Lo primero que vi cuando entré en la sala común a la mañana siguiente fue a Harry Sears que leía la primera página del Herald con su titular: «¡¡¡Se busca la guarida del monstruo que cometió el crimen y la torturó!!!»; lo segundo que vi fue una hilera de cinco hombres: dos desgraciados, dos tipos de aire normal y uno que vestía el uniforme de la cárcel, todos esposados a un banco. Harry dejó su periódico y tartamudeó:
—Han c-c-confesado. D-d-dicen que hicieron rere-banadas a la chica.
Yo asentí cuando oí gritos que nos llegaban desde la sala de interrogatorios.
Un instante después, Bill Koenig hizo salir por la puerta a un tipo gordo doblado sobre sí mismo, se dirigió a toda la habitación en general y anunció:
—No ha sido él.
Un par de policías aplaudieron con gestos de burla desde sus escritorios; media docena más apartaron la vista, disgustados.
Koenig le dio un empujón al gordo y lo metió en el pasillo.
—¿Dónde está Lee? —pregunté a Harry.
Éste señaló la oficina de Ellis Loew,
—C-c-con Loew. Pe-pe-periodistas, también.
Fui hacia allí y miré por una rendija de la puerta. Ellis Loew estaba de pie detrás de su mesa y le hacía el numerito a una docena de periodistas. Lee se hallaba sentado junto a él, vestido con el único traje bueno que tenía. Parecía cansado… pero ni mucho menos tan tenso como la noche anterior.
Loew, con voz firme y severa, decía en ese momento:
—… y la repugnante naturaleza del asesinato hace imperativo que nos esforcemos todo lo posible por atrapar a ese demonio cuanto antes. Unos cuantos agentes especialmente entrenados, entre los que se encuentran el señor Fuego y su compañero el señor Hielo, han sido apartados de sus trabajos regulares para ayudar en la investigación, y con hombres como ellos en la tarea pienso que podemos esperar resultados positivos muy pronto. Además…
El retumbar de la sangre en mi cabeza me hizo imposible oír nada más. Empecé a abrir la puerta del todo; Lee me vio, le hizo una seña con la cabeza a Loew y salió de la oficina. Me llevó casi por la fuerza hasta nuestro cubículo de la Criminal. Una vez allí, giré en redondo para encararme con él.
—Has hecho que nos asignen el caso, ¿verdad?
Lee me puso las manos en el pecho como para contenerme.
—Vamos a tomarlo todo con calma y sin excitarnos, ¿vale? Primero, le he pasado un informe a Ellis. Le he dicho que tenemos datos comprobados de que Nash ya no está en nuestra jurisdicción.
—Joder, ¿te has vuelto loco o qué?
—Chiiist. Escúchame, eso sólo ha sido para que las cosas funcionaran mejor. Sigue habiendo una orden de búsqueda contra Nash, están vigilando el picadero y cada policía de la parte sur se encuentra en la calle para agarrar a ese bastardo. Esta noche yo mismo me encargaré de vigilar el picadero. Tengo unos prismáticos potentes y creo que entre ellos y los arcos voltaicos podré ver las matrículas de los coches que bajen por Norton. Es posible que el asesino vuelva para disfrutar del espectáculo. Anotaré todos los números de matrícula que pasen y los comprobaré después con los datos de tráfico.
Lancé un suspiro.
—¡Cristo, Lee…!
—Compañero, todo lo que deseo es una semana para dedicarle a la chica. Nash está cubierto y si no le han cogido para entonces volveremos a él como nuestro objetivo prioritario.
—Es demasiado peligroso para que nos olvidemos de él. Eso ya lo sabes.
—Socio, está cubierto. Y ahora no me digas que no quieres aprovechar a esos dos betunes que te cargaste. No me digas que no estás enterado de que la chica muerta es un plato mucho más jugoso que Junior Nash.
Vi más titulares sobre Fuego y Hielo.
—Una semana, Lee. Ni un minuto más.
Lee me guiñó el ojo.
—Pistonudo.
La voz del capitán Jack nos llegó por el intercomunicador:
—Caballeros, todo el mundo a la sala de reuniones. Ahora.
Cogí mi cuadernillo y atravesé la sala común. Las filas de los que tenían confesiones que hacer habían aumentado y los nuevos se encontraban esposados a los radiadores y las cañerías de la calefacción. Bill Koenig abofeteaba a un viejo que pedía hablar con el alcalde Bowron; Fritzie Vogel anotaba nombres en una tablilla. La sala de reuniones estaba llena hasta los topes con hombres de la Central y el Departamento y un montón de policías de paisano a los cuales nunca había visto antes. El capitán Jack y Russ Millard se encontraban en la parte delantera, de pie junto a un micrófono sostenido por un poste metálico. Tierney golpeó el micrófono con la punta de los dedos, y se aclaró la garganta.
—Caballeros —dijo—, ésta es una reunión general de información sobre el 187 en Leimert Park. Estoy seguro de que todos han leído la documentación repartida y todos saben que va a ser un trabajo condenada-mente duro, y muy importante también. La oficina del alcalde ha recibido una gran cantidad de llamadas, nosotros tenemos muchísimas llamadas, el consejo ha recibido un montón de llamadas y al jefe Horrall le han telefoneado bastantes personas a las cuales queremos tener contentas. Todo eso que cuentan del monstruo y el hombre-lobo en los periódicos hará que recibamos muchas más; o sea, hay que ponerse en acción.
»Empezaremos con la cadena de mando. Yo superviso el asunto; el teniente Millard será el oficial ejecutivo; el sargento Sears, el enlace entre los departamentos. El ayudante del fiscal del distrito, Ellis Loew, actuará como enlace con la prensa y las autoridades civiles, y los siguientes policías quedan asignados a la Central de Homicidios, con efectividad 16/1/47: sargento Anders, detective Arcola, sargento Blanchard, agente Bleichert, sargento Cavanaugh, detective Ellison, detective Grimes, sargento Koenig, detective Liggett, detective Navarette, sargento Pratt, detective J. Smith, detective W. Smith y sargento Vogel. Tienen que reunirse con el teniente Millard después de esta sesión. Russ, todos tuyos.
Saqué mi pluma y, al hacerlo, le di un suave codazo al hombre que tenía al lado para obtener un poco más de espacio donde escribir. Cada uno de los policías que me rodeaban estaba haciendo lo mismo: se podía sentir su atención concentrada en la parte delantera de la habitación.
Millard habló con su voz de abogado en la sala del tribunal.
—Ayer, a las siete de la mañana, avenida Norton, entre la Treinta y Nueve y Coliseo. Una joven muerta, desnuda, cortada en dos, junto a la acera en un solar vacío. Obviamente torturada pero no voy a extenderme sobre ello hasta que hable con el forense de la autopsia… El doctor Newbarr hará el trabajo esta tarde en el Reina de Los Ángeles. Nada de periodistas…, hay algunos detalles que no deseamos que se den a conocer.
»La zona ha sido batida a fondo una vez…, sin pistas de momento. No había sangre donde encontramos el cuerpo; lo cual significa que la chica fue asesinada en algún otro lugar y abandonado el cadáver en el solar. Hay bastantes solares vacíos en la zona y están siendo registrados en busca de armas y manchas de sangre. Un sospechoso llamado Raymond Douglas Nash, que cometió un homicidio durante un robo a mano armada, alquilaba a veces un garaje al final de la calle. También ha sido examinado en búsqueda de huellas dactilares y manchas de sangre. Los chicos del laboratorio no han obtenido nada y Nash no es sospechoso del asesinato de la chica.
»No la hemos identificado todavía y no encaja con ninguna descripción en los archivos de Personas Desaparecidas. Se han mandado sus huellas por teletipo, así que pronto deberíamos obtener algún tipo de información. Por cierto, una llamada anónima a los de Universidad lo puso todo en marcha. El agente que atendió la denuncia nos ha dicho que era una mujer histérica que llevaba su niña a la escuela. La mujer no dio su nombre y colgó, creo que podemos eliminarle a ella como sospechosa.
Millard pasó a utilizar un paciente tono de profesor.
—Hasta que el cuerpo sea identificado, la investigación debe centrarse en la Treinta y Nueve con la avenida Norton. El paso siguiente es volver a dar una batida por la zona.
Se oyó un gran gemido colectivo.
—Universidad será el puesto de mando —continuó Millard, con el ceño fruncido—, y allí habrá gente que pasará a máquina y reunirá los informes de los agentes que examinen la zona. Habrá policías para montar los sumarios a base de los informes y los índices de pruebas. Serán colocados en el tablero común de Universidad y se repartirán copias por todo Los Ángeles y en las demarcaciones del sheriff. Los hombres aquí presentes que pertenezcan a otros departamentos deberán explicar en sus comisarías todo lo hablado en esta reunión, consignarlo en cada informe delictivo general y pasarlo a cada turno. Cualquier información que reciban de los patrulleros ha de ser enviada telefónicamente a la Central de Homicidios, extensión 411. Bien, tengo listas de direcciones que deben ser visitadas de nuevo para todo el mundo, excepto Blanchard y Bleichert. Bucky, Lee, coged las mismas zonas que ayer. Los que sean de otras divisiones que se queden; el resto de hombres liberados de sus puestos por el capitán Tierney que pasen a verme luego. ¡Eso es todo!
Me escabullí por la puerta y bajé por la escalera de servicio hasta llegar al estacionamiento. Quería evitar a Lee y poner alguna distancia entre él y mi visto bueno a su informe sobre Nash. El cielo se había vuelto de un gris oscuro y durante todo el trayecto hasta Leimert Park no hice más que pensar en los chaparrones que podían eliminar algunas pistas en los solares vacíos, llevándose con ellos la investigación de la chica cortada a trocitos y el dolor y la pena que Lee sentía por su hermana pequeña; al arrastrarlo, todo eso iría a parar a la alcantarilla, hasta conseguir que ésta se desbordara y que Junior Nash asomara su cabeza por ella, con la súplica de ser arrestado. Mientras estacionaba mi coche las nubes empezaron a dispersarse; muy pronto estuve registrando la zona con un sol espléndido cayendo sobre mí…, y una nueva ristra de respuestas negativas acabaron con mis fantasías. Hice las mismas preguntas que el día anterior, aunque encarriladas todavía más hacia Nash. Pero esta vez fue diferente. Los policías peinaban el área, anotaban los números de matrícula de todos los coches estacionados y dragaban las cloacas en busca de ropa femenina… Además, la gente de la zona había escuchado la radio y leído los periódicos.
Una vieja que le daba bastante al jerez, a juzgar por su aliento, me enseñó un crucifijo de plástico y me preguntó si eso mantendría alejado al hombre-lobo. Un carcamal, con ropa interior de franela y un cuello de clérigo, me dijo que la chica muerta era un sacrificio a Dios porque Leimert Park había votado a los demócratas en las elecciones de 1946 para el Congreso. Un chaval me enseñó una foto de Lon Chaney, Jr. como el hombre-lobo y dijo que el solar vacío de la Treinta y Nueve con Norton era el terreno de lanzamiento de su nave cohete. Un aficionado al boxeo, que me reconoció gracias al combate con Blanchard, me pidió un autógrafo y luego, muy serio, me espetó que el asesino era el bassett de su vecino y que si tendría la bondad de pegarle un tiro al capullo ése. Las negativas racionales que obtuve fueron tan aburridas como fantasiosas las respuestas de los chalados y empecé a sentirme como si fuera el único hombre que actuaba de forma normal en una monstruosa comedia de enredo.
Acabé a la una y media y regresé a pie a mi coche. Iba pensando en el almuerzo y en pasarme por Universidad cuando vi un trozo de papel metido bajo el limpiaparabrisas: una hoja con el membrete personal de Thad Green y que en el centro, escrito a máquina, ponía: «Agente de policía que esté de guardia: permita la entrada a este agente en la autopsia de la desconocida 31, a las 2 de la tarde, 16/1/47». La firma de Green estaba garabateada al final… y recordaba sospechosamente a la letra del sargento Leland C. Blanchard. Riendo contra mi voluntad, me dirigí hacia el hospital Reina de Los Ángeles.
Los corredores estaban repletos de monjas-enfermeras y ancianos en camilla. Le enseñé mi placa a una de las hermanas y pregunté dónde estaba la sala de autopsias; ella se persignó y luego me guió a lo largo del pasillo; al final, señaló una doble puerta sobre la que se veía la palabra PATOLOGÍA. Fui hasta el patrullero que montaba guardia y le enseñé mi invitación; se puso muy serio, irguió el cuerpo y abrió las puertas. Entré en una habitación pequeña y fría, toda de un blanco antiséptico, con una larga mesa metálica en el centro. Dos objetos, cubiertos con sábanas, yacían sobre ella. Tomé asiento en un banco de cara a la mesa, estremeciéndome ante la idea de ver otra vez la muerta sonrisa de la chica.
Las dobles puertas se abrieron unos segundos después. Un hombre alto y de avanzada edad que fumaba un puro entró por ellas seguido de una monja con un cuaderno para tomar notas taquigráficas entre las manos. Russ Millard, Harry Sears y Lee entraron detrás acompañados por el oficial ejecutivo de Homicidios meneando la cabeza.
—Tú y Blanchard estáis siempre por todos lados, igual que la falsa moneda. Doctor, ¿podemos fumar nosotros?
El anciano sacó un escalpelo de su bolsillo trasero y lo limpió en la pernera de su pantalón.
—Por supuesto. A la chica no le molestará, va a quedarse para siempre en la tierra de los sueños. Hermana Margaret, ayúdeme a retirar esta sábana, ¿quiere?
Lee tomó asiento en el banco, a mi lado: Millard y Sears encendieron sus cigarrillos y sacaron cuadernillos y plumas. Lee bostezó.
—¿Has conseguido algo? —me preguntó.
Pude observar que se le había terminado el efecto de la benzedrina.
—Sí. Un hombre-lobo asesino que viene de Marte cometió el crimen. Buck Rogers le está persiguiendo en su nave espacial y tú deberías irte a casa a dormir.
Él bostezó de nuevo.
—Luego. Lo mejor que he sacado yo ha sido una pista sobre los nazis. Un tipo me ha dicho que vio a Hitler en un bar entre la Treinta y Nueve y Crenshaw. ¡Oh, Jesús, Bucky!
Lee bajó los ojos; entonces, yo miré hacia la mesa de autopsias. La chica muerta estaba destapada, su cabeza vuelta en nuestra dirección. Clavé la vista en mis zapatos hasta que el doctor empezó a parlotear una jerga médica.
—En el primer examen patológico, tenemos aquí a una hembra caucasiana. El tono muscular indica que su edad está entre los dieciséis y los treinta años. El cadáver viene presentado en dos mitades, con la bisección a nivel del ombligo. En la mitad superior la cabeza está intacta, con grandes fracturas craneales, los rasgos faciales significativamente oscurecidos por considerables equimosis, hematomas y edema. Desplazamiento hacia abajo del cartílago nasal. Laceraciones en ambas comisuras de la boca que atraviesan los músculos maseteros y se extienden por las articulaciones de la mandíbula hasta llegar a los lóbulos. No hay signos visibles de hematomas en el cuello. Múltiples laceraciones en la parte anterior del tórax, centradas en los dos senos. Quemaduras de cigarrillos en ambos. El derecho casi totalmente amputado del tórax. La inspección de la cavidad abdominal superior media revela que no existe flujo sanguíneo. Intestinos, estómago, hígado y bazo quitados.
El doctor aspiró un poco de aire; yo alcé los ojos y le observé chupar su puro. La monja taquígrafa acabó de anotar lo que había dicho, y Millard y Sears siguieron con los ojos clavados en el fiambre mientras Lee miraba al suelo y se enjugaba el sudor de la frente. El doctor palpó los senos y continuó:
—La falta de hipertrofia —dijo— indica que no había embarazo en el momento de la muerte. —Cogió su escalpelo y empezó a hurgar en la mitad inferior del cadáver. Yo cerré los ojos y escuché—. La inspección de la mitad inferior del cadáver revela una incisión longitudinal desde el ombligo a la sínfisis pubiana. Mesenterio, útero, ovarios y recto extraídos; múltiples laceraciones, tanto en la pared anterior de la cavidad como en la posterior. Gran hendidura triangular en el muslo izquierdo. Hermana, ayúdeme a darle la vuelta.
Oí abrirse las puertas.
—¡Teniente! —gritó alguien.
Abrí los ojos y vi a Millard poniéndose en pie y al doctor y la monja colocando al fiambre de bruces. Cuando el cadáver tuvo la espalda al aire, el doctor le alzó los tobillos para flexionarle las piernas.
—Las dos piernas rotas en la rodilla, leves marcas de heridas a medio curar en hombros y parte superior de la espalda. Señales de ataduras en ambos tobillos. Hermana, déme un espéculo y un depresor.
Millard volvió a entrar y le entregó un papel a Sears. Éste lo leyó y le dio un codazo a Lee. El doctor y la monja dieron la vuelta a la mitad inferior del cadáver, para dejar bien abiertas las piernas. Mi estómago se agitó.
—Bingo —dijo Lee.
Mientras el doctor hablaba con voz monótona de la falta de abrasiones vaginales y la presencia de semen ya antiguo, Lee miraba el papel, una hoja de teletipo. La frialdad de su voz me irritó; cogí el papel con brusquedad y leí: «Russ, es Elizabeth Ann Short, nacida el veintinueve de julio de 1924, en Medford, Mass. Los federales han identificado las huellas. Fue arrestada en Santa Bárbara en septiembre de 1943. Se están haciendo más investigaciones sobre la historia. Preséntate en el ayuntamiento después de la autopsia. Convoca a todos los agentes disponibles. J. T.».
—Eso es todo en examen preliminar —dijo el doctor—. Luego haré algunas pruebas más específicas y efectuaré unas cuantas comprobaciones toxicológicas. —Volvió a tapar las dos mitades de Elizabeth Ann Short y añadió—: ¿Preguntas?
La monja se dirigió hacia la puerta con el cuaderno con las notas taquigráficas apretado con fuerza entre sus dedos.
—¿Puede darnos una reconstrucción? —dijo Millard.
—Claro, con reservas de lo que las otras pruebas den. Esto es lo que no sucedió: no estaba embarazada, no fue violada pero tuvo una relación sexual voluntaria en algún momento de la semana pasada, aproximadamente. En esa semana recibió lo que podría llamarse una paliza suave; las últimas señales de su espalda son más antiguas que los cortes de su parte delantera. Esto es lo que yo creo que sucedió: la ataron y la torturaron con un cuchillo durante un mínimo de treinta y seis a cuarenta y ocho horas. Creo que le rompieron las piernas con un instrumento liso y de forma curva, como un bate de béisbol, por ejemplo, mientras todavía estaba con vida. Creo que o bien la mataron a golpes con algo parecido a un bate o bien murió ahogada por la sangre que fluyó de la herida de la boca. La cortaron en dos con un cuchillo de carnicero o algo parecido a eso después de que muriese y el asesino usó algo similar a un cortaplumas para sacarle los órganos. Más tarde, una vez acabado todo eso, desangró el cuerpo y lo lavó, yo diría que en una bañera. Hemos tomado unas cuantas muestras de sangre de los riñones y en unos cuantos días podremos decirles si había alguna droga o licor en su organismo.
—Doctor, ¿sabía algo ese tipo de anatomía o medicina? —preguntó Lee—. ¿Por qué le hizo todo eso por dentro?
El doctor examinó la colilla de su puro.
—Dígamelo usted. Los órganos de la mitad superior podrían haber sido extraídos con suma facilidad. Para sacar los órganos de la mitad inferior, tuvo que hurgar con un cuchillo, como si eso fuera lo que le interesaba. Tal vez tuviera cierta instrucción en medicina, aunque también es posible que la tuviera en veterinaria, o en taxidermia, o en biología, o podría haber asistido al curso 104 de Fisiología en el sistema escolar de Los Ángeles o a mi clase de Patología para principiantes en la Universidad de California. Dígamelo usted. Le diré lo que yo sé con seguridad: unas seis a ocho horas antes de que la encontraran ya estaba muerta y la mataron en algún recinto cerrado donde había agua corriente. Harry, ¿tiene esta chica nombre ya?
Sears intentó responder pero sus labios se limitaron a moverse sin emitir sonido alguno. Millard le puso una mano sobre el hombro.
—Elizabeth Short —respondió.
El doctor alzó su puro, como si saludara al cielo.
—Elizabeth, Dios te ama. Russell, cuando cojan al hijo de puta que le hizo esto, denle una patada en los huevos y díganle que es de parte de Frederick D. Newbarr, doctor en Medicina. Ahora, salgan todos de aquí. Dentro de diez minutos tengo una cita con un tipo que se ha suicidado tirándose por la ventana.
Al salir del ascensor oí la voz de Ellis Loew, una octava más alta y más ronca de lo habitual, que despertaba ecos a lo largo del pasillo. Logré entender: «Vivisección de una hermosa joven», «Monstruo psicópata» y «Mis aspiraciones políticas están subordinadas a mi deseo de que se haga justicia». Abrí una puerta que daba a la sala de Homicidios y vi como declamaba el genio de los republicanos ante los micrófonos de la radio y un equipo de técnicos. Llevaba una insignia de la Legión Americana en la solapa, probablemente comprada al legionario borrachín que dormía en el estacionamiento de Archivos, un hombre al que en tiempos acusó con virulencia por vagancia.
El lugar estaba lleno de gente, así que continué pasillo adelante hasta la oficina de Tierney. Allí, Lee, Russ Millard, Harry Sears y dos veteranos a los que apenas si yo conocía —Dick Cavanaugh y Vern Smith—, formaban un grupo alrededor de la mesa del capitán Jack, examinando un papel que el jefe sostenía entre sus dedos.
Miré por encima del hombro de Harry. En la página, pegadas con cinta adhesiva, había seis fotografías; tres eran de una morena que dejaba sin respiración; las otras tres, del cadáver encontrado entre la Treinta y Nueve y Norton. La sonrisa de su boca rajada pareció saltar de la página hacia mí.
—Las fotografías son de la policía de Santa Bárbara —dijo el capitán Jack—. Pillaron a la Short en septiembre del 43 por beber alcohol siendo menor de edad y la devolvieron a casa de su madre, en Massachussets. La policía de Boston se puso en contacto con ella hace una hora. Viene hacia aquí en avión para identificar mañana el cadáver. Los de Boston están haciendo investigaciones en el Este y todos los permisos han sido cancelados. Si alguien se queja, me limito a enseñarle estas fotos. ¿Qué ha dicho el doctor Newbarr, Russ?
—Torturada durante dos días —respondió Millard—. Causa de la muerte, la herida de la boca o los golpes en la cabeza. No hay violación. Faltan los órganos internos. Muerta de seis a ocho horas antes de que el cuerpo fuera dejado en el solar. ¿Qué más tenemos sobre ella?
Tierney examinó algunos papeles de su escritorio.
—Salvo por ese problema con la bebida no hay nada más. Cuatro hermanas, padres divorciados, trabajó en la cantina del Campamento Cooke durante la guerra. El padre está aquí, en Los Ángeles. ¿Qué viene ahora?
Yo fui el único que parpadeó cuando el gran jefe le pidió consejo al número dos.
—Quiero dar otra vuelta por Leimert Park con las fotos —dijo Millard—. Harry, yo y otros dos hombres. Luego, iré a Universidad para leer informes y contestar llamadas. ¿Ha dejado Loew que la prensa le eche un vistazo a las fotos?
Tierney asintió.
—Ajá, y Bevo Means me ha dicho que el padre le ha vendido al Times y al Herald unas cuantas fotos antiguas de la chica. Saldrá en primera página en las ediciones de la noche.
—¡Maldición! —gruñó Millard, el único taco que se le había oído decir jamás—. Se volverán locos por ella —dijo con expresión enfurecida—. ¿Ha sido interrogado el padre?
Tierney meneó la cabeza y consultó unos cuantos papeles.
—Cleo Short, 1020 1/2 South Kingsley, distrito de Wilshire. Hice que un agente le llamara y le dijera que no se moviera de allí, que enviaríamos algunos hombres para hablar con él. Russ, ¿crees que los chalados se van a enamorar de este caso?
—¿Cuántas confesiones hay de momento?
—Dieciocho.
—Por la mañana habrá el doble, más aún si Loew ha puesto nerviosa a la prensa con su oratoria sentimental.
—Creo que les he motivado bastante, teniente. Y yo diría que mi oratoria está a la altura del crimen cometido.
Ellis Loew se hallaba de pie en el umbral, con Fritz Vogel y Bill Koenig detrás, a su espalda. Millard clavó sus ojos en él.
—Ellis, demasiada publicidad es un estorbo. Si usted fuese policía, sabría eso.
Loew se ruborizó y sus dedos buscaron la llavecita Phi Beta Kappa.
—Tengo el rango de enlace entre la policía y los medios civiles, y he sido nombrado especialmente para ello por la ciudad de Los Ángeles.
Millard sonrió.
—Ayudante, usted es un civil.
Loew puso cara de irritación y luego se volvió hacia Tierney.
—Capitán, ¿ha enviado hombres para que hablen con el padre de la víctima?
—Todavía no. Ellis —dijo el capitán Jack—. Pronto irán.
—¿Qué hay de Vogel y Koenig? Ellos conseguirían averiguar lo que necesitamos saber.
Tierney alzó la mirada hacia el teniente Millard. Éste meneó la cabeza de una forma casi imperceptible.
—Ah, Ellis —dijo el capitán Jack—, en los casos importantes de Homicidios el responsable del Departamento es quien asigna a los hombres. Ah, esto… Russ…, ¿quién piensa que debería ir?
Millard examinó primero a Cavanaugh y a Smith: después a mí, que intentaba pasar desapercibido y luego a Lee, que bostezaba apoyado en la pared.
—Bleichert y Blanchard, par de monedas falsas —dijo—, interroguen al padre de la señorita Short. Lleven su informe mañana a la comisaría de Universidad.
Las manos de Loew dieron tal tirón a su llavecita Phi Beta que la arrancaron de su cadena y ésta cayó al suelo. Bill Koenig cruzó el umbral y la recogió; Loew giró sobre sus talones y salió al pasillo. Vogel miró fijamente durante un segundo a Millard y luego siguió a Loew. Harry Sears, con su aliento soltando emanaciones de «Old Grand Dad», exclamó:
—Manda unos cuantos negros a la cámara de gas y se le sube a la cabeza.
—Los negros debieron confesar —dijo Vern Smith.
—Con Fritzie y Bill todos confiesan —añadió Dick Cavanaugh.
—Hijo de puta, tiene la cabeza llena de mierda… —murmuró Russ Millard.
Fuimos en coches separados al distrito de Wilshire, teniendo como punto de cita el número 1020 1/2 de South Kingsley al anochecer. Era un apartamento con garaje situado detrás de una gran casa victoriana. En su interior, había luces encendidas.
—El bueno y el malo —dijo Lee con un bostezo, y llamó al timbre.
Un hombre flaco que rondaría los cincuenta abrió la puerta.
—Polis, ¿eh? —afirmó más que preguntó.
Tenía el cabello oscuro y ojos claros, parecidos a los de la chica de las fotos, pero ahí acababa cualquier semejanza familiar.
Elizabeth Short era una bomba y él parecía la víctima de un bombardeo: cuerpo huesudo metido en unos abultados pantalones marrones y una camiseta sucia, los hombros cubiertos de lunares y el arrugado rostro marcado por las cicatrices del acné. Nos indicó el interior de la casa con una seña.
—Tengo una coartada —dijo—, por si se les hubiera ocurrido pensar que lo hice yo. Es más sólida que el culo de un cangrejo, y eso es realmente muy sólido.
—Soy el detective Bleichert, señor Short —dije, jugando a fondo mi papel de señor Sombrero Blanco—. Este es mi compañero, el sargento Blanchard. Nos gustaría expresarle nuestras condolencias por la pérdida de su hija.
Cleo Short cerró la puerta con un golpe seco.
—Leo los periódicos y sé quiénes son ustedes. Ninguno de los dos habría durado un asalto con «Caballero» Jim Jeffries. Y en lo que respecta a sus condolencias…, c’est la vie, eso digo yo. Betty pidió bailar y tenía que acabar pagándole a la orquesta. Nada es gratis en esta vida. ¿Quieren oír mi coartada?
Me senté en un sofá con la tapicería desgastada y examiné la habitación. Las paredes aparecían cubiertas del suelo al techo con estantes de los que desbordaban montones de noveluchas; había el sofá en el que yo me sentaba, una silla de madera y nada más. Lee sacó su cuadernillo.
—Dado que está tan ansioso por contárnosla, adelante.
Short se dejó caer en la silla y movió las piernas varias veces, como un animal que remueve el polvo con las pezuñas antes de actuar.
—Estuve clavadito en mi trabajo desde el martes día catorce a las dos de la tarde hasta el miércoles quince a las cinco de la tarde. Veintisiete horas seguidas, cobrando como extras las últimas diecisiete. Arreglo neveras. Soy el mejor de todo el Oeste. Trabajo en El Rey del Hielo, Berendo Sur 4831. El nombre de mi jefe es Mike Mazmanian. Me proporcionará una coartada tan buena como el pedo de una palomita de maíz y eso es realmente muy bueno.
Lee bostezó y anotó lo que le había dicho; Cleo Short cruzó los brazos sobre su huesudo pecho, desafiándonos a que hiciéramos algo en contra suya.
—¿Cuándo vio a su hija por última vez, señor Short? —pregunté.
—Betty llegó al Oeste en la primavera del 43, con estrellas en los ojos y ganas de armar jaleo en la cabeza. No la había visto desde que abandoné a ese palo seco que tenía por mujer en Charleston, Mass, el uno de marzo del año del Señor de 1930, y nunca miré hacia atrás. Pero Betty escribió para decirme que necesitaba que le echara una mano, un techo y entonces yo…
—Abrevie el discurso, papi —le interrumpió Lee—. ¿Cuándo vio a Elizabeth por última vez?
—Tranquilo, socio —dije yo—. El hombre está cooperando. Siga, señor Short.
Éste se pegó a la silla, los ojos clavados en Lee.
—Antes de que este fortachón se pusiera nervioso, iba a decirles que eché mano de mis ahorros y le mandé a Betty un billete de cien pavos para que viniera al Oeste y le prometí pagarle treinta y cinco a la semana si mantenía limpia la casa. Una oferta generosa, si quieren saber mi opinión al respecto. Pero Betty tenía otros pensamientos. Era un desastre como ama de casa, así que le di la patada el dos de junio de 1943, año del Señor, y no la he visto desde entonces.
Anoté la información y luego le pregunté:
—¿Sabía que se encontraba en Los Ángeles recientemente?
Cleo Short dejó de clavarle los ojos a Lee y me los clavó a mí.
—No.
—¿Tenía algún enemigo, que usted supiera?
—Sólo ella misma.
—Basta de contestaciones brillantes, papi —ordenó Lee.
—Déjale hablar —dije yo en un murmullo y luego, en voz alta, añadí—: ¿Adónde se fue Elizabeth cuando se marchó de aquí en junio del 43?
Short señaló a Lee con un dedo.
—¡Dígale a su amigo que si continúa llamándome papi, yo le llamaré a él desgraciado! ¡Dígale que a no tener respeto podemos jugar los dos! ¡Dígale que le arreglé su modelo Maytag 821 al jefe Horrall y que se lo arreglé muy bien!
Lee se fue al cuarto de baño; le vi engullir un puñado de píldoras con agua del grifo.
—Señor Short —dije, con mi más tranquila voz de chico bueno—, ¿adónde se fue Elizabeth en junio del 43'?
—Si ese gorila me pone la mano encima, me encargaré de que le caiga un paquete muy gordo —continuó Short con sus protestas.
—Estoy seguro de ello. ¿Querría usted cont…?
—Betty se fue a Santa Bárbara y consiguió un trabajo en la cantina del Campamento Cooke. Me mandó una postal en julio. Decía que un soldado le había dado una paliza. Eso fue lo último que supe de ella.
—¿Mencionaba en la postal el nombre del soldado?
—No.
—¿Mencionaba los nombres de alguna amistad que tuviera en el Campamento Cooke?
—No.
—¿Novios o algo así?
—¡Ja!
Aparté mi pluma del cuadernillo.
—¿Por qué «ja»?
Short rió tan fuerte que me hizo pensar si no explotaría su flaco pecho de gallina. Lee salió del cuarto de baño; entonces, le hice señas para que se tomara las cosas con calma. Asintió y se dejó caer en el sofá, a mi lado. Nos quedamos a la espera de que Short se cansara de reír. Cuando su risa se hubo convertido en un seco cacareo, continué.
—Hábleme de Betty y los hombres.
Short rió de nuevo.
—Le gustaban, y ella les gustaba a ellos. Betty creía más en la cantidad que en la calidad y no creo que fuera demasiado buena a la hora de decir no, a diferencia de su madre.
—Precise más —dije—. Nombres, fechas, descripciones.
—Hijo, debe haber recibido demasiado en el ring porque tiene filtraciones de agua en la sesera. Einstein sería incapaz de recordar los nombres de todos los chicos de Betty, y yo no me llamo Albert.
—Díganos los que recuerde.
Short se metió los pulgares en el cinturón y se meció atrás y adelante en la silla, igual que si fuera un orgulloso gallo en su corral.
—Betty estaba loca por los hombres y estaba loca por los soldados. Le gustaba cualquier cosa blanca que hubiera dentro del uniforme. Cuando se suponía que debía limpiar la casa, ella andaba por el bulevar Hollywood, y se dejaba invitar a copas por los soldados que estaban de permiso. Y cuando la tenía aquí, mi casa parecía una dependencia oficial de las Fuerzas Armadas.
—¿No le importa llamar fulana a su propia hija? —preguntó Lee.
Short se encogió de hombros.
—Tengo cinco hijas. Una manzana podrida entre cinco no es mal promedio.
Lee estaba tan furioso que la ira parecía rezumar de su cuerpo; le puse una mano en el brazo para contenerle y casi pude notar el zumbido de su sangre.
—¿Qué hay de esos nombres, señor Short?
—Tom, Dick, Harry…, que más da. Todos esos desgraciados le echaron una breve mirada a Cleo Short y se lanzaron encima de Betty. Eso es todo lo preciso que puedo ser. Busquen a cualquiera de uniforme que no sea demasiado horrible y no se equivocarán de persona.
Pasé la hoja del cuadernito para empezar otra.
—¿Qué hay de los empleos? ¿Tenía algún trabajo Betty cuando estaba aquí?
—¡Su empleo era trabajar para mí! —gritó el viejo—. ¡Dijo que buscaba trabajo en el cine pero me engañaba! ¡Todo lo que ella deseaba era pasear por el bulevar con esos trajes negros suyos, y perseguir a los hombres! ¡Destrozó mi bañera por teñirse la ropa de negro en ella y luego se escapó antes de que yo pudiera deducirle los daños de su salario! ¡Vagaba por las calles igual que si fuera una araña viuda negra, y no me extraña que acabaran haciéndole daño! ¡Es culpa de su madre, no mía, culpa de esa puta irlandesa que apenas si tenía coño! ¡No es culpa mía!
Lee se pasó un rígido dedo a través de la garganta. Salimos a la calle, dejando a Cleo Short gritándole a sus cuatro paredes.
—Mierda santa —murmuró Lee.
—Sí-suspiré, mientras pensaba en que nos acababa de señalar a todas las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos como sospechosos. —Hurgué en mis bolsillos buscando una moneda—. ¿Echamos a suertes quién escribe el informe?
—Hazlo tú, ¿quieres? —pidió Lee—. Yo he de mantenerme pegado al picadero de Junior Nash y conseguir algunos números de matrícula.
—Intenta conseguir también un poco de sueño.
—Lo haré.
—No, no lo harás.
—Me es imposible dejar este asunto. Oye, ¿irás a casa y le harás compañía a Kay? Ha estado preocupada por mí y no quiero dejarla sola tanto tiempo.
Pensé en lo que yo había dicho en la Treinta y Nueve y Norton la noche anterior, aquello que los tres sabíamos pero de lo cual no hablábamos nunca, ese paso hacia delante que sólo Kay tenía el suficiente valor para dar.
—Claro, Lee.
Encontré a Kay en su postura habitual durante las noches de los días laborables: leyendo en el diván de la sala. Cuando entré, no levantó la mirada; se limitó a lanzar un perezoso anillo de humo.
—Hola, Dwight —me saludó.
Cogí una de las sillas que había al lado de la mesita del café y la llevé junto a ella.
—¿Cómo sabías que era yo?
Kay marcó un pasaje del libro con un círculo.
—Lee pisa fuerte, tú andas con más cautela.
Me eché a reír.
—Eso es algo simbólico, pero no se lo cuentes a nadie. —Kay apagó su cigarrillo y dejó el libro.
—Pareces preocupado.
—Lee ha perdido la cabeza con eso de la chica muerta —dije—. Ha hecho que nos retiren del caso que investigábamos, buscar a un fugitivo prioridad uno, y ha estado tomando benzedrina y portándose casi como una ardilla histérica. ¿Te ha hablado de ella?
Kay asintió.
—Un poco.
—¿Has leído los periódicos?
—He procurado evitarlo.
—Bueno, se dedican a presentar a la chica como la atracción más sonada desde la bomba atómica. Hay cien hombres trabajando en un solo homicidio, Ellis Loew sacará una buena tajada del asunto, Lee no piensa más que en ello…
Kay logró desarmarme y cortar mi discurso con una sonrisa.
—Y tú estuviste en los titulares del lunes pero hoy eres un trozo de pan rancio. Y deseas perseguir a ese ladrón tuyo, que es muy grande y muy malo, para conseguir otro titular para ti.
—Touché! Pero eso es sólo parte del asunto.
—Lo sé. En cuanto consigues los titulares, te escondes y no lees los periódicos.
Suspiré.
—Cristo, desearía que no me superaras tanto en inteligencia.
—Y yo desearía que no fueras tan cauteloso y complicado. Dwight, ¿qué va a pasarnos?
—¿A los tres?
—No, a nosotros.
Mis ojos deambularon por la sala, toda madera, cuero y cromo. Había en ella un armarito de caoba con la parte frontal de vidrio; estaba lleno con los suéteres de cachemira de Kay, en todos los matices del arco iris, a cuarenta dólares cada uno. Y esa misma mujer, una basura blanca de Dakota del Sur moldeada por el amor de un policía, se hallaba frente a mí. Por una vez, dije exactamente lo que pensaba.
—Nunca lo dejarías. Nunca abandonarías todo esto. Quizá si lo hicieras, quizá si Lee y yo estuviéramos a la par…, quizá entonces pudiéramos tener una oportunidad juntos. Pero nunca podrías abandonarlo todo.
Kay se tomó su tiempo para encender otro cigarrillo.
—¿Sabes lo que ha hecho por mí? —preguntó entre el humo exhalado.
—Y por mí —dije yo.
Kay echó la cabeza hacia atrás y clavó los ojos en el techo, estuco con paneles y molduras de caoba. Siguió lanzando anillos de humo.
—Estaba enamorada de ti como una colegiala —comentó—. Bobby de Witt y Lee solían llevarme a los combates. Yo cogía mi cuaderno de dibujo para no sentirme como una de esas horribles mujeres que le seguían la corriente a sus hombres fingiendo que les gustaba el boxeo. Lo que a mí me gustaba eras tú. El modo en que te reías de ti mismo por tus dientes, cómo te cubrías para que no te dieran. Después entraste en la policía y Lee me contó que se había enterado de cómo denunciaste a esos amigos japoneses tuyos. No te odié por eso, lo único que ocurrió fue que me pareciste más real. También pasó lo mismo con el asunto de las cazadoras de cuero. Eras mi héroe de cuento, sólo que mi cuento era real, había pedacitos y fragmentos de él por aquí y por allí… Entonces, llegó el combate y aunque odiaba esa idea, le dije a Lee que siguiera adelante con ella, porque parecía prometerme que los tres íbamos a ser algo, lo que debíamos ser.
Pensé en una docena de cosas que decir, todas ellas ciertas, y referentes tan sólo a nosotros dos. Pero no pude y busqué la imagen de Lee para refugiarme en ella.
—No quiero que te preocupes por Bobby de Witt. Cuando salga, yo me encargaré de él, haré todo lo que sea preciso. Nunca se acercará ni a ti ni a Lee.
Kay apartó sus ojos del techo y me clavó una mirada extraña, dura pero triste por debajo de esa dureza.
—He dejado de preocuparme acerca de Bobby. Lee puede manejarle.
—Creo que Lee le tiene miedo.
—Por supuesto que sí. Aunque pienso que eso se debe a lo mucho que Bobby sabe de mí y Lee tiene miedo de que se lo cuente a todo el mundo. No es que a nadie le importe, claro.
—A mí sí me importa. Y como agarre a Bobby de Witt, tendrá suerte si luego puede pronunciar cualquier clase de palabra.
Kay se puso en pie.
—Para ser un hombre cuyo corazón desea coger lo que le gusta, resulta difícil hacerte entender las cosas. Me voy a la cama. Buenas noches, Dwight.
Cuando oí un cuarteto de Schubert saliendo del dormitorio de Kay cogí pluma y papel del armarito donde se guardaban las cosas de escribir y redacté mi informe sobre el interrogatorio del padre de Elizabeth Short. Incluí una mención de su «muy sólida» coartada, su relato sobre la conducta de la chica cuando vivió con él en el año 43, la paliza que recibió a manos de un soldado del Campamento Cooke y su desfile de novios anónimos. Rellenar el informe con detalles innecesarios hizo que mi mente se apartara casi por completo de Kay. Cuando terminé, me hice dos bocadillos de jamón, los engullí con un vaso de leche y me quedé dormido en el sofá.
Mis sueños consistieron en fugaces visiones de criminales recientes, con un Ellis Loew que representaba al lado bueno de la ley y llevaba los números de un detenido escritos sobre su pecho. Betty Short se unió a él en blanco y negro, primero de frente y luego del perfil izquierdo. Después, todos los rostros se disolvieron para convertirse en formularios de policía que pasaban ante mí sin acabar nunca mientras que yo intentaba anotar información sobre el paradero de Junior Nash en los espacios que estaban en blanco. Me desperté con dolor de cabeza, y con la certeza de que tenía un día muy largo ante mí.
El sol estaba apareciendo. Salí al porche y recogí el Herald de la mañana. El titular era: «Búsqueda de los novios en el asesinato con torturas», con un retrato de Elizabeth Short centrado bajo el titular. Llevaba el pie de «La Dalia Negra», seguido por: «Las autoridades investigaban hoy la vida amorosa de la joven Elizabeth Short, de 22 años, víctima del Licántropo Asesino, cuyos romances la habían convertido, según sus amistades, de una chica inocente a una delincuente loca por los hombres y siempre vestida de negro conocida como la Dalia Negra». Noté la presencia de Kay a mi lado. Cogió el periódico y examinó rápidamente la primera página con un leve estremecimiento. Cuando me lo devolvió, dijo:
—¿Acabará pronto todo esto?
Pasé toda la primera parte del periódico casi sin leerla. Elizabeth Short ocupaba seis páginas enteras, con la mayor parte de la tinta gastada retratándola como una escurridiza mujer fatal de ajustado traje negro.
—No —respondí.