El teléfono me despertó temprano la mañana del viernes, interrumpiendo un sueño en el que aparecía el titular del Daily News del martes —«Los policías Fuego y Hielo dejan fuera de combate a unos criminales negros»— y una hermosa rubia con el cuerpo de Kay. Imaginándome que eran los sabuesos de la prensa que me habían estado haciendo la vida imposible desde el tiroteo, dejé caer el receptor sobre la mesilla de noche y me hundí de nuevo en la tierra de los sueños. Entonces oí: «¡Levántate y brilla, socio!», y cogí el auricular.
—Vale, Lee.
—¿Sabes qué día es hoy?
—El quince. Día de cobro. Me has llamado a las seis de la mañana, me has despertado, para… —Me detuve al percibir una especie de nerviosa alegría en la voz de Lee—. ¿Te encuentras bien?
—¡De maravilla! Corrí por Mulholland a ciento setenta kilómetros por hora y ayer estuve jugando a las casitas con Kay durante todo el día. Ahora me encuentro aburrido. ¿Te sientes con ganas de hacer algún trabajo policial?
—Continúa.
—Acabo de hablar con un chivato que me debe un favor gordo. Dice que Junior Nash tiene un picadero particular…, un garaje entre Coliseo y Norton, detrás de un edificio de apartamentos verde. ¿Echamos una carrera hasta allí? El perdedor paga la cerveza en los combates de esta noche.
Nuevos titulares bailaron delante de mis ojos.
—Trato hecho —contesté.
Colgué el auricular y me vestí en un tiempo récord, para salir corriendo luego hasta mi coche y hacerlo cruzar a toda velocidad los trece o quince kilómetros que había hasta Leimert Park. Y Lee ya estaba ahí, apoyado en su Ford, delante de la única edificación que había en un enorme solar vacío: un bungalow verde vómito con un cobertizo para dos pisos en la parte de atrás.
Dejé mi coche detrás del suyo y bajé de él. Lee me guiñó el ojo y dijo:
—Has perdido.
—Has hecho trampa —repuse yo.
Lee se rió.
—Tienes razón. Te he llamado desde un teléfono público. ¿Te han estado molestando los reporteros?
Examiné a mi compañero con atención. Parecía relajado, pero por debajo de eso se le notaba nervioso, a punto de saltar, aunque hubiera vuelto a colocarse su vieja fachada de bromas y jovialidad.
—Me escondí. ¿Y tú?
—Bevo Means vino a verme y me preguntó qué tal me sentía. Le dije que no me gustaría estar siempre sometido a esa misma dieta.
Señalé hacia el patio.
—¿Has hablado con alguno de los inquilinos? ¿Has comprobado si el coche de Nash está ahí?
—No hay ningún vehículo —dijo Lee—, pero he hablado con el encargado. Le ha tenido alquilado ese cobertizo de atrás a Nash. Éste lo ha usado un par de veces para pasárselo bien con negras, pero el encargado no ha vuelto a verle desde hace una semana o así.
—¿Has entrado?
—No, te esperaba para hacerlo.
Saqué mi 38 y la pegué a mi pierna; Lee me guiñó el ojo, hizo lo mismo que yo y los dos cruzamos el patio en dirección al cobertizo. Los dos pisos tenían puertas de madera que parecían frágiles, con unos escalones a punto de caerse que conducían a la segunda planta. Lee probó con la puerta de abajo y ésta se abrió con un crujido. Nos pegamos a la pared, cada uno a un lado del hueco. Entonces, giré sobre mí mismo y entré en el lugar con el brazo de la pistola bien extendido.
Ningún sonido, ningún movimiento, sólo telarañas, un suelo de madera cubierto con periódicos que se habían vuelto amarillos, y viejos neumáticos de recambio. Salí del lugar andando de espaldas y Lee me precedió por la escalera, pisando con la punta de los pies. Una vez en el rellano, giró el pomo, hizo un gesto de negación con la cabeza y le propinó una patada a la puerta, que cayó limpiamente arrancada de sus bisagras.
Subí la escalera corriendo; Lee entró en el piso con la pistola por delante. Cuando yo llegaba al final le vi enfundar de nuevo su arma.
—Basura de Oklahoma —dijo, e hizo un gesto que abarcó toda la habitación.
Yo crucé el umbral y moví la cabeza en señal de asentimiento.
La habitación apestaba a vino barato. Una cama hecha con dos asientos de coche desplegados ocupaba casi todo el suelo; estaba cubierta con una tapicería desgastada y sembrada de condones usados. Botellas de moscatel vacías se encontraban amontonadas en los rincones y la única ventana aparecía cubierta de suciedad y telarañas. El olor empezó a molestarme, así que fui hacia ella y la abrí. Cuando miré hacia afuera, vi un grupo de policías de uniforme y hombres vestidos de civil que se encontraban en la acera de Norton, a mitad de la manzana que daba a la Treinta y Nueve. Todos contemplaban algo que se encontraba entre los hierbajos de un solar vacío; dos coches patrulla y uno policial sin señales identificadoras estaban estacionados junto a la acera.
—Lee, ven aquí —dije.
Lee metió la cabeza por la ventana y entrecerró los ojos para ver mejor.
—Creo que distingo a Millard y a Sears. Se suponía que hoy les tocaba estar haciendo su ronda, así que, quizá…
Salí corriendo del picadero, bajé los peldaños y doblé la esquina hacia Norton, con Lee pisándome los talones. Al ver que un coche del departamento fotográfico y el furgón del forense se detenían con un chirrido de neumáticos, aceleré mi carrera. Harry Sears estaba bebiendo sin esconderse ante media docena de agentes; distinguí un destello de horror en sus ojos. Los hombres de las fotos habían entrado en el solar y se desplegaban por él, apuntando sus cámaras al suelo. Me abrí paso a codazos por entre un par de patrulleros y vi a qué venía todo aquello.
Era el cuerpo desnudo y mutilado de una mujer joven, cortado en dos por la cintura. La mitad inferior yacía entre los hierbajos, a unos metros escasos de la mitad superior, con las piernas bien abiertas. Del muslo izquierdo le habían amputado un gran trozo en forma de triángulo y tenía un corte largo y ancho que iba desde el borde seccionado hasta el inicio del vello púbico. Los faldones de piel que rodeaban la herida habían sido apartados; dentro no había órganos. La mitad de arriba era peor: los senos aparecían cubiertos de quemaduras producidas por cigarrillos; el derecho estaba casi suelto, unido al torso tan sólo por unas hilachas de piel; el izquierdo había sido mutilado con un corte circular rodeando el pezón. La herida llegaba hasta el hueso pero lo más horroroso de todo aquello lo constituía el rostro de la chica. Era un enorme hematoma púrpura, la nariz la había sido aplastada hasta que se confundía con la cavidad facial, la boca estaba tajada de un oído a otro, lo que le daba una especie de burlona sonrisa, como si estuviera riéndose del resto de brutalidades infligidas. Supe que me llevaría esa sonrisa a la tumba.
Cuando miré hacia arriba, sentí mucho frío; la respiración me salía en rápidos jadeos. Noté que me rozaban unos hombros y unos brazos y oí una confusión de voces: «No hay ni una maldita gota de sangre…». «Éste es el peor crimen cometido en una mujer que he-visto en mis dieciséis años…» «La ató. Mira, puedes ver las rozaduras de las cuerdas en sus tobillos.» Entonces, se oyó un prolongado y estridente silbido.
La docena aproximada de hombres que había allí dejaron de parlotear y miraron a Russ Millard.
—Antes de que esto escape a nuestro control tenemos que ponernos de acuerdo en una cosa —dijo con voz tranquila—. Si este homicidio consigue mucha publicidad, vamos a obtener gran cantidad de confesiones. A esa chica le han sacado las entrañas. Necesitamos datos con los que eliminar a los chalados, y ésa va a ser la información. No se lo digáis a nadie. No se lo digáis a vuestras mujeres, ni a vuestras chicas ni a cualquier otro policía. ¿Harry?
—De acuerdo, Russ —dijo Harry Sears, al tiempo que tapaba su pitillera con la palma de la mano para que el jefe no la viera.
Millard se dio cuenta de lo que hacía y puso los ojos en blanco con una mueca de disgusto.
—Ningún periodista debe ver el cadáver. Vosotros, los de las fotos, tomad vuestras instantáneas ahora. Que los del forense pongan una sábana encima del cuerpo cuando terminen. Patrulleros, quiero un perímetro alrededor de la escena del crimen que vaya desde la calle hasta unos tres metros por detrás del cadáver. Cualquier periodista que intente cruzarlo debe ser arrestado de inmediato. Cuando los del laboratorio lleguen aquí para examinar el cuerpo, llevad a los periodistas al otro lado de la calle. Harry, llama al teniente Haskins de Universidad y dile que mande aquí a todos los hombres de que pueda prescindir para la batida.
Millard miró a su alrededor y me vio.
—Bleichert, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Está también Blanchard?
Lee, acuclillado junto al fiambre, escribía en su cuaderno de bolsillo. Señalé hacia el norte.
—Junior Nash está alquilando un garaje detrás de ese edificio de ahí —expliqué—. Habíamos entrado en él cuando vimos el jaleo.
—¿Había sangre por el lugar?
—No. Esto no es cosa de Nash, teniente.
—Dejaremos que eso lo juzguen los hombres del laboratorio. ¡Harry!
Sears estaba sentado en un coche patrulla, hablando por el micro de una radio. Al oír su nombre gritó:
—¡Sí, Russ!
—Harry, cuando los hombres del laboratorio lleguen aquí que vayan a ese edificio verde de la esquina y que registren el garaje en busca de sangre y huellas dactilares. Además, quiero la calle cerrada…
Millard se detuvo al ver unos coches que giraban para entrar en Norton, yendo en línea recta hacia nosotros; yo bajé los ojos hacia el cadáver. Los técnicos de las fotos continuaban con sus instantáneas desde todos los ángulos; Lee anotaba cosas en su cuadernito. Los hombres de la acera seguían mirando al fiambre para, unos instantes después, apartar los ojos de él. En la calle, periodistas y tipos con cámaras fotográficas salían a chorros de los coches. Harry Sears y un cordón de policías se preparaban para contenerles. Ver todo aquello me puso nervioso y decidí echarle una buena mirada al cadáver.
Sus piernas estaban abiertas en posición de permitir el acto sexual y por el modo en que tenía dobladas las rodillas me di cuenta de que estaban rotas; su cabellera, negra como el azabache, estaba limpia, no tenía sangre seca, como si el asesino se la hubiera lavado con champú antes de tirarla allí. Esa horrible sonrisa muerta era el último y brutal golpe… Unos dientes resquebrajados que asomaban por entre la carne lacerada me obligaron a retirar la mirada.
Encontré a Lee en la acera. Ayudaba a poner en su sitio los cordones que delimitarían la escena del crimen. Miró a través de mí, como si sólo pudiera ver los fantasmas que flotaban en el aire.
—Junior Nash, ¿recuerdas? —dije.
La mirada de Lee se centró en mí.
—Él no lo ha hecho. Es una basura, pero no ha hecho esto.
Hubo un ruido en la calle al llegar más periodistas y un cordón de policías se agarró por los brazos para contenerles.
—¡Mató a golpes a una vieja! —grité para hacer que me oyeran—. ¡Es nuestro fugitivo de mayor prioridad!
Lee me agarró de los brazos y me los apretó con tal fuerza que me los dejó insensibles.
—¡Esta es nuestra prioridad actual y vamos a quedarnos aquí! ¡Soy el más antiguo y eso es lo que te digo!
Sus palabras resonaron por todo el lugar, y consiguieron que varias cabezas se volvieran en nuestra dirección. Me liberé los brazos de un tirón y miré a quien era el fantasma de Lee.
—De acuerdo, socio —repuse con acritud.
Durante la hora siguiente, la Treinta y Nueve y Norton se llenaron de vehículos de la policía, periodistas y gran multitud de mirones. El cuerpo fue trasladado en dos camillas cubiertas por sábanas; en la parte trasera del furgón, un equipo de laboratorio tomó las huellas de la chica muerta antes de llevarla al depósito de cadáveres. Harry Sears le entregó a la prensa un informe redactado por Russ Millard, con todos los datos exactos del asunto salvo que al fiambre le faltaban las entrañas. Sears fue luego al ayuntamiento para comprobar los registros de la Oficina de Personas Desaparecidas y Millard se quedó para dirigir la investigación.
Técnicos del laboratorio fueron enviados para que recorrieran el solar en busca de posibles armas del crimen y ropas dé mujer; otro equipo del forense recorrió el picadero de Junior Nash para buscar huellas dactilares y manchas de sangre. Después, Millard contó a los polis presentes. Había cuatro hombres dirigiendo el tráfico y controlando la morbosa curiosidad de los civiles, doce de uniforme y cinco de paisano, así como Lee y yo. Millard sacó una guía de su coche patrulla y dividió toda la zona de Leimert Park en áreas para batir a pie; le asignó su territorio a cada hombre y nos dijo las preguntas que deberíamos hacerle a cada persona en cada casa, apartamento o comercio: ¿Ha oído gritar a una mujer en algún momento en las últimas cuarenta y ocho horas? ¿Ha visto que alguna persona tirara o quemara ropas de mujer? ¿Se ha fijado en algún coche sospechoso o en gente que rondara por esta zona sin rumbo fijo? ¿Ha pasado usted por la avenida Norton entre las calles Treinta y Nueve y Coliseo durante las últimas veinticuatro horas y, de ser así, se fijó si había alguien en los solares vacíos?
Se me asignó la avenida Olmsted, tres manzanas al este de Norton, desde el sur de Coliseo hasta el bulevar Leimert; a Lee le encargaron las tiendas y los edificios de Crenshaw, de la Treinta y Nueve Norte hasta Jefferson. Quedamos citados en el Olímpico a las ocho y nos separamos; yo empecé a gastar pavimento.
Anduve, llamé a los timbres e hice preguntas. Obtuve respuestas negativas, y anoté las direcciones donde no había nadie en casa para que la segunda oleada de policías encargados de la batida tuviera los números con que trabajar. Hablé con amas de casa que le daban al jerez a escondidas y con mocosos maleducados; con jubilados y con gente que estaba de vacaciones, e incluso con un poli que tenía el día libre y trabajaba en la División Oeste de Los Ángeles. Lancé preguntas sobre Junior Nash y sobre el sedán blanco último modelo y enseñé sus fotografías. Todo lo que conseguí fue un hermoso y gordo cero; a las siete volví a mi coche disgustado con el caso en el cual me había metido por accidente. El automóvil de Lee ya no era visible y estaban instalando las luces para los forenses en la Treinta y Nueve y Norton. Fui hasta el Olímpico en espera de que una buena serie de peleas me quitara de la boca el mal sabor del día.
H. J. Caruso había dejado entradas para nosotros en el torniquete delantero, junto con una nota diciendo que tenía una cita prometedora y no aparecería. La entrada de Lee seguía en su sobre; cogí la mía y me dirigí hacia el palco de H. J. Estaban en los preliminares de un combate de pesos gallo, y me instalé en el palco para verlo y esperar a Lee.
Los dos pequeños combatientes mexicanos dieron un buen espectáculo, y la multitud estuvo encantada. Desde el gallinero llovieron monedas; el lugar resonó con los gritos en inglés y en castellano. Después de cuatro asaltos, supe que Lee no aparecería; los dos gallos, ambos bastante maltrechos, me hicieron pensar en la chica destripada. Me puse en pie y salí; sabía con toda exactitud dónde se encontraba Lee.
Volví hasta la Treinta, y Nueve y Norton. Todo el solar permanecía iluminado con arcos voltaicos: tan brillantes como si fuera de día. Lee se encontraba dentro de la escena del crimen delimitada por los cordones. La noche se había vuelto fría; él tenía el cuerpo encogido dentro de su chaqueta mientras observaba a los técnicos del laboratorio que hurgaban por entre la vegetación.
Me dirigí a donde se encontraba. Lee me vio llegar e hizo un rápido gesto de sacar los revólveres, sus pulgares convertidos en percutores.
Era algo que siempre hacía cuando andaba dándole a la benzedrina.
—Se suponía que debías reunirte conmigo, ¿te acuerdas?
El resplandor de los arcos voltaicos le daba al nervioso y hosco rostro de Lee un matiz blancoazulado.
—Dije que esto tenía prioridad. ¿Recuerdas tú eso?
Miré hacia la lejanía y vi otros solares vacíos iluminados.
—Puede que sea prioridad para el Departamento. Igual que Junior Nash tiene prioridad para nosotros.
Lee meneó la cabeza.
—Socio, esto es grande. Horrall y Thad Green han estado aquí hace un par de horas. Jack Tierney ha sido enviado a Homicidios para dirigir la investigación, con Russ Millard apoyándole. ¿Quieres mi opinión?
—Dispara.
—Va a ser un caso de escaparate. Una hermosa chica blanca es liquidada y el Departamento en masa sale para agarrar al asesino y demostrarle a los votantes que cuando han aprobado la propuesta de fondos han conseguido una excelente fuerza policial.
—Quizá no era una chica tan hermosa. Quizá no era buena. Quizá esa anciana a la que Nash liquidó era la abuelita de alguien. Quizá te estás tomando este asunto de forma demasiado personal, quizá debamos dejar que ellos se encarguen de todo y volver a nuestro trabajo antes de que Junior mate a otra persona.
Lee apretó los puños.
—¿Tienes algún quizá más?
Di un paso hacia él.
—Quizá tienes miedo de que Bobby de Witt salga en libertad: Quizá eres demasiado orgulloso para pedirme que te ayude A meterle el susto en el cuerpo y apartarle de la mujer que nos importa a los dos. Quizá deberíamos dejar que le acaben anotando esa chica muerta a la cuenta de Laurie Blanchard.
Le abrió los puños y se dio media vuelta. Permanecí un rato viendo como oscilaba sobre sus talones, a la espera de que se volviera loco de ira o que soltara alguna estupidez o lo que fuera, pero dolido, cuando finalmente vi su cara. Entonces fui yo quien apretó los puños y gritó:
—¡Háblame, maldita sea! ¡Somos compañeros! ¡Matamos a cuatro jodidos hombres juntos y ahora me sales con esta mierda!
Lee se volvió hacia mí. Me dirigió su sonrisa de diablo patentada pero le salió nerviosa y triste, agotada. Su voz sonaba ronca y la tensión hacía que estuviera a punto de quebrarse.
—Solía vigilar a Laurie cuando ella jugaba. Yo era un buscalíos y todos los demás chicos me tenían miedo. Tenía un montón de novias…, ya sabes, esos romances, cosas de críos. Las chicas solían tomarme el pelo por lo de Laurie, hablaban del tiempo que pasaba con ella, como si en realidad fuera mi auténtico amor.
»Entiéndeme, yo la cuidaba. Era bonita y siempre había chicos rodeándola.
»Papá solía hablar mucho sobre que Laurie tomara lecciones de ballet y lecciones de piano y de canto. Yo iba a trabajar con los vigilantes de Neumáticos Firestone como él y Laurie iba a ser una artista. Sólo eran palabras, pero para mí, un crío, era real.
»Bueno, cuando desapareció, papá llevaba tiempo hablando de todo eso de las lecciones y había logrado que me enfadara con Laurie. Empecé a dejar de acompañarla cuando iba a jugar después de la escuela. En el barrio había una chica nueva, bastante ligera de cascos. Le gustaba exhibirse. Solía andar por allí en traje de baño, y se lo enseñaba todo a los chicos. Estaba rondándola cuando Laurie desapareció, cuando tendría que haber estado protegiendo a mi hermana.
Alargué la mano hacia el brazo de mi compañero para decirle que lo entendía. Lee me la apartó con un gesto brusco.
—No me digas que lo entiendes, porque voy a contarte lo que hace que me sienta mal. Laurie fue asesinada. Algún degenerado la estranguló o la cortó en pedacitos. Y yo estaba pensando cosas horribles sobre ella cuando murió. Pensaba en cómo la odiaba porque papá la veía como a una princesa y a mí como a un matón barato.
Me imaginaba a mi propia hermana igual que estaba el fiambre de esta mañana y me regodeaba con ello mientras andaba con esa cualquiera, cuando acabé tirándomela y bebiendo el licor de su padre.
Lee tragó una honda bocanada de aire y señaló hacia el suelo, a unos pocos metros de distancia. Habían marcado con estacas un perímetro interior separado y las dos mitades del cuerpo estaban señaladas con líneas de cal dentro de él. Yo me quedé mirando el perfil de sus piernas abiertas.
—Voy a cogerle —murmuró Lee—. Contigo o sin ti, voy a cogerle.
Logré esbozar el fantasma de una sonrisa.
—Te veré mañana en el trabajo.
—Contigo o sin ti.
—Ya te he oído —repuse y fui hacia mi coche.
Cuando conectaba el motor observé que otro solar vacío se iluminaba, una manzana hacia el norte.