él la había abrazado hacía sólo unos minutos.
—Cuéntemelo, Emmett —dije.
Emmett seguía con su llanto, apoyado en el hombro de su falsa hija, mientras ella lo acariciaba con una ternura diez veces superior a la que me había dado en toda nuestra relación. Al fin, él logró hablar, con el murmullo de los soldados enloquecidos por los cañoneos.
—No podía dejar que Georgie se fuera porque me había salvado la vida. Nos quedamos separados de nuestra compañía, solos en un campo inmenso lleno de muertos. Una patrulla alemana hacía un reconocimiento y le clavaba una bayoneta a todo inglés que encontraba, muerto o vivo. Georgie nos tapó con un montón de alemanes. Un ataque de morteros los había hecho trizas. Georgie me ayudó a meterme bajo todos aquellos brazos, piernas y tripas, y me hizo quedar allí; cuando todo hubo terminado, me limpió y me habló de los Estados Unidos para ver si conseguía animarme. ¿Te das cuenta? Yo no podía…
El susurro de Emmett se desvaneció. Madeleine le acarició los hombros y le revolvió el cabello.
—Sé que la película pomo con Betty y Linda Martin no fue rodada en Tijuana —dije—. ¿Tuvo Georgie algo que ver en ella?
La voz de Madeleine sonó con idéntico timbre que antes la de Emmett, cuando él era quien se encargaba de mantener las líneas.
—No. Linda y yo estábamos hablando en el Escondite de La Verne. Me dijo que necesitaba un sitio para rodar una película muy corta. Yo sabía lo que pretendía decir con eso y quería estar otra vez con Betty, por lo que les dejé utilizar una de las casas vacías de mi padre, una que tenía un viejo decorado en la sala. Betty, Linda y Duke Wellington rodaron la película y Georgie los vio cuando lo hacían. Siempre andaba por las casas vacías de papá…, y Betty le volvió loco. Tal vez fue porque se parecía a mí…, a su hija.
Me di la vuelta para hacer que le resultara más fácil escupir el resto.
—¿Y luego?
—Cuando faltaba poco para el Día de Acción de Gracias, Georgie fue a ver a papá y le dijo: «Dame a esa chica». Si no lo hacía, le prometió que contaría al mundo entero la verdad de mi nacimiento y que mentiría de tal manera respecto a nuestras relaciones que lo haría aparecer como un incesto. Yo busqué a Betty pero no pude encontrarla. Después me enteré de que se hallaba en San Diego por aquella época. Papá dejaba que Georgie se quedara en el garaje, porque cada vez le pedía más y más cosas. Le dio dinero para tenerle callado, pero él seguía con su mal comportamiento, actuaba de una forma horrible.
Entonces, Betty llamó esa noche de sábado, como si saliera de la nada. Había bebido y me llamó Mary, o algo parecido. Dijo que había estado llamando a todas sus amistades del librito negro para conseguir que alguien le prestara algo de dinero. Yo hice que papá se pusiera al teléfono y él se lo ofreció a cambio de que saliera con un hombre estupendo al que conocía. Comprende, pensábamos que Georgie quería a Betty sólo por el… el sexo.
—Después de cuanto sabíais sobre él, ¿creíais eso? —exclamé, asombrado.
—¡Le gustaba tocar cosas muertas! —gritó Emmett—. ¡Era muy pasivo! ¡Jamás pensé que fuera un maldito asesino!
Intenté conseguir que se calmaran.
—¿Y le dijiste que Georgie había estudiado medicina?
—Porque Betty respetaba a los médicos —respondió Madeleine—, y no deseábamos que se sintiera como una puta.
Casi me reí.
—¿Y luego?
—Creo que ya conoces el resto.
—Cuéntamelo de todas formas.
Madeleine obedeció, y pude notar que todo su cuerpo rezumaba odio.
—Betty tomó el autobús para venir aquí. Se marchó con Georgie. Pensamos que irían a cualquier sitio decente para estar juntos.
—¿Como el motel Flecha Roja?
—¡No! ¡Como una de las viejas casas de papá que Georgie tenía que cuidar! Betty olvidó aquí su bolso y creímos que regresaría a buscarlo pero nunca volvió, y Georgie tampoco. Después las noticias aparecieron en los periódicos y supusimos lo que debía haber sucedido.
Si Madeleine pensaba que su confesión había terminado, se equivocaba.
—Cuéntame qué hiciste luego. Cuéntame cómo te encargaste de tapar el asunto.
Madeleine acariciaba a Emmett mientras hablaba.
—Busqué a Linda Martin y la encontré en un motel del valle. Le di dinero y le dije que si la policía la pillaba y le preguntaba sobre la película, debía decir que había sido rodada por unos mexicanos en Tijuana. Mantuvo su parte del trato cuando la detuvisteis y sólo mencionó la película porque llevaba la copia en su bolso. Intenté encontrar a Duke Wellington pero no pude. Eso me tuvo preocupada hasta que mandó su coartada al Herald-Express sin mencionar en ella dónde se había rodado la película. Por lo tanto, estábamos a salvo. Entonces…
—Entonces, yo aparecí. Y me sonsacaste cuanto te fue posible sobre el caso, al tiempo que arrojabas pequeños datos sobre Georgie para ver si picaba.
Madeleine dejó de acariciar a su papá y se estudió la manicura.
—Sí.
—¿Qué hay de la coartada que me contaste? ¿Playa Laguna, que hablara con la servidumbre?
—Les dimos un poco de dinero por si ibas a interrogarles. No hablan demasiado bien nuestro idioma; además, por supuesto, me creíste.
Ahora Madeleine sonreía.
—¿Quién mandó las fotos de Betty y el librito negro por correo? —pregunté—. Vino en sobres y has dicho que Betty se dejó su bolso aquí.
Madeleine se rió.
—Eso fue una idea de Martha, la genio. Sabía que yo conocía a Betty, pero la noche en que ésta y Georgie estuvieron aquí, no se encontraba en casa. Ignoraba que Georgie le estuviera haciendo chantaje a papá o que hubiera matado a Betty. Arrancó del librito la página que llevaba nuestro número de teléfono y raspó los rostros de los hombres de las fotos, porque era su forma de sugerir, «Busquen a una lesbiana», con lo cual se refería a mí. Lo único que deseaba era verme manchada, metida en el caso. También llamó a la policía y les habló de La Verne. Los rostros borrados eran très genio Martha…, siempre hace eso cuando está enfadada, lo araña todo igual que una gata.
Me daba la impresión de que en sus palabras había algo que no encajaba, pero era incapaz de localizarlo con precisión.
—¿Martha acabó por contártelo?
Madeleine sopló sobre sus garras rojas.
—Cuando los periódicos hablaron del librito negro supe que debía ser cosa suya. Le arranqué una confesión.
Me volví hacia Emmett.
—¿Dónde está Georgie?
El viejo se removió.
—Es probable que se encuentre en una de mis casas vacías. Te daré una lista de ellas.
—Tráigame también los pasaportes de todos ustedes.
Emmett salió del dormitorio-campo de batalla.
—Me gustabas de veras, Bucky —dijo Madeleine—. Es cierto, me gustabas.
—Guarda esas frases para papaíto. Ahora llevas los pantalones, así que ahorra el azúcar para él.
—¿Qué piensas hacer?
—Primero me iré a casa, pondré todo esto en negro sobre blanco y lo uniré a unas órdenes de búsqueda a nombre tuyo y de papaíto como testigos materiales. Después se las dejaré a otro agente para el caso de que a papaíto se le ocurra acudir a su amigo Mickey Cohen con una oferta por mi cabeza. Una vez hecho todo eso, buscaré a Georgie.
Emmett volvió y me alargó cuatro pasaportes de los Estados Unidos y una hoja de papel.
—Si redactas esas órdenes, te destrozaremos en el tribunal —me advirtió Madeleine—. Toda nuestra historia saldría a la luz.
Me puse en pie y besé a la chica de la coraza en los labios, con fuerza.
—En ese caso, nos hundiremos todos juntos.
No fui a casa para escribirlo todo. Estacioné a unas cuantas manzanas de la mansión Sprague y estudié la lista de direcciones, algo asustado por los redaños que Madeleine había demostrado tener y hasta qué punto sabía que nos encontrábamos en situación de tablas.
Las casas se repartían en dos zonas: Echo Park y Silverlake por un lado, y por otro, en Watts, cruzando la ciudad…, mal territorio para un hombre blanco de cincuenta y tres años. Silverlake-Echo se encontraba unos cuantos kilómetros al este de Monte Lee, una zona montañosa en la que abundaban las callejas sinuosas, la espesura y los lugares solitarios; el tipo de terreno que un necrófilo podría encontrar relajante. Fui hacia allí, con cinco direcciones de la lista de Emmett rodeadas por un círculo.
Las tres primeras eran cobertizos desiertos: no había electricidad y las ventanas aparecían rotas. En las paredes había pintadas consignas de pandillas mexicanas. No se veía ninguna camioneta Ford del 39 con matrícula 68119A…, sólo desolación acompañada por los Santa Ana que bajaban de las colinas de Hollywood. Cuando me dirigía hacia la cuarta dirección, acabada de sonar la medianoche, tuve la idea, o la idea me tuvo a mí.
«Mátale.»
«Nada de gloria pública, nada de público deshonor… Justicia privada. Deja que los Spragues se vayan o sácale una confesión detallada a Georgie antes de que aprietes el gatillo. Que esté escrita; luego encuentra un medio de hacerles daño con ella, como más te apetezca.»
«Mátale.»
«E intenta vivir con ello.»
«Trata de llevar una vida normal con el gran amigo de Mickey Cohen haciendo ese mismo tipo de planes para ti.»
Lo aparté todo de mi mente cuando vi que la cuarta casa se hallaba intacta y se encontraba al final de un callejón sin salida: el exterior parecía decente y la hierba estaba cuidada. Detuve el coche dos portales más abajo y luego recorrí la calle a pie. No había camionetas Ford… y sí montones de espacio para estacionarlas.
Estudié la casa desde la acera. Era uno de esos trabajos en estuco que hacían en los años veinte, pequeña, en forma de cubo, blanco sucio con un techo de vigas de madera. La rodeé, desde la entrada hasta el minúsculo patio trasero para luego seguir un sendero de losas de piedra; volví a la parte delantera. No había luces; todas las ventanas estaban tapadas por lo que parecían esas gruesas cortinas usadas en los tiempos en que se temía a los bombardeos. El lugar se veía totalmente silencioso.
Llamé al timbre con la pistola desenfundada. Veinte segundos, ninguna respuesta. Pasé los dedos por la línea donde se unían la puerta y el quicio, sentí que la madera estaba agrietada, saqué mis esposas y usé como cuña la parte más delgada de uno de sus cierres. El metal aguantó; trabajé con la madera cerca del cerrojo hasta sentir que la puerta se aflojaba. Después le di una patada suave… y se abrió.
La luz del exterior me guió hasta un interruptor de pared; lo accioné; una habitación vacía surcada de telarañas apareció ante mí; entonces, fui hasta el porche y cerré la puerta. Las cortinas antibombardeos no dejaban pasar ni una brizna de luz. Volví a entrar en la casa, cerré la puerta y metí unas astillas de madera en el pestillo para dejarlo atascado.
Habiéndome ocupado de la entrada delantera, fui hacia la parte de atrás de la casa. De una habitación pegada a la cocina brotaba un olor a medicinas. Abrí la puerta con la punta del pie y tanteé la pared para encontrar el interruptor de la luz. Allí estaba; una fuerte luz me cegó. Un instante después, los ojos se me aclararon y conseguí identificar el olor: formaldehído.
Las paredes estaban llenas de estantes en los que había frascos con órganos conservados; en el suelo había un colchón, medio cubierto por una manta del Ejército. Encima de éste se veía un cuero cabelludo enrojecido y un par de cuadernos de anotaciones. Tragué aire con un jadeo y me esforcé en verlo todo.
Cerebros, ojos, corazones e intestinos flotaban en el líquido. Una mano de mujer, con el anillo de casada todavía en su dedo. Ovarios, bultos de vísceras informes, una frasco lleno de penes. Dentaduras postizas repletas de dientes de oro.
Sentí náuseas pero no tenía nada que vomitar en el estómago y me puse en cuclillas junto al colchón para no ver nada más. Cogí uno de los cuadernos y lo hojeé: las páginas estaban llenas de pulcras descripciones de robos cometidos en tumbas…, cementerios, nombres de los difuntos y fechas en columnas separadas. Cuando vi «Luterano, Los Ángeles Este», el cementerio donde estaba enterrada mi madre, dejé caer el cuadernillo y alargué la mano hacia la manta, buscando algo a lo que agarrarme; la costra de semen que la cubría de un extremo a otro consiguió que por fin vomitara en el umbral. Después abrí el otro cuadernillo, por el centro, y una letra firme y masculina me llevó de vuelta al 14 de enero del año 1947:
Cuando despertó la mañana del martes, supe que no aguantaría mucho más y que no podía correr el riesgo de seguir mucho tiempo en las colinas. Los desechos humanos y las parejitas vendrían por aquí, con toda seguridad, más pronto o más tarde. Ayer me había dado cuenta de cuán condenada-mente orgullosa estaba de sus tetitas, incluso cuando yo les había estado poniendo los Chesterfield encima. Así que decidí cortárselas poco a poco.
Seguía sumida en un cierto estupor, quizá se tratase de una conmoción, incluso. Le enseñé el bate Joe DiMaggio que tanto placer me había dado desde la noche del domingo. La amenacé con él, medio en broma. Eso hizo que despertara. Hurgué en su agujerito con él y casi se tragó la mordaza. Deseé tener clavos para ponerlos en el bate, igual que en la «doncella de hierro» o en un cinturón de castidad, que le costaría mucho tiempo olvidar. Sostuve el bate delante de ella y luego abrí una quemadura de cigarrillo que tenía en la teta izquierda con mi cuchillo. Mordió su mordaza y salió sangre del sitio donde yo había puesto antes el Joe DiMaggio, en sus dientes, porque mordía con mucha fuerza. Apreté el cuchillo contra un hueso pequeño que había notado y luego lo giré. Ella intentó gritar y la mordaza se le metió más adentro, en la garganta. Se la quité durante un segundo y empezó a chillar llamando a su madre. Volví a ponérsela, sin miramientos, bien fuerte, y le hice otro corte en la teta derecha.
Se le están infectando los sitios donde las cuerdas la rozan. Le están cortando los tobillos y el pus las empapa, reblandeciéndolas…
Dejé el cuadernillo con la seguridad de que podía hacerlo; que si flaqueaba, unas cuantas páginas más me harían recobrar las fuerzas. Me puse en pie: los frascos de los órganos atrajeron mi atención, hileras de cosas muertas, tan ordenadas, tan llenas de perfección. Me preguntaba si Georgie habría matado con anterioridad cuando me fijé en un frasco solitario situado en el alféizar de la ventana, encima del colchón.
Un pedazo de carne triangular, con un tatuaje. Un corazón con una insignia de las Fuerzas Aéreas dentro y las palabras «Betty y Mayor Matt» debajo.
Cerré los ojos y me estremecí de la cabeza a los pies; me rodeé con los brazos e intenté decirle a Betty que lamentaba haber visto esa parte tan especial de ella, que mi intención no era la de husmear tan lejos, hasta ese punto, sino sólo ayudar. Intenté decirlo y decirlo y decirlo. Entonces, algo me tocó con suavidad y yo agradecí la delicadeza de ese contacto.
Giré sobre mí mismo y vi a un hombre, todo el rostro lleno de cicatrices, sus manos sostenían pequeños instrumentos curvados, herramientas para cortar y hurgar en las heridas. Se llevó los escalpelos a las mejillas; comencé a jadear cuando traté de pensar dónde había estado, y busqué mi arma. Dos latigazos de metal cayeron sobre mí; la 45 resbaló de mi cinturón y cayó al suelo.
Le esquivé; las hojas metálicas rasgaron mi chaqueta y se llevaron un pedacito de mi clavícula. Lancé un patadón hacia la ingle de Tilden; el violador de tumbas recibió el golpe cuando ya avanzaba hacia mí, se dobló sobre sí mismo y cayó hacia delante, con lo que me derribó, empujándome hacia los estantes de la pared.
Los frascos se rompieron, hubo un diluvio de formaldehído y horribles fragmentos de carne quedaron liberados. Tilden estaba sobre mí, e intentaba llegar a mi cuerpo con sus escalpelos. Lo cogí por las muñecas y alcé mi rodilla por entre sus piernas con todas mis fuerzas. Lanzó un gruñido pero no se apartó, su rostro cada vez más y más cerca del mío. Cuando estaba a unos centímetros de distancia, abrió la boca, me enseñó los dientes y, luego, cerró las mandíbulas con un chasquido; sentí como me desgarraba la mejilla. Le di otro rodillazo y la presión de su brazo se aflojó un poco. Recibí otro mordisco en el mentón y bajé las manos. Los escalpelos golpearon el estante que había a mi espalda; busqué alocadamente alguna clase de arma y mis dedos encontraron un gran pedazo de cristal. Lo hundí en el rostro de Georgie justo cuando él lograba liberar los cuchillos; gritó; el acero se clavó en mi hombro.
Los estantes se vinieron abajo. Georgie cayó sobre mí, con la sangre brotando de una órbita vacía. Vi mi 45 en el suelo, a un par de metros de distancia, logré llevar nuestros dos cuerpos hacia ella y la cogí. Georgie alzó su cabeza. Su garganta emitía los sonidos de un animal salvaje. Buscaba mi cuello y su boca se abría como un agujero enorme delante de mí. Metí el silenciador en el agujero de su ojo y le volé los sesos.