Exiliado a la casa de la mierda y orgulloso de ello; dos semanas que matar antes de que empezara a cumplir sentencia en algún pútrido puesto avanzado de la policía de Los Ángeles. Al arresto-suicidio Vogel le dieron una capa de barniz con el fin de que pasara como unas cuantas faltas contra los reglamentos y la vergüenza de un padre ante la ignominia. Cerré mis días de gloria de la única forma que me parecía decente: persiguiendo al hombre que había desaparecido.
Empecé a reconstruir su acto de escamoteo en Los Ángeles.
Repetidas lecturas del libro de arrestos de Lee no me proporcionaron dato alguno. Durante mi interrogatorio a las lesbianas del Escondite de La Verne, les pregunté si el señor Fuego había aparecido una segunda vez para molestarlas…; sólo conseguí respuestas negativas y unas cuantas burlas. El padre me pasó a hurtadillas una copia de todo el archivo de arrestos hechos por Blanchard: no me dijo nada nuevo. Kay, feliz y contenta con nuestra monogamia, me dijo que yo estaba haciendo algo peor que una estupidez… y supe que tenía miedo.
Desenterrar la conexión Issler/Stinson/Vogel me había convencido de una cosa: yo era un detective. Pensar como tal en lo concerniente a Lee era otro asunto, pero me obligué a ello. Ese ímpetu temerario que siempre había visto en él, y que yo había admirado en secreto, hizo que mi preocupación por Lee fuese aún más clara. También me preocupaban los hechos a los cuales volvía siempre:
Lee desapareció cuando la Dalia, la Benzedrina y la inminente libertad condicional de Bobby de Witt convergieron sobre él.
Fue visto por última vez en Tijuana, cuando De Witt se dirigía hacia allí y el caso Short estaba centrado en la frontera con México.
De Witt y su compinche en el asunto de las drogas, Félix Chasco, fueron asesinados entonces, y aunque dos mexicanos cargaron con el muerto quizá sólo se trató de una tapadera, con los Rurales limpiando un homicidio que no deseaban en sus libros.
Conclusión: Lee Blanchard podía haber asesinado a De Witt y Chasco, y tenía su motivo: el deseo de protegerse a sí mismo de cualquier intento de venganza y a Kay de los posibles abusos del viejo Bobby. Conclusión dentro de esa conclusión: los motivos no me importaban.
Mi siguiente paso fue estudiar la transcripción del juicio a De Witt. En los archivos encontré más datos.
Lee dio el nombre de los informadores que le habían proporcionado la pista sobre De Witt como el «cerebro» del trabajo Boulevard-Citizens y luego dijo que se habían marchado de la ciudad para evitar represalias de los amigos de aquél. Mi llamada a los de Investigación no me dejó muy tranquilo: no tenían ningún dato sobre eso. De Witt afirmó en el juicio que todo había sido una trampa policial debida a sus antiguos arrestos por tráfico de drogas; el fiscal basó su acusación en el dinero marcado procedente del robo que fue encontrado en la casa de Bobby de Witt y en el hecho de que éste no tenía coartada para el momento del atraco. De los cuatro hombres de la banda, dos murieron en la escena del crimen, De Witt fue capturado y el cuarto seguía suelto. De Witt afirmó ignorar de quién se trataba… a pesar de que delatarle podría haberle proporcionado una reducción de sentencia.
Conclusión: quizá todo fue una trampa de la policía de Los Ángeles, quizá Lee estaba metido en ella, quizá había puesto todo eso en marcha para ganarse los favores de Benny Siegel, cuyo dinero había sido robado por los auténticos atracadores y de quien Lee estaba aterrorizado por una buena razón: había estado muy duro con su contrato de las peleas. Entonces Lee conoció a Kay en el juicio a De Witt, se enamoró de ella a su manera casta-culpable y aprendió a odiar realmente a Bobby. Conclusión dentro de esa conclusión: Kay no podía saber nada de eso. De Witt era un canalla que, por fin, había recibido su merecido.
Y la conclusión final: tenía que oírle en persona, que él me lo confirmara o negara todo.
Cuando llevaba ya cuatro días de mis «vacaciones» partí hacia México. En Tijuana distribuí pesos y monedas de diez centavos, enseñé fotos de Lee y me guardé las monedas de veinticinco centavos para adquirir «información importante». Conseguí varias cosas: rodearme de gente, ninguna pista y la certeza de que si continuaba enseñando dinero, me pisotearían. A partir de entonces me limité al tradicional intercambio confidencial de un dólar entre el poli gringo y el poli mexicano.
Los policías de Tijuana eran buitres vestidos con camisas negras que hablaban muy poco inglés… pero que entendían muy bien el lenguaje internacional. Detuve a unos cuantos «patrulleros» por la calle, les enseñé mi placa y mis fotos, metí billetes de dólar entre sus dedos y les hice preguntas en el mejor inglés-castellano del que fui capaz. Los tipos no tardaron en comprender lo que deseaba y obtuve meneos de cabeza, tacos bilingües y una extraña serie de historias que sonaban a ciertas.
En una de ellas figuraba «el blanco explosivo» que lloraba en una sesión clandestina de cine pomo celebrada en el Club Chicago a finales de enero; en otra, aparecía un tipo alto y rubio que le había dado una gran paliza a tres camellos, y se había quitado a la policía de encima con billetes de veinte sacados de un gran fajo. La mejor de todas fue una en la que Lee le regalaba doscientos dólares a un sacerdote leproso que había conocido en un bar, pagaba rondas y se iba después en coche a Ensenada. Esos datos le ganaron cinco dólares al que me los dio y que le pidiera más explicaciones.
—El sacerdote mi hermano —dijo el policía—. Se ordenó él mismo. Vaya con Dios. Guarde su dinero en el bolsillo.
Tomé por la carretera de la costa para hacer los 130 kilómetros a Ensenada, en el sur, y por el camino me preguntaba de dónde había sacado Lee tanto dinero para repartir. El trayecto resultaba muy agradable; colinas y valles de espeso follaje a mi izquierda. El tráfico era escaso, con un continuo flujo de peatones que iban hacia el norte: familias enteras llevando maletas, con rostros en los que el miedo y la felicidad se entremezclaban, como si no supieran lo que les traería su aventura al otro lado de la frontera, pero con el convencimiento de que sería algo mejor que chupar polvo mexicano y pedirles calderilla a los turistas.
Cuando me acercaba a Ensenada anochecía y el flujo de peatones se convirtió en una auténtica migración. En el lado del camino que llevaba al norte había una fila continua de personas, con sus pertenencias envueltas en mantas y suspendidas de los hombros. Cada cinco o seis de ellas, había una con linterna o antorcha, y los niñitos iban sujetos sobre la espalda de sus madres, al estilo indio. Al rebasar la última colina anterior a los límites de la ciudad, vi Ensenada, una borrosa mancha de neón extendida a mis pies, con puntos de antorchas en la oscuridad hasta que la fluorescencia general se las tragó.
Cuando entré en ella, le tomé la medida al pueblo nada más verlo, como una versión de Tijuana aireada por la brisa marina y dirigida a una clase más alta de turismo. Los gringos se portaban bien, no había niños que mendigaran en las calles y delante de los muchos bares y locales no se veía gente dedicada a la venta de drogas u otras cosas o que animase al transeúnte a entrar. La línea de espaldas mojadas tenía su origen en las tierras cubiertas de maleza, y sólo cruzaba Ensenada para alcanzar la carretera de la costa… y pagar tributo a los Rurales por dejarles pasar.
Era el chantaje más descarado que yo había visto en mi vida. Rurales con camisas marrones, pantalones bombachos y botas de caña iban de un campesino a otro, recibían dinero y colocaban unas etiquetas en sus hombros con grapadoras; policías de paisano vendían paquetes de carne y frutos secos, y se guardaban las monedas que recibían en cilindros metálicos colgados junto a sus pistoleras. En cada bloque había un Rural dedicado a comprobar las etiquetas; cuando me aparté de la calle principal para entrar en lo que era un obvio distrito de luces rojas, vi en una ojeada fugaz a dos camisas marrones que dejaban inconsciente a un hombre con las culatas de sus armas: escopetas de cañón recortado.
Decidí que sería mejor hablar con la ley antes de empezar con mis interrogatorios a los ciudadanos de Ensenada. Además, Lee había sido visto hablando con un grupo de Rurales cerca de la frontera, poco después de haber dejado Los Ángeles, y era posible que los policías locales pudieran contarme algo sobre él.
Seguí una caravana de coches de los años treinta por el bloque de las luces rojas y a través de la calle que corría paralela a la playa…, allí estaba la comisaría. Era una iglesia que habían transformado: ventanas con barrotes y la palabra «POLICÍA» pintada en negro sobre las escenas religiosas esculpidas en la fachada de adobe blanco. Sobre la hierba tenían montado un reflector; cuando bajé del coche, enseñando la placa y con la sonrisa estadounidense dibujada en los labios, me enfocaron con él.
Proseguí mi avance hacia el resplandor, mientras me protegía los ojos con la mano y sentía cómo me escocía el rostro a causa del calor.
—Poli yanqui, J. Edgar, Texas Rangers —dijo un hombre con una risita.
Tenía la mano extendida cuando pasé junto a él. Metí un billete de dólar en ella y entré en la comisaría.
El interior parecía aún más propio de una iglesia: colgaduras de terciopelo en las paredes que representaban a Jesús y su vida pública decoraban el vestíbulo; los bancos, llenos de camisas marrones que holgazaneaban, hacían pensar en una congregación religiosa. El mostrador era un gran bloque de madera oscura y en él se veía tallado a Jesús clavado en la cruz: probablemente se trataba de un altar retirado del uso. El Rural gordo que montaba guardia detrás de él se lamió los labios al verme llegar, y me hizo pensar en un viejo verde dispuesto a no abandonar nunca su afición de perseguir niños.
Yo había sacado ya mi obligatorio billete de dólar pero lo retuve entre los dedos.
—Policía de Los Ángeles para ver al jefe.
El camisa marrón se frotó los pulgares y los índices y luego señaló hacia mi pistolera. Se la entregué junto con el billete de dólar; después, me guió a lo largo de un pasillo adornado con frescos de Jesucristo hasta una puerta donde ponía CAPITÁN. Permanecí ante ella mientras él entraba y hablaba en un castellano rápido como una sarta de disparos; cuando salió, me gané un taconazo y un algo tardío saludo.
—Agente Bleichert, pase, por favor.
Que esas palabras fueran dichas sin acento alguno me sorprendió; entré en la habitación para responder a ellas. Un mexicano alto, de traje gris, se hallaba de pie en el centro del cuarto, con la mano extendida para estrechar la mía, no para recibir un billete de dólar.
Nos dimos la mano. Después, él tomó asiento tras un gran escritorio y le dio unos golpecitos con los dedos a una placa donde se leía CAPITÁN VÁSQUEZ.
—¿Cómo puedo ayudarle, agente?
Cogí mi pistolera de encima de la mesa y, en su lugar, puse una foto de Lee.
—Este hombre es un agente de la policía de Los Ángeles. Ha desaparecido desde finales de enero y se dirigía hacia aquí cuando fue visto por última vez.
Vásquez examinó la foto. Las comisuras de sus labios tuvieron un breve movimiento que intentó tapar al convertir ese gesto de inmediato en una sacudida negativa de la cabeza.
—No, no lo he visto. Redactaré un boletín de búsqueda para mis hombres y haré que investiguen en la comunidad estadounidense de aquí.
Decidí poner un poco a prueba su mentira.
—Es difícil que pase desapercibido, capitán. Rubio, metro ochenta, la misma constitución que una letrina de ladrillos.
—Ensenada atrae a los tipos duros, agente. Por eso, el contingente policial de aquí está tan bien armado y se muestra tan, vigilante. ¿Se quedará usted algún tiempo?
—Esta noche por lo menos. Quizá se les pasó por alto a sus hombres y yo pueda conseguir alguna pista.
Vásquez sonrió.
—Lo dudo. ¿Está usted solo?
—Tengo dos compañeros esperando en Tijuana.
—¿Y a qué división está asignado?
Mentí a lo grande.
—La metropolitana.
—Es usted muy joven para una labor tan prestigiosa.
Cogí la foto.
—Nepotismo, capitán. Mi papá es jefe de policía y mi hermano está en el consulado de Ciudad de México. Buenas noches.
—Y buena suerte, Bleichert.
Alquilé una habitación en un hotel situado de tal forma que podía ir a pie hasta el distrito de los clubs nocturnos y las luces rojas. Por dos dólares conseguí un cuarto en la planta baja con vista al océano; una cama, con un colchón delgado como una galleta; un lavabo y una llave para el retrete comunitario, que se hallaba fuera del cuarto. Dejé mis cosas en el armario y, como precaución antes de salir, me arranqué dos cabellos y los pegué con saliva a través del quicio de la puerta. Si los fascistas decidían registrar mi cuarto, yo lo sabría.
Fui hasta el corazón de la mancha de neones.
Las calles estaban repletas de hombres vestidos de uniforme: camisas marrones, marineros e infantes de marina de los Estados Unidos. No se veía a ningún mexicano y todo el mundo se portaba de forma bastante correcta y pacífica…, incluso los grupos de marinos que andaban haciendo eses. Decidí que era el arsenal ambulante de los Rurales el que mantenía esa paz. La mayoría de los camisas marrones estaba formada por correosos pesos gallo, nada imponentes, pero que llevaban encima montones de potencia de fuego: recortadas, ametralladoras, automáticas del 45 y nudillos de hierro colgando de sus cartucheras.
Faros fluorescentes, que se encendían y apagaban, me llamaban: Klub Llama, El Horno de Arturo, Club Boxeo, La Guarida del Halcón, Klub Imperial de Chico. Al ver el letrero que ponía «boxeo» decidí hacer mi primera parada en ese sitio.
Cuando esperaba la oscuridad, me encontré con una habitación brillantemente iluminada y atestada de marineros. Encima de un largo mostrador había chicas mexicanas que bailaban con los senos al aire, y billetes de dólar metidos en sus bikinis. Música de marimba enlatada y muchos gritos hacían del sitio una ensordecedora bolsa de ruidos; me puse de puntillas, en busca de cualquiera con aires de ser el propietario. En la parte trasera vi un cuartucho cubierto con carteles y fotos de boxeadores.
Me atrajo igual que un imán y me dirigí hacia él pasando junto a un nuevo cargamento de chicas medio desnudas que se dirigía hacia el mostrador para subir a él.
Y ahí estaba yo, en compañía de dos grandes semipesados, metido como la loncha de jamón de un bocadillo entre Gus Lesnevich y Billy Conn.
Y ahí estaba Lee, justo al lado de Joe Louis, con quien podría haber peleado si se hubiera dejado dirigir por Benny Siegel.
Bleichert y Blanchard. Dos esperanzas blancas a las que les habían ido mal las cosas.
Estuve mirando las fotos durante largo tiempo, hasta que el estruendo que me rodeaba se disipó y ya no me hallaba en una cloaca tapizada, había vuelto a los años 40 y 41, cuando ganaba combates y me iba a la cama con las chicas fáciles que amaban el boxeo y se parecían a Betty Short. Y Lee amontonaba victorias por KO y vivía con Kay… y, de una forma extraña, volvíamos a ser una familia.
—Primero Blanchard y ahora tú. ¿Quién es el siguiente? ¿Willie Pep?
Volví de inmediato a la cloaca.
—¿Cuándo? —farfullé—. ¿Cuándo lo ha visto?
Giré sobre mí mismo y vi a un viejo encorvado y corpulento. Su rostro era todo cuero agrietado y huesos rotos, un saco de entrenamiento, pero su firme voz no tenía nada de ruina ni de boxeador sonado.
—Hace un par de meses. Las grandes lluvias de febrero. Creo que hablamos de combates durante diez horas seguidas.
—¿Dónde está ahora?
—No lo he visto desde aquella vez y quizá él no desee verte. Intenté hablar de ese combate que habíais librado pero el Gran Lee no quiso. «Ya no somos compañeros», me dijo, y empezó a hablarme de que los pesos pluma son la mejor división del boxeo, kilo por kilo. Yo le dije que nanay… son los medios. Zale, Graziano, La Motta, Cerdan, ¿a quién intentas tomarle el pelo?
—¿Sigue en el pueblo?
—No lo creo. Este sitio es mío y por aquí no ha vuelto a pasar. ¿Le buscas para sacarte una espina? ¿Otro combate, quizá?
—Le busco para ver si consigo sacarle del montón de mierda en el que se ha metido.
El viejo sopesó mis palabras unos segundos.
—Me vuelven loco los bailarines como tú —dijo—, así que te daré la única pista que tengo. Oí decir que Blanchard había armado un gran jaleo en el Club Satán y que tuvo que salir del apuro merced a un buen soborno al capitán Vásquez. Si caminas cinco manzanas hacia la playa, allí está el Satán. Habla con Ernie, el cocinero. El lo vio. Dile que sea sincero contigo, y traga mucho aire antes de entrar en ese lugar porque no se parece en nada al sitio del que vienes.
El Club Satán era una choza de adobe con tejado de pizarra, y que poseía un ingenioso anuncio de neón: un diablillo rojo que amenazaba el aire con su rígido miembro en forma de tridente.
Tenía un camisa marrón particular en la puerta, un mexicano bajito que examinaba a los clientes sin dejar de acariciar la guarda y el gatillo de una ametralladora con trípode. Sus galones aparecían repletos de billetes de dólar; yo añadí uno a la colección antes de entrar, haciendo acopio de fuerzas.
De la cloaca al huracán de la mierda.
El bar consistía en un canalillo parecido a los que hay en los retretes. Marineros e infantes de marina se masturbaban sobre él mientras le metían los dedos en la raja a las chicas que se encontraban en cuclillas en la tarima. Bajo las mesas que cubrían la parte delantera de la habitación se hacían chupadas, al igual que ocurría bajo el gran estrado de la orquesta. Un tipo vestido de Satanás se la estaba metiendo a una mujer gorda encima de un colchón. Un burro, con cuernos de terciopelo rojo atados a sus orejas, estaba junto a ellos, comiendo paja de un cuenco que había en el suelo. A la derecha del escenario, un gringo vestido de frac ronroneaba por el micrófono:
—¡Tengo una chica soberbia, su nombre es Roseanne, usa una tortilla como diafragma! ¡Eh! ¡Eh! ¡Tengo una chica que se llama Sue, es un billete de ida a la gran jodida! ¡Eh! ¡Eh! ¡Tengo una chica llamada Corrine, sabe cómo sacarle crema a mi plátano! ¡Eh! ¡Eh! ¡Tengo…!
La «música» fue ahogada por un cántico que brotó de las mesas: «¡Burro! ¡Burro!». Me quedé inmóvil, sintiendo los codazos de los que pasaban junto a mí. Un instante después, una nube de aliento cargado de ajo me envolvió.
—¿Quieres ir al mostrador, guapo? Desayuno de campeones, un dólar. ¿Quieres estar conmigo? La vuelta al mundo, dos dólares.
Reuní el valor necesario para mirarla. Era vieja y gorda, los labios cubiertos de chancros. Saqué unos billetes de mi bolsillo y se los alargué. La puta se inclinó ante su Jesucristo del club nocturno.
—Ernie —grité—. Tengo que verle ahora mismo. Me envía el tipo del Club Boxeo.
—Vámonos —exclamó la mamacita y se encargó de abrirme paso, atravesando una hilera de marinos que esperaban conseguir asientos delante del mostrador.
Me llevó hasta una cortina que ocultaba un pasillo situado detrás del escenario y por él hasta la cocina. Un olor a especias excitó levemente mis papilas gustativas hasta que vi los cuartos traseros de un perro que asomaban bajo la tapa de una olla de estofado. La mujer habló en castellano con el chef un tipo que daba la impresión de ser un cruce entre mexicano y chino. Éste asintió y vino hacia mí.
Yo tenía entre los dedos la foto de Lee.
—He oído contar que este hombre te dio unos cuantos problemas hace cierto tiempo.
El tipo examinó la foto sin demasiado interés.
—¿Quién quiere saberlo?
Le enseñé mi placa, dejando que el gesto revelara un breve instante mi herramienta.
—¿Amigo tuyo? —dijo.
—Mi mejor amigo.
El mestizo tenía las manos metidas bajo el delantal; yo sabía que una de ellas empuñaba un cuchillo.
—Tu amigo se bebió catorce vasos seguidos de mi mejor mescal, el récord de la casa. Eso me gustó. Brindó montones de veces por mujeres muertas. Eso no me importaba. Pero intentó joder mi número del burro, y eso no lo aguanto.
—¿Qué pasó?
—Acabó con cuatro de mis chicos; con el quinto no pudo, los Rurales se lo llevaron antes para que durmiera la mona.
—¿Eso es todo?
El mestizo sacó un estilete de su delantal, apretó el resorte y se rascó el cuello con el lado sin filo de la hoja.
—Finito.
Salí por la puerta trasera y me encontré en un callejón; temía por Lee. Dos tipos con trajes inmaculados estaban inmóviles bajo una farola, cuando me vieron, aceleraron el ritmo con que sus pies cambiaban de posición y estudiaron el suelo como si la tierra y el polvo se hubieran vuelto fascinantes de pronto. Eché a correr, el chirriar de la grava a mi espalda me indicó que los dos me perseguían.
El callejón terminaba en un sendero que llevaba al bloque de las luces rojas, con otro camino de tierra apisonada casi intransitable que salía de él en ángulo hacia la playa. Tomé éste a toda velocidad, mis hombros rozaban el alambre de los gallineros, y había perros atados a estacas que intentaban llegar hasta mí por los dos lados. Sus ladridos apagaron cualquier otro ruido callejero; no tenía ni la menor idea de si aquellos dos tipos me pisaban los talones. Vi alzarse ante mí el bulevar de la playa, intenté orientarme un poco; supuse que el hotel se encontraría una manzana a la derecha y reduje la velocidad de mi carrera a un paso normal.
Había calculado mal por media manzana… a mi favor.
El hotel se encontraba a unos noventa metros de distancia. Fui hacia él mientras intentaba recobrar el aliento, el señor estadounidense Sin Nada que Ocultar daba un paseo. El patio del hotel aparecía vacío, así como el vestíbulo; alargué la mano hacia la llave de mi habitación. Entonces, una luz procedente de la segunda planta lanzó un brillo fugaz sobre la puerta de mi habitación, en la que no estaba mi contraseña de cabellos pegados con saliva.
Saqué mi 38 y abrí la puerta de una patada. Un hombre blanco, sentado junto a la cama, ya tenía las manos levantadas y una ofrenda de paz en los labios.
—Calma, chico. Soy amigo tuyo. No voy armado y si no me crees dejaré que me registres ahora mismo.
Señalé con mi arma hacia la pared. El hombre se puso en pie y colocó las palmas de las manos sobre ella, por encima de su cabeza, con las piernas bien abiertas. Le pasé la mano por todo el cuerpo, con la 38 pegada a su columna, y encontré una cartera, llaves y un peine grasiento. Clavé el cañón de la 38 en su espalda y examiné la cartera. Estaba llena de dólares; además, en una fundita de plástico llevaba una licencia de detective privado expedida en California. Decía que el nombre del tipo era Milton Dolphine y daba como su dirección comercial el 986 de Copa de Oro, en San Diego.
Arrojé la cartera sobre la cama y aflojé un poco la presión de mi arma; Dolphine se removió, nervioso.
—Ese dinero es una mierda comparado con lo que llevaba Blanchard. Si trabajas conmigo, todo será coser y cantar.
Hice que sus piernas se doblaran merced a una patada. Dolphine cayó al suelo y chupó el polvo de la alfombra.
—Cuéntamelo todo y ten cuidado con lo que dices sobre mi compañero, o te acusaré de intento de robo y verás la cárcel de Ensenada.
Dolphine se puso de rodillas.
—Bleichert —boqueó—, ¿cómo coño crees que me enteré de que debía venir aquí? ¿Se te ha ocurrido pensar, por casualidad, que a lo mejor estaba cerca cuando hiciste tu número del poli gringo con Vásquez?
Mis ojos le examinaron rápidamente. Había dejado atrás los cuarenta, estaba gordo y empezaba a quedarse calvo, pero era probable que fuera duro, igual que un ex atleta cuya fuerza se había ido convirtiendo en astucia a medida que su cuerpo se aflojaba.
—Alguien más me sigue —dije—. ¿Quién es?
Dolphine escupió telarañas.
—Los Rurales. Vásquez tiene ciertos intereses que proteger y no quiere que encuentres a Blanchard.
—¿Saben que me alojo aquí?
—No. Le dije al capitán que yo me encargaría de localizarte. Esos chicos suyos debieron encontrarte por casualidad. ¿Los has despistado?
Asentí, al tiempo que le daba un papirotazo a la corbata de Dolphine con mi pistola.
—¿Por qué tienes tantas ganas de cooperar?
Dolphine alzó la mano hasta el cañón del arma y lo apartó de él con sumo cuidado.
—Yo también tengo intereses que proteger y soy condenadamente bueno cuando se trata de trabajar para dos bandos. También hablo mucho mejor cuando estoy sentado. ¿Crees que es posible conseguir eso?
Cogí la silla y la puse ante él. Dolphine se levantó del suelo, se limpió el traje y se dejó caer en el asiento. Volví a enfundar mi arma.
—Despacio y desde el principio.
Dolphine se echó el aliento en las uñas y luego las frotó contra su camisa. Cogí la otra silla de la habitación y la coloqué con el respaldo ante mí para que mis manos tuvieran algo a lo que agarrarse.
—Habla, maldición.
Dolphine obedeció.
—Hace cosa de un mes, una mexicana entró en mi oficina de Dago. Estaba algo entrada en carnes y llevaba diez toneladas de maquillaje encima, pero vestía de primera. Me ofreció quinientos dólares por localizar a Blanchard y me informó que según creía estaba por Tijuana o por Ensenada. Dijo que era un poli de Los Ángeles y que se ocultaba de algo o de alguien. Como yo sé que a los polis de Los Ángeles les encanta el papel verde, empecé a pensar de inmediato en algo relacionado con dinero.
»Les hice preguntas a mis chivatos de Tijuana sobre él y di unas cuantas vueltas enseñando la foto de periódico que la mujer me había entregado; Blanchard había estado en Tijuana a finales de enero, se había metido en peleas, bebido y gastado montones de pasta. Después, un amigo de la Patrulla Fronteriza me contó que se ocultaba aquí y pagaba protección a los Rurales, los cuales le permitían beber y buscar camorra en su pueblo, algo que Vásquez no tolera prácticamente jamás.
»Bueno, al saber todo eso vine aquí y empecé a buscarle: Blanchard estaba jugando a ser un gringo rico. Le vi darle una paliza a dos mexicanos que habían insultado a una señorita, con los Rurales al lado y sin que éstos hicieran nada por evitarlo. Eso significaba que mi dato sobre la protección que ellos le prestan es cierto y empecé a pensar en dinero, dinero y dinero.
Dolphine trazó en el aire el signo del dólar y yo agarré las tablillas del asiento con tanta fuerza que noté como la madera empezaba a ceder.
—Aquí es donde la cosa se pone interesante. Un Rural cabreado, el cual no figura en la nómina de Blanchard, me dice que, según ha oído contar, Blanchard había contratado a dos Rurales de paisano para que mataran a dos enemigos suyos en Tijuana a finales de enero. Volví a Tijuana, pagué unos cuantos sobornos a la poli de allí y me enteré de que dos tipos llamados Robert de Witt y Félix Chasco habían sido liquidados en Tijuana el veintitrés de enero. El nombre del primero me resultaba familiar, por lo que llamé a un amigo que trabaja en la policía de San Diego. Hizo unas comprobaciones y luego me informó. Bueno, entérate de esto por si no lo sabías ya: Blanchard mandó a De Witt a San Quintín en el 39 y éste juró vengarse. Supongo que De Witt consiguió la libertad condicional y Blanchard, al saberlo, hizo que se lo cargaran para proteger su trasero. Llamé a mi socio de Dago y le dejé un mensaje para que se lo diera a la mexicana. Blanchard se encuentra aquí, protegido por los Rurales, quienes, probablemente, se cargaron a De Witt y a Chasco por encargo suyo.
Solté las tablillas del asiento, tenía las manos entumecidas.
—¿Cuál era el nombre de la mujer?
Dolphine se encogió de hombros.
—Se hacía llamar Dolores García pero es obvio que se trata de un nombre falso. Tras haberme enterado de lo ocurrido con De Witt y Chasco, la clasifiqué como una de las muñequitas de este último. Se suponía que era un gigoló con un montón de rajitas mexicanas cargadas de dinero haciendo cola y pensé que la dama quería vengar su muerte. Creí que se había enterado de que Blanchard era el responsable de los asesinatos, y por eso me necesitaba para localizarle.
—¿Estás enterado del asunto de la Dalia Negra, lo de Los Ángeles? —dije.
—¿Crees que el papa reza o no?
—Lee estaba trabajando en ese caso justo antes de venir aquí, y a finales de enero apareció una pista que llevaba a Tijuana. ¿Oíste comentar si había hecho preguntas sobre la Dalia?
—Nada —dijo Dolphine—. ¿Quieres oír el resto?
—Rápidamente.
—De acuerdo. Volví a Dago y mi socio me contó que la dama mexicana había recibido mi mensaje. Me fui hacia Reno para tomarme unas vacaciones y en las mesas de juego me pateé todo el dinero que ella me había dado. Empecé a pensar en Blanchard y en todo el dinero de que disponía; me preguntaba el destino que la dama mexicana le tenía reservado. Acabó convirtiéndose en una obsesión y volví a Dago, hice algunos trabajitos de buscar a personas desaparecidas y luego regresé a Ensenada como unas dos semanas después. Y, ¿sabes una cosa? No había ni jodido rastro de Blanchard.
»Sólo un loco le habría preguntado a Vásquez o a sus chicos por él, así que me dediqué a rondar por el pueblo y me mantuve atento. Vi a un vagabundo que llevaba una chaqueta vieja de Blanchard y a otro con su chándal del estadio Legión. Me enteré de que en Juárez habían colgado a dos tipos por el trabajo De Witt-Chasco y pensé que eso apestaba a una tapadera inventada por los Rurales. Seguí en el pueblo, bien pegadito a Vásquez, entregándole de vez en cuando algún adicto para mantener buenas relaciones con él. Y, finalmente, junté todas las piezas del rompecabezas Blanchard, así que si era tu amigo, prepárate.
Ante ese «era», mis manos rompieron la tablilla que agarraban.
—Calma, chico —dijo Dolphine.
—Termina —jadeé yo.
El investigador privado habló con voz lenta y tranquila, como si se estuviera dirigiendo a una granada de mano.
—Está muerto. Le hicieron pedazos con un hacha. Unos vagabundos lo hallaron. Entraron en la casa donde él se alojaba y uno de ellos se fue de la lengua con los Rurales para que no acabaran cargándoles el mochuelo. Vásquez les dio unos cuantos pesos por su silencio, así como parte de las pertenencias de Blanchard, y los Rurales enterraron el cuerpo en las afueras del pueblo. Oí rumores de que no habían encontrado nada de dinero y seguí rondando el lugar porque pensaba que Blanchard era un fugitivo y que, más pronto o más tarde, algún poli de los Estados Unidos vendría a buscarle. Cuando apareciste en la comisaría, con ese cuento de que trabajabas en la metropolitana, supe que tú eras esa persona.
Intenté decir que no pero mis labios no se movieron; Dolphine soltó el resto de su relato a toda velocidad.
—Quizá lo hicieron los Rurales, quizá fue la mujer o alguna amistad suya. Puede que alguien se quedara con el dinero y puede que no, y nosotros podemos conseguirlo. Tú conocías a Blanchard, podrías averiguar a quién…
Salté de mi asiento y golpeé a Dolphine con la tablilla rota; recibió el golpe en el cuello, cayó al suelo y volvió a chupar alfombra. Apunté con mi pistola hacia su nuca y el detective de mierda gimoteó, para empezar luego a balbucear, más rápido que antes, una súplica.
—Mira, no sabía que fuera algo personal para ti. Yo no lo maté y te ayudaré, si quieres localizar a quien lo hizo. Por favor, Bleichert, ¡maldita sea…!
—¿Cómo sé que todo esto es cierto? —dije yo, mi voz también cerca del gimoteo.
—Hay un pozo junto a la playa. Los Rurales tiran los fiambres allí. Un chaval me contó que había visto como un grupo de ellos enterraba a un hombre blanco muy corpulento más o menos por esas fechas, cuando Blanchard desapareció. ¡Maldito seas, es verdad!
Solté el percutor de la 38 con gran lentitud.
—Entonces, enséñamelo.
El lugar se encontraba a unos dieciséis kilómetros al sur de Ensenada, casi pegado a la carretera de la costa, en un promontorio que dominaba el océano. El sitio aparecía marcado por una gran cruz llameante. Dolphine frenó junto a ella y apagó el motor.
—No es lo que piensas. Los de este lugar mantienen ardiendo esa maldita cosa porque no saben quién está enterrado aquí, y montones de ellos han perdido a gente querida. Para ellos, es un ritual. Le prenden fuego a las cruces y los Rurales lo consienten, como si eso fuera una especie de panacea para mantenerles tranquilos y que no les entren ganas de encender otra clase de fuego. Y, hablando de fuegos, ¿quieres apartar eso?
Mi revólver apuntaba al vientre de Dolphine; me pregunté cuánto tiempo llevaba enfilado hacia él.
—No. ¿Tienes herramientas?
Dolphine tragó saliva.
—De jardinería. Oye…
—No. Llévame al sitio del que el chaval te habló y cavaremos.
Dolphine bajó del coche, dio la vuelta y abrió el maletero. Yo le seguí y le observé mientras sacaba una gran pala. El brillo de las llamas iluminaba el viejo cupé Dodge del detective privado; me fijé que había un montón de estacas y unos trapos junto al neumático de repuesto. Metiéndome la 38 en el cinturón, fabriqué dos antorchas con unos trapos al extremo de dos estacas, y después les prendí fuego en la cruz.
—Ve delante de mí —le ordené, al tiempo que le daba una a Dolphine.
Entramos en el arenal; dos forajidos sostenían bolas de fuego clavadas en un palo. Lo blando del terreno hacía que el avance fuera lento; la luz de las antorchas me permitió distinguir las ofrendas funerarias: pequeños ramos de flores y estatuillas religiosas colocadas aquí y allá sobre las dunas. Dolphine no paraba de murmurar que a los gringos los echaban al final; oí el ruido de huesos que se rompían bajo mis pies. Llegamos a una duna más alta que el resto y Dolphine agitó su antorcha ante una maltrecha bandera de los Estados Unidos desplegada sobre la arena.
—Aquí. El vagabundo dijo que estaba donde la bandera.
Aparté la bandera de una patada; un enjambre de insectos se alzó del suelo con un fuerte zumbido.
—Capullos —graznó Dolphine, y empezó a intentar matarlos con su antorcha.
Del gran cráter que había a nuestros pies se alzó un fuerte olor a putrefacción.
—Cava —dije.
Dolphine empezó a hacerlo; yo pensé en fantasmas —Betty Short y Laurie Blanchard—, esperando a que la pala tropezara con sus huesos. Cuando pensé eso por primera vez, recité un salmo que el viejo me había obligado a memorizar; la segunda vez, usé el Padrenuestro que Danny Boylan solía canturrear antes de nuestras sesiones de entrenamiento. Cuando Dolphine dijo: «Un marinero. Veo su uniforme», no supe si quería tener a Lee vivo y sufriendo o muerto y en ninguna parte, por lo que aparté a Dolphine de un empujón y empecé a cavar yo mismo.
Mi primer golpe de pala desenterró el cráneo del marinero, el segundo desgarró la pechera de su uniforme, y arrancó el torso del resto del esqueleto. Tenía las piernas hechas pedazos. Seguí cavando en ese lugar hasta que encontré arena entre la que relucían brillantes pedacitos de mica. Después, apareció un nido de gusanos y entrañas y un vestido de crinolina manchado de sangre y arena y huesos sueltos y nada más, y entonces apareció una piel rosada a la que el sol había quemado y unas cejas rubias cubiertas de cicatrices que me resultaron familiares. Después, Lee sonrió igual que la Dalia, con los gusanos que se arrastraban por entre sus labios y por los agujeros donde antes estaban sus ojos.
Dejé caer la pala y eché a correr.
—¡El dinero! —gritó Dolphine a mi espalda.
Me dirigí hacia la cruz en llamas con el pensamiento de que yo le había hecho esas cicatrices a Lee, de que era yo quien le había pegado. Llegué al coche, entré en él, metí la marcha atrás y derribé el crucifijo, haciéndolo caer sobre la arena; después puse mi mano sobre el cambio de marchas y, con un chirrido, hice que la palanca se moviera a través de todas las posiciones, hasta meter primera.
—¡Mi coche! ¡Mi dinero!
Oí chillar a Dolphine mientras entraba patinando en la carretera de la costa, rumbo al norte. Alargué mi mano hacia el interruptor de la sirena, y le di un golpe al salpicadero cuando comprendí que los vehículos civiles no tienen sirena.
Logré llegar a Ensenada, al doble de la velocidad permitida. Dejé el Dodge en la calle contigua al hotel y luego corrí en busca de mi coche, y frené el paso cuando vi a tres hombres que se me acercaban en semicírculo, rodeándome, las manos dentro de las chaquetas.
Mi Chevy estaba a nueve metros; el hombre del centro cobró claridad, el capitán Vásquez, mientras que los otros dos se desplegaban para cubrirme desde los lados. Mi único refugio lo constituía una cabina de teléfonos que se encontraba junto a la primera puerta, a la izquierda del patio en forma de U. Bucky Bleichert iba a ingresar cadáver en un arenal mexicano y su mejor amigo lo acompañaría durante el viaje. Decidí que lo mejor sería permitir que Vásquez se acercara a mí y volarle los sesos a quemarropa. En ese momento, una mujer blanca salió por la puerta de la izquierda y comprendí que era mi billete de vuelta a casa.
Corrí hacia ella y la agarré por el cuello. Quiso gritar. Ahogué el sonido poniéndole la mano izquierda en la boca. La mujer agitó los brazos y, un segundo después, se quedó rígida. Saqué mi 38 y le apunté a la cabeza.
Los Rurales avanzaban cautelosos, sus armas pegadas a los flancos. Empujé a la mujer para meterla en la cabina telefónica, susurrándole:
—Grita y estás muerta. Grita y estás muerta.
Luego hice que se pegara al tabique con un golpe de las rodillas y aparté la mano; gritó, pero no hizo ningún otro ruido. Le metí la pistola en la boca para que la cosa siguiera así; cogí el auricular, puse un cuarto de dólar en la ranura y marqué el número de la telefonista. Ahora, Vásquez se hallaba delante de la cabina, el rostro lívido, apestando a colonia estadounidense barata.
—¿Qué? —dijo la operadora al otro extremo de la línea.
—¿Habla inglés? —farfullé.
—Sí, señor.
Apreté el auricular entre el mentón y el hombro y metí a tientas todas las monedas de mi bolsillo dentro de la ranura; mantuve mi 38 pegado al rostro de la mujer. Cuando el aparato se hubo tragado una carretada de pesos, pedí:
—FBI, oficina de San Diego. Es una emergencia.
—Sí, señor —musitó la operadora.
Oí el ruido de la conexión al establecerse. Los dientes de la mujer castañeteaban contra el tambor de mi revólver. Vásquez decidió probar suerte con el soborno:
—Amigo mío, Blanchard era muy rico. Podríamos encontrar su dinero. Aquí viviría usted muy bien. Usted…
—FBI, agente especial Rice.
Mis ojos se clavaron en Vásquez, intentando matarle con la mirada.
—Aquí el agente Dwight Bleichert, Departamento de Policía de Los Ángeles. Le hablo desde Ensenada y tengo un jaleo muy gordo con unos cuantos Rurales. Están a punto de matarme sin razón alguna y he pensado que usted podría hablar con el capitán Vásquez y convencerle de que no lo hicieran.
—¿Qué…?
—Señor, soy un policía de Los Ángeles y será mejor que se dé prisa con esto.
—Oye, hijo, ¿intentas tomarme el pelo o qué?
—Maldita sea, ¿quiere pruebas? He trabajado en la Central de Homicidios con Russ Millard y Harry Sears. He trabajado en la Criminal, he trabajado…
—Pásame al mexicano, hijo.
Le entregué el auricular a Vásquez. Lo tomó y me apuntó con su automática; yo mantuve mi 38 pegado a la mujer. Los segundos fueron pasando con tremenda lentitud; aquella situación de tablas se mantuvo mientras el jefe de los Rurales escuchaba al federal, poniéndose cada vez más y más pálido. Finalmente, dejó caer el auricular y bajó su arma.
—Vete a casa, hijo de puta. Sal de mi ciudad y de mi país.
Enfundé mi revólver y abandoné la cabina; la mujer comenzó a chillar. Vásquez dio un paso hacia atrás e indicó a sus hombres que se apartaran. Entré en mi coche y salí a toda velocidad de Ensenada, igual que si el motor funcionara con mi pánico. Sólo volví a obedecer las leyes de velocidad cuando me encontré de nuevo en los Estados Unidos, y fue entonces cuando lo de Lee empezó a sentarme realmente mal.
El amanecer se abría paso sobre las colinas de Hollywood en el momento en que yo llamaba a la puerta de Kay. Me quedé inmóvil en el porche, tembloroso, con las nubes de tormenta y los rayos de sol que se alzaban al fondo como objetos extraños que no deseaba ver. Le oí decir «¿Dwight?» dentro de la casa y después el ruido de un cerrojo al ser abierto. Un instante más tarde, el otro miembro superviviente del trío Blanchard/Bleichert/Lake apareció en el umbral.
—Todo acabado —dijo.
Era un epitafio que yo no quería oír.
Entré en la casa, asombrado y aturdido al ver lo extraña y bonita que era la sala.
—¿Ha muerto? —preguntó Kay.
Por primera vez, me senté en el lugar favorito de Lee.
—Lo mataron los Rurales o una mexicana y sus amigos. Oh, cariño, yo…
Llamarla como Lee la llamaba me hizo sentir un escalofrío. Miré a Kay, inmóvil junto a la puerta, su silueta iluminada por el extraño trazado de los rayos de sol que brillaban a su espalda.
—Pagó a los Rurales para que mataran a De Witt; sin embargo, eso no quiere decir nada, mierda, nada… Tenemos que buscar a Russ Millard, conseguir que él y unos cuantos policías mexicanos decentes se…
Dejé de hablar, fijándome en el teléfono colocado sobre la mesita de café. Empecé a marcar el número del padre y la mano de Kay me detuvo.
—No. Antes quiero hablar contigo.
Fui del sillón al sofá; Kay se sentó junto a mí.
—Si pierdes la cabeza con esto, le harás daño a Lee.
Entonces supe que lo había estado esperando; y comprendí que ella sabía más de todo el asunto que yo.
—No se le puede hacer daño a un muerto —dije.
—Oh, sí, cariño, sí que puedes.
—¡No me llames así! ¡Esa palabra era suya!
Kay se acercó a mí y me acarició la mejilla.
—Puedes hacerle daño a él y también a nosotros.
—Cuéntame por qué, cariño.
Me aparté de su caricia.
Kay se apretó un poco más el cinturón del albornoz y me miró con frialdad.
—No conocí a Lee en el juicio de Bobby —dijo—. Lo había conocido antes. Trabamos amistad y mentí en cuanto a dónde vivía para que Lee no supiera nada de Bobby. Después, él solo lo descubrió y yo le dije lo mal que estaban las cosas; y entonces me habló de una oportunidad que se le había presentado, un buen negocio. No quiso contarme los detalles del asunto. Poco después, Bobby fue arrestado por el atraco al banco y el caos empezó.
»Lee planeó el robo y consiguió tres hombres para que lo ayudaran. Había necesitado mucho dinero para conseguir que su contrato no acabara en manos de Ben Siegel y eso le costó hasta el último centavo que había ganado como boxeador. Dos de los hombres murieron durante el robo, otro escapó a Canadá, y Lee era el cuarto. Él le cargó el mochuelo a Bobby porque lo odiaba a causa de lo que me había hecho. Bobby no estaba enterado de que nos veíamos y fingimos habernos conocido en el juicio. Bobby sabía que todo era un engaño, aunque no sospechaba de Lee sino de la policía de Los Ángeles en general.
»Lee quería proporcionarme un hogar, y lo hizo. Siempre se mostró muy cauteloso con su parte del dinero robado y no dejaba de hablar de sus ahorros del boxeo y de sus apuestas, con el fin de que los jefazos no pensaran que se mantenía por encima de sus ingresos. Dañó su carrera al vivir con una mujer sin casarse con ella, aunque, en realidad, no era así como vivía conmigo. Todo transcurría como en un cuento de hadas hasta el otoño pasado, cuando tú y Lee llegasteis a ser compañeros.
Me acerqué un poco a ella, atónito ante la idea de que Lee fuera el policía-delincuente más audaz de toda la historia.
—Sabía que era capaz de cosas así.
Kay se apartó de mí.
—Déjame terminar antes de que te pongas sentimental. Cuando Lee se enteró de que Bobby había conseguido tan pronto la libertad condicional, fue a ver a Ben Siegel e intentó conseguir que lo mataran. Tenía miedo de que Bobby hablara de mí, que estropeara nuestro cuento de hadas con todas las cosas feas que sabía sobre tu segura servidora. Siegel no quiso hacerlo y le dijo a Lee que eso no importaba, que ahora estábamos los tres juntos y que la verdad no podía hacernos daño. Y justo antes de Año Nuevo, el tercer hombre del atraco apareció. Sabía que Bobby de Witt iba a salir en libertad e hizo chantaje a Lee: debía pagarle diez mil dólares o le diría a Bobby quién había planeado el atraco para luego cargarle a él con el muerto.
»El plazo que le dio fue la fecha en que Bobby sería liberado. Lee le dijo que se marchara y luego fue a ver a Ben Siegel para que le dejara el dinero. Siegel no quiso hacerlo y Lee le suplicó que ordenara matar a ese tipo. Siegel tampoco quiso. Lee se enteró de que ese tipo solía andar con unos negros que vendían marihuana, y entonces él…
Lo vi venir, enorme y negro como los titulares que me había ganado con eso con las palabras de Kay como las nuevas noticias.
—El nombre de ese tipo era Baxter Fitch. Siegel no pensaba ayudar a Lee y por eso te buscó. Los hombres iban armados, por lo cual supongo que teníais una justificación moral y también supongo que fuisteis condenadamente afortunados de que a nadie se le ocurriera husmear más en el asunto. Es lo único que no puedo perdonarle, lo que me hace odiarme cada vez que pienso en cómo permití que hiciera algo así. ¿Sigues sintiéndote sentimental, pistolero?
Fui incapaz de responder; Kay lo hizo por mí.
—Algo así pensaba yo. Acabaré de contarte la historia y luego me dirás si continúas con tus deseos de venganza.
»Entonces ocurrió lo de la Short y él se obsesionó con el asunto por lo de su hermana pequeña y sólo Dios sabe por qué más. Le aterrorizaba pensar que quizá Fitch hubiese hablado con Bobby, que éste supiera cómo lo cargaron con el muerto. Quería matarle o hacer que alguien lo matara; una y otra vez le supliqué que lo diera por hecho, le aseguré que nadie creería lo que Bobby dijera y que no era necesario que dañara a nadie más. Si no hubiera sido por esa maldita chica muerta quizá le hubiera convencido. Pero el caso acabó señalando hacia México y todos, Bobby, Lee y tú, os fuisteis para allá. Sabía que el cuento de hadas había terminado. Y así ha sido.
LOS POLICÍAS FUEGO Y HIELO NOQUEAN A UNOS
DELINCUENTES NEGROS. TIROTEO EN EL LADO SUR.
POLICÍA 4 — GÁNGSTERS O.
POLICÍAS-BOXEADORES MATAN A CUATRO
DROGADOS EN UN SANGRIENTO TIROTEO
OCURRIDO EN LOS ÁNGELES
Con todo mi cuerpo como muerto, hice el gesto de levantarme; Kay me cogió por el cinturón con las dos manos y me hizo sentar de nuevo.
—¡No! ¡No intentes usar la huida marca Bucky Bleichert conmigo! Bobby sacaba fotos de cuando yo lo hacía con animales, y Lee consiguió que todo eso terminara. Me hacía acostarme con sus amigos y me pegaba con un afilador de navajas, y Lee terminó con ello. Quería hacer el amor conmigo, no joderme, y que estuviéramos juntos, y si no te hubiera dado tanto miedo desde el principio, eso es algo que ya sabrías. No podemos arrastrar su nombre por el fango. Hemos de olvidarlo todo, debemos perdonar y seguir adelante, los dos, y…
Y entonces fue cuando salí huyendo, antes de que Kay destruyera el resto de la tríada.
Pistolero.
Imbécil.
Un detective que estaba demasiado ciego como para hallar la solución del caso en el que había sido utilizado como accesorio.
El punto débil en un triángulo de cuento de hadas. El mejor amigo de un poli que robó un banco, ahora el guardián de sus secretos.
«Olvidarlo todo.»
Me quedé en mi apartamento durante la semana siguiente, acabando con los restos de mis «vacaciones»: Golpeé el saco de entrenamiento, salté a la comba y escuché música; me senté en los escalones de atrás y medí con la vista a los arrendajos que se posaban en la colada de mi patrona. Condené a Lee por cuatro homicidios relacionados con el atraco al Boulevard-Citizens y lo absolví en base al homicidio número cinco…, el suyo. Pensé en Betty Short y en Kay hasta que las dos se mezclaron; reconstruí mi relación con Lee bajo la forma de una seducción mutua y acabé pensando que mi anhelo hacia la Dalia nacía de que la había calado hasta lo hondo, y que amaba a Kay porque ella sabía entenderme.
Y examiné los últimos seis meses. Todo estaba allí: El dinero que Lee había estado gastando en México debía proceder de una parte del botín obtenido en el atraco, una parte que él había dejado aparte.
La víspera de Año Nuevo le oí llorar; Baxter Fitch había pretendido chantajearle unos días antes.
Durante ese otoño, Lee había tratado de ver a Benny Siegel en privado, cada vez que íbamos a las peleas del Olímpico intentaba convencerle de que matara a Bobby de Witt.
Justo antes del tiroteo, Lee había hablado por teléfono con un chivato sobre Junior Nash, según me había dicho. El «chivato» había delatado el paradero de Fitch y los negros, y Lee volvió al coche con expresión asustada. Diez minutos después, cuatro hombres morían.
La noche que conocí a Madeleine Sprague, Kay le gritó a Lee: «Después de eso podría pasar cualquier cosa…». Sí, una frase increíble, quizá prediciendo el desastre relacionado con Bobby de Witt. Durante el tiempo que estuvimos trabajando en el caso de la Dalia, Kay se había mostrado nerviosa y malhumorada, preocupada por el bienestar de Lee y, sin embargo, aceptando de forma extraña su lunática conducta. Yo pensé que estaba preocupada por la obsesión que Lee sentía hacia el asesinato de Betty Short; en realidad, pensaba en el final del cuento de hadas e intentaba escapar a él.
Todo estaba allí.
«Olvídalo todo.»
Cuando mi nevera se quedó vacía, salí huyendo al estilo Bucky Bleichert con rumbo al supermercado para volver a llenarla. Al entrar vi a uno de los mozos de carga que leía la sección local del Herald: la foto de Johnny Vogel aparecía al final de la página. Miré por encima de su hombro y vi que había sido expulsado de la policía de Los Ángeles con el pretexto de que hubo un defecto formal en su nombramiento. Una columna después, el nombre de Ellis Loew me llamó la atención.
Según le hacía decir Bevo Means, «la investigación del caso Elizabeth Short ya no es mi objetivo esencial…, tengo otros peces más importantes que freír». Me olvidé de la comida y fui a Hollywood Oeste.
Era la hora del recreo. Kay se hallaba en medio del patio, vigilando a los chavales que jugaban en un gran cajón de arena. La estuve observando un rato desde el coche y luego fui hasta ella.
Los chavales fueron los primeros en verme. Les enseñé los dientes hasta que por fin empezaron a reírse. Entonces, fue cuando Kay se volvió hacia mí.
—El avance patentado marca Bucky Bleichert.
—Dwight —dijo Kay; los chicos nos miraron como si se hubieran dado cuenta de que ése era un gran momento. A Kay le ocurrió lo mismo unos segundos después que a ellos—. ¿Has venido aquí para decirme algo?
Me reí; los críos se carcajearon ante esa nueva exhibición de mis dientes.
—Sí. He decidido olvidarlo todo. ¿Quieres casarte conmigo?
—¿Y enterraremos el resto del asunto? —repuso ella, con rostro inexpresivo—. ¿Y también a esa maldita chica asesinada?
—Sí. A ella también.
Kay dio un paso hacia adelante y cayó en mis brazos.
—Entonces, sí.
Nos abrazamos.
—¡La señorita Lake tiene novio, la señorita Lake tiene novio! —gritaron los niños.
Nos casamos tres días después, el 2 de mayo de 1947. Fue algo apresurado: un sacerdote protestante de la policía de Los Ángeles se encargó de la ceremonia y el servicio matrimonial fue celebrado en el patio trasero de la casa de Lee Blanchard. Kay llevaba un vestido rosa para burlarse de que no era virgen; yo usé mi mejor uniforme del cuerpo. Russ Millard fue el padrino y Harry Sears acudió como invitado. Empezó con su tartamudeo habitual que, según pude observar, cesaba a la cuarta copa. Saqué a mi viejo del asilo con un pase temporal; aunque el pobre no tenía ni la menor idea de quién era yo, pareció pasárselo muy bien; se dedicó a tomar tragos de la petaca de Harry, clavar sus ojos en Kay y dar saltitos al compás de la música emitida por la radio. Había una mesa con bocadillos y ponche, tanto del fuerte como del suave. Comimos y bebimos los seis y hubo gente, a la cual no conocíamos de nada y que pasaba por el Strip, que oyó la música y las risas y se unió a la fiesta. Cuando anochecía, el patio se encontraba lleno de personas desconocidas y Harry hubo de hacer una escapada al Mercado Rancho de Hollywood en busca de más comida y bebida. Le quité las balas a mi revólver reglamentario y dejé que esos civiles desconocidos jugaran con él; Kay bailó polcas con el sacerdote. Cuando se hizo de noche no quise ponerle fin a la fiesta, así que pedí guirnaldas de luces navideñas a los vecinos y las colgué encima de la puerta y en los alambres de la ropa, incluso en el árbol yuca favorito de Lee. Bailamos, bebimos y comimos bajo unas constelaciones falsas, con estrellas rojas, azules y amarillas. Sobre las dos de la madrugada cerraron los clubs nocturnos del Strip; entonces, la gente que salía del Trocadero y el Mogambo se apoderó del lugar, y Errol Flynn estuvo un rato por allí, cambiándome el frac por la chaqueta del uniforme, con insignia y medallas incluidas. De no haber sido por el repentino chaparrón que cayó sobre nosotros, la cosa podría haber durado para siempre… y eso deseaba yo. Pero la multitud se dispersó entre besos y abrazos frenéticos y Russ se encargó de llevar a mi viejo al asilo. Kay Lake Bleichert y yo nos retiramos al dormitorio para hacer el amor. Dejé la radio encendida para que me ayudara a no pensar en Betty Short. No era necesario: ni una sola vez su imagen cruzó por mi mente.