Dos días después, la conexión emergió de las copias de los informes y me cogió por las pelotas.
Era mi propio informe, emitido el 17/1/47. Debajo de «Marjorie Graham» yo había escrito «M. G. afirmó que E. Short usaba variaciones del nombre "Elizabeth" según la compañía en que se hallara».
Bingo.
Había oído hablar de Elizabeth Short como «Betty», «Beth» y una o dos veces como «Betsy», pero sólo Charles Michael Issler, un proxeneta, se había referido a ella como «Liz». En el almacén había negado conocerla pero yo seguía encontrando algo raro y sospechoso en él. Cuando pensaba en el almacén lo que más recordaba era a Durkin y al cadáver; ahora, me dediqué a pasar nuevamente la película de nuevo, en busca de hechos nada más.
Fritzie le había dado una paliza casi mortal a Issler, ignorando a los otros tres chiflados.
Se había dedicado a recalcar ciertos temas, gritando: «Háblame de los días perdidos de la Dalia», «Cuéntame lo que tú sabes», «Dime lo que te contaron tus chicas».
Issler le había contestado: «Te conocí en la Antivicio».
Pensé en las manos de Fritzie, que temblaban al principio de esa noche; lo recordé cuando estaba ante Lorna Martilkova, y gritaba: «Te prostituías con la Dalia, ¿verdad, chica? Dime dónde estabas durante sus días perdidos». Y luego, el bombazo final: Fritzie y Johnny Vogel que hablaban entre susurros durante el trayecto al Valle.
«He demostrado que no soy ningún marica. Los homosexuales no podrían hacer lo que yo hice.» «¡Cállate, maldito seas!»
Corrí hacia el pasillo, metí una moneda de veinticinco en el teléfono público y marqué el número de Russ Millard, en la Central.
—Central de Homicidios, teniente Millard.
—Russ, soy Bucky.
—¿Pasa algo malo, chico listo? Pareces nervioso.
—Russ, creo que tengo algo. No puedo explicártelo ahora, pero necesito que me hagas dos favores.
—¿Es sobre Elizabeth?
—Sí. Maldita sea, Russ.
—No grites y cuéntamelo.
—Necesito que me consigas el archivo de la Antivicio sobre Charles Michael Issler. Tiene tres condenas por proxeneta, así que debe haber un expediente con su nombre.
—¿Y?
Tragué saliva: tenía la garganta reseca.
—Quiero que compruebes por dónde andaban Fritz Vogel y John Vogel del diez al quince de enero.
—¿Me estás diciendo que…?
—Te estoy diciendo que quizá. Te lo estoy diciendo de forma realmente muy insistente.
Hubo un largo silencio; luego:
—¿Dónde estás?
—En El Nido.
—Quédate allí. Volveré a llamarte dentro de media hora.
Colgué y esperé, pensando en un bonito envoltorio lleno de gloria y venganza. Diecisiete minutos después, el teléfono sonó; me lancé sobre el.
—Russ, ¿qué…?
—El expediente no está. Yo mismo he comprobado toda la letra I. Los había dejado sin ordenar, por 10 cual supongo que se lo han llevado hace poco. En cuanto a lo otro, Fritzie estuvo de guardia en la Central todos esos días, hacía horas extra en viejos casos pendientes, y Johnny se encontraba de vacaciones, no sé dónde. Ahora, ¿quieres explicarme todo esto?
Tuve una idea.
—En este momento, no. Reúnete conmigo esta noche. Tarde. Si no estoy aquí, espérame.
—Bucky…
—Más tarde, padre.
Esa tarde telefoneé y dije que estaba enfermo; esa noche cometí dos delitos.
Mi primera víctima estaba trabajando; llamé a la División de Personal y fingí que era un chupatintas encargado de las nóminas para conseguir su dirección y su número telefónico. El agente que cogió el teléfono me lo dijo sin problemas; cuando anochecía, aparqué al otro lado de la calle y contemplé el apartamento al que John Vogel llamaba hogar.
La casa tenía cuatro plantas, era de estuco y se encontraba cerca de la línea divisoria entre Los Ángeles y Culver City; una estructura de un rosa asalmonado flanqueada por edificios idénticos pintados de marrón y verde claro. En la esquina había un teléfono público; lo usé para marcar el número de «Mal Aliento» Johnny, una precaución extra para asegurarme de que el bastardo no se encontraba allí. Sonaron veinte timbrazos sin que contestaran. Anduve tranquilamente hacia la casa, encontré una puerta que tenía puesto «Vogel» en la ranura del correo, metí una horquilla doblada en la cerradura y me franqueé la entrada.
Una vez dentro, contuve el aliento, medio a la espera de que un perro asesino saltara sobre mí. Comprobé el dial luminoso de mi reloj, decidí que lo máximo serían diez minutos y forcé la vista en busca de una luz que encender.
Mis ojos distinguieron una lámpara de pie. Me dirigí hacia ella y tiré del cordoncillo, iluminando una salita bastante ordenada. Había un sofá con sillones haciendo juego, una chimenea de imitación, fotos de Rita Hayworth, Betty Grable y Ann Sheridan pegadas con cinta adhesiva a la pared, y lo que parecía una auténtica bandera japonesa capturada en combate que cubría la mesita del café. El teléfono estaba en el suelo, junto al sofá, con una agenda cerca de él; pasé allí la mitad del tiempo de permanencia que me había concedido a mí mismo. Comprobé cada página. No figuraban ni Betty Short ni Charles Issler y ninguno de los nombres anotados repetía los del archivo principal o los nombres del «librito negro» de Betty. Cinco minutos perdidos, cinco más que gastar.
Anexos a la sala había una cocina-comedor y un dormitorio. Apagué la luz y me moví en la oscuridad hacia la puerta de éste que estaba medio abierta. Tanteé la pared con la mano, en busca de un interruptor. Cuando lo encontré, encendí la luz.
Una cama por hacer, cuatro paredes repletas de banderas japonesas y una gran cómoda con cajones fueron reveladas por el resplandor. Abrí el primer cajón, allí había tres Luger alemanas, cargadores de repuesto y un montón de balas sueltas… Me reí al trabar conocimiento con «Eje» Johnny. Luego abrí el cajón del medio y todo mi cuerpo empezó a hormiguear.
Arneses de cuero negro, cadenas, látigos, collares de perro con remaches metálicos, y condones hechos en Tijuana que te daban quince centímetros extra y una punta como un garrote… Libritos con fotos de mujeres desnudas azotadas por otras mujeres mientras chupaban las grandes pollas de tipos ataviados con arneses de cuero. Primeros planos que capturaban la grasa, las marcas de la aguja, la laca mellada de las uñas y los ojos vidriados por la droga. Nada de Betty Short, ni de Lorna Martilkova, ni una señal del telón de fondo egipcio de Esclavas del infierno o una conexión con Duke Wellington pero el surtido de látigos —«ligeras marcas de látigo», según el forense— bastaba para convertir a Johnny Vogel en el sospechoso número uno del caso Dalia. Cerré los cajones y apagué la luz. Después caminé de puntillas hasta la sala y encendí la lámpara de pie, alargando luego la mano hacia la agenda. El número de «Papá & Mamá» era el Granite-9401. Si no obtenía respuesta, mi segundo delito de allanamiento de morada se encontraba a diez minutos en coche.
Marqué; el teléfono de Fritz Vogel sonó veinticinco veces. Apagué la luz y salí a toda velocidad.
Cuando detuve el coche ante la casita de madera de Vogel Senior, ésta se hallaba totalmente a oscuras. Permanecí sentado detrás del volante recordando el escenario de mi visita anterior, dos dormitorios al final de un largo pasillo, la cocina, un porche trasero y una puerta cerrada que había delante del cuarto de baño. Si Fritzie disponía de una madriguera privada, tenía que ser ésa.
Fui por el sendero hasta la parte trasera de la casa. La puerta de alambre que daba al porche se encontraba abierta; anduve de puntillas, y pasé junto a una lavadora para llegar a la barrera que protegía la casa propiamente dicha. Esa puerta era de madera sólida pero al tantear el quicio, descubrí que estaba unida a la pared sólo mediante un gancho y un aro metálico. Sacudí el pomo y noté que daba mucho juego; si podía hacer saltar la piececita metálica, me encontraría dentro.
Me puse de rodillas y busqué por el suelo, deteniéndome cuando mi mano encontró un pedazo alargado de metal. Le di vueltas entre mis dedos igual que un ciego. Me di cuenta de que había encontrado un alambre para medir el contenido de aceite. Sonreí ante mi suerte, me puse en pie y abrí la puerta.
Me concedí un máximo de quince minutos, y avancé por la cocina hasta el pasillo, que comencé a recorrer con las manos ante mí para detectar los obstáculos invisibles. Dentro del cuarto de baño brillaba una de esas lucecitas que se dejan encendidas por la noche… y que me indicó el camino hacia lo que yo esperaba fuera el escondite secreto de Fritzie. Giré el pomo… y la puerta se abrió.
La pequeña habitación estaba a oscuras. Avancé, siguiendo la pared, dándome contra los marcos. Sentí un pavor helado cuando mi pierna rozó un objeto alto y no muy grueso. Éste estuvo a punto de volcarse antes de que comprendiera que se trataba de una lámpara de pie y alargase la mano hacia lo alto, para encenderla.
Luz.
Los marcos eran fotos de Fritzie en uniforme, de paisano y en posición de firmes, con el resto de su clase de la academia en 1925. En la pared del fondo había un escritorio encarado hacia una ventana cubierta por una cortina de terciopelo, así como una silla giratoria y un archivador.
Abrí el primer cajón y mis dedos hurgaron por entre carpetas de papel manila con sellos que decían: «Archivo Dtos. — División Central» «Archivo Dto. — División Robos», «Archivo Dto. — División Atracos», todos ellos con los nombres de los individuos escritos a máquina en solapillas. Comprobé las primeras hojas de las tres carpetas situadas al principio pues quería encontrar alguna especie de denominador común… y descubrí que en cada una de ellas sólo había una copia hecha en papel carbón.
Pero aquellas hojas de papel bastaban.
Eran registros financieros, listas de balances bancarios y otras propiedades, datos económicos sobre conocidos criminales a los que el Departamento no podía tocar legalmente. Lo que había escrito en la cabecera de cada hoja lo dejaba bien claro; se trataba de los datos que el Departamento de Policía de Los Ángeles daba a los federales para que ellos pudieran iniciar investigaciones por evasión de impuestos. Había notas escritas a mano que llenaban los márgenes: números de teléfono, nombres y direcciones, y reconocí la letra de Fritzie Vogel.
Sentía mi aliento frío, que entraba y salía rápidamente de mis pulmones mientras pensaba: «Cálmate. O les está apretando los tornillos a esos delincuentes en base a los informes que hay en otros archivos o les da aviso de lo que les va a caer encima por parte de los federales».
Extorsión en primer grado.
Robo y posesión no autorizada de documentos oficiales de la policía de Los Ángeles.
Poner en peligro el avance de investigaciones federales.
Pero nada de Johnny Vogel, Charlie Issler o Betty Short.
Miré catorce carpetas más y encontré los mismos informes financieros sucintamente garabateados en todas ellas. Me aprendí de memoria los nombres de las solapillas y luego pasé al último cajón. En la primera carpeta que contenía vi «Archivo Delinc. Conocidos —División Antivicio»… y supe que había dado con el gran pastel.
La página uno detallaba los arrestos, las condenas y la carrera de confesiones de Charles Michael Issler, blanco, varón, nacido en Joplin, Missouri, en 1911; la página dos contenía la lista de sus «Relaciones Conocidas». Un «libro de putas» de junio de 1946, que había sido comprobado por el encargado de su libertad condicional, me dio seis nombres de chicas, seguidos por números de teléfono, las fechas de arresto y sus condenas por prostitución. Bajo el encabezamiento «Sin historial como prostitutas» había cuatro nombres femeninos más. El tercer nombre era «Liz Short — ¿De paso?».
Miré la página tres y fui leyendo la columna encabezada como «RC, cont.» y un nombre en ella me produjo el mismo efecto que si me hubieran clavado un lanzazo: «Sally Stinson». Se hallaba en el librito negro de Betty Short y ninguno de los cuatro equipos de interrogadores había sido capaz de localizarla. Junto a su nombre, entre paréntesis, algún poli de la Antivicio había anotado: «Trabaja el bar del Biltmore — tipos de las convenciones». La anotación estaba rodeada por circulitos hechos con la tinta de color que Fritzie usaba.
Me obligué a pensar como un detective, no como un niño encantado ante la perspectiva de una venganza. Aparte el asunto de la extorsión, lo cierto era que Charlie Issler conocía a Betty Short. Ésta a Sally Stinson, quien se prostituía en el Biltmore. Fritz Vogel no quería que nadie supiera eso. Era probable que hubiera preparado el circo del almacén para descubrir lo que Sally y/o sus otras chicas le habían contado a Issler sobre Betty y los hombres con los cuales había estado recientemente.
«He demostrado que no soy ningún marica. Los homosexuales no podrían hacer lo que yo hice. Ya me he estrenado, así que no me llames eso.»
Volví a ordenar las carpetas, cerré el cajón, apagué la luz y pasé de nuevo el gancho de la puerta trasera antes de salir por la principal, igual que si fuera el propietario de la casa. Me preguntaba si habría alguna conexión entre Sally Stinson y la letra S que faltaba en el archivo del hotel. Camino de mi coche me di cuenta de que era imposible que la hubiera… Fritzie no sabía nada sobre la existencia de la habitación del hotel El Nido. Y, entonces, se me ocurrió otra idea: si Issler hubiera empezado a hablar sobre «Liz» y sus trucos, yo podía haberme enterado de lo que dijera. Fritzie confiaba en su capacidad para mantenerme callado. Le haría pagar caro el que me hubiera subestimado.
Russ Millard me esperaba con dos palabras preparadas:
—Informe, agente.
Le conté la historia con todo detalle. Cuando hube terminado, él le hizo un saludo a la Elizabeth Short de la pared.
—Estamos progresando, querida —dijo, y extendió su mano hacia mí con un gesto teatral.
Nuestro apretón de manos fue parecido al de un padre y su hijo después del gran partido.
—¿Y ahora qué, padre?
—Ahora vuelves al trabajo como si nada de esto hubiera ocurrido. Harry y yo interrogaremos a Issler en la granja de los chiflados y asignaré unos cuantos hombres para que busquen a Sally Stinson en su zona.
Tragué saliva.
—¿Y Fritzie?
—Tendré que pensar en ello.
—Quiero verle crucificado.
—Ya lo sé. Pero debes pensar en esto: los hombres a quienes ha extorsionado son criminales que nunca prestarían testimonio contra él en los tribunales, y si se entera del registro y destruye sus copias de los informes, ni tan siquiera seremos capaces de hacerle cargar con una falta contra las normas del Departamento. Todo esto requiere ser corroborado, así que, por el momento, el asunto queda limitado a nosotros dos. Y lo mejor será que tú te calmes y controles tu temperamento hasta que haya terminado.
—Quiero ser yo quien le coja —dije.
Russ asintió.
—No dejaré que ocurra de otra forma.
Cuando iba hacia la puerta, saludó a Elizabeth con una leve inclinación del ala de su sombrero.
Volví a la ronda y seguí mi juego de blando; Russ puso hombres en la calle para que buscaran a Sally Stinson. Un día más tarde me llamó a casa con una dosis de malas noticias y otra de buenas.
Charles Issler había encontrado un abogado para que redactara una demanda de habeas corpus en su nombre; y lo habían liberado de la granja de Mira Loma hacía tres semanas. Su apartamento de Los Ángeles estaba limpio; resultaba de todo punto imposible encontrarle. Eso era igual que una patada en los huevos pero que confirmara el hecho de que Vogel se dedicaba a la extorsión casi lo compensaba.
Harry Sears comprobó el historial de arrestos hechos por Fritzie, desde el año 1934 hasta su posición actual en la Central de Detectives. En un momento u otro, Vogel había arrestado a cada uno de los nombres que figuraban en sus copias de informes del FBI y el Departamento de Policía de Los Ángeles. Y los federales no habían logrado condenar ni a uno solo de ellos.
Al día siguiente tenía el turno libre y lo pasé con el archivo del hotel, durante todo el tiempo no pensaba en otra cosa: corroboración. Russ llamó para decir que no había conseguido ninguna pista sobre el paradero de Issler, quien daba la impresión de haberse largado de la ciudad. Harry mantenía a Johnny Vogel bajo discreta vigilancia tanto dentro como fuera del trabajo; un tipo del sheriff metido en la Antivicio, en Hollywood Oeste, había estado hablando con él y le había dado unas cuantas direcciones de relaciones conocidas…, amistades de Sally Stinson. Russ me dijo media docena de veces que me lo tomara con calma y no hiciera ninguna locura. Sabía condenadamente bien que yo ya tenía metido in mente a Fritzie en la cárcel de Folsom y a Johnny en la Pequeña Habitación Verde.
Tenía que volver al trabajo el jueves y me levanté temprano para pasar una larga mañana con el archivo del hotel. Mi café se estaba haciendo cuando el teléfono sonó.
Cogí el auricular.
—¿Sí?
—Russ. Tenemos a Sally Stinson. Reúnete conmigo en el 1546 de Havenhurst Norte dentro de media hora.
—Voy para allá.
La dirección correspondía a un edificio de apartamentos construidos igual que un castillo español: cemento encalado al que le habían dado la forma de almenas ornamentales, con balcones coronados por zócalos gastados por el sol. Pequeños caminos ascendentes llevaban hasta las puertas de cada apartamento; Russ se encontraba ante una de ellas, a la derecha.
Dejé el coche en una zona roja y fui trotando hacia él. Un hombre vestido con un traje arrugado y un sombrero de papel de los que dan en las fiestas bajaba por el caminito, una estúpida sonrisa de felicidad alegraba su rostro.
—El siguiente, ¿eh? —dijo con voz pastosa—. ¡Oh la la, esta chica nunca para!
Russ me precedió por los escalones. Llamé a la puerta; una rubia que ya no era joven y llevaba el cabello revuelto y el maquillaje fuera de sitio la abrió con brusquedad.
—¿Qué te has olvidado ahora? —preguntó y luego añadió—: Oh, mierda.
Russ le enseñó su placa.
—Policía de Los Ángeles. ¿Es usted Sally Stinson?
—No, soy Eleanor Roosevelt. Oiga, últimamente he cumplido con el sheriff mucho más de lo que me tocaba cumplir, así que en cuanto a efectivo estoy a cero. ¿Quiere lo otro?
Di un paso hacia delante, y me dispuse a entrar sin demasiadas contemplaciones cuando Russ me cogió del brazo.
—Señorita Stinson, es sobre Liz Short y Charlie Issler y será aquí o en la cárcel de mujeres.
Sally Stinson agarró su albornoz con fuerza, para ceñírselo más al cuerpo.
—Oiga, ya le dije al otro tipo que…
Se calló y se rodeó el rostro con los brazos. Tenía el aspecto de la víctima atontada que se enfrenta al monstruo en las viejas películas de horror; yo sabía con toda exactitud quién era su monstruo.
—No trabajamos con él. Sólo queremos hablar de Betty Short.
Ella nos midió con la mirada.
—¿Y él no se va a enterar?
Russ le dedicó una veloz sonrisa de padre-confesor, y mintió.
—No, será algo estrictamente confidencial.
Sally se apartó del umbral. Russ y yo entramos en el vestíbulo de un picadero arquetípico: muebles baratos, paredes desnudas, las maletas alineadas en un rincón para una despedida rápida… Sally cerró la puerta y pasó el pestillo.
—¿Quién es el tipo del que hablamos, señorita Stinson?
Russ se arregló el nudo de la corbata; yo cerré el pico. Sally nos señaló el sofá con un dedo.
—Que sea rápido. Volver sobre las viejas penas va en contra de mi religión.
Me senté; a unos centímetros de mi rodilla se abrió un agujero por el que asomó algo de relleno y la punta de un muelle. Russ se instaló en una silla y sacó su cuaderno; Sally se acomodó encima de las maletas, con la espalda pegada a la pared y los ojos clavados en la puerta igual que si fuera una consumada artista de la fuga. Empezó con la frase de presentación más conocida en todo el repertorio del caso Short.
—No sé quién la mató.
—Me parece bien, pero empecemos por el principio —dijo Russ—. ¿Cuándo conoció a Liz Short?
Sally se rascó el escote.
—El verano pasado. Junio, quizá.
—¿Dónde?
—En el bar del Yorkshire House Grill. Yo estaba algo bebida, esperaba a mi… esperaba a Charlie I. En esos momentos, Liz se trabajaba a un vejestorio con pinta de rico, pero se le estaba yendo la mano. Acabó asustándolo. Después, nos pusimos a conversar y entonces apareció Charlie.
—¿Y luego, qué? —pregunté.
—Bueno, descubrimos que los tres teníamos montones de cosas en común. Liz comentó que le hacía falta dinero, Charlie dijo: «Quieres ganar deprisa un par de billetes» y Liz respondió: «Claro». Charlie nos mandó a las dos a una convención de representantes del ramo textil en el Mayflower.
—¿Y?
—Y Liz era sobeeeerbia. Si quiere detalles, espere a que publique mis memorias. Pero voy a decirle algo: soy bastante buena cuando toca fingir que hacerlo me encanta pero Liz resultaba magnífica. Tenía la manía de no quitarse las medias pero era toda una virtuosa. Se merecía un Oscar de la Academia de Hollywood.
Pensé en la película… y en la extraña herida que había en el muslo izquierdo de Betty.
—¿Sabe si Liz apareció en alguna película pornográfica?
Sally meneó la cabeza.
—No, pero si lo hizo tenía que estar sobeeerbia.
—¿Conoce a un hombre llamado Walter «Duke» Wellington?
—No.
—¿Y a Linda Martin?
—Nanay.
Russ me relevó.
—¿Trabajó alguna otra vez con Liz?
—Cuatro o cinco veces durante el verano pasado —dijo Sally—. En los hoteles. Siempre con tipos de convenciones.
—¿Recuerda algunos nombres? ¿Sus organizaciones? ¿Aspectos?
Sally se rió y volvió a rascarse el escote.
—Señor Policía, mi primer mandamiento es mantener los ojos cerrados y tratar de olvidar. Soy muy buena en eso.
—¿Alguno de los trabajos los llevaron a cabo en el Biltmore?
—No. El Mayflower, el Casa Hacienda. Puede que el Rexford.
—¿Hubo algún hombre que reaccionara de forma extraña ante Liz? ¿Alguien que se pusiera duro con ella?
Sally lanzó una carcajada que pareció un rebuzno.
—La mayor parte estaban encantados de lo bien que sabía fingir.
Impaciente por llegar a Vogel, cambié de tema.
—Hábleme de usted y Charlie Issler. ¿Sabía que confesó haber matado a la Dalia?
—No, al principio no lo supe —repuso Sally—. Luego… bien, de todas formas no me sorprendió al enterarme. Charlie tiene lo que podría llamarse una compulsión de confesar. Si a una zorra la matan y la cosa sale en los periódicos, adiós a Charlie; ya puedes sacar la tintura de yodo en cuanto vuelva, porque siempre se asegura de que los chicos del tubo de goma le hayan trabajado bien.
—¿Por qué cree usted que lo hace? —preguntó Russ.
—¿Qué le parece lo de tener la conciencia culpable?
—¿Qué le parece esto? —dije yo—. Háblenos de dónde estuvo del diez al quince de enero y luego háblenos de ese tipo que no nos gusta a ninguno.
—Me parece que en realidad no tengo donde elegir.
—Oh, sí. Hable con nosotros aquí o con una matrona en otro sitio.
Russ tiró de su corbata… con fuerza.
—¿Recuerda dónde se encontraba en esas fechas, señorita Stinson?
Sally sacó cigarrillos de sus bolsillos y encendió uno.
—Todos los que conocieron a Liz recuerdan dónde estaban entonces. Ya sabe, es igual que cuando Roosevelt murió. Sigues deseando que te fuera posible volver al pasado y cambiar las cosas, ¿sabe?
Me dispuse a disculparme por mi táctica pero Russ se me adelantó.
—Mi compañero no tenía intención de ser desagradable, señorita Stinson. Para él este asunto es algo casi personal.
Era la frase perfecta. Sally Stinson tiró su cigarrillo al suelo, lo aplastó con el pie descalzo y luego le dio unas palmaditas a las maletas.
—Tan pronto como ustedes salgan por esa puerta yo le diré adiós a esto. Se lo contaré pero no se lo repetiré ante el fiscal del distrito, ni ante el Gran jurado ni ante otros polis. Hablo en serio. Cuando salgan por esa puerta, pueden despedirse de Sally.
—Trato hecho —dijo Russ—. El rostro femenino cobró un poco más de color; eso y la ira que había en sus ojos le quitaron diez años de encima por lo menos.
—El viernes diez, recibí una llamada en el hotel donde me alojaba. Un tipo me dice que es amigo de Charlie y que quiere contratarme para un chaval que no se ha estrenado. Una sesión de dos días en el Biltmore, uno de cien y la mitad de otro. Yo le advierto que no he visto a Charlie desde hace tiempo, ¿cómo ha conseguido mi número? El tipo dice: «No importa, reúnete conmigo y con el chico mañana al mediodía, delante del Biltmore».
»No tengo ni un centavo, así que digo de acuerdo y voy a verles. Duros por fuera y blandos por dentro, como una bolsa de guisantes, en seguida veo que son padre e hijo, y polis. El dinero cambia de manos. El chaval tiene halitosis pero he visto cosas peores. Me dice cuál es el nombre de su papaíto y yo me asusto un poco, pero papaíto se larga y el chaval resulta manso, tanto que puedo ocuparme de él sin problemas.
Sally encendió otro cigarrillo. Russ me pasó las fotos de los Vogel sacadas del Departamento de Personal; se las pasé a Sally.
—Blanco —dijo ella, y les quemó los rostros con la punta de su Chesterfield; luego, siguió hablando—: Vogel había alquilado una suite. Sonny y yo empezamos y él intentó que yo jugara con todos esos cachivaches raros que se había traído. «Nanay, nanay, nanay», le dije. Me prometió veinte más si le dejaba que me azotara un poquito, suave, sólo para divertirse. «Cuando se congele el infierno», le contesté. Entonces, él…
Interrumpí su relato.
—¿Habló de películas? ¿Cosas de lesbianas?
Sally bufó.
—Habló de béisbol y de su chisme. El Gran Schnitzel lo llamaba y, ¿sabe una cosa?, no lo era.
—Siga, señorita Stinson —dijo Russ.
—Bueno, estuvimos jodiendo toda la tarde y yo tuve que escuchar como el niño parloteaba sobre los Dodgers de Brooklyn y el Gran Schnitzel hasta que no pude aguantar más. Entonces le dije: «Vamos a cenar y a tomar un poco de aire fresco». Y bajamos al vestíbulo.
»Y allí está Liz, sentada y sola. Me dice que necesita dinero, y dado que observo la mirada del chaval y veo que ella le gusta, preparo un trabajito particular dentro del otro trabajito. Volvemos a la suite y yo me tomo un respiro mientras que ellos se lo hacen en el dormitorio. Ella sale a eso de las doce y media, y me susurra: «Pequeño Schnitzel». Nunca más volví a ver a Liz hasta que me encontré su foto en los periódicos.
Miré a Russ. Él articuló la palabra «Dulange». Asentí. Me imaginaba a Betty Short vagando por la ciudad hasta encontrar a Joe «el francés» la mañana del doce. Los días perdidos de la Dalia empezaban a quedar aclarados.
—¿Y después usted y John Vogel volvieron a lo de antes? —preguntó Russ.
Sally arrojó al suelo las fotos.
—Sí.
—¿Le habló de Liz Short?
—Dijo que a ella le había encantado el Gran Schnitzel.
—¿Habló de si habían hecho planes para volver a verse?
—No.
—¿Hizo mención de su padre y de Liz, fuera en el contexto que fuese?
—No.
—¿Qué comentó de Liz?
Sally se rodeó el cuerpo con los brazos.
—Dijo que le gustaba jugar a su misma clase de juegos. «¿Cuáles?», le pregunté. Sonny dijo: «Amo y Esclava» y «Poli y Puta».
—Acabe de contarlo. Por favor —le pedí.
Sally clavó los ojos en la puerta.
—Dos días después de que Liz saliera en todos los periódicos, Fritz Vogel fue a mi hotel y me dijo lo que el chaval le contó, que lo había hecho con ella. Me explicó que había sacado mi nombre de algún archivo policial y me interrogó sobre mis… empresarios. Mencioné a Charlie I. Al oír el nombre, Vogel se acordó de él y de los tiempos en que trabajaba con la Antivicio. Entonces se asustó, porque se acordó de que Charlie tenía ese problema con las confesiones. Llamó a un compañero suyo desde mi teléfono y le dijo que buscara no sé qué expediente de Charlie en la Antivicio, luego hizo otra llamada y se volvió loco porque la persona con la cual habló le dijo que Charlie ya estaba detenido, y que había confesado lo de Liz.
»Después, me pegó. Me hizo montones de preguntas, cosas como si Liz le hablaría a Charlie de que lo había hecho con el hijo de un poli. Yo le dije que Charlie y Liz no eran amigos, sólo conocidos, que él había encontrado trabajo para ella unas cuantas veces, hacía ya meses, pero Vogel no paraba de golpearme, dijera lo que dijese; al final, amenazó con matarme si le contaba a la policía lo de su hijo y la Dalia.
Me puse en pie para marcharme; Russ seguía sentado, sin moverse.
—Señorita Stinson, ha dicho que cuando John Vogel le mencionó el nombre de su padre usted se asustó. ¿Por qué?
—Una historia que había oído contar.
De repente, pareció algo más que desgastada por la vida…, pareció una antigüedad.
—¿Qué clase de historia?
El susurro de Sally se quebró.
—Cómo lo expulsaron de la Antivicio.
Recordé lo que Bill Koenig me había dicho… Fritzie había pillado la sífilis con alguna puta cuando trabajaba en la Antivicio y le hicieron tomar la cura del mercurio.
—Había pillado algo feo, ¿no?
Sally consiguió que su voz sonara normal.
—Oí contar que pilló la sífilis y que se volvió loco. Pensó que se la había pegado una chica de color, por lo que fue a ese burdel de Watts y obligó a todas las chicas a que se acostaran con él antes de someterse a la cura. Se la frotó a todas en la cara, en los ojos, y dos de las chicas se quedaron ciegas por ello.
Yo sentía las piernas más flojas que aquella noche del almacén.
—Gracias, Sally —dijo Russ.
—Vamos a por Johnny —le urgí yo.
Cogimos el coche para ir a la parte baja. Johnny había estado trabajando en el turno de día con algunas horas extra, por lo que yo sabía que a las once de la mañana teníamos una buena oportunidad de pillarle a solas.
Conduje con lentitud pues buscaba su familiar silueta envuelta en el uniforme de sarga azul. En el salpicadero Russ guardó una jeringuilla y una ampolla de Pentotal que había quedado de cuando interrogaron a Red Manley; incluso él sabía que para ese trabajo haría falta la fuerza bruta. Íbamos por el callejón que había detrás de la Misión Jesús Salva cuando lo localicé… Se encontraba solo, y le buscaba las cosquillas a un par de vagabundos que habían hurgado en un cubo de basura.
Salí del coche.
—¡Eh, Johnny! —grité.
Vogel Junior agitó un dedo ante las caras de los vagabundos y vino hacia mí, los pulgares metidos en su cinturón Sam Browne.
—¿Qué haces vestido de civil, Bleichert? —me dijo.
Le solté un gancho en la barriga. Se dobló limpiamente; entonces lo agarré por la cabeza y se la golpeé contra el techo del vehículo. Johnny se derrumbó, casi inconsciente. Lo sostuve para que Russ le subiera la manga izquierda y le metiera el jarabe de la estupidez en la vena del brazo.
Ahora estaba inconsciente por completo. Cogí la 38 de su funda, la tiré al asiento delantero y metí a Johnny en el posterior. Me puse a su lado y Russ se encargó del volante. Salimos quemando neumáticos por el callejón mientras que los vagabundos nos saludaban con la mano aún con restos de comida que habían encontrado en el cubo de la basura.
El trayecto hasta El Nido duró una media hora. Johnny se reía suavemente en el sopor producido por la droga y, en un par de ocasiones, estuvo a punto de recobrar el conocimiento; Russ conducía en silencio. Cuando llegamos al hotel, Russ echó un vistazo al vestíbulo, comprobó que estuviera vacío y desde la puerta me hizo una seña de que podía entrar. Me eché a Johnny sobre el hombro y lo llevé hasta la habitación 204… el minuto de trabajo más duro de toda mi vida.
La subida por la escalera lo animó bastante; cuando le dejé caer en una silla, los párpados se le movían y le esposé la muñeca izquierda a una tubería del radiador.
—El efecto del Pentotal durará unas cuantas horas más —dijo Russ— No puede mentirnos, es imposible.
Mojé una toalla en el lavabo y la puse sobre el rostro de Johnny. Él tosió y retiré la toalla.
Johnny se rió.
—Elizabeth Short —dije yo, y señalé las fotos de la pared.
—¿Qué pasa con ella? —murmuró Johnny, el rostro como de goma y la voz pastosa.
Le di una dosis de toalla, como si le estuviera limpiando las telarañas. Johnny farfulló algo; yo dejé caer la toalla húmeda sobre su regazo.
—¿Qué pasa con Liz Short? ¿La recuerdas?
Johnny se rió; Russ me hizo una seña para que me sentara junto a él sobre la barandilla de la cama.
—Esto tiene un método propio. Deja que yo le haga las preguntas. Limítate a contener tu mal genio.
Asentí. Ahora Johnny había logrado enfocamos a los dos pero sus pupilas eran como cabezas de alfiler y sus rasgos se habían aflojado en una expresión extraña.
—¿Cuál es tu nombre, hijo? —preguntó Russ.
—Ya lo conoces, capullo —repuso Johnny, su voz perdiendo la pastosidad.
—Dímelo de todos modos.
—Vogel, John Charles.
—¿Cuándo naciste?
—El seis de mayo de mil novecientos veintidós.
—¿Cuánto son dieciséis más cincuenta y seis?
Johnny estuvo pensando durante un instante y dijo:
—Setenta y dos —y luego clavó su mirada en mí.
—¿Por qué me has pegado, Bleichert? Nunca te he tratado mal.
Chico Gordo parecía auténticamente perplejo. Yo mantuve la boca cerrada.
—¿Cuál es el nombre de tu padre, hijo? —le preguntó Russ.
—Oh, claro…, como Liz. Betty, Beth, Dalia… montones de nombres.
—Piensa en este mes de enero, Johnny. Tu papá quería que te estrenaras, ¿verdad?
—¿Eh…?, sí.
—Te compró una mujer por dos días, ¿verdad?
—No era una mujer. No era una mujer auténtica. Una zorra. Una zoooooorra. —La palabra prolongada se convirtió en una carcajada; Johnny intentó aplaudir. Una mano golpeó su pecho; la otra osciló al extremo de la cadena metálica—. Esto no está bien —dijo—. Se lo contaré a papá.
—Sólo será durante un ratito —le respondió Russ tranquilamente—. Estuviste con la prostituta en el Biltmore, ¿no?
—Correcto. Papá consiguió una tarifa especial porque conocía al detective del hotel.
—Y a Liz Short también la conociste en el Biltmore, ¿no?
El rostro de Johnny se agitó en una serie de movimientos espásticos: tics en los ojos, el labio torcido, venas que sobresalían en su frente. Me recordó a un boxeador noqueado que intentara levantarse de la lona.
—Eh… sí, eso es.
—¿Quién te la presentó?
—¿Cómo se llama…? La zorra.
—¿Y qué hicisteis tú y Liz después, Johnny? Háblame de ello.
—Luego… luego nos metimos en la camita durante tres horas y jugamos. Yo le di el Gran Schnitzel. Jugamos a «Caballo y jinete» y Liz me gustaba, así que la azoté muy suave. Era mejor que la zorra rubia. No se quitaba las medias, porque decía que tenía una marca de nacimiento que nadie podía mirar. Le gustaba el Schnitzel y me dejó que la besara sin haber hecho gárgaras con Listerine como hacía la rubia, y con ella el gusto me daba náuseas.
Pensé en la señal que Betty tenía en el muslo y contuve el aliento.
—Johnny, ¿mataste a Liz? —preguntó Russ.
Chico Gordo se removió en su silla.
—¡No! ¡No no no no! ¡No!
—Chiiist. Tranquilo, hijo, tranquilo. ¿Cuándo te dejó Liz?
—¡Yo no la maté!
—Te creemos, hijo. Ahora, ¿cuándo te dejó Liz?
—Tarde. Tarde, el sábado. Quizá las doce, quizá la una.
—¿Te refieres a la madrugada del domingo?
—Sí.
—¿Dijo adónde iba?
—No.
—¿Mencionó el nombre de algún tipo? ¿Novios? ¿Hombres que iba a ver?
—Eh… un tipo con el que estaba casada.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—¿Volviste a verla?
—No.
—¿Conocía tu padre a Liz?
—No.
—¿Hizo que el detective del hotel cambiara el nombre en el registro después de que el cuerpo de Liz fue encontrado?
—Eh… sí.
—¿Sabes quién mató a Liz Short?
—¡No! ¡No!
Johnny empezaba a sudar. Yo también…; anhelaba encontrar hechos con los cuales crucificarle, porque ahora empezaba a parecerme que su relación con la Dalia había sido cosa de una noche tan sólo.
—Le contaste a tu padre lo de Liz cuando ella salió en los periódicos, ¿verdad? —dije.
—Eh… sí.
—¿Y él te habló de un tipo llamado Charlie Issler? ¿Un tipo que había sido proxeneta de Liz Short?
—Sí.
—¿Y te dijo que Issler estaba detenido porque había confesado?
—Eh… sí.
—Bueno, imbécil, ahora cuéntame lo que él te dijo que haría al respecto. Cuéntamelo, muy despacito y con mucho detalle.
Chico Gordo, siempre amante de las atrocidades, se sintió motivado por ese desafío.
—Papá intentó que el judío Ellis soltara a Issler pero él no quería hacerlo. Papá conocía a un ayudante del depósito de cadáveres que le debía un favor, y él tenía ese fiambre sin identificar y convenció al judío para que aceptara su idea. Papá quería al tío Bill para el asunto, pero el judío dijo que no, que te llevara. Papá dijo que servirías porque sin Blanchard para decirte lo que debías hacer eras como gelatina. Papá dijo que eras una hermanita de la caridad, un blando, un dientes de caballo…
Johnny empezó a reírse con carcajadas histéricas al tiempo que sacudía la cabeza y nos rociaba de sudor, haciendo sonar la esposa de su muñeca igual que un animal del zoológico con un nuevo juguete. Russ se acercó a mí.
—Haré que firme una declaración. Necesitaremos una media hora para que se calme. Le daré café y cuando vuelvas pensaremos en lo que debemos hacer luego.
Fui hasta la salida de incendios, me senté en ella y dejé colgar las piernas en el vacío. Estuve mirando los coches que subían por Wilcox hacia Hollywood y pensé en el precio que esto me exigiría cuando todo hubiera terminado. Después, me puse a jugar al black jack con los números de las matrículas, los que iban hacia el sur contra los que se dirigían al norte; con los coches que no eran del Estado como jokers. Los del sur me representaban a mí, la casa; los del norte, a Lee y Kay. El sur se quedó con un miserable diecisiete; el norte consiguió un as y una reina para un black jack puro. Con mi dedicatoria del jaleo a nosotros tres, volví a la habitación.
Johnny Vogel estaba firmándole la declaración a Russ, la cara roja y sudorosa, con unos temblores realmente malos. Leí la confesión por encima de su hombro: explicaba limpiamente lo de Biltmore, Betty y la paliza que Fritzie le dio a Sally Stinson, de forma sucinta y lista para ser bailada con música de cuatro faltas y dos delitos graves.
—Quiero mantener esto en silencio por el momento —dijo Russ—, y deseo hablar con alguien del departamento legal.
—No, padre —dije y me volví hacia Johnny—. Estás arrestado por pagar a una prostituta, ocultar pruebas, obstruir la acción de la justicia y ser cómplice de una agresión en primer grado.
—Papá —farfulló Johnny, y miró a Russ.
Éste me miró… y me alargó la declaración. La guardé en mi bolsillo y le esposé las muñecas a Johnny por detrás de la espalda mientras que él sollozaba muy bajito.
El padre suspiró.
—Vivirás entre la mierda hasta que te jubiles.
—Lo sé.
—Nunca volverás a la Central.
—Ya he probado la mierda, padre, y me voy acostumbrando a ella. No creo que sea tan malo.
Llevé a Johnny hasta mi coche y conduje las cuatro manzanas hasta la comisaría de Hollywood. En los escalones delanteros había periodistas y cámaras; cuando vieron a un tipo de paisano que llevaba a un poli uniformado y esposado se volvieron locos. Los flashes empezaron a estallar, los sabuesos de la prensa me reconocieron y gritaron mi nombre y yo les respondí «Sin comentarios», también a gritos. En el interior, policías uniformados de azul contemplaban boquiabiertos el espectáculo. Llevé a Johnny de un empujón hasta el mostrador y, en un murmullo, le hablé al oído:
—Dile a tu papaíto que estoy enterado del negocio de extorsión que tiene montado con los informes federales, y que sé lo de la sífilis y el burdel de Watts. Dile que mañana iré a los periódicos con todo eso.
Johnny empezó a sollozar de nuevo sin hacer ruido. Un teniente de uniforme se acercó a nosotros.
—Por Dios, ¿a qué viene todo esto? —balbuceó. Un flash hizo explosión casi en mis ojos; ahí estaba Bevo Means, con su cuadernillo preparado.
—Soy el agente Dwight Bleichert y éste es el agente John Charles Vogel. —Le entregué la declaración al teniente y le guiñé el ojo—. Enciérrelo.
Almorcé un bistec enorme y luego fui a la comisaría Central y a mi patrulla de costumbre. Cuando me dirigía a los vestidores oí ladrar el intercomunicador:
—Agente Bleichert, vaya de inmediato a la oficina del comandante de turno.
Cambié de dirección y llamé a la puerta del teniente Jastrow.
—Está abierto —me respondió él.
Entré y saludé igual que si fuera un recluta lleno de ideales. Jastrow se puso en pie, ignoró mi saludo y se ajustó las gafas como si me estuviera viendo por primera vez.
—A partir de ahora tiene dos semanas de permiso, Bleichert. Cuando vuelva, preséntese al jefe Green. Será asignado a otro departamento.
—¿Por qué? —pregunté, con la intención de sacarle todo el jugo a ese momento.
—Fritz Vogel acaba de volarse la tapa de los sesos. Ése es el porqué.
Mi saludo al despedirme fue dos veces más rígido que el primero; Jastrow volvió a ignorarlo. Crucé el vestíbulo y, entretanto, pensaba en las dos putas ciegas y me preguntaba si acabarían enterándose de eso o si les importaría algo. La sala común estaba llena de policías que esperaban el reparto de los turnos…, el último obstáculo antes de llegar al estacionamiento y a casa. Me enfrenté a él muy despacio, tieso como un soldado, mirando a los ojos que buscaban los míos y obligándoles a bajar la vista. Todos los siseos de «traidor» y «bolchevique» me llegaron cuando yo ya les daba la espalda. Casi había cruzado el umbral cuando oí aplausos y me volví para ver a Russ Millard y Thad Green, que me despedían de esa forma.