El aeroplano volaba hacia el este, y me abría paso a través de los bancos de nubes en el brillante cielo azul. Tenía los bolsillos repletos de dinero sacado de mi cuenta bancaria, que se había quedado casi a cero. Conseguí que el teniente Genchell se tragara mi historia sobre un amigo de los tiempos escolares que vivía en Boston y que estaba enfermo de gravedad, para que me concediera una semana de permiso disfrazada de baja. En mi regazo llevaba un fajo de notas con las comprobaciones hechas por la policía de Boston sobre los antecedentes del caso, copiadas con paciencia y laboriosidad del archivo de El Nido. Ya tenía preparado un itinerario de interrogatorios, ayudado por la guía metropolitana de Boston que había comprado en el aeropuerto de Los Ángeles. Cuando el avión aterrizara me encontraría inmerso en el pasado de Elizabeth Short, en Medford/Cambridge/Stoneham…, la única parte que no estaba manchada desde la primera página.
Acudí al archivo por la tarde, tan pronto como dejé de temblar y pude darme cuenta de cuán cerca había estado de perder el control de mi cerebro, o, al menos, la parte frontal de él. Un rápido vistazo al archivo me indicó que la rama Los Ángeles de la investigación estaba muerta, un segundo y un tercero me dijeron que aún estaba más muerta de lo que yo había pensado y un cuarto me convenció de que si me quedaba en la ciudad, acabaría hundido en la mierda por culpa de Madeleine y Kay. Tenía que salir a toda prisa y si el juramento que le había hecho a Elizabeth Short significaba algo, debería correr en dirección a ella. Y aunque fuese como si persiguiera un espejismo, al menos iría a un territorio limpio, donde mi insignia y mis mujeres vivas no me involucraran en ningún problema.
La repugnancia que había visto en el rostro de la prostituta no quería abandonarme; todavía era capaz de oler su perfume barato y me la imaginaba escupiendo acusaciones, las mismas palabras que Kay había usado a primera hora de ese día, aunque peores, pues ella sabía qué era yo: una ramera con insignia. Pensar en esa mujer era igual que si rascara lo más bajo de mi vida mientras estaba de rodillas, y el único consuelo radicaba en el hecho de que ya no podía llegar más abajo, porque antes masticaría el cañón de mi 38.
El avión aterrizó a las 7.35. Fui el primero en la cola para desembarcar, cuadernillo y bolsa de viaje en mano. En la terminal había un sitio donde alquilaban coches; elegí un cupé Chevy y me dirigí hacia la metrópoli de Boston, con el anhelo de aprovechar el tiempo de luz diurna que aún quedaba…, casi una hora.
Mi itinerario incluía varias direcciones para visitar: la madre de Elizabeth, dos de sus hermanas, su escuela, un lugar de Harvard Square donde estuvo sirviendo comidas en el 42 y el cine en el que trabajó como vendedora de golosinas en los años 39 y 40. Decidí cruzar Boston para ir a Cambridge y luego a Medford, el auténtico terreno nativo de Betty.
Boston, pintoresca y antigua, produjo en mí la misma impresión que una imagen borrosa. Fui siguiendo los letreros de las calles hasta el puente del río Charles y crucé a Cambridge: elegantes mansiones georgianas y calles repletas de universitarios. Más letreros me condujeron a Harvard; allí estaba la primera parada: Otto’s Hofbrau, una estructura de pan de jengibre que derramaba aroma de coles y cerveza.
Estacioné en un espacio reservado y entré en el local. Los motivos tipo Hansel y Gretel abarcaban todo el espacio: reservados de madera tallada, jarras de cerveza que colgaban de las paredes, camareras con falditas rebordeadas de encaje. Miré a mi alrededor en busca del jefe y mis ojos acabaron por detenerse en un hombre ya mayor que llevaba delantal y se hallaba junto a la caja registradora. Fui hacia él y algo hizo que me contuviera y no le enseñara la placa.
—Discúlpeme. Soy periodista y estoy escribiendo un artículo sobre Elizabeth Short. Tengo entendido que ella trabajó aquí en el año 42 y pensé que usted podría decirme algo sobre cómo era ella entonces.
—¿Elizabeth qué? —preguntó él—. ¿Es alguna estrella de cine o algo parecido?
—La mataron en Los Ángeles hace unos años. Se trata de un caso famoso. ¿Sabe usted…?
—Compré este sitio durante el 46 y la única empleada que me queda de la guerra es Roz. ¡Rozzie, ven aquí! ¡Este hombre quiere preguntarte algo!
La camarera más imponente del universo se materializó ante mí, una cría de elefante con faldas por encima de la rodilla.
—Este tipo es un periodista —dijo el dueño—. Quiere hablar contigo sobre Elizabeth Short. ¿La recuerdas?
Rozzie me miró, con el chicle en la boca y haciendo globos.
—Ya se lo dije al Sentinel, al Globe y a los polis la primera vez y no voy a cambiar mi historia. Betty Short era una soñadora a la que siempre se le caían los platos y si no hubiera sido porque atraía a mucha clientela de Harvard, no habría durado ni un solo día. He oído contar que contribuyó con lo suyo al esfuerzo bélico, pero no conocí a ninguno de sus hombres. Fin de la historia. Y usted no tiene nada de periodista, es policía.
—Gracias por ese comentario tan perceptivo —dije, y salí de allí.
Mi guía situaba Medford a unos veinte kilómetros más lejos, en línea recta por la avenida Massachussets. Llegué allí justo cuando empezaba a anochecer, aunque ya lo había olido antes de verlo.
Medford era un pueblo industrial, con las chimeneas de las fundiciones que escupían humo formando su perímetro. Subí la ventanilla para dejar afuera el hedor del azufre; el área industrial comenzó a reducirse hasta convenirse en pequeñas casas de ladrillo rojo tan juntas que apenas si había medio metro de distancia entre ellas. Cada bloque tenía dos bares, por lo menos, y cuando vi el bulevar Swasey —la calle donde se encontraba el cine—, abrí el deflector para ver si se había disipado la peste de las fundiciones. Seguía allí, y el parabrisas empezaba a cubrirse de grasa y hollín.
Encontré el Majestic unos cuantos bloques más abajo, un típico edificio Medford de ladrillo rojo. Su marquesina anunciaba El abrazo de la muerte, con Burt Lancaster, y Duelo al sol, «Un gran reparto de estrellas». La taquilla estaba vacía, así que entré en el vestíbulo y me acerqué al puesto de bocadillos y golosinas.
—¿Algún problema, agente? —preguntó el hombre que lo atendía. Que los nativos me calaran con tanta rapidez cuando me hallaba a casi cinco mil kilómetros de casa, no era algo que me agradara mucho.
—No, ninguno. ¿Es usted el encargado?
—El propietario. Ted Carmody: ¿Policía de Boston? Le enseñé mi placa, no tenía más remedio que hacerlo.
—Departamento de Policía de Los Ángeles. Es sobre Beth Short.
Ted Carmody se persignó.
—Pobre Lizzie. ¿Tienen alguna pista buena? ¿Ha venido aquí por eso?
Puse una moneda de veinticinco centavos sobre el mostrador, cogí una barra de Snickers y le quité el envoltorio.
—Digamos tan sólo que me siento en deuda con Betty y tengo unas cuantas preguntas que hacer.
—Pregunte.
—Primero, he visto la investigación hecha por la policía de Boston sobre el ambiente de Betty y su nombre no figuraba en la relación de los interrogatorios. ¿No hablaron con usted?
Carmody me devolvió la moneda.
—La casa invita, y no hablé con la policía de Boston porque se referían a Lizzie como si se tratara de una especie de fulana. No coopero con la gente que tiene la boca sucia.
—Eso es admirable, señor Carmody. Pero, dígame, ¿qué le habría contado?
—Nada sucio, de eso puede estar bien seguro. Para mí, Lizzie era una chica soberbia. Si los policías hubieran mostrado el debido respeto hacia los muertos; eso mismo les habría dicho a ellos.
El hombre comenzaba a cansarme.
—Soy un tipo respetuoso. Imagine que hemos retrocedido en el tiempo y cuéntemelo.
Carmody no parecía demasiado familiarizado con mi estilo, así que mastiqué la barra de caramelo para calmarle un poco.
—Les habría dicho que Lizzie era una mala empleada —empezó por fin—. Y también que no me importaba que lo fuera. Atraía a los chicos igual que un imán y si no cesaba de meterse en el cine de hurtadillas para ver la película, ¿qué más me daba? Por cincuenta centavos a la hora no podía esperar que me hiciera de esclava.
—¿Y sus amigos, sus novios? —pregunté.
Carmody dio una palmada en el mostrador. Jujubees y Milk Duds cayeron en cascada.
—¡Lizzie no era de ésas! El único chico con el que la vi era ese joven ciego y yo sabía que no se trataba más que de una amistad. Oiga, ¿quiere saber la clase de chica que era Lizzie? Se lo diré. Yo tenía la costumbre de no cobrarle al ciego por escuchar la película, y Lizzie se metía en el cine con él para contarle lo que había en la pantalla. Ya sabe, se lo explicaba. ¿Le parece que las fulanas se comportan así?
Fue como si me hubieran dado un puñetazo en el corazón.
—No, desde luego. ¿Recuerda el nombre del ciego?
—Tommy algo. Tiene una habitación encima del VFW Hall, más abajo, y si él es un asesino yo agitaré los brazos y volaré hasta Nantucket.
Le alargué la mano.
—Gracias por el caramelo, señor Carmody.
Nos estrechamos las manos.
—Si agarra al tipo que mató a Lizzie —dijo Carmody—, le compraré la fábrica que hace estas malditas cosas.
Al pronunciar las palabras, supe que ése era uno de los mejores instantes de mi vida.
—Lo agarraré.
El VFW Hall estaba al otro lado de la calle, un poco más abajo del Majestic, otro edificio de ladrillo rojo manchado de hollín. Fui hacia él pensando en Tommy el ciego como algo que debía acabar de pagarse, alguien con quien tenía que hablar para calmar a Betty y hacer que viviera cómodamente dentro de mí, pero nada más.
Subí al piso superior por una escalera lateral; al hacerlo, pasé junto a un buzón donde se leía T. GILFOYLE. Cuando pulsé el timbre, oí música; al mirar por una de las ventanas vi la más completa oscuridad. Entonces, una suave voz masculina me llegó desde el otro lado de la puerta.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Policía de Los Ángeles, señor Gilfoyle. Es sobre Elizabeth Short.
La ventana se iluminó y la música dejó de sonar. Al abrirse la puerta, un hombre alto y algo grueso, con gafas oscuras, me hizo una seña para que entrara. Iba inmaculadamente vestido con una camisa deportiva a rayas y pantalones, pero la habitación era una pocilga, con polvo y mugre por todas partes y un ejército entero de bichos dispersándose ante la inusitada explosión de luz.
—Mi profesor de Braille me ha leído los periódicos de Los Ángeles —dijo Tommy Gilfoyle—. ¿Por qué contaban esas cosas tan horribles sobre Beth?
Probé con la diplomacia.
—Porque no la conocían igual que usted.
Tommy sonrió y se dejó caer en una maltrecha silla.
—¿Está realmente muy mal el apartamento?
El sofá aparecía cubierto de discos; aparté un puñado y me senté en él.
—No le vendría mal una barrida, y la promesa de repetirla.
—Algunas veces me dan ataques de pereza. ¿Han vuelto a empezar con la investigación sobre Beth? ¿Es asunto de prioridad?
—No. me encuentro aquí por mi cuenta. ¿Dónde ha aprendido la jerga policial?
—Tengo un amigo policía.
Aparté una cucaracha bastante gorda de mi manga.
—Tommy, hábleme de ustedes dos. Déme algún detalle que no saliera en los periódicos. Alguna pista buena.
—¿Se trata de algo personal para usted? ¿Como una vendetta?
—Más que eso.
—Mi amigo dice que si los policías se toman su trabajo como algo personal suelen meterse en apuros.
Aplasté a una cucaracha que exploraba mi zapato.
—Sólo quiero coger a ese bastardo.
—No hace falta que hable tan fuerte. Soy ciego, no sordo. Tampoco era ciego a los pequeños defectos de Beth.
—¿Como cuáles?
Tommy acarició con los dedos el bastón que había junto a su silla.
—Bueno, no voy a extenderme en ello pero Beth era bastante promiscua, tal y como los periódicos daban a entender. Yo conocía la razón pero me la callé porque no deseaba manchar su memoria y sabía que no ayudaría a que la policía encontrara a su asesino.
Su voz tenia ahora un tono quejoso, atrapado entre el deseo de hablar y de guardar secreto.
—Deje que sea yo quién juzgue eso —le contesté—. Soy un detective con experiencia.
—¿A su edad? Por su voz me doy cuenta de que es joven. Mi amigo dijo que para llegar a detective tienes que servir como mínimo diez años en el cuerpo.
—Maldita sea, no me dé lecciones sobre el oficio. He venido aquí por mi cuenta y no he venido a…
Me detuve al darme cuenta de que le había asustado, ya que su mano se tendía hacia el teléfono.
—Mire, lo siento. Ha sido un día muy largo y estoy lejos de casa.
Tommy me sorprendió con una sonrisa.
—Yo también lo siento. Estaba dando rodeos para prolongar su rato de compañía y eso no es de buena educación, así que le hablaré de Beth, de sus pequeñas manías y de todo lo demás.
»Es probable que sepa los sueños que tenía de llegar a ser una estrella, ésa es la verdad. Quizá haya adivinado que no tenía mucho talento, y eso también es cierto. Beth me leía obras de teatro, e interpretaba todos los papeles, y era terrible… sencillamente espantosa. Entiendo bastante de libros y créame cuando se lo digo.
»Para lo que sí valía Beth era para escribir. Yo solía sentarme en el Majestic y Beth acostumbraba a contarme las cosas para que tuviera algo con que acompañar el diálogo. Resultaba brillante, y yo la animaba a que escribiera para el cine pero lo único que ella deseaba era ser una actriz, como todas las demás chicas tontas que anhelaban escapar de Medford.
Yo habría sido capaz de cometer una matanza para escapar de ahí.
—Tommy, ha dicho que conocía la razón de que Beth anduviera con tantos hombres.
Tommy suspiró.
—Cuando Beth tenía dieciséis o diecisiete años, dos canallas la atacaron en Boston. Uno la violó y cuando el otro estaba a punto de hacerlo, un marinero y un infante de marina aparecieron por aquel lugar y les hicieron huir.
»Beth pensó que aquel hombre podía haberla dejado embarazada y fue a un médico para que la examinara. Éste le dijo que tenía quistes ováricos benignos y que nunca podría tener hijos. Beth se volvió como loca: ella siempre había deseado montones de críos. Buscó al marinero y al infante de marina que la habían salvado y les suplicó que fueran los padres de su hijo. El infante le respondió que no y el marinero… utilizó a Beth hasta que le mandaron fuera del país.
Pensé de inmediato en Joe Dulange, «el franchute»…, su historia sobre que la Dalia creía estar embarazada y cómo la había engañado con un «amigo médico» y un falso examen. Esa parte del relato de Dulange no había sido fruto de la bebida como Russ Millard y yo habíamos pensado en un principio, y ahora resultaba una sólida pista sobre los días perdidos de Betty, con el «amigo médico» como un testigo de primera importancia, y quizá un sospechoso.
—Tommy, ¿conoce los nombres del marinero y el infante? —pregunté—. ¿Y del médico?
Tommy meneó la cabeza.
—No. Pero entonces fue cuando Betty empezó a liarse tanto con los uniformes. Pensaba que eran sus salvadores, que podían darle una criatura, una niña para que fuera una gran actriz en caso de que ella no lo consiguiera. Es triste pero, según he oído decir, Beth sólo era una gran actriz en la cama.
Me puse en pie.
—¿Y qué ocurrió luego con Beth y usted?
—Perdimos contacto. Se fue de Medford.
—Me ha dado usted una buena pista, Tommy. Gracias.
El ciego golpeó el suelo con su bastón al oír mi voz.
—Entonces coja a quien lo hizo, pero no permita que le hagan más daño a Beth.
—No lo permitiré.