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Los periodistas rodeaban la comisaría de Universidad. El estacionamiento se hallaba repleto y la acera cubierta por una hilera de furgonetas de la radio, así que dejé el coche en doble fila, puse el letrero de «Vehículo oficial de la policía» bajo mi limpiaparabrisas y me abrí paso a través del cordón de sabuesos de la prensa con la cabeza gacha para evitar que me reconocieran. No funcionó; oí gritar: «Buck-kee» y «Bleichert», luego, varias manos se agarraron a mí, me arrancaron un bolsillo de la chaqueta y tuve que entrar casi a puñetazos.

El vestíbulo se encontraba lleno de policías que salían a empezar el turno de día; una puerta daba a una sala común atestada. A lo largo de las paredes había catres; vi a Lee dormido en uno de ellos, con las piernas tapadas con hojas de periódico. Los teléfonos sonaban al unísono en todas las mesas que me rodeaban, y mi dolor de cabeza volvió de inmediato, con el latido en las sienes dos veces peor que antes. Ellis Loew estaba pegando tiras de papel en un tablón de anuncios; le di una palmada en el hombro, con bastante fuerza.

Giró en redondo.

—No quiero formar parte de este circo —dije—. Soy un agente de la Criminal, no un tipo de Homicidios, y tengo fugitivos con prioridad. Quiero ser asignado de nuevo a mi puesto. Ahora.

—No —siseó Loew—. Trabajas para mí y quiero tenerte en el caso Short. Ésa es mi decisión, absoluta e irrevocable. Y no pienso aguantarte exigencias de prima donna, agente. ¿Entiendes?

—¡Ellis, maldita sea!

—Necesitarás tener galones en la manga antes de poder llamarme así, Bleichert. Hasta entonces soy el señor Loew para ti. Ahora, ve a leer el informe de Millard.

Hecho una furia me dirigí hacia la parte trasera de la sala. Russ Millard estaba dormido en una silla con los pies apoyados en el escritorio que tenía delante. Cuatro hojas de papel escritas a máquina se hallaban clavadas con chinchetas al tablero de corcho que había a unos metros de él. Las leí:

Primer informe

187 P. C., Víct: Short, Elizabeth Ann, B. H.

F. N. 2917124. Denunciado 17/1/47 6:00 horas. Caballeros:

Éste es el primer informe sobre E. Short, F. M. 15/1/47, Treinta y Nueve y Norton, Leimert Park.

1. Treinta y tres confesiones falsas o quizá falsas por el momento. Los que eran claramente inocentes han sido liberados, los incoherentes y los desequilibrados retenidos en la prisión en espera de comprobaciones de coartadas y exámenes médicos. Los enfermos mentales conocidos están siendo interrogados por el doctor De River, psiquiatra titular, con apoyo de la Div. Det. Nada sólido todavía.

2. Resultados del post mort. prelim. y posteriores: víct. asfixiada hasta morir, hemorragia resultado cuchillada oreja a oreja a través boca. Ni alcohol ni narcóticos en sangre en el momento de la muerte. (Para det. ver caso archivo 14-187-47.)

3. D. P. Boston comprobando ambiente E. Short, familia, viejos novios y sus paraderos en momento del crimen. Padre (C. Short) tiene coartada válida: está eliminado como sospechoso.

4. D.I.C. Campamento Cooke está investigando informes de paliza recibida E. Short obra soldado cuando trabajaba en la cantina en 9/43. E. Short arrestada por beber alcohol sin edad legal para ello en 9/43, D.I.C. dice que soldados arrestados con ella se encuentran todos fuera del país, por lo tanto, eliminados como sospechosos.

5. Alcantarillas de toda la ciudad siendo dragadas en busca de ropa E. Short. Toda ropa de mujer encontrada será analizada en el lab. criminal central. (Ver inf. lab. criminal para det.)

6. Informes ciudad 12/1/47-15/1/47 reunidos y leídos. Una pista seguida: mujer de Hollywood llamó para quejarse sobre gritos que «sonaban extraños, como balbuceos» en H. W. Hills noches del 13/1 y 14/1. Resultado investigación: descartado como asistentes una fiesta haciendo ruido. Agentes en la zona: no hacer caso repetición.

7. De llamadas telefónicas verificadas: E. Short vivió la mayor parte del 12/46 en San Diego, en casa de Elvera French. Víct. conoció a hija señora French, Dorothy, en cine donde Dorothy trabajaba, contó historia (sin verificar) sobre haber sido abandonada por esposo. Los French la aceptaron en su casa y E. Short les contó varias historias contradictorias: viuda mayor cuerpo aéreo; dejada encinta por piloto marina; comprometida con aviador ejército. Víct. tuvo muchas citas con hombres diferentes durante su estancia en casa de los French. (Véanse entrevistas 14-187-47 para det.)

XXXXX8. E. Short dejó casa de los French 9/1/47 en compañía de hombre al que llamaba «Red» (desc. como: B. V., 25-30, alto, «apuesto», metro setenta u ochenta, cabello rojo, ojos azules). «Red» teóricamente viajante de comercio. Conduce un sedán Dodge de la preguerra con placas de Huntington Park. Iniciada búsqueda vehículo. Orden de búsqueda para «Red».

9. Información verificada: Val Gordon (B. H.) Riverside, Calif., llamó diciendo es hermana difunto mayor fuerza aérea Matt Gordon. Dijo: E. Short le escribió a ella y a sus padres en otoño 46, poco después May. Gordon muriera al estrellarse avión. Mintió acerca de ser prometida de Gordon, les pidió $. Padres señorita Gordon, se negaron a la petición.

10. Baúl perteneciente a E. Short localizado en oficina Railway Express, parte baja Los Ángeles (empleado R. E. vio nombre víct. y foto en periódicos, la recordó depositando baúl finales 11/46). Baúl siendo examinado. Copias centenar cartas amor a varios hombres (casi todos soldados), encontradas, y (muchas menos) notas escritas a ella. También, muchas fotos E. Short con soldados de uniforme. Cartas siendo leídas, nombres y descripciones hombres serán anotados.

11. Información telefónica verificada: antiguo ten. Cuerpo Aéreo J. G. Fickling llamó de Mobile, Ala., cuando vio nombre y foto E. Short en periódicos Mobile. Dijo él y víct. habían tenido «breve asunto» en Boston finales 43 y que «continuamente tenía como a diez hombres más haciendo cola». Fickling tiene coartada para momento del crimen. Eliminado como sospechoso, niega también haber estado nunca comprometido con E. Short.

12. Numerosas llamadas con pistas a todo el D.P.L.A. y oficinas del sheriff. Las que parecían de chalados descartadas, otras dirigidas a las áreas correspondientes a través Cent. Homicidios. Todas pistas siendo verificadas de forma cruzada.

XXXXXX13. Información direcciones verificadas: E. Short vivió en esas direcciones en 1946. (Nombres siguiendo direcciones son de quien ha llamado o residentes verificados misma dirección. Todos salvo Linda Martin comprobados en registros.)

13-A-1611 N. Orange doctor, Hollywood. (Harold Costa, Donald Leyes, Marjorie Graham) 6024 Carlos Ave., Hollywood. 1842 N. Cherokee, Hollywood (Linda Martin, Sheryl Saddon) 53 Linden, Long Beach.

14. Resultados hallazgos en solares vacíos DIC: no se encontró ropa de mujer, sí numerosos cuchillos y hojas de cuchillo, todos demasiado oxidados para ser arma del crimen. No se halló sangre.

15. Resultados batida Leimert Park (con fotos E. Short): nada (todas afirmaciones de haberla visto obviamente de chalados).

En conclusión: creo que todos los esfuerzos investigadores deberían centrarse alrededor interrogatorios relaciones conocidas de E. Short, en particular sus numerosos amantes. Sargento Sears y yo iremos a San Diego para interrogar sus R.C. de allí. Entre orden de búsqueda «Red» y los interrogatorios R.C.L.A. deberíamos obtener información significativa.

Russell A. Millard, Ten.,

Número de Placa 493, Central Homicidios

Me di la vuelta para encontrarme con Millard, que me observaba.

—Venga, sin pensarlo, ¿qué te parece todo eso? —dijo.

Hurgué en mi bolsillo arrancado.

—¿Se merece todo esto, teniente?

Millard sonrió; me di cuenta de que las ropas arrugadas y un poco de barba necesitada de la navaja no lograban empañar su aureola de clase.

—Creo que sí. Tu compañero piensa que sí.

—Lee está persiguiendo al hombre del saco, teniente.

—Ya sabes que puedes llamarme Russ.

—De acuerdo, Russ.

—¿Qué obtuvisteis tú y Blanchard del padre?

Le entregué mi informe de Millard.

—Nada detallado, sólo más datos sobre que la chica era una cualquiera. ¿Qué es todo eso de la Dalia Negra?

Millard golpeó con las palmas de las manos los brazos de su asiento.

—Podemos darle las gracias a Bevo Means por eso. Fue a Long Beach y habló con el conserje del hotel donde la chica estuvo el verano pasado. El conserje le dijo que Betty Short siempre llevaba vestidos negros ceñidos. Bevo pensó en esa película de Alan Ladd, La dalia azul, y lo sacó de allí. Supongo que la imagen servirá para tener por lo menos una docena más de confesiones al día. Como dice Harry cuando ha tomado unos tragos: «Hollywood te joderá cuando nadie más lo haga». Eres un tipo listo y duro, Bucky. ¿Qué piensas?

—Pienso que quiero volver a la Criminal. ¿Puedes hacer que Loew lo permita?

Millard meneó la cabeza.

—No. ¿Vas a responder a mi pregunta o no?

Dominé el impulso de golpear a lo que fuera o de suplicar.

—Le dijo que sí o que no al tipo equivocado en el momento y en el lugar equivocados. Y dado que por esa chica han pasado más tipos que neumáticos por la autopista de San Berdoo, y como ella no va a contárnoslo, yo diría que encontrar a ese tipo equivocado va a ser un trabajo de todos los demonios.

Millard se puso en pie y se desperezó.

—Bien, chico listo, ve a la comisaría de Hollywood y reúnete con Bill Koenig. Luego, los dos vais a interrogar a los inquilinos de las direcciones de Hollywood que figuran en mi informe resumen. Concentraos en los amigos. Si puedes, no dejes muy suelto a Koenig y redacta tú el informe, porque Billy es prácticamente un analfabeto. Vuelve aquí cuando hayas terminado.

Obedecí, con mi dolor de cabeza convirtiéndose en jaqueca. Lo último que oí antes de salir a la calle fue a un grupo de polis que se estaban riendo de las cartas de amor de Betty Short.

Recogí a Koenig en la comisaría de Hollywood y fui con él a la dirección de la avenida Carlos. Estacioné delante del 6024.

—Tú tienes más rango, sargento —dije—. ¿Cómo quieres que juguemos la partida?

Koenig carraspeó ruidosamente y luego se tragó el nudo de flema que había logrado expectorar.

—Fritzie es el que pregunta pero se encuentra en cama, enfermo. ¿Qué te parece si hablas tú y yo me quedo en segundo plano, como apoyo? —Abrió su chaqueta para mostrarme una porra de cuero metida en el cinturón—. ¿Crees que va a ser un trabajo de músculos?

—Va a ser un trabajo de hablar —respondí, y salí del coche.

Había una anciana sentada en el porche del 6024, una casa marrón de tres plantas construida con madera de chilla y un letrero que ponía HABITACIONES PARA ALQUILAR sobre una estaca clavada en la hierba. La anciana vio que me acercaba, y cerró su Biblia.

—Lo siento, joven —me espetó—, pero sólo alquilo a chicas que tengan carrera y referencias.

Le enseñé mi placa.

—Somos agentes de policía, señora. Hemos venido para hablar con usted sobre Betty Short.

—Yo la conocía como Beth —respondió la anciana, y luego miró a Koenig, que estaba con los pies en el césped, mientras se hurgaba la nariz con disimulo.

—Está buscando pistas —dije yo.

La mujer lanzó un bufido.

—No las encontrará dentro de eso tan gordo que tiene en medio de la cara. ¿Quién mató a Beth Short, agente?

Saqué pluma y cuadernito.

—Para descubrir eso hemos venido aquí. ¿Podría decirme su nombre, por favor?

—Soy la señorita Loretta Janeway. Llamé a la policía cuando oí el nombre de Beth en la radio.

—Señorita Janeway, ¿cuándo vivió Elizabeth Short en esta dirección?

—Comprobé mis libros justo después de oír las noticias. Beth se quedó en mi habitación trasera de la tercera planta, a la derecha, desde el catorce de septiembre al diecinueve de octubre pasados.

—¿La envió alguien con referencias?

—No. Lo recuerdo muy bien, porque Beth era una chica tan guapa… Llamó a la puerta y dijo que subía por Gower cuando había visto mi letrero. Me contó que era aspirante a actriz y que necesitaba una habitación barata hasta que llegara su gran oportunidad. Yo dije que ya había oído eso antes y le expliqué lo bien que le iría perder ese horrible acento de Boston que tenía. Bueno, Beth se limitó a sonreír y me dijo: «Ahora es el momento de que todos los hombres acudan en ayuda de su rey», sin el más mínimo acento. Luego, añadió: «¿Ve? ¿Ve cómo sigo los consejos?». Estaba tan ansiosa de caer bien que le alquilé la habitación, aunque mi política es no alquilárselas nunca a la gente del cine.

Anoté la información pertinente y luego le pregunté:

—¿Qué tal inquilina era?

La señorita Janeway meneó la cabeza.

—Que Dios le dé reposo a su alma, pero se trataba de una inquilina horrible y me hizo lamentar el haber roto mi regla sobre la gente del cine. Siempre pagaba con retraso, siempre andaba empeñando sus joyas para comer e intentaba que la dejara pagar por días en vez de por semanas. ¡Quería pagar un dólar al día! ¿Puede imaginarse el espacio que ocuparían mis libros de contabilidad si le dejara hacer eso a todas mis inquilinas?

—¿Mantenía relaciones sociales con las demás inquilinas?

—¡Dios santo, no! Su habitación disponía de escalera particular, así que Beth no necesitaba entrar por la puerta principal como las demás chicas y nunca asistió a los cafés con pastas que yo les servía a las chicas al volver de la iglesia los domingos. Beth nunca fue a la iglesia y me dijo: «Las chicas están bien para hablar con ellas alguna vez, pero yo prefiero a los hombres de todas todas».

—Aquí viene mi pregunta más importante, señorita Janeway. ¿Tuvo Beth algún amigo mientras vivió aquí?

La anciana recogió la Biblia y la apretó contra sí.

—Agente, si hubieran entrado por la puerta principal como los pretendientes de las otras chicas, yo los habría visto. No quiero blasfemar de una muerta, así que limitémonos a decir que oí montones de pasos por la escalera de Beth a las horas menos convenientes.

—¿Mencionó alguna vez que tuviera enemigos? ¿Alguien a quien temiera?

—No.

—¿Cuándo la vio por última vez?

—A finales de octubre, el día en que se fue. Me dijo: «He encontrado una cueva más agradable», y lo hizo con su mejor voz de chica californiana.

—¿Le comentó adónde se iba?

—No —respondió la señorita Janeway. Luego se inclinó hacia mí como para hacerme una confidencia, al tiempo que señalaba a Koenig, que volvía al coche rascándose la ingle—. Tendría que hablar con ese hombre respecto a su higiene. Con franqueza, es repugnante.

—Gracias, señorita Janeway —repuse yo, regresando al coche e instalándome detrás del volante.

—¿Qué te ha dicho ese vejestorio de mí? —gruñó Koenig.

—Que eres encantador.

—¿De veras?

—De veras.

—¿Y qué más?

—Que un hombre como tú podría hacer que volviera a sentirse joven.

—¿De veras?

—De veras. Le he dicho que 10 olvide, que estás casado.

—No estoy casado.

—Lo sé.

—Entonces, ¿por qué le has mentido?

Metí el coche en el tráfico.

—¿Quieres que te mande notitas amorosas al trabajo?

—Oh, ya entiendo. ¿Qué ha contado de Fritzie?

—¿Conoce a Fritzie?

Me miró como si el retrasado mental fuera yo.

—Montones de personas hablan de Fritzie cuando él no está delante.

—¿Y qué dicen?

—Mentiras.

—¿Qué clase de mentiras?

—Mentiras con mala intención.

—¿Por ejemplo?

—Que pilló la sífilis por tirarse a las putas cuando trabajaba en la Antivicio. Que le dejaron un mes sin empleo y sueldo para que se curara con mercurio. Que le trasladaron a la Central por eso. Mentiras con mala intención, y cosas aún peores que eso.

Sentí escalofríos que me subían y bajaban por la columna vertebral. Giré para entrar en Cherokee.

—¿Como cuáles? —pregunté.

Koenig se acercó un poco más a mí, inclinándose desde su asiento.

—¿Me estás sonsacando o qué, Bleichert? ¿Buscas cosas malas que contar sobre Fritzie?

—No. Soy curioso, nada más.

—La curiosidad mató al gatito lindo. Recuerda eso. —Lo haré. ¿Qué sacaste en el examen de sargento, Bill?

—No lo sé.

—¿Cómo?

—Fritzie lo hizo por mí. Recuerda al gatito lindo, Bleichert. No quiero que nadie diga nada malo de mi compañero.

El número 1842, una gran casa de apartamentos de estuco, apareció ante nosotros. Estacioné junto a la casa.

—Trabajo de hablar —murmuré, y luego fui en línea recta hacia el vestíbulo.

En la pared había un directorio con S. Saddon y nueve nombres más en él —pero ninguna Linda Martin—, y el número del apartamento era el 604. Cogí el ascensor hasta la sexta planta, caminé a lo largo de un pasillo que tenía un leve olor a marihuana y llamé a la puerta. La música de una gran orquesta se apagó de repente, la puerta se abrió y una chica no demasiado mayor con un aparatoso atuendo egipcio apareció en el umbral, sosteniendo en sus manos un tocado de papier-mâché.

—¿Es usted el chófer de la RKO? —preguntó.

—Policía —respondí yo.

La puerta se cerró en mis narices. Oí el ruido de un retrete dejando escapar el agua; un instante después, la chica apareció de nuevo y yo entré en el apartamento sin haber sido invitado a ello. La sala tenía el techo muy alto y abovedado; catres no muy bien arreglados se alineaban a lo largo de las paredes. Maletas, bolsos y baúles de viaje asomaban por la puerta de un armario abierto y una mesa de linóleo estaba metida en diagonal, como si fuera una cuña, entre un montón de catres sin colchones. La mesa aparecía cubierta de cosméticos y espejitos de maquillaje; el resquebrajado suelo de madera estaba cubierto por un círculo de polvos faciales y colorete.

—¿Es por esas multas que se me olvidó pagar? —preguntó ella—. Oiga, tengo tres días de trabajo en La maldición de la tumba de la momia en la RKO; cuando me paguen les mandaré un cheque. ¿Le parece bien?

—Es por Elizabeth Short, señorita… —dije yo.

La chica lanzó un gemido exagerado, como si estuviera actuando en el escenario.

—Saddon. Sheryl con una Y-L Saddon. Oiga, hablé por teléfono con un policía esta mañana. El sargento fulano o mengano, que tartamudeaba de forma terrible. Me hizo nueve mil preguntas sobre Betty y sus nueve mil novios y yo le respondí nueve mil veces que montones de chicas duermen aquí y se citan con montones de tipos y la mayoría son aves de paso. Le expliqué que Betty vivió aquí desde principios de noviembre hasta principios de diciembre y que no recuerdo los nombres de ninguna de sus citas. Por lo tanto, ¿puedo irme ahora? El camión de los extras tiene que llegar en cualquier momento y necesito ese trabajo.

A Sheryl Saddon se le había terminado el aliento y su traje de oropeles la hacía sudar. Señalé hacia uno de los catres.

—Siéntese y responda a mis preguntas o la arresto por los porros que acaba de tirar en el retrete.

La Cleopatra de los tres días obedeció, aunque me lanzó una mirada que habría fulminado a Julio César.

—Primera pregunta —dije—: ¿Vive aquí Linda Martin?

Sheryl Saddon cogió un paquete de Old Golds del catre y encendió un cigarrillo.

—Ya se lo conté al sargento Tartamudeos. Betty mencionó a Linda Martin un par de veces. Vivía en el otro sitio de Betty, el que está entre De Longpre y Orange… Ya sabe que necesita pruebas para arrestar a una persona, ¿no?

Saqué mi pluma y mi cuadernito.

—¿Qué hay de los enemigos de Betty? ¿Amenazas de violencia contra ella?

—El problema de Betty no eran los enemigos, era el tener demasiados amigos, si es que quiere entenderme. ¿Lo ha pescado? A-mi-gos, del género masculino.

—Chica lista. ¿Alguno de ellos llegó al extremo de amenazarla?

—No que yo sepa. Oiga, ¿podemos ir un poco más rápido con todo esto?

—Tranquila. ¿Qué trabajo hacía Betty mientras vivió aquí?

Sheryl Saddon lanzó un bufido.

—Actriz. Betty no trabajaba. Siempre le pedía dinero suelto a las otras chicas y le sacaba la bebida y las cenas a los abuelitos que corren por el bulevar. En un par de ocasiones, se largó dos o tres días y volvió con dinero; después contaba ridículas historias sobre de dónde venía. Era una mentirosa tan pésima que nadie creyó jamás una sola palabra suya.

—Hábleme de esas historias ridículas. Y sobre las mentiras de Betty en general.

Sheryl apagó su cigarrillo y, de inmediato, encendió otro. Fumó en silencio unos segundos, y yo me di cuenta de que su parte de actriz comenzaba a entusiasmarse ante la idea de hacer una caricatura de Betty Short.

—¿Sabe todo eso sobre la Dalia Negra que sale en los periódicos? —dijo por fin.

—Sí.

—Bueno, Betty siempre se vestía de negro como un truco para impresionar a los directores de repartos cuando iba con las demás chicas, algo que no ocurría muy a menudo porque le gustaba dormir cada día hasta las doce del mediodía. Sin embargo, algunas veces te contaba que iba de negro porque su padre había muerto o que estaba de luto por los chicos que habían muerto en la guerra. Y luego, al día siguiente, te decía que su padre vivía. Cuando se largaba un par de días y regresaba con pasta, le contaba a una de las chicas que se le había muerto un tío rico y le había dejado una buena herencia y a otra que había ganado ese dinero jugando al póquer en Gardena. A todo el mundo le dijo nueve mil mentiras sobre estar casada con nueve mil héroes de guerra distintos. ¿Pesca la imagen?

—Con gran claridad —respondí—. Cambiemos de tema.

—Soberbio. ¿Qué le parecen las finanzas internacionales?

—¿Qué tal las películas? Todas las chicas de aquí están intentando entrar en el cine, ¿verdad?

Sheryl me lanzó una mirada de vampiresa.

—Yo lo he conseguido. He salido en La mujer jaguar, El ataque de la gárgola fantasma y Dulce será la madreselva.

—Felicidades. ¿Consiguió Betty trabajar alguna vez en el cine?

—Quizá. Puede que lo consiguiera una vez y puede que no, porque Betty era tan embustera…

—Siga.

—Bueno, el día de Acción de Gracias todas las del sexto aparecieron para una de esas cenas en las que tienes que traer algo, lo que sea, y Betty tenía pasta y compró dos cajas enteras de cerveza. Alardeaba de estar metida en una película y no paraba de enseñar un fotómetro que decía le había regalado el director. Verá, hay montones de chicas que tienen fotómetros de baratillo que les dan los tipos de las películas, pero ese suyo era caro, estaba montado en una cadenilla y llevaba un pequeño estuche de terciopelo. Recuerdo que Betty se pasó toda la noche como encima de una nube, hablando sin parar.

—¿Le dijo el nombre de la película?

—Si lo hizo, no me acuerdo.

Paseé los ojos por la habitación, conté doce catres a un dólar la noche cada uno y pensé en un propietario que engordaba’ con ellos.

—¿Sabe lo que es un sofá de reparto?

Sus falsos ojos de Cleopatra llamearon.

—No, amigo. Esta chica aquí presente no, nunca.

—¿Y Betty Short?

—Es probable que sí.

Oí sonar un claxon, fui hasta la ventana y miré por ella. Un camión con la trasera descubierta y una docena de Cleopatras y faraones en ella se encontraba en la acera, justo detrás de mi coche. Me volví para decírselo a Sheryl, pero ella había salido ya.

La última dirección en la lista de Millard era el 1611 de North Orange Drive, una de esas casas de estuco rosa que se hacen pensando en los turistas y que se encontraba a la sombra de la secundaria de Hollywood.

Koenig salió bruscamente de su ensueño y su búsqueda en el interior de la nariz cuando detuve el coche delante del edificio, en doble fila.

Señaló a dos hombres que examinaban un montón de periódicos en los escalones.

—Yo me encargo de ellos y tú de las niñitas. ¿Tienes nombres que darles?

—Puede que sean Harold Costa y Donald Leyes —dije—. Oye, sargento, pareces cansado. ¿Quieres descansar y que lo haga yo todo?

—Estoy aburrido. ¿Qué tengo que preguntarle a esos tipos?

—Yo los manejaré, sargento.

—Acuérdate del gatito lindo, Bleichert. Lo mismo que le ocurrió a él les pasa a los tipos que intentan molestarme cuando Fritzie no anda alrededor. Bueno, ¿de qué debo acusarles?

—Sargento…

Koenig me roció con una lluvia de salivazos.

—¡Soy el de más rango, chico listo! ¡Harás lo que diga el Gran Bill!

Viéndolo todo rojo, dije:

—Consigue coartadas y pregúntales si Betty Short practicó la prostitución alguna vez.

Por toda réplica, Koenig lanzó una risita.

Crucé el césped y subí los peldaños a paso de carga, con los dos hombres echándose a un lado para dejarme pasar. La puerta principal daba a una salita bastante miserable; un grupo de jóvenes andaban por ahí, fumando o leyendo revistas de cine en los asientos.

—Policía —dije—. Busco a Linda Martin, Marjorie Graham, Harold Costa y Donald Leyes.

Una rubia color miel que llevaba pantalones dobló la esquina de la página del Photoplay que tenía delante.

—Yo soy Marjorie Graham; Hal y Don están fuera.

Los demás se pusieron en pie y formaron un rápido abanico a mi alrededor como si yo fuera una gran dosis de malas noticias.

—Se trata de Elizabeth Short —dije—. ¿La conocía alguno de ustedes’?

Obtuve una media docena de meneos de cabeza diciendo que no y expresiones de asombro y pena; en el exterior oí a Koenig.

—¡Dime la verdad! —gritaba—. ¿La Short hacía la calle o no?

—Yo fui la que llamó a la policía, agente —dijo Marjorie Graham—. Les di el nombre de Linda porque ella también conocía a Betty.

Señalé hacia la puerta.

—¿Qué hay de esos tipos de ahí fuera?

—¿Don y Harold? Los dos salieron con Betty. Harold les llamó a ustedes porque sabía que andarían buscando pistas. ¿Quién es ese hombre que les está gritando?

Ignoré la pregunta, me senté junto a Marjorie Graham y saqué mi cuadernito.

—¿Qué pueden decirme sobre Betty que no sepa ya? ¿Pueden darme hechos? ¿Nombres de otras relaciones suyas, descripciones, fechas precisas? ¿Enemigos? ¿Posibles motivos para que alguien deseara matarla?

Ella se encogió un poco y yo me di cuenta de que había levantado el tono de voz.

—Empecemos con las fechas —continué con tono algo más bajo—. ¿Cuándo vivió Betty aquí?

—A principios de diciembre —dijo Marjorie Graham—. Lo recuerdo porque un montón de nosotros estábamos sentados escuchando un programa de radio sobre el quinto aniversario de Pearl Harbour cuando se inscribió.

—¿Así que fue el siete de diciembre?

—Sí.

—¿Y cuánto tiempo permaneció aquí?

—No más de una semana o algo así.

—¿Cómo llegó a conocer este sitio?

—Creo que Linda Martin le habló de él.

El informe de Millard afirmaba que Betty Short pasó la mayor parte de diciembre en San Diego.

—Pero se fue poco tiempo después, ¿verdad? —dije.

—Sí.

—¿Por qué, señorita Graham? Betty vivió en tres sitios durante el otoño pasado, que sepamos… todos ellos en Hollywood. ¿Por qué circulaba tanto?

Marjorie Graham sacó un pañuelito de papel de su bolso y empezó a estrujarlo entre sus dedos.

—Bueno, en realidad no estoy nada segura de saberlo.

—¿Andaba algún novio celoso detrás de ella?

—No lo creo.

—Señorita Graham, ¿qué cree usted?

Marjorie lanzó un suspiro.

—Agente, Betty utilizaba a la gente, la gastaba… Les pedía dinero prestado y les contaba cuentos chinos y…, bueno, aquí viven bastantes chicos que no son tontos y creo que entendieron a Betty bastante de prisa.

—Hábleme de ella —dije—. Usted la apreciaba, ¿no?

—Sí. Era dulce, confiada, y a veces parecía incluso algo tonta pero tenía… inspiración. Poseía ese extraño don, por así decirlo. Hubiese hecho cualquier cosa para que la quisieran y era capaz de adoptar los rasgos y las manías de quien estuviera con ella. Aquí todo el mundo fuma, y Betty empezó a fumar para ser parte de la pandilla, aunque eso le perjudicara por su asma y ella odiara los cigarrillos. Y lo extraño es que intentaba hablar o caminar como tú, pero siempre era ella misma cuando estaba haciendo eso. Siempre era Betty o Beth o cualquier abreviatura de Elizabeth que utilizara en ese momento.

Archivé ese triste dato en mi cabeza.

—¿De qué hablaban usted y Betty?

—La mayor parte del tiempo yo la escuchaba —dijo Marjorie—. Solíamos sentarnos aquí a escuchar la radio. Entonces, Betty contaba historias. Historias de amor sobre todos esos héroes de guerra… el teniente Joe y el mayor Matt y etcétera y etcétera. Yo sabía que sólo eran fantasías. A veces hablaba de convertirse en una estrella de cine, como si sólo le hiciera falta pasearse de un lado a otro con sus trajes negros y que, más pronto o más tarde, alguien la descubriría. Eso me ponía bastante furiosa, porque he estado dando clases en el Pasadena Playhouse y sé que actuar es un trabajo difícil y duro.

Pasé mis notas con rapidez hasta llegar al interrogatorio de Sheryl Saddon.

—Señorita Graham, ¿habló Betty de que andada metida en una película en algún momento de noviembre pasado?

—Sí. La primera noche que estuvo aquí alardeaba de ello. Dijo que tenía un papel principal en ella y nos enseñó un fotómetro. Un par de chicos la acosaron para que les diera detalles y a uno de ellos le contó que para la Paramount y a otro, para la Fox. Yo pensé que lo único que hacía era exhibirse para llamar la atención.

Escribí «Nombres» en una página en blanco y lo subrayé tres veces.

—Marjorie, ¿qué hay de los nombres? ¿Los chicos de Betty, la gente con quien la vio?

—Bueno, sé que salió con Don Leyes y Harold Costa y una vez la vi con un marinero…

Marjorie se calló y percibí una expresión de inquietud en sus ojos.

—¿Qué ocurre? Puede contármelo, no se preocupe.

La voz de Marjorie era tan tensa que sonó casi estridente.

—Muy poco antes de que se fuera, vi a Betty y a Linda Martin hablando con una mujerona, una vieja del bulevar. Llevaba un traje de hombre y tenía el cabello tan corto como el de un hombre. Sólo las vi con ella esa vez, así que quizá eso no quiera decir que…

—¿Intenta decirme que aquella mujer era lesbiana?

Marjorie movió la cabeza con rapidez de arriba abajo y buscó un kleenex en su bolso; Bill Koenig entró en la habitación y me hizo una seña con el dedo. Fui hacia él.

—Los tipos han hablado —me susurró—. Dicen que la difunta vendía su tiempo cuando se veía muy apurada. He llamado al señor Loew. Me ha ordenado que lo mantengamos en secreto, «porque resulta más bonito si la chica es limpia y buena».

Contuve el impulso de gritarlo a los cuatro vientos; lo más probable sería que el fiscal del distrito y su ayudante se encargaran de echar tierra al asunto.

—Yo también tengo una buena pista. Consigamos declaraciones de esos tipos, ¿de acuerdo?

Koenig lanzó una risita y salió de la habitación; yo le dije a Marjorie que no se moviera y fui hacia el final del pasillo. Había un mostrador y un libro de registro abierto sobre él. Me puse delante del mostrador y pasé las páginas hasta ver un garabato infantil que decía «Linda Martin», con «Habitación 14» puesto al lado con tampón.

Tomé por el pasillo de la primera planta hasta llegar a la habitación, llamé a la puerta y esperé a que me contestaran. Cuando no me llegó respuesta alguna después de transcurridos cinco segundos, probé con el pomo. La puerta no estaba cerrada y la abrí de un empujón.

La habitación era muy pequeña y sólo contenía una cama por hacer. Miré en el armario; estaba vacío por completo. La mesilla de noche sostenía un montón de periódicos del día anterior, todos doblados por las páginas que hablaban del «Crimen del Hombre-Lobo» y, de repente, supe que la Martin era una fugitiva. Me puse de rodillas en el suelo, pasé la mano por debajo de la cama y noté un objeto aplanado. Di un tirón y lo saqué.

Era un bolso de plástico rojo. Lo abrí y encontré dos monedas de cinco centavos, una de diez y una tarjeta de la escuela secundaria Cornhusker, Cedar Rapids, Iowa. La tarjeta estaba extendida a nombre de Lorna Martilkova, nacida el 19 de diciembre de 1931. Bajo el escudo de la escuela había la foto de una joven preciosa; en mi mente, la imagen ya se estaba añadiendo a todas las líneas necesarias para completar el informe sobre una jovencita escapada de casa a la cual se buscaba.

Marjorie Graham apareció en el umbral. Sostuve la tarjeta ante ella.

—Es Linda —dijo—. Dios, sólo tiene quince años.

—Eso es una edad casi madura para Hollywood. ¿Cuándo la ha visto por última vez?

—Esta mañana. He hablado con ella y le he dicho que había llamado a la policía, que vendrían para hablar con nosotras sobre Betty. ¿Acaso he hecho mal?

—Usted no podía saberlo. Gracias, de todos modos.

Marjorie sonrió y me encontré deseándole una vía rápida de una sola dirección para abandonar el mundo del cine. Mantuve el deseo en silencio mientras le devolvía la sonrisa y salía de la habitación. En el porche estaba Bill Koenig, igual que si se encontrara en un desfile, y Donald Leyes y Harold Costa se hallaban derrumbados en un par de tumbonas con ese aspecto verdoso de pez boqueante que proporcionan unos cuantos puñetazos en el vientre.

—Ellos no han sido —aseguró Koenig.

—Joder, Sherlock, me asombras —repuse.

—No me llamo Sherlock —dijo Koenig.

—Joder, me asombras —repetí.

—¿Qué…? —murmuró Koenig.

En la comisaría de Hollywood ejercí la prerrogativa especial de un poli de la Criminal, e hice emitir una orden de búsqueda juvenil a todas las comisarías y una orden de búsqueda con prioridad como testigo material a nombre de Lorna Martilkova/Linda Martin, dejándole al jefe del turno de día los impresos. Éste me aseguró que los difundiría al cabo de una hora y que enviaría varios agentes al 1611 de North Orange Drive para interrogar a los inquilinos sobre el posible paradero de Linda/Lorna. Una vez me hube ocupado de eso, escribí mi informe sobre la serie de interrogatorios, recalcando que Betty Short mentía de forma habitual y la posibilidad de que hubiera actuado en una película en algún período de noviembre del 46. Antes de terminarlo, vacilé respecto de la lesbiana. Si Ellis Loew se enteraba de ese dato era probable que lo ocultara, junto con el de que Betty trabajaba algunas veces de prostituta, por lo que decidí omitirlo del informe y darle la información a Russ Millard de manera verbal.

Usando el teléfono de la sala común llamé al Sindicato de Actores de la Pantalla y a la Central de Reparto y pregunté por Elizabeth Short. Un empleado me dijo que jamás habían tenido en sus registros a nadie con ese nombre o con un diminutivo de Elizabeth, lo cual hacía improbable que hubiera aparecido en alguna producción legal de Hollywood. Colgué con la seguridad de que la película había sido otro cuento de hadas de Betty y que el fotómetro era sólo algo para darle verosimilitud.

La tarde estaba terminando. Encontrarse libre de Koenig era como haber sobrevivido a un cáncer, y las tres entrevistas me daban la impresión de haber sido una sobredosis de Betty/Beth Short y sus últimos meses de alquiler barato en la Tierra. Me sentía cansado y hambriento, así que conduje hasta la casa para comer un bocadillo y echar una siesta… y acabé en otra parte del espectáculo Dalia Negra.

Kay y Lee se hallaban junto a la mesa del comedor, examinando fotos de la escena del crimen tomadas entre la Treinta y Nueve y Norton. Allí estaba la cabeza aplastada de Betty Short; los pechos acuchillados de Betty Short; la vacía mitad inferior de Betty Short y las piernas bien separadas de Betty Short…, todo ello en satinado blanco y negro. Kay fumaba con nerviosismo mientras echaba miraditas a las fotos. Lee tenía los ojos clavados en ellas; los músculos de su rostro se movían en una media docena de direcciones distintas, el hombre benzedrina del espacio exterior. Ninguno de los dos me dirigió ni una palabra así que me quedé quieto, jugando a ser el único que no se dejaba impresionar por el fiambre más celebrado de toda la historia de Los Ángeles.

—Hola, Dwight —dijo Kay finalmente, y Lee clavó un dedo tembloroso en una ampliación de las mutilaciones del torso.

—Sé que no es un trabajo casual. Vern Smith dice que algún tipo se limitó a recogerla en la calle, la llevó a algún sitio donde la torturó, y la echó luego en el solar. ¡Una mierda de caballo! El tipo que hizo esto la odiaba por una razón determinada y quería que todo el maldito mundo lo supiera. Jesús, estuvo cortándola dos jodidos días. Niña, tú has tomado clases preparatorias de medicina, ¿crees que este tipo tenía algún entrenamiento médico? ¿Sabes lo que quiero decir, como si fuera alguna especie de doctor loco?

Kay apagó su cigarrillo.

—Lee, Dwight está aquí —dijo.

Él giró en redondo sobre sí mismo.

—Socio… —saludé, y Lee intentó guiñar el ojo, sonreír y hablar al mismo tiempo. Le salió una mueca bastante horrible.

—Bucky, escucha a Kay, sabía que toda la universidad que le pagué acabaría por servirme de algo —logró decir por fin, y yo no pude hacer otra cosa que apartar la mirada.

Cuando Kay habló, lo hizo con una voz suave y llena de paciencia.

—Todas estas teorías no son más que estupideces pero te daré una si comes algo para calmarte un poco.

—Adelante, profesora, venga tu teoría.

—Bueno, sólo es una suposición, pero quizá hubo dos asesinos: las heridas de las torturas se ven toscas, mientras que la bisección del cuerpo y la herida del abdomen, que son obviamente posteriores a la muerte, aparecen precisas y limpias. Pero tal vez no hay más que un asesino, y se calmó después de matar a la chica, luego la cortó en dos e hizo la incisión abdominal. Cualquiera podría haber sacado los órganos interiores con el cuerpo en dos partes. Creo que los doctores locos sólo existen en las películas. Cariño, debes calmarte. Tienes que dejar de tomar esas píldoras y has de comer. Escucha a Dwight, él te lo dirá.

Miré a Lee.

—Estoy demasiado cargado para comer —exclamó, y luego extendió su mano, como si yo acabara de entrar en la casa—. Eh, socio. ¿Has descubierto algo bueno hoy sobre la chica?

Pensé contarle que había descubierto que no se merecía a cien policías trabajando a jornada completa; pensé en soltarle la pista de la lesbiana y decirle que Betty Short era una pobre mentirosa insignificante para apoyar lo primero. Pero el rostro de Lee, lleno con la nerviosa energía de la droga, me hizo cambiar de opinión.

—Nada que justifique lo que te estás haciendo —respondí—. Nada que valga la pena de verte convertido en un inútil cuando un tipo al que enviaste a San Quintín se encuentra a tres días de aparecer por Los Ángeles. Piensa en tu hermana pequeña viéndote así. Piensa en ella…

Me detuve al ver que las lágrimas empezaban a fluir de los ojos tipo espacio exterior de Lee. Ahora le tocaba el turno a él de quedarse allí, haciendo de espectador ante su propia hermana. Kay se colocó entre nosotros dos, una mano sobre el hombro de cada uno. Me fui antes de que Lee empezara a llorar en serio.

La comisaría de Universidad era otro puesto avanzado en la manía de la Dalia Negra.

En los vestuarios habían colocado una lista de apuestas. Era un cuadrado toscamente recortado en fieltro con espacios para apostar en los que ponía: «Resuelto —se paga 2 a 1», «Un trabajo sexual debido al azar —se paga 4 a 1», «Sin resolver —a la par», «Novio(s) —se paga 1 a 4», y «"Red" —no hay apuestas hasta que el sospechoso sea capturado». El «Hombre $ de la casa» anotado era el sargento Shiner y de momento la gran acción estaba en «novio(s)», con una docena de agentes apuntados; todos habían soltado su billete con la esperanza de ganar doscientos cincuenta pavos.

La sala común era otra atracción cómica. Alguien había colgado del dintel las dos mitades de un traje negro barato. Harry Sears, medio borracho, daba vueltas de vals alrededor de la negra de la limpieza, y la presentaba como la auténtica Dalia Negra, la mejor ave cantora de color después de Billie Holliday. Mientras le daba tragos a la petaca de Harry, la mujer de la limpieza y él hipaban canciones religiosas en tanto los agentes que intentaban hablar por teléfono se tapaban la oreja libre con la mano.

También el trabajo serio andaba bastante frenético. Había hombres dedicados a las matrículas y las guías callejeras de Huntington Park, en un intento de hallar al «Red» que se fue de San Diego con Betty Short; otros leían sus cartas de amor y dos agentes se ocupaban de la línea policial que daba información sobre las matrículas que Lee había conseguido la noche anterior mientras estaba apostado ante el picadero de Junior Nash. Millard y Loew no se encontraban allí, así que dejé mi informe respecto de los interrogatorios y una nota sobre las órdenes de búsqueda emitidas por mí en una gran bandeja señalada como INFORMES DETECTIVES. Luego me marché antes de que algún payaso de mayor rango que el mío me obligara a unirme al circo.

Estar sin saber qué hacer me hizo pensar en Lee; pensar en él me hizo desear encontrarme de nuevo en la sala común, donde, al menos, había cierto sentido del humor en torno a la chica muerta. Luego, pensar en Lee hizo que me enfadase y empezase a pensar en Junior Nash, pistolero profesional más peligroso que cincuenta novios celosos asesinos. Nervioso, volví a ser un policía de la Criminal y recorrí Leimert Park en busca suya.

Pero no había escapatoria de la Dalia Negra.

Al pasar por la Treinta y Nueve y Norton vi a unos cuantos mirones que contemplaban boquiabiertos el solar vacío mientras varios vendedores de helados y perritos calientes se encargaban de abastecerles; una vieja vendía fotos de Betty Short delante del bar de la Treinta y Nueve y Crenshaw, y me pregunté si el encantador Cleo Short se habría encargado de proporcionarle los negativos a cambio de un sustancial porcentaje. Enfadado, aparté todas esas payasadas de mi mente y trabajé.

Caminé durante cinco horas seguidas por Crenshaw Sur y Western Sur, enseñando las fotos de Nash y explicando su modus operandi habitual de buscar negras jóvenes. Todo lo que obtuve fue «No» y la pregunta «¿Por qué no anda detrás del tipo que hizo pedacitos a esa chica tan guapa de la Dalia?» Hacia mitad de la tarde, me rendí a la idea de que quizá Junior Nash se hubiera largado realmente de Los Ángeles. Y, todavía nervioso, me uní al circo de nuevo.

Tras engullir una cena a base de hamburguesas llamé al número nocturno de la Antivicio y pregunté sitios conocidos donde se reunieran lesbianas. El agente de guardia comprobó en los archivos de Inteligencia de la Antivicio y volvió con los nombres de tres bares, todos en el mismo bloque del bulevar Ventura, por el Valle: Holandesa, Sitio Divertido y Escondite de La Verne. Estaba a punto de colgar el teléfono cuando añadió que se encontraban fuera de la jurisdicción de la policía de Los Ángeles y que pertenecían al territorio del condado no incorporado a ésta patrullado por el departamento del sheriff, y que era probable operaran sancionados por él… a cambio de un precio.

No pensé en jurisdicciones durante mi trayecto hasta el valle, sino en mujeres que andaban con mujeres. No lesbianas, sino chicas suaves con ángulos duros, como mi ristra de ocasiones logradas con los combates. Cuando iba por el paso Cahuenga intenté emparejarlas. Todo lo que pude conseguir fueron sus cuerpos y el olor a linimento y tapicería de coche…, ningún rostro. Entonces usé a Betty/Beth y a Linda/Lorna, fotos policiales y la tarjeta de la escuela combinadas con los cuerpos de las chicas que recordaba de mis últimos combates como profesional. El asunto se fue haciendo cada vez más y más gráfico; entonces apareció ante mí el bloque 11000 del bulevar Ventura y tuve una auténtica dosis de mujeres-con-mujeres.

La fachada de Sitio Divertido semejaba una cabaña de troncos y tenía dobles puertas batientes como las de los bares en las películas del Oeste. El interior era pequeño y con una pobre iluminación; hicieron falta varios segundos para que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Cuando lo conseguí, me encontré con una docena de mujeres que intentaban obligarme a bajar la mirada.

Algunas de ellas eran marimachos con camisetas caqui y pantalones de soldado; otras, chicas delicadas con faldas y suéteres. Una tipa corpulenta y malcarada me miró de la cabeza a los pies; la chica que se hallaba a su lado, una esbelta pelirroja, apoyó la cabeza sobre su hombro y pasó un brazo alrededor de su gruesa cintura. Al sentir que empezaba a sudar busqué el bar con la mirada y también a alguien que tuviera el aspecto de estar al mando. Localicé una zona situada en la parte trasera de la habitación que tenía sillas de bambú y una mesa cubierta con botellas de licor, todas ellas rodeadas por una pared de neón que parpadeaba primero en púrpura, luego en amarillo y después en naranja. Fui hacia allí y varias parejas cogidas por los brazos se apartaron para dejarme espacio, el justo para que pudiera moverme.

La lesbiana de la barra me sirvió un vaso lleno de whisky y lo colocó ante mí.

—¿Eres del Control de Bebidas? —preguntó.

Tenía los ojos claros y penetrantes; los reflejos del neón los volvían casi traslúcidos. Tuve la extraña sensación de que sabía lo que yo había estado pensando durante el trayecto.

—Homicidios de Los Ángeles —dije, y me tragué la bebida.

—No estás en tu zona. ¿A quién se han cargado? —preguntó ella.

Busqué mi instantánea de Betty Short y la tarjeta de Lorna/Linda y las puse encima de la barra. El whisky había logrado lubricar un poco la ronquera de mi voz.

—¿Has visto a cualquiera de ellas?

La mujer le echó un buen vistazo a los dos fragmentos de papel y luego me los devolvió.

—¿Me estás diciendo que la Dalia es una hermana?

—Cuéntamelo tú.

—Te diré que nunca la he visto salvo en los papeles y que a la colegiala no la he visto nunca, porque yo y mis chicas no tratamos con material que no tenga la edad. ¿Captas?

Señalé el vaso; la lesbiana volvió a llenarlo. Bebí; mi sudor se volvió caliente y luego se enfrió.

—Lo captaré cuando tus chicas me lo digan y yo las crea.

La mujer lanzó un silbido y la zona de la barra se llenó. Cogí las fotos y se las pasé a una mujer pegada a una dama que parecía un leñador. Miraron las fotos y menearon las cabezas, luego se las pasaron a una mujer que vestía un mono de vuelo de la Hughes Aircraft.

—No —dijo esta última—, pero son de primera calidad —y se las dio a una pareja que tenía al lado.

Ellas murmuraron «Dalia Negra», con auténtica sorpresa en sus voces. Ambas dijeron: «No»; la otra lesbiana exclamó: «Nyet, nein, no, además no es mi tipo». Me devolvió las fotos con un gesto brusco y luego escupió en el suelo.

—Buenas noches, señoras —dije y me dirigí hacia la puerta, con la palabra «Dalia» murmurada una y otra vez a mi espalda.

En la Holandesa hubo otras dos copas gratis, una docena más de miradas hostiles y contestaciones de «No», todo ello envuelto en viejos motivos decorativos ingleses. Cuando entré en el Escondite de La Verne me encontraba medio borracho y muy nervioso por algo que no era capaz de localizar con precisión.

La Verne estaba oscuro por dentro, con pequeños focos circulares unidos al techo que arrojaban una luz sombría sobre paredes tapizadas con papel barato que tenía palmeras dibujadas. Parejas de lesbianas se arrullaban en los reservados; la visión de dos mujeres besándose me obligó a mirarlas. Después desvié la vista y busqué el bar.

Estaba en la pared izquierda, un mostrador bastante largo con luces de colores que se reflejaban en un paisaje de la playa de Waikiki. No había nadie atendiéndolo ni clientes sentadas en ninguno de los taburetes. Fui hasta la parte trasera de la habitación, entre carraspeos para que las tortolitas de los reservados pudieran bajar de sus nubes y volver a la tierra. La estrategia funcionó; abrazos y besos terminaron y ojos sobresaltados y llenos de enfado se alzaron para ver llegar las malas noticias.

—Homicidios de Los Ángeles —dije y le entregué las fotos a la lesbiana más próxima—. La del pelo negro es Elizabeth Short. La Dalia Negra, si habéis leído los periódicos. La otra es amiga suya. Quiero saber si alguna de vosotras las ha visto y, si es así, con quién.

Las fotos hicieron la ronda de los reservados; fui estudiando las reacciones cuando me di cuenta de que debería ponerme duro para obtener las más sencillas respuestas de sí o no. Nadie dijo ni palabra; todo lo que saqué en limpio de leer rostros fue curiosidad mezclada con un par de casos de lujuria. Las fotos volvieron a mí, entregadas por una mujer corpulenta vestida como un conductor de diésel. Las cogí y me dirigí hacia la calle y el aire fresco. Antes de salir, me detuve al ver a una mujer que secaba vasos detrás del mostrador.

Fui hacia el bar y coloqué mis fotos sobre la barra y le hice una seña con el dedo. Cogió la instantánea policial.

—La he visto en el periódico y eso es todo —dijo.

—¿Qué hay de esta chica? Se hace llamar Linda Martin.

La mujer alzó la tarjeta de Lorna/Linda entre sus dedos y la miró con los ojos entrecerrados; por su rostro vi pasar un fugaz destello de reconocimiento.

—No, lo siento.

Me incliné sobre el mostrador.

—Nada de mentiras, mierda. Tiene quince jodidos años y ahora suéltalo todo o te meteré tal paquete que pasarás tus próximos cinco años lamiendo coños en Tehachapi.

La lesbiana retrocedió; por un momento, yo había estado medio esperando que cogiera una botella y me sacara los sesos con ella.

—La chica solía venir —dijo con los ojos clavados en la barra—. Puede que haga dos o tres meses. Pero nunca he visto a la Dalia y creo que a la niña le gustaban los chicos. Quiero decir que se limitaba a sacarles copas a las hermanas y eso era todo.

Cuando miré por él rabillo del ojo vi que una mujer a punto de sentarse ante el mostrador cambiaba de opinión, cogía su bolso y se dirigía hacia la puerta, como asustada por mi conversación con la lesbiana de la barra.

Uno de los reflectores iluminó su rostro; percibí un fugaz parecido con Elizabeth Short.

Recogí mis fotos, conté hasta diez y salí en persecución de la mujer. Llegué a mi coche cuando ella abría la portezuela de un cupé Packard blanco como la nieve estacionado un par de sitios delante del mío. Cuando arrancó, conté hasta cinco y luego la seguí.

Mi vigilancia sobre ruedas me llevó por el bulevar Ventura al paso Cahuenga y luego a Hollywood. El tráfico era escaso a esas horas de la noche, así que dejé al Packard varios largos delante de mí mientras se dirigía hacia el sur por Highland, salía de Hollywood y entraba en el distrito de Hancock Park. La mujer torció en la calle Cuatro. Pasados unos segundos nos encontrábamos en el corazón de Hancock Park, una zona que los policías de Wilshire llamaban «Pavos Reales en Exhibición».

El Packard torció por la esquina de Muirfield Road y se detuvo ante una enorme mansión estilo Tudor delante de la cual había un césped del tamaño de un campo de fútbol. Seguí adelante, mis faros iluminaban la matrícula trasera del coche: CAL RQ 765. Miré por el retrovisor y distinguí a la mujer que cerraba la portezuela; incluso desde esa distancia resultaba fácil fijarse en su esbelta silueta.

Cogí por la Tercera para salir de Hancock Park. En Western vi un teléfono público y llamé a la línea nocturna de tráfico, para pedir una comprobación sobre un Packard cupé blanco matrícula CAL RQ 765. La telefonista me hizo esperar durante casi cinco minutos y luego me contestó con su informe:

—Madeleine Cathcart Sprague, blanca, hembra, nacida 14/11/25, Los Ángeles, South Muirfield Road, 482; no buscada, nada de infracciones, sin antecedentes.

Mientras volvía a casa se me fueron pasando los efectos de la bebida. Empecé a preguntarme si Madeleine Cathcart Sprague tenía algo que ver con Betty/Beth y Lorna/Linda o si sólo era una lesbiana rica a la que le gustaba la vida de los bajos fondos. Mientras sujetaba el volante con una mano, saqué las fotos de Betty Short, puse el rostro de la Sprague encima de ellas y acabé obteniendo un parecido común, nada del otro mundo. Después me imaginé arrancándole el traje y supe que me daba igual.