La noche siguiente me hallaba en el coche delante de la mansión Sprague. Esta vez iba en el Ford sin distintivos policiales que usaba para acudir a los trabajos del Departamento. El tiempo era algo inexistente para mí pero sabía que cada segundo me acercaba más a llamar a esa puerta o a tirarla abajo.
Mi mente jugaba con la imagen de Madeleine desnuda; mis réplicas ingeniosas hacían que los demás Sprague lanzaran exclamaciones de sorpresa. Entonces, un haz luminoso hendió el camino, la puerta dio un golpe y las luces del Packard se encendieron. Fue hacia Muirfield, giró a la izquierda por la Sexta y se dirigió hacia el este. Yo esperé unos discretos tres segundos y lo seguí.
El Packard se mantenía en el carril central; yo lo seguía desde el de la derecha, con unos cuatro coches como mínimo entre nosotros. Salimos de Hancock Park para entrar en el distrito de Wilshire, fuimos por el sur hacia Normandie y por el este a la Octava. Vi todo un kilómetro y medio de bares relucientes e iluminados… y supe que Madeleine estaba a punto de hacer algo.
El Packard se detuvo ante la Sala Zimba, un local con lanzas de neón cruzadas sobre la entrada. El único espacio vacío que había en el estacionamiento se encontraba justo detrás, así que me dirigí hacia él y mis faros capturaron a la silueta que cerraba la portezuela y todos los cables de mi cerebro saltaron cuando vi quién no era y quién era.
Elizabeth Short.
Betty Short.
Liz Short.
La Dalia Negra.
Mis rodillas se alzaron de golpe hasta que chocaron con el volante; mis temblorosos dedos accionaron el claxon. La aparición se protegió los ojos y entornó los párpados cuando miró hacia los haces de mis faros, después, se encogió de hombros. Distinguí el movimiento de unos hoyuelos familiares y regresé del lugar hacia el cual me había estado encaminando, fuera el que fuese.
Era Madeleine Sprague, vestida y maquillada como la Dalia. Llevaba un traje ceñido y absolutamente negro, con el rostro y el peinado idénticos a las mejores fotos de Betty Short. La vi entrar en el bar, percibí un puntito amarillo en sus negros rizos peinados hacia arriba y supe que había llevado su transformación hasta incluir la joya particular de Betty. Ese detalle me golpeó igual que el uno-dos de Lee Blanchard. Conseguí moverme, con las piernas de un borracho, y perseguí al fantasma.
El interior de la sala Zimba era una masa de humo que iba de pared a pared y en ella había soldados y música de jazz brotando de una gramola automática; Madeleine se encontraba ante la barra con una copa en la mano. Cuando miré a mi alrededor, vi que era la única mujer del lugar y que ya había creado toda una conmoción: soldados y marineros se transmitían la buena nueva a codazos, y señalaban hacia la figura enfundada en tela negra al tiempo que intercambiaban unos murmullos.
Encontré un reservado cubierto con piel de cebra en la parte de atrás; estaba lleno de marineros que compartían una botella. Una mirada a sus pieles de melocotón me dijo que no tenían la edad legal de beber, así que, enseñé mi placa.
—Largo o dentro de un minuto tendré aquí a la policía naval.
Los tres jóvenes salieron en un torbellino de uniformes azules; su botella quedó allí olvidada. Me senté en el reservado para ver cómo Madeleine interpretaba a Betty.
Engullir medio vaso de bourbon me calmó los nervios. Podía ver en ángulo a Madeleine en la barra, rodeada de aspirantes a ser sus enamorados que bebían cada una de sus palabras. Me encontraba demasiado lejos para poder oír algo de lo que decía; sin embargo, cada gesto que le vi hacer no era suyo, sino de otra mujer. Y cada vez que tocaba a uno de los miembros de su círculo, mi mano iba hacia mi 38.
El tiempo se fue estirando en una neblina de azul marino y caqui con centro de azabache.
Madeleine bebió, habló y rechazó un avance tras otro, con su atención centrada en un corpulento marinero. A medida que el hombre lanzaba miradas asesinas a sus pretendientes, éstos se iban esfumando; yo acabé la botella. La contemplación del bar hacía innecesario todo pensamiento; la fuerte música de jazz mantenía aguzados mis oídos hacia cualquier palabra que pudiera sonar por encima de ella; la bebida me impedía arrestar al hombretón por media docena de acusaciones inventadas. Y, de repente, la mujer de negro y el marinero de azul se dirigieron hacia la salida, cogidos del brazo, Madeleine unos pocos centímetros más alta gracias a sus tacones.
Les di cinco segundos, calmados con un poco de bourbon, y me puse en marcha. El Packard giraba en la esquina cuando me senté detrás del volante. Arranqué y también giré a la derecha con bastante brusquedad, vi sus pilotos traseros al final de la manzana. Aceleré hasta ponerme detrás de ellos con tal rapidez que casi rocé su parachoques trasero; Madeleine sacó el brazo por la ventanilla y luego entró en el estacionamiento de un motel de brillante iluminación.
Patiné hasta detenerme, después di marcha atrás y apagué los faros. Desde la calle pude ver al marinerito en pie, junto al Packard, con un cigarrillo en la mano, mientras Madeleine iba a la recepción del motel para recoger la llave del cuarto. Salió un momento después, igual que en nuestra vieja rutina; le indicó al marinero que anduviera delante de ella tal y como hacía conmigo. Las luces de la habitación se encendieron y se apagaron. Cuando me acerqué a escuchar, las persianas estaban bajadas y la radio tenía puesta nuestra vieja emisora.
Ir en coche de un lado a otro.
Interrogatorios y registros.
El chico del mechero Bunsen se había convertido en un detective con un caso.
Durante cuatro noches más vigilé la representación de Madeleine en el papel de la Dalia; cada vez actuaba del mismo modo: tugurio de la Octava, chico duro con montones de confetti en el pecho, el picadero entre la Novena e Irolo. Cuando los dos se metían en la cama, yo volvía e interrogaba a los tipos de los bares y los soldados a los cuales les había dado calabazas.
¿Cómo ha dicho que se llamaba esa mujer vestida de negro?
No lo ha dicho.
¿De qué habló?
La guerra y meterse en el cine.
¿Se fijó en su parecido con la Dalia Negra, esa chica a la que mataron hace un par de años y, de ser así, qué piensa usted que pretendía ella?
Respuestas negativas y teorías: es una chiflada que cree ser la Dalia Negra; es una puta que se aprovecha de su parecido con la Dalia para sacar dinero; es una trampa de la policía para pillar al asesino de la Dalia; es una loca que se está muriendo de cáncer e intenta atraer al que rebanó a la Dalia y engañar a la gran C.
Sabía que el siguiente paso era interrogar a los amantes de Madeleine…, pero no confiaba lo suficiente en que fuera capaz de llevarlo a cabo de una manera racional. Si decían lo que no debían o lo que debían, o si me señalaban la dirección equivocada/correcta, sabía que quizá no fuera responsable de lo que pudiera acabar haciendo.
Aquellas cuatro noches de bebida, de cabezadas en el coche y siestas en el sofá de casa, con Kay recluida en el dormitorio, se cobraron su precio sobre mí. Cuando estaba en el trabajo, las diapositivas se me caían al suelo y me equivocaba al etiquetar las muestras de sangre; escribía los informes sobre las pruebas en mi particular taquigrafía del agotamiento y, por dos veces, me quedé dormido encima de un microscopio de balística, despertando bruscamente con la mente llena de fugaces visiones de Madeleine vestida de negro. Como sabía que sería incapaz de aguantar la quinta noche por mis propios medios, robé unas cuantas tabletas de benzedrina que estaban a la espera de análisis para la División de Narcóticos. Me sacaron de mi fatiga y me llevaron a una pegajosa sensación de repugnancia y disgusto por lo que me había estado haciendo a mí mismo…, y sacudieron mi cerebro lo suficiente para salvarme de Madeleine/la Dalia y convertirme de nuevo en un auténtico policía.
Thad Green movía la cabeza mientras que yo le suplicaba-hacía un trato con él: llevaba siete años en el Departamento; mi tropezón con los Vogel había tenido lugar dos años antes, y ya estaba casi olvidado; odiaba trabajar en el departamento científico y quería volver a un puesto de uniforme…, en el turno de noche si era posible. Estaba estudiando para el examen de sargentos y el departamento científico me había ido bien como terreno de entrenamiento para mi meta definitiva…, los detectives.
Empecé a soltarle todo un discurso sobre mi desgraciado matrimonio, de cómo el servicio nocturno me mantendría alejado de mi esposa… Se me acababa el vapor cuando las imágenes de la dama de negro me asaltaron y me di cuenta de que me faltaba poco para caer de rodillas. El Jefe de Detectives me silenció con una mirada interminable y me pregunté si la droga me estaría traicionando.
—De acuerdo, Bucky —dijo al fin, y señaló la puerta.
Esperé en la antesala durante una eternidad de Benzedrina; cuando Green salió de su despacho con una sonrisa en el rostro casi abandono mi piel de un salto.
—Turno de noche en la calle Newton a partir de mañana —me comunicó—. Y procura ser educado con nuestros hermanos de color que viven ahí. Pareces andar un tanto mal de los nervios y no querría que se lo contagiaras.
La comisaría de la calle Newton se encontraba al sureste de la parte baja de Los Ángeles y contaba con un 95 % de suburbios, un 95 % de negros y un 100 % de problemas. Había tipos que bebían y jugaban en cada esquina; licorerías, salones donde se estiraba el cabello y billares en cada bloque, con llamadas en código tres a la comisaría durante las veinticuatro horas de cada jornada. Los que hacían la ronda a pie llevaban porras con remaches metálicos; los de la sala común, automáticas del 45 cargadas con balas dum-dum, en contra del reglamento. Los borrachos locales bebían Lagarto Verde, colonia cortada con oporto blanco Viejo Monterrey, y la tarifa habitual de una puta era de un dólar, un dólar y veinticinco centavos si utilizabas «su sitio», los coches abandonados que había en el cementerio de chatarra entre la Cincuenta y Seis y Central.
Los chicos de la calle estaban flacos y tenían el vientre hinchado, los perros sin amo exhibían su sarna y un gruñido perpetuo, los comerciantes guardaban escopetas debajo del mostrador. La comisaría de la calle Newton era zona de guerra.
Me presenté a trabajar después de veintidós horas de cama, habiéndome quitado de encima la benzedrina a base de bebida. El jefe de la comisaría, un viejo teniente llamado Getchell, me dio una cálida bienvenida, y me dijo que, según Thad Green, yo era un buen tipo y que por ello me aceptó como tal hasta que la cagara y le demostrara lo contrario. Personalmente, él odiaba a los boxeadores y a los chivatos pero estaba dispuesto a olvidar el pasado. Sin embargo, era probable que a mis compañeros les hiciera falta ser persuadidos de ello; odiaban realmente a los polis famosos, los boxeadores y los bolcheviques, y Fritzie Vogel era recordado con cariño de cuando había paseado la calle Newton cuatro años antes. Mi cordial jefe me asignó una ronda a pie en solitario. Salí de esa primera entrevista decidido a ser más bueno que el mismísimo Dios.
Mi primera visita a la sala común tuvo peor desarrollo.
Fui presentado a los chicos por el sargento de guardia, y no obtuve ningún aplauso aunque sí un amplio surtido de miradas que se apartaban de las mías, eran pupilas inexpresivas y miradas malignas. Tras la lectura del resumen de crímenes, de los casi cincuenta y cinco hombres que había en la sala, siete se detuvieron para estrechar mi mano y desearme buena suerte. El sargento me proporcionó una gira silenciosa por la zona y me acabó dejando con un callejero en el confín este de mi ronda.
—No dejes que los negros te toquen las pelotas —fue su despedida.
Cuando le di las gracias, me respondió:
—Fritz Vogel era un buen amigo mío.
Y se marchó a toda velocidad.
Decidí que debía empezar a ser bueno tan deprisa como pudiera.
Mi primera semana en Newton la pasé usando los músculos y reuniendo información sobre quiénes eran los auténticos chicos malos. Interrumpí fiestas de Lagarto Verde con mi porra, y prometí no arrestar a ningún borracho si me daban nombres. Si no soltaban la lengua, los arrestaba; si lo hacían, los arrestaba de todas formas. Olí el humo de porro en la acera delante del tugurio donde estiraban el cabello, entre la Sesenta y Ocho y Beach, abrí la puerta de una patada y saqué a la calle a tres tipos que llevaban la cantidad suficiente de hierba encima como para acusarles. Delataron a su proveedor y me avisaron de que se acercaban problemas entre los Slauson y los Rebanadores a cambio de mi promesa de clemencia; yo pasé la información a la comisaría por teléfono y paré a un coche patrulla para que se llevara a los drogados al mismo sitio. Mi recorrido por el cementerio automovilístico de las putas me proporcionó unos cuantos arrestos por prostitución y el que amenazase a los tipos que estaban allí con hacer unas cuantas llamadas a sus esposas me proporcionó más nombres. Al final de la semana, tenía veintinueve arrestos acreditados…, nueve de ellos por delitos de mayor cuantía. Y tenía nombres. Nombres con los cuales poner a prueba mi valor. Nombres para compensar todo aquello que había estado rehuyendo. Nombres para hacer que los policías que me odiaban me temieran.
Me encontré a «Barrios Bajos» Willy Brown saliendo del bar y bodega La Hora Afortunada.
—Tu madre chupa las pollas que no debe, negrito —le dije.
Willy se lanzó sobre mí. Encajé tres golpes para darle seis. Cuando hube terminado, Brown estaba echando dientes por la nariz. Y dos policías que tomaban el fresco al otro lado de la calle lo vieron todo.
Roosevelt Williams, violador en libertad condicional, aparte de chulo y corredor de apuestas, era más duro. Su respuesta a mi «Hola, capullo» fue «Eres un blanco de mierda…» y él golpeó primero. Estuvimos intercambiando puñetazos durante casi un minuto, delante de todo un grupo de Rebanadores sentados en los portales. Me iba tomando la delantera y estuve a punto de recurrir a mi porra…, objeto con el cual no se fabrican las leyendas precisamente.
Entonces, empleé el truco de Lee Blanchard, y le lancé una serie de golpes de arriba abajo, el último de los cuales envió a Williams al país de los sueños y a mí al enfermero de la comisaría para que me entablillara dos dedos.
Ahora, el uso de los nudillos quedaba eliminado. Mis dos últimos nombres. Crawford Johnson y su hermano Willis, dirigían un tugurio donde se jugaba a las cartas y se hacían trampas, instalado en la iglesia baptista del Poderoso Redentor, entre la Sesenta y Uno y Enterpise, al lado del restaurante barato donde los polis de Newton comían a mitad del precio normal. Cuando entré por la ventana, Willis repartía las cartas. Alzó la mirada.
—¿Qué…? —preguntó.
Mi porra hizo puré sus manos y la mesa de juego. Crawford intentó meter la mano en el cinturón; mi segundo golpe de porra arrancó de sus dedos una 45 con silenciador. Los hermanos salieron por la puerta a toda velocidad, entre aullidos de dolor; me guardé mi nueva herramienta para cuando estuviera libre de servicio y le dije al resto de jugadores que recogieran su dinero y se fueran a casa. Cuando salí, tenía público: policías de azul masticando bocadillos en la acera observaban a los hermanos Johnson que corrían por ella apretándose las manos fracturadas.
—¡Hay gente que no sabe responder a la buena educación! —grité.
Un viejo sargento del cual se rumoreaba que no podía verme ni en pintura, me gritó:
—¡Bleichert, eres un hombre blanco honorario! Entonces supe que había logrado ser bueno.
El asunto de los hermanos Johnson me convirtió en una pequeña leyenda. Mis compañeros fueron abriéndose poco a poco, aunque lo hicieran de la manera como uno actúa con los tipos que son demasiado temerarios para su bien, los tipos que, en el fondo, te alegras de no ser. Era como haberse convertido de nuevo en una celebridad local.
Mi primera evaluación mensual me dio excelentes calificaciones en todo y el teniente Getchell me recompensó con un coche con radio para hacer la ronda. Era una especie de ascenso, también lo era el territorio en que debería llevarla a cabo.
Se rumoreaba que tanto los Slauson como los Rebanadores querían acabar conmigo y si ellos fracasaban, Crawford y Willis Johnson estaban esperando turno para intentarlo. Getchell quería sacarme de en medio hasta que las cosas se enfriaran un poco, por lo cual me asignó un sector en la parte occidental de la zona.
La nueva ronda era una invitación al aburrimiento. Había mezcla de blancos y negros, pequeñas fábricas, casitas agradables… La mejor diversión que podías esperar era algún conductor borracho y prostitutas que le hacían proposiciones a los motoristas, en un intento de ganarse unos cuantos dólares mientras se dirigían en auto-stop a los tugurios del barrio negro. Me dediqué a detener borrachos y estropeé unas cuantas citas amorosas con el parpadeo de los faros del coche, redacté montones de multas y, en general, me dediqué a recorrer las calles para no hacer nada extraordinario. En Hoover y Vermont estaban brotando como hongos los restaurantes para coches, sitios modernos y aparatosos donde podías comer dentro de tu automóvil y escuchar música en altavoces que suspendían de tu ventanilla. Me pasé horas estacionado en ellos, con la KGFJ emitiendo be-bop a toda pastilla y con mi radio baja por si las ondas me enviaban alguna noticia interesante. Mientras estaba sentado y escuchaba, mis ojos recorrían la calle, en busca de prostitutas de raza blanca y yo me decía que si veía alguna que se pareciera a Betty Short, le advertiría que la Treinta y Nueve y Norton se encontraba a sólo unos kilómetros de distancia y la instaría a que se anduviera con cuidado.
Pero la mayoría de las prostitutas eran negras y rubias oxigenadas. A ésas no merecía la pena que las avisara y sólo compensaba meterlas entre rejas cuando mi cuota de arrestos se encontraba baja. Con todo, eran mujeres, sitios seguros por los cuales dejar que mi mente se extraviara; sustitutas sin problemas de mi mujer en casa y de Madeleine vagando por las cloacas de la Octava. Jugueteé con la idea de escoger a una que se pareciera a la Dalia/Madeleine /Madeleine para irme a la cama con ella, pero siempre acabé desechando tal pensamiento…, se parecería demasiado a lo de Johnny Vogel y Betty en el Biltmore.
Cuando acababa de trabajar a medianoche, siempre me encontraba nervioso e inquieto, sin humor para regresar a casa y acostarme. Algunas veces iba a los cines de sesión continua de la parte baja; otras, a los clubs de jazz en Central Sur. El bop estaba avanzado hacia sus días de gloria y una sesión que durara toda la noche con su buena dosis de licor, solía bastar para que me calmara y volviese a casa para caer en un sopor sin sueños poco después de que Kay se fuera a trabajar por la mañana.
Pero cuando aquello no funcionaba, el sudor y el payaso sonriente de Jane Chambers aparecían, y Joe Dulange, «el franchute», que aplastaba cucarachas, y Johnny Vogel y su látigo y Betty con la súplica de que me la tirara o acabara con su asesino, no le importaba cuál de las dos cosas hiciera. Y lo terrible era despertarse solo en la casa del cuento de hadas.
El verano llegó. Días cálidos en los que dormía la mona en el sofá; noches calientes dedicadas a patrullar el oeste del barrio negro, con la bebida cerca, el Royal Flush y Bido Lito, Hampton Hawes, Dizzy Gillespie, Wardell Gray y Dexter Gordon. Nerviosos intentos de estudiar para el examen de sargentos y conseguir un polvo barato en algún punto de mi ronda. Si no hubiera sido por el borracho espectral, ese plan hubiera podido continuar para siempre.
Estaba aparcado en Duke’s y, entretanto, contemplaba a un grupo de chicas desaliñadas que se encontraban en la parada del autobús a unos nueve metros de mí. Tenía la radio apagada y los salvajes acordes de Kenton brotaban por el altavoz suspendido de mi ventanilla. La humedad carente de brisa hacía que el uniforme se me pegara al cuerpo; no había llevado a cabo un arresto en toda la semana. Las chicas le hacían señas a los coches que pasaban y una rubia fabricada con peróxido meneaba las caderas ante ellos. Empecé a sincronizar sus movimientos con los de la música, y acaricié la idea de pillarlas a todas y buscar luego en los archivos por si tenían algún delito pendiente. En ese momento un viejo vagabundo harapiento entró en escena, un bocadillo en una mano y la otra extendida suplicando algo de calderilla.
La rubia oxigenada dejó de bailar para hablar con él; la música se volvió loca sin su acompañamiento, e hizo toda una serie de chirridos y graznidos. Encendí mis faros; el viejo se tapó los ojos y me dedicó un gesto obsceno. Un segundo después yo estaba fuera del coche patrulla y encima de él, con la banda de Stan Kenton cubriéndome la espalda.
Ganchos de izquierda y derecha, golpes cortos al cuerpo, los chillidos de la chica superaban en decibelios al Gran Stan. El borracho me maldijo con insultos dirigidos a mi padre y a mi madre. Sirenas en mi cabeza, el olor de la carne podrida en el almacén, aun sabiendo que eso era imposible.
—Por favor —gorgoteó el viejo.
Con paso inseguro me dirigí al teléfono de la esquina, le entregué una moneda de veinticinco y marqué mi propio número. Diez timbrazos, Kay no contestaba. Marqué el WE-4391 sin pensar en nada. Su voz: «Hola, residencia Sprague». Mis tartamudeos y luego ella que me decía:
—¿Bucky? Bucky, ¿eres tú?
El vagabundo avanzaba haciendo eses hacia mí, mientras chupaba su botella con labios ensangrentados. Metí las manos en mis bolsillos, y saqué billetes para arrojarle, dinero sobre el pavimento.
—Ven, cariño. Los demás están en Laguna. Podría ser como en los viejos…
Dejé caer el auricular, y al viejo que recogiera la mayor parte de mi última paga. Conduje a toda velocidad hacia Hancock Park, sólo esta vez, sólo por estar de nuevo dentro de la casa. Cuando llamé a la puerta ya me había convencido a mí mismo. Y apareció Madeleine, seda negra, cabello hacia arriba, joya amarilla incluida. Alargué mi mano hacia ella y Madeleine retrocedió, se soltó el cabello y lo dejó caer sobre sus hombros.
—No. Todavía no. Es lo único que tengo para conservarte junto a mí.