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Durante un mes me mantuvo prisionero en su puño de terciopelo.

Emmett, Ramona y Martha estaban pasando el mes de junio en la casa de la playa que la familia poseía en Orange County, y dejaban que Madeleine cuidara la propiedad de Muirfield Road. Teníamos veintidós habitaciones en las que jugar, una casa de ensueño construida por la ambición de un inmigrante. Era una gran mejora comparada con el motel Flecha Roja y el monumento al robo de bancos y el asesinato levantado por Lee Blanchard.

Madeleine y yo hicimos el amor en cada dormitorio; lanzamos todas y cada una de las sábanas de seda y las colchas de brocado al suelo, rodeados de Picasso y maestros holandeses y jarrones de la dinastía Ming que valían cientos de los grandes. Dormíamos hasta bien entrada la mañana y, a veces, hasta la tarde, cuando yo me iba hacia el barrio negro. Las miradas que sus vecinos me dirigían cuando entraba en mi coche vestido de uniforme no tenían precio.

Éramos dos vagabundos convictos y confesos que vuelven a reunirse, dos seres enloquecidos por el sexo, con el convencimiento de que ninguno de los dos volvería a pasárselo tan bien con otra persona distinta.

Madeleine me explicó que su número de la Dalia había sido una estrategia para hacerme volver: me había visto dentro de mi coche aquella noche y sabía que con una seducción por Betty Short conseguiría mi vuelta. Me conmovió el deseo que había detrás de aquello, al tiempo que lo elaborado de la astucia me repugnó.

Abandonó su disfraz nada más cerrarse la puerta esa primera vez. Una ducha rápida consiguió que su cabello volviera a su castaño oscuro natural, usó de nuevo el corte a lo paje e hizo desaparecer el ceñido vestido negro. Yo lo intenté todo salvo la súplica y las amenazas de marcharme; Madeleine me apaciguaba con «Quizá algún día». Nuestro compromiso implícito era hablar de Betty.

Yo hacía preguntas; ella hablaba y hablaba. Los hechos se nos acabaron con rapidez; a partir de ahí, todo se convirtió en pura especulación.

Madeleine hablaba de lo maleable que era, Betty la camaleón, que se convertiría en cualquier persona para complacer a quien hiciera falta. Para mí era el centro de la más asombrosa cantidad de trabajo detectivesco jamás vista en el Departamento la que había trastornado la mayor parte de las vidas cercanas a la mía, el acertijo humano del cual tenía que saberlo todo. Ésa era mi perspectiva final, y no parecía gran cosa.

Después de Betty, desvié la conversación hacia los Sprague. Nunca le mencioné a Madeleine que conocía a Jane Chambers y fui abordando, en forma disimulada y tortuosa, algunos temas de los que ésta me había hablado. Madeleine dijo que Emmett estaba algo preocupado por las demoliciones que pronto se llevarían a cabo junto al cartel de Hollywoodlandia; que las mascaradas de su madre y su amor hacia los libros extraños y las cosas de la Edad Media no eran nada, sólo «chifladuras… mamá con mucho tiempo libre y todas las drogas legales que quiera».

Pasado cierto tiempo, mis preguntas empezaron a molestarle y exigió ser ella quien las hiciera. Yo mentí y me pregunté adónde iría si sólo me quedara mi pasado.